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Lo de Candelas era un sitio por lo fino que habían puesto al principio de la calle Alcalá, donde La Equitativa, y a un paso de la Puerta del Sol. El negocio tenía un no sé qué de comedorcito residencial, con su anaquel de botillería en lo alto del mostrador, y sus ventiladores al techo, siempre dispuestos a zumbar cuando el calor se juntaba. Entonces era cosa buena la subida de termómetros, pues, con el calentón en la garganta, la clientela recurría a la horchata. Y tal era su fama en Madrid que se ponía aquello de bote en bote, con las camareras yendo y viniendo de un lado a otro del local, la bandeja en alto y paseando un repiqueteo de tacones que sonaba a gloria. Había que verlas, todas de blanco, como enfermeras dispuestas para una pomposa intervención sobre la carne viva del cliente; el delantal por delante y la falda por los tobillos. Y esa faltriquera a la cintura, tintineando perra gorda y perra chica para los cambios. «¿Qué va a ser?».

—Una copita de aguardiente por aquí, rubiala.

Fue pocas horas después del atentado. Parecía recién salido de uno de aquellos boquetes que la bomba acababa de dejar sobre la piel de la tarde. Sus ropas maltrechas revelaban que había caído cerca. Se exhibía con el puro a media asta, arrancándole caladas pendencieras, como si entre él y el habano hubiese algo más que humo. Cuando le daba por ponerse así, el teniente Beltrán no respetaba las fronteras que separan a los hombres de los perros. Se bebió el aguardiente de un trago, alzando la copa con el meñique erecto, dejando relucir el sortijón cubierto de ley y de roña. La vació de un golpe y, de un golpe, la abandonó sobre el mostrador. Con el licor goteando por la comisura de los labios, y los pulgares hundidos en los bolsillos del chaleco, se puso a pegar ladridos. En ese plan fue llamando a las camareras, una por una, hasta acribillarlas a todas con el plomo de sus preguntas.

—Poneos en fila.

Primero interroga con la mirada, luego con todas las grietas de su voz. El teniente Beltrán andaba buscando a un hombre cuya descripción bien podía aplicarse a cualquiera, de estatura alta, delgado, piel cobriza y ojos claros, de mucha pestaña.

—No debe de tener más de treinta años. Gasta bigotito y viste de traje y sombrero. Botas de una pieza, de elástico, color avellana.

Cuando le tocó el turno a ella, no pudo evitar atragantarse en su propia tos.

—Quiero la verdad, zorra.

Desde muy chica tenía aprendido que sólo una rubia puede comportarse como una zorra. Así que, lo tomó como un cumplido y, decidida a ser rubia, la Chelo alzó sus pechos en banderillas y le fue al teniente Beltrán con la mitad de lo que no ignoraba. La verdad a medias era la mejor mentira que la Chelo podía contar en esos momentos. A su forma dio a entender que el hombre que andaban buscando era una de esas fisionomías que no dejan huella en la memoria.

—Si ahora mismo le veo, no le sabría decir.

—Ya.

El teniente Beltrán se llevó el dedo a la oreja y barrenó hondo, como si aún persistiese el sonido de la explosión.

La Chelo mentía y el teniente Beltrán lo daba por hecho. Familiarizado con el engaño, se retorció los bigotes y arrancó con una de sus embestidas. Sin sacarse el puro de la boca, lo llevó hasta el cuello de la Chelo, volviéndole a preguntar lo mismo pero de otra forma. «No me des momento pa sacar mi gallo, rubiala». La cercanía de la brasa avivó la piel y achicharró algunos cabellos. Aun así, la Chelo aguantó el tipo. «Así que no finjas, rubiala, que ahora no estás en la cama».

Por lo que pudiese tronar y mientras duró el interrogatorio, la Chelo se guardó la boca, evitando contar que acababa de ver al hombre que andaban buscando.

Le había visto en el merendero de los Cuatro Caminos, mientras bailaba un chotis muy pegadita a su Ulogio, ajena a la noticia que ya estaba en boca de todo el mundo. «¿Qué traes ahí que te abulta tanto, ninchi?» le guaseaba a su Ulogio, a la vez que le metía lengüetazos en el cuello, igualito que si su Ulogio fuera un pastel. «¿Qué traes ahí?». Y distraída en estas cosas, tardó en reconocerle. Tenía la palidez propia de un espectro. Sus ojos anunciaban que no había dormido nada y que no volvería a dormir nunca más. Dos manchas oscuras se habían instalado alrededor de ellos. Sin lugar a dudas era el joven de labios finos que sorbía en pajita y luego se limpiaba, con toquecitos de pañuelo, el trigo del bigote.

A la Chelo le extrañó encontrarle allí, pero más le extrañó a la Chelo cuando le vio echarse al gaznate un trago de cerveza, de la misma botella, para después limpiarse con la mano que llevaba herida y envuelta en un pañuelo de sangre sucia. «¿Pasa algo, prenda, que yo no sepa?», le preguntó su Ulogio, cuando ella perdió el paso del chotis. «Na, ninchi, cosas mías». Y en una de esas que deslizó boca y nariz por su cuello, el Ulogio volvió a la carga. «Mira, prenda, no me engañes que te lo conozco en los ojos». «Na, ninchi, ya te he dicho que cosas mías», le saltó la Chelo. «Pues se te ha puesto una cara que pa qué, prenda —aseguró su Ulogio—. Lo mismo que si hubieses visto a la Cibeles echarse a andar». Y con estas cosas, la Chelo le pisaría unas cuantas veces más. Luego, cuando llamaron a su Ulogio de un silbido para que ayudase a poner unas bujías, «en to el frente el merendero», luego, la Chelo aprovechó para fisgonear más de cerca.

No le sacó ojo durante el tiempo que permaneció sentado a una de las mesas de afuera; la cara cenicienta y la mano vendada, temblando bajo la mesa. De vez en cuando la sacaba, alcanzando una botella de la que tragaban varios hombres más y de los cuales ella sólo conocía al dueño del merendero, un tal Canuto, y de vista al Lozano y a ese otro que era sastre. Bebían y callaban, envueltos en un silencio Como para cortarlo en lonchas. Había algo en todo aquello que preocupaba a la Chelo, sus ojos no podían disimular la inquietud. Era algo que no debería haber existido.

Ni el zumbido de moscardón que metían las bujías, ni el soniquete del organillo que llegaba desde la otra punta del merendero, ni tampoco el voceador de periódicos con el extraordinario de la tarde, «Noticia bomba, noticia bomba», nada, por el momento, sacaría a la Chelo de su abstracción. Parecía como si todos los allí congregados, alrededor de la mesa, poseyeran algún secreto terrible. «Menuda nota más chachi que vas a dar estas fiestas, Canuto —decía el Yesares, probando bujías desde lo alto de la escalera mientras el Ulogio sujetaba—. Menuda nota más chachi, Canuto, menuda nota». Pero el Canuto no hacía caso. A su lado había otro señor, de cierta edad, con las barbas blancas y una cicatriz en la boca que, con sólo mirarla, como que a la Chelo le entraba la sacudida. Nunca vio algo parecido. Era como si faltase el labio de abajo y, en su lugar, quedase una sutura. A veces, el hombre se llevaba la mano hasta la cicatriz para limpiarse, como si le picase la falta de labio. Era una mano larga y moteada, semejante a la piel de las truchas.

Ella hacía como que miraba a otro lado pero, por el rabillo del ojo, no perdía ripio. Así estuvo la Chelo, hasta que el Yesares terminó la chapuza y bajó la escalera, brincando los últimos peldaños. El Canuto le hizo un sitio en la mesa y el Ulogio, de pie, apoyándose en el poste de la entrada, agarró la botella de cerveza junto con un vaso, que inclinó hasta sacar espuma del chorro. Ofreció a la Chelo pero ésta le dijo: «que no, ninchi, que no». Entonces el Ulogio, envolviéndola con el caramelo de sus ojos preguntó: «¿Pasa algo que yo no sepa, prenda?». «No, ninchi, pero me va a pasar». «Que te va a pasar ¿qué?». «El tranvía, que sale a las en punto». «Pues dame un besín». Y así fue como la Chelo se despidió de su Ulogio. En el fondo, la Chelo buscaba lo que todas las demás mujeres.