Vathek, noveno Califa de la estirpe de los Abásidas, hijo de Motassem y nieto de Haroun Al-Rachid, subió al trono en la flor de la edad. Las considerables cualidades que ya entonces poseía hacían esperar a sus súbditos un reinado largo y feliz. Su aspecto era agradable y majestuoso; mas cuando montaba en cólera uno de sus ojos se volvía tan terrible que no podían soportarse sus miradas: el desdichado sobre quien lo fijaba caía de espaldas y a veces expiraba al momento. Así que, temeroso de despoblar sus estados y convertir en desierto su palacio, el príncipe se encolerizaba sólo muy de tarde en tarde.
Era muy dado a las mujeres y los placeres de la mesa. De generosidad sin límites y libertinaje sin moderación. No creía, como Omar Ben Abdalaziz, que fuera preciso hacerse un infierno de este mundo para ganar en el otro un paraíso.
Excedió en magnificencia a todos sus antecesores. El palacio de Alkorremi, construido por su padre Motassem en la Colina de los Caballos Píos dominando toda la ciudad de Samarah, no le pareció lo suficientemente amplio. Le añadió cinco alas, o mejor dicho otros cinco palacios, cada uno de ellos destinado a la satisfacción de uno de los sentidos.
En el primero, las mesas estaban siempre repletas de los más exquisitos manjares. Se los renovaba día y noche, a medida que se iban enfriando. Los vinos más suaves y los mejores licores manaban en grandes chorros de cien fuentes nunca agotadas. Tal palacio se llamaba El Eterno Festín o el Insaciable.
El segundo tenía por nombres Templo de la Melodía y Néctar del Alma. Alojaba a los más destacados músicos y poetas del momento. Después de haber ejercido allí su talento se desbandaban haciendo resonar el entorno con sus cantos.
El palacio llamado Delicias de la Mirada o Sustento de la Memoria era un ininterrumpido deleite. Toda suerte de rarezas, procedentes de todos los rincones de la tierra, se reunían allí, dispuestas en ordenada profusión. Se contemplaba una galería de pinturas del célebre Mani y estatuas que parecían animadas. Allá una perspectiva bien conseguida encantaba la vista; acá la magia de la óptica la confundía agradablemente; más lejos se acumulaban todos los tesoros de la Naturaleza. En una palabra, Vathek, el más curioso de los hombres, no había omitido en aquel palacio nada que pudiese satisfacer la curiosidad del visitante.
El palacio de los Perfumes, llamado también Acicate de la Voluptuosidad, se subdividía en varias salas. Ardían allí, aun en pleno día, antorchas y pebeteros. Para disipar la dulce embriaguez que producía el lugar, podía descenderse a un amplio jardín donde la reunión de todas las flores hacía respirar un aire suave y reconfortante.
En el quinto palacio, que tenía por nombre Reducto de la Alegría o El Peligroso, se encontraban muchas cuadrillas de muchachas, bellas y obsequiosas como Huríes, que nunca dejaban de acoger a aquellos que el Califa quería darles por compañía.
Vathek no era menos amado por sus súbditos por sumergirse en tanta voluptuosidad. Creíase que un soberano entregado al placer es, por lo menos, tan apto para gobernar como el que se declara su enemigo. En vida de su padre había estudiado tanto para no aburrirse que sabía en exceso: quiso finalmente conocerlo todo, hasta las ciencias que no lo son. Se complacía en disputar con los sabios; pero era preciso que no llevasen la contradicción demasiado lejos. A unos tapaba la boca con regalos; aquellos cuya obstinación resistía a su liberalidad eran enviados a prisión, para calmarles los ímpetus, remedio este que a menudo tenía éxito.
Vathek quiso también mezclarse en disputas teológicas, y no fue por la opinión considerada generalmente como ortodoxa por lo que tomó partido. Se ganó la animadversión de todos los devotos y entonces los persiguió, ya que quería, a toda costa, tener siempre razón.
El gran Profeta Mahoma, cuyos Vicarios son los Califas, se indignaba en el séptimo cielo por la irreligiosa conducta de uno de sus sucesores.
Dejémoslo hacer —decía a los genios que siempre están prestos a cumplir sus órdenes—, veamos dónde llegarán su impiedad y locura; si se extralimita, ya sabremos castigarlo. Ayudadle a construir esa torre que ha empezado a alzar a imitación de Nemrod, no para salvarse de un nuevo Diluvio como el gran guerrero, sino por insolente curiosidad de desentrañar los arcanos celestes. ¡Por más que haga nunca adivinará la suerte que le espera!
Los genios obedecieron, y si los obreros alzaban un codo durante el día, ellos le añadían dos durante la noche. La celeridad con que avanzaba la construcción halagaba el orgullo de Vathek. Creía que hasta la materia inanimada se prestaba a sus designios. El príncipe no tenía en cuenta, a pesar de toda su ciencia, que los éxitos del insensato y el perverso son su primer castigo.
Su orgullo llegó al culmen cuando, tras haber subido los once mil escalones de su torre, miró hacia abajo. Los hombres parecían hormigas, las montañas conchas y las ciudades panales.
La idea que aquel ascenso le dio de su propia grandeza acabó por sorberle el seso. Estaba a punto de adorarse a sí mismo cuando, alzando los ojos al cielo, observó que los astros quedaban tan lejanos como a ras de tierra. Se consoló, sin embargo, de la involuntaria sensación de su propia pequeñez, en la idea de aparecer elevado a ojos de sus semejantes; se jactó por otra parte de que las luces de su espíritu sobrepasarían el límite de su vista, y harían revelar a las estrellas los secretos de su hado.
Para lo cual pasaba la mayoría de las noches en el pináculo de la torre, y creyéndose iniciado en los misterios de la astrología, se imaginó que los planetas le anunciaban aventuras maravillosas. Un hombre excepcional debía llegar de un país desconocido para anunciarlas. Redobló entonces su atención hacia los extranjeros, e hizo anunciar entre clamor de trompetas por las calles de Samarah que ninguno de sus súbditos retuviera o diese alojamiento a viajero alguno, y que mandaba que todos fueran conducidos a palacio.
Algún tiempo después de tal proclama apareció un hombre cuya mirada era tan espantosa que los guardias que se apoderaron de él tuvieron que conducirlo a palacio a ciegas. El mismo Califa pareció asombrado de su horrible aspecto, pero pronto sucedió la alegría a aquel espanto involuntario. El desconocido exhibió ante el príncipe rarezas que éste jamás había visto o imaginado como posibles.
Nada había, en verdad, más extraordinario que las mercancías del extranjero. La mayoría de sus joyas eran tan maravillosas como primorosamente trabajadas y además tenían un poder particular, especificado en un rollo de pergamino unido a cada una de ellas. Había babuchas que ayudaban a caminar, cuchillos que cortaban sin movimiento de la mano, sables que herían al menor gesto; todo ornado de piedras preciosas desconocidas de todos.
Entre tanta rareza había unos sables cuya hoja despedía cegadores destellos. El Califa quiso poseerlos, proyectando descifrar con detenimiento los caracteres desconocidos que llevaban grabados. Sin pedir precio al mercader puso ante él todo el oro amonedado del reino, diciéndole que tomara lo que quisiese. Éste tomó poca cosa, en el mayor silencio.
Vathek no imaginó que el silencio del desconocido pudiera tener otra causa que el respeto que su presencia le infundía. Le hizo avanzar bondadoso, y le preguntó con afabilidad quién era, de dónde venía y dónde había adquirido cosas tan bellas. El hombre, o mejor dicho el monstruo, en vez de responder, se restregó tres veces la frente más negra que el ébano, se golpeó tres veces el abultado vientre, desencajo de asombro sus ojos grandes como carbunclos y rompió a reír con estruendo mostrando sus largos dientes ambarinos estriados de verde.
El Califa, algo sobrecogido, repitió su pregunta sin recibir ninguna otra respuesta. Entonces empezó a impacientarse y gritó: ¿Sabes quién soy, desgraciado, y de quién crees que te estás burlando? Dirigiéndose a los guardias, les preguntó si lo habían oído hablar. Dijeron que sí, pero que muy poco. Que hable de nuevo, dijo Vathek, que hable como pueda, pero que me diga quién es, de dónde ha venido y traído las extrañas curiosidades que me ofrece. Juro por el asno de Balaam que le haré arrepentirse de su terquedad si sigue callado. Al decir esto el Califa no pudo evitar el lanzar sobre el desconocido una de sus peligrosas miradas; pero aquél ni se inmutó; el ojo terrible y mortífero no surtió en él efecto alguno.
Imposible describir el asombro de los cortesanos cuando advirtieron que el desconsiderado mercader salía airoso de prueba semejante.
Habían caído de bruces y así hubieran permanecido de no haberles gritado el Califa: ¡Levantaos, haraganes, y prended a ese miserable! ¡Que se le arroje a un calabozo y sea custodiado a la vista de mis mejores soldados! Puede conservar el dinero que acabo de darle; que lo conserve pero que hable. A estas palabras, de todas partes se arrojan sobre el extranjero, se le carga de gruesas cadenas y se le conduce al calabozo de la torre norte. Siete cercos de barrotes de hierro, provistos de púas largas y aceradas como asadores, lo rodean por todas partes.
Mientras tanto el Califa era presa de la más viva agitación. No hablaba; apenas deseó sentarse a la mesa, y probó tan sólo treinta y dos platos de los trescientos que le servían cada día.
Tal dieta, a la que no estaba habituado, le hubiera por sí sola impedido dormir. ¡Qué efecto no iba a tener unida a la inquietud que lo dominaba! En cuanto amaneció corrió a la prisión para realizar nuevas tentativas con el obstinado sujeto. Su furor fue indescriptible al advertir que había desaparecido, las verjas estaban rotas y muertos los guardias. Se apoderó de él el más extraño delirio. Se puso a dar grandes puntapiés a los cadáveres que lo rodeaban y pasó todo el día golpeándolos de la misma manera. Sus cortesanos y visires hicieron lo imposible para calmarlo, pero viendo que no podían conseguirlo, exclamaron todos a una: ¡El Califa ha enloquecido! ¡El Califa se ha vuelto loco!
Todas las calles de Samarah se hicieron eco de esta exclamación, que al fin llegó a oídos de la princesa Carathis, madre de Vathek, la cual acudió alarmada, con idea de emplear el poder que tenía sobre el espíritu de su hijo. Su llanto y sus abrazos consiguieron retener al Califa y éste, cediendo a su demanda, se dejó reconducir a su palacio.
Carathis tuvo buen cuidado de no abandonar a su hijo. Tras hacerlo acostar, se sentó a su lado y trató de consolarlo y tranquilizarlo con sus razonamientos. Nadie mejor que ella para conseguirlo. Vathek la quería y respetaba como madre y sobre todo como mujer dotada de superior talento. Era griega y le había hecho adoptar todos los sistemas y ciencias de aquel pueblo, admirado por los buenos musulmanes.
La astrología judiciaria era una de aquellas ciencias, y Carathis la dominaba. Por lo tanto, su primer cuidado fue hacer recordar a su hijo lo que le habían prometido las estrellas, y propuso reconsultarlas. ¡Ay de mí!, respondió el Califa en cuanto hubo recuperado el habla, soy un insensato, no por haber propinado cuarenta mil puntapiés a mis guardias, que se han dejado matar estúpidamente, sino por no haber reparado en que aquel hombre extraordinario era el que me habían anunciado los planetas. En vez de maltratarlo debía haber intentado ganármelo con buenos modales y caricias. Lo pasado no puede restablecerse, contestó Carathis; hay que pensar en el futuro. Quizá veáis todavía al que echáis de menos; quizá las leyendas de las hojas de los sables os den noticia. Comed y dormid, querido hijo; mañana veremos lo que deba hacerse.
Vathek siguió el sabio consejo, se levantó en mejor estado de ánimo y se hizo en seguida traer los sables maravillosos. Para que su brillo no lo cegara, los contempló a través de un vidrio de color, esforzándose en descifrar los signos, pero fue en vano. A pesar de estrujarse el cerebro, no logró entender una sola letra. El contratiempo lo hubiera hecho recaer en su pasado furor, de no haber entrado Carathis justo a tiempo.
Tened paciencia, hijo mío, le dijo; sin duda estáis en posesión de todas la ciencias. Saber idiomas es incumbencia de los pedantes. Prometed recompensas dignas de vos a quien explique estas palabras bárbaras que no comprendéis, y que es digno de vos entender; pronto estaréis satisfecho. ¡Quizá! dijo el Califa; pero mientras tanto me importunará sin descanso una turba de semisabios que lo intentarán tanto por placer de parlotear como por deseo de conseguir la recompensa. Tras un instante de reflexión añadió: Quiero evitar tal inconveniente. ¡Haré perecer a quienes no me satisfagan puesto que, gracias al Cielo, tengo juicio suficiente para discernir si traducen o inventan!
No lo dudo, respondió Carathis. Pero ajusticiar a los ignorantes es castigo algo severo, y puede tener consecuencias peligrosas. Contentaos mandándoles quemar las barbas; las barbas no son tan necesarias al Estado como los hombres. El Califa se plegó de nuevo a los razonamientos de su madre, y mandó llamar a su Primer Visir, Morakanabad, le dijo, manda a un pregonero proclamar en Samarah y todas las ciudades de mi imperio que quien descifre los caracteres, aparentemente indescifrables, tendrá prueba de mi liberalidad, famosa en todo el mundo: pero que, de no salir airoso, se le quemarán las barbas hasta el último pelo. Que se haga público asimismo que regalaré cincuenta hermosas esclavas y cincuenta cajas de albérchigos de la isla de Kirmith a quien me dé nuevas de ese hombre extraño que deseo volver a ver.
Los súbditos del Califa, a imitación de su señor, gustaban mucho de mujeres y cajas de albérchigos de la isla de Kirmith. Tales promesas les hicieron la boca agua, pero no pudieron verlas realizadas, ya que nadie sabía qué suerte había corrido el extranjero. No ocurrió lo mismo respecto a la primera instancia del Califa.
Los sabios, los semisabios y todos los que no eran ni una cosa ni la otra, pero creían serlo todo, fueron a arriesgar valerosamente sus barbas, y las perdieron todos. Los eunucos no hacían más que quemar barbas, lo cual les daba un cierto olor a chamusquina tan molesto a las mujeres del serrallo que hubo que asignar a otros la tarea.
Por fin, se presentó un día un anciano cuya barba rebasaba en codo y medio a todas las vistas. Los ujieres de palacio, al introducirlo, comentaban entre sí: ¡Qué lástima! ¡Qué lástima quemar tan bellas barbas! El Califa pensaba lo mismo, pero no le pesaba. El anciano leyó los caracteres de corrido, y los fue explicando palabra por palabra como sigue: «Nos han hecho allí donde todo se hace bien; somos la menor de las maravillas de una región donde todo es maravilloso y digno del más grande de los Príncipes.»
¡Oh! Has traducido maravillosamente, exclamó Vathek; conozco a aquél a quien aluden esos caracteres. Que le sean entregados a este anciano tantos vestidos de gala y tantos millares de cequíes como palabras ha pronunciado: ha liberado mi corazón de parte de la inquietud que lo oprimía. Dicho esto, Vathek lo invitó a comer y hasta pasar algunos días en su palacio.
Al día siguiente, el Califa lo hizo llamar, y le dijo: Reléeme de nuevo lo que me leíste; nunca oiré lo suficiente esas palabras que parecen prometerme el bien por que suspiro. Acto seguido el anciano se ajustó sus antiparras verdes. Pero le resbalaron de la nariz cuando advirtió que los caracteres de la víspera habían sido reemplazados por otros. ¿Qué te ocurre? le preguntó el Califa; ¿qué significan esas muestras de asombro? —Señor del mundo, los caracteres de los sables no son ya los mismos.
—¿Qué me dices? respondió Vathek; poco importa; si puedes, explícame su significado.
—Helo aquí Señor, dijo el anciano: «Desgraciado el osado que desea saber lo que debiera ignorar, y emprender lo que es superior a su poder.» ¡Desgraciado de ti! gritó el Califa, completamente fuera de sí. ¡Fuera de mi vista! Sólo te quemarán media barba, por haber adivinado bien ayer; en cuanto a mis regalos, jamás recobro lo que di. El anciano, lo suficientemente sabio como para darse cuenta de que había salido bien librado de la estupidez que había cometido diciendo a su señor una verdad desagradable, se retiró acto seguido para no volver a dar señales de vida.
Vathek tardó poco en arrepentirse de su impetuosidad. Al no cesar de examinar los caracteres, observó que cambiaban cada día y nadie había para explicárselos. Aquella inquieta tarea le hizo arder la sangre, le produjo mareos, alucinaciones y tal debilidad que apenas podía sostenerse; en tal estado, no dejaba de hacerse conducir a la torre, en la esperanza de leer algo agradable en los astros; pero su esperanza resultó errónea. Sus ojos, ofuscados por los vapores de su cerebro, le hacían mal oficio; veía tan sólo una nube negra y espesa: augurio este que le parecía de lo más nefasto.
Agobiado por tanta inquietud el Califa perdió todo ánimo; contrajo fiebre, perdió el apetito y en vez de seguir siendo el mayor glotón de la tierra, se convirtió en el más impenitente bebedor. Una sed sobrenatural lo consumía y su boca, ancha como un embudo, sumía día y noche torrentes de líquido. Entonces este desdichado príncipe, incapaz de gozarse en placer alguno, mandó clausurar los Palacios de los Cinco Sentidos, dejó de aparecer en público y ostentar su magnificencia, de administrar justicia a sus súbditos, y se retiró a las profundidades del serrallo. Siempre fue buen esposo: sus mujeres se afligieron por su estado, no dieron tregua a las rogativas por su restablecimiento ni dejaron de darle de beber.
Entretanto la princesa Carathis era presa del más punzante de los dolores. Se encerraba un día tras otro con el visir Morakanabad, para indagar los medios de curar o al menos aliviar al enfermo. Convencidos de que se trataba de un encantamiento, hojeaban juntos todos los libros de magia y mandaban buscar por doquier al horrible extranjero, a quien acusaban de ser autor del hechizo.
A pocas millas de Samarah había una elevada montaña poblada de tomillo y serpol; una deliciosa llanura la coronaba; podría tomársela por el paraíso destinado a los musulmanes justos. Cien sotos de matojos odorantes y otros tantos bosquecillos donde el naranjo, cedro y limonero, entrelazados con la palmera, la vid y el granado, ofrecían con qué satisfacer tanto el paladar como el olfato. El suelo era un mar de violetas; las matas de alhelíes embalsamaban el aire con su suave perfume. Cuatro límpidos manantiales, tan caudalosos como para calmar la sed de diez ejércitos, parecían fluir sólo para mejor aparentar el Jardín del Edén regado por los ríos sagrados. En sus verdeantes orillas cantaba el ruiseñor el nacimiento de su bien amada la rosa, y lamentaba lo efímero de sus cantos; la tórtola deploraba haber perdido placeres más reales mientras que la alondra saludaba con sus encantos a la luz que reanima a la Naturaleza: allí más que en lugar alguno del mundo el gorjeo de los pájaros expresaba sus diversos sentimientos; las deliciosas frutas que picoteaban a su antojo parecían redoblar sus energías.
A veces llevaban a Vathek a la montaña para que pudiese respirar aire puro y beber a su gusto de los cuatro manantiales. Su madre, sus mujeres y algunos eunucos eran los únicos que le hacían compañía. Todos se apresuraban en llenar grandes copas de cristal de roca, y rivalizaban en presentárselas; pero su celo no daba abasto a la avidez del príncipe; a menudo se tendía para beber a lengüetadas.
Un día en que el lastimoso príncipe había permanecido largo rato en postura tan vil, una voz ronca pero potente se hizo oír, increpándolo así: ¿Por qué realizas tareas de perro?, ¡oh Califa tan pagado de su dignidad y su poder! Al oír tales palabras Vathek alza el rostro, viendo al extranjero causa de tantos males. Su imagen lo turba, la ira inflama su corazón y exclama: ¡Eres tú, maldito Giaour! ¿Qué has venido a hacer? ¿No te basta haber convertido en odre a un príncipe ágil y diligente? ¿No ves que han de acabar conmigo tanto el exceso de bebida como el deseo de beber?
—Bebe entonces también este trago, le dice el extranjero, presentándole un frasco lleno de un licor rojizo; y para calmar la sed de tu alma, tras la del cuerpo, sabe que soy indio, pero de una región que nadie conoce.
¡Una región que nadie conoce…! Estas palabras fueron una revelación para el Califa. Era la realización de parte de sus deseos y, prometiéndose que todos se iban a cumplir, tomó el licor mágico y lo bebió sin dudar. Al momento se encontró repuesto, la sed calmada, y su cuerpo se volvió más ágil que nunca. Entonces su alegría fue extrema: echa los brazos al cuello del espantoso indio y le besa la boca, abierta y babosa, con tanto ardor como hubiera besado los labios de coral de sus más hermosas mujeres.
Tales dislates no habrían tenido fin de no haberle hecho recobrar la calma la elocuencia de Carathis. Indujo a su hijo a volver a Samarah precedido por un heraldo que gritaba a todo pulmón: ¡El maravilloso extranjero ha vuelto, ha curado al Califa, ha hablado, ha hablado!
Estas palabras corrieron de boca en boca, y no se las olvidó en los festejos que aquella misma noche se celebraron en acción de gracias; los poetas hicieron de ellas el estribillo de todas las canciones que compusieron sobre el hermoso tema.
El Califa mandó entonces que se volvieran a abrir los Palacios de los Sentidos; y como ansiaba visitar el del Gusto más que ningún otro mandó que sirvieran allí un magnífico festín al que fueron admitidos sus favoritos y todos los altos dignatarios. El indio, colocado junto al Califa, fingió creer que, para hacerse digno de tanto honor, no debía ni comer ni beber ni hablar demasiado. Los manjares desaparecían de la mesa apenas servidos. Todos se miraban con asombro; pero el indio, sin parecer advertirlo, vaciaba copas enteras a salud de todos, cantaba a grito pelado, reía a carcajadas sus propios cuentos, improvisaba otros, dignos de aplauso de no haberlos declamado entre horribles muecas: durante toda la comida siguió charlando como veinte astrólogos, comiendo como veinte mozos de cuerda y bebiendo lo equivalente.
A pesar de haberse renovado la mesa treinta y dos veces sucesivas, el Califa se había resentido de la voracidad de su vecino. Su presencia se le hacía insoportable, y a duras penas podía ocultar su estado de ánimo y su inquietud; por fin se las ingenió para cuchichear al jefe de sus eunucos: ¡Fíjate, Bababalouk, cómo lo hace todo en grande este hombre! ¡Qué ocurriría si tuviera acceso a mis mujeres! Ve, redobla la vigilancia y sobre todo vigila a mis circasianas, que le harían más apaño que todas las otras.
El pájaro del alba había cantado tres veces cuando sonó la hora del Diván[1]. Vathek había prometido presidirlo en persona. Se levanta de la mesa y se apoya en el brazo de su visir, más aturdido por el alboroto de su ruidoso compañero invitado que por el vino que había bebido; el pobre príncipe apenas podía mantenerse en pie.
Los visires, los dignatarios de la Corona y los hombres de leyes se colocaron en semicírculo alrededor de su soberano, en respetuoso silencio, mientras que el indio, con tanta sangre fría como si hubiera estado sereno, se colocó sin miramientos en uno de los peldaños del trono, riéndose para sus adentros de la indignación que su osadía provocaba en todos los presentes.
Entretanto el Califa, con el cerebro hecho un embrollo, dictaba justicia de cualquier manera. Su primer visir lo advirtió y se le ocurrió de pronto un ardid para interrumpir la audiencia y salvar el honor de su amo. Le dijo en voz muy baja: Señor, la princesa Carathis ha pasado la noche consultando los planetas; os hace saber que un peligro inminente os amenaza. Precaveos de que ese extranjero, a quien habéis pagado unas cuantas joyas mágicas con tantos miramientos, haya podido atentar contra vuestra vida. Su licor ha parecido curaros; quizá no es más que un veneno de efecto repentino. No echéis esta sospecha en saco roto; preguntadle al menos de qué está compuesto, dónde lo ha adquirido, y haced mención de los sables que parecéis haber olvidado.
Harto de las insolencias del indio, Vathek asintió con una inclinación de cabeza y dirigiéndose a aquel monstruo le dijo: ¡Levántate y declara ante el Diván en pleno qué drogas componen el licor que me has hecho tomar; esclarece por encima de todo el enigma de los sables que me has vendido y reconoce también las bondades de que te he colmado!
Calló el Califa tras estas palabras, pronunciadas con toda la moderación de que fue capaz. Pero el indio, sin responder ni abandonar su puesto, volvió a sus carcajadas y sus horribles gestos. Entonces Vathek no pudo contenerse; de un puntapié lo arroja de la tribuna, lo persigue y golpea con tal rapidez que incita a todo el Diván a imitarlo. Todos los pies se alzan; con sólo darle un golpe se sienten deseos de repetirlo.
El indio se prestaba al juego. Como era bajo, se había apelotonado y rodaba bajo los golpes de sus asaltantes, que le seguían por todas partes con singular encarnizamiento. Rodando así de estancia en estancia, de sala en sala, la pelota atraía a sí a todos cuantos encontraba. El ruido más espantoso hacía resonar el palacio. Las sultanas asustadas salieron a avizorar tras los cortinones de sus cámaras. Para detenerlas los eunucos las pellizcaban en vano hasta hacerles sangre; se les escaparon y los fieles guardianes, casi muertos de miedo, no podían evitar el seguir ellos mismos los pasos de la pelota fatal.
Tras haber de este modo recorrido las salas, las estancias, las cocinas, los jardines y las cuadras del palacio, el indio acabó dirigiéndose a los patios. El Califa, más encarnizado que los demás, lo seguía de cerca, dirigiéndole tantos puntapiés como le era posible: su celo le hizo recibir en su propia carne algunas patadas dirigidas a la pelota.
Carathis, Morakanabad y dos o tres visires más cuya prudencia había sido hasta el momento superior al transporte general, se arrojaron de rodillas ante el Califa para detenerlo, pretendiendo impedir que diera tal espectáculo; pero él saltó sobre sus cabezas y prosiguió su carrera. Entonces mandaron a los muecines llamar al pueblo a oración, tanto para quitarlo de en medio como para impulsarlo a alejar tal calamidad con sus súplicas; fue todo inútil. Bastaba ver la infernal pelota para ser atraído hasta ella. Los mismos muecines, aunque sólo la veían de lejos, bajaron de los minaretes y se unieron a la muchedumbre. Ésta aumentó hasta el punto de que pronto no quedaron en las casas de Samarah más que los paralíticos, los lisiados de ambas piernas, los agonizantes y los niños de pecho, que las nodrizas habían abandonado para correr mejor: hasta Carathis, Morakanabad y los otros se habían entregado en la partida. Los gritos de las mujeres huidas de su serrallo, los de los eunucos esforzándose en no perderlas de vista, los juramentos de los maridos que, sin dejar de correr, se amenazaban los unos a los otros, los puntapiés dados y devueltos, los revolcones a cada paso, todo, en fin hacía a Samarah similar a una ciudad tomada por asalto y entregada al saqueo. Por fin el maldito indio, en aquella figura de pelota, tras haber recorrido las calles, las plazas públicas, dejó la ciudad desierta, tomó el camino de la llanura de Catoul y luego por un valle situado al pie de la montaña de los cuatro manantiales.
Uno de los lados del valle estaba bordeado por una elevada colina; al otro había una espantosa sima formada por la erosión de las aguas. El Califa y la multitud que lo seguía temieron que la pelota fuera a arrojarse a ella, y redoblaron sus esfuerzos por alcanzarla, pero fue en vano; rodó al abismo y desapareció con la velocidad del rayo.
Vathek se hubiera sin duda precipitado tras el pérfido Giaour de no haberlo contenido algo como una mano invisible. La muchedumbre se detuvo también y vino la calma. Se miraban los unos a los otros con expresión de asombro; y a pesar de lo ridículo de la escena, nadie rió. Todos, la mirada baja, confusos y taciturnos, tomaron de nuevo el camino de Samarah y se encerraron en sus casas, sin reparar en que sólo una fuerza irresistible podía haber causado la extravagancia que todos se reprochaban; ya que es justo que los hombres que se vanaglorian del bien, de que sólo son instrumento, se culpen de las estupideces que hubiera estado en su mano evitar.
El Califa tan sólo no quiso abandonar el valle. Mandó que alzaran allí sus tiendas; y a pesar de las exhibiciones de Carathis y Morakanabad, se apostó en la boca de la sima. Ya podían hacerle ver que el terreno podía hundirse en aquel lugar, y que estaba además demasiado cerca del mago; sus amonestaciones fueron inútiles. Tras haber hecho prender mil antorchas y mandado que no cesaran de prender, se tendió en el fangoso borde del precipicio e intentó, con esta iluminación artificial, penetrar aquellas tinieblas que no hubieran podido horadar todos los fuegos del Empíreo. Tan pronto creía oír voces procedentes del fondo del abismo como se imaginaba discernir en ellas el acento del indio; pero no se trataba más que del mugido de las aguas y el estruendo de las cataratas que caían a borbotones de las montañas.
Vathek pasó la noche en aquella violenta situación. En cuanto empezó a apuntar el día se retiró a su tienda y allí se durmió, en ayunas, y no despertó hasta que las tinieblas cubrieron el hemisferio. Entonces volvió al lugar de la víspera y no lo abandonó durante varias noches. Se le veía andar a zancadas y mirar las estrellas con furor, como si les estuviera reprochando haberle engañado.
De pronto, desde el valle hasta más allá de Samarah el azul del cielo se entreveró de largas rayas de sangre; aquel horrible fenómeno parecía estar relacionado con la gran torre. El Califa quiso subir, pero las fuerzas lo abandonaron y, helado de miedo, se cubrió el rostro con el faldón de su vestido.
Tan espantosos prodigios no hacían más que excitar su curiosidad. Por tanto, en vez de reportarse, persistió en el plan de permanecer en el lugar en que había desaparecido el indio.
Una noche en que daba su paseo solitario por la llanura, la luna y las estrellas se eclipsaron de súbito; espesas tinieblas sucedieron a la luz y oyó salir de la tierra temblante la voz de Giaour, gritando con ruido más fuerte que el trueno: ¿Quieres entregarte a mí, adorar las fuerzas terrestres y renunciar a Mahoma? Con tales condiciones te abriré el palacio del fuego subterráneo. Allí, bajo inmensas bóvedas, contemplarás los tesoros que te han prometido las estrellas; de allí es de donde saqué los sables; allí es donde Suleïman, hijo de Daoud, reposa rodeado de los talismanes que subyugan al mundo.
El Califa, asustado, respondió temblando, y sin embargo en el tono de un hombre que ya iba acostumbrándose a las aventuras sobrenaturales: ¿Dónde estás? ¡Aparece ante mí! ¡Disipa esas fastidiosas tinieblas! ¡Muéstrame al menos tu espantosa faz ya que yo he consumido tantas antorchas para descubrirte!
—Entonces, reniega de Mahoma, contestó el indio; dame pruebas de tu buena fe, o nunca me verás.
El desdichado Califa lo prometió todo. Al momento se iluminó el Cielo y, al resplandor de los planetas que parecían llamas, Vathek vio la tierra abierta. Al fondo se divisaba un portón de ébano. El indio, erguido ante él, sostenía en la mano una llave de oro y la hacía sonar contra la cerradura.
¡Ah!, exclamó Vathek, ¿cómo puedo descender hasta ti sin romperme la cabeza? Ven y tómame, y abre la puerta cuanto antes. —¡Poco a poco!, contestó el indio: sabe que tengo mucha sed y no puedo abrir sin haberla antes saciado. Necesito la sangre de cincuenta niños: reúnelos de entre los de tus visires y principales cortesanos… Mi sed y tu curiosidad seguirán insaciadas. Vuelve, pues, a Samarah; tráeme lo que deseo; arrójalo tú mismo a esta sima; entonces verás.
Con estas palabras, el indio volvió la espalda y el Califa, movido por los demonios, se determinó a llevar a cabo el horroroso sacrificio. Aparentando haber recobrado la calma se encaminó hacia Samarah entre las aclamaciones de un pueblo que todavía lo amaba. Disimuló la involuntaria turbación de su alma con tanta perfección que logró engañar a Carathis y Morakanabad lo mismo que a los demás. Ya sólo fue objeto de diversiones y festejos. Se trató hasta el asunto de la pelota, al que nadie había hasta entonces osado referirse; con todo, no era motivo de jolgorio para todo el mundo. Muchos estaban todavía en manos de cirujanos a consecuencia de las heridas recibidas en la memorable aventura.
Vathek estaba satisfecho de que el asunto se tomara de aquella manera, comprendiendo que aquello contribuiría a sus abominables proyectos. Era afable con todo el mundo, especialmente con los visires y dignatarios. Al día siguiente los invitó a un suntuoso festín. Paulatinamente hizo recaer la conversación sobre los hijos, y preguntó con aire de benevolencia quién los tenía más hermosos. Al momento, cada uno de los padres se apresura a colocar a los suyos muy por encima de los ajenos. La discusión se acaloró, y se habría llegado a las manos sin la intervención del Califa, que fingió querer juzgar por sí mismo.
Al punto se presentó un grupo de aquellos pobres niños. La ternura maternal los había engalanado con todo lo que podía realzar su belleza. Pero, mientras que todas las miradas y todos los corazones eran atraídos por aquella esplendente juventud, Vathek la consideraba con pérfida avidez, y escogió cincuenta de entre ellos para sacrificarlos al Giaour. Entonces con aire de bondad, propuso dar una fiesta en la llanura en honor de sus jóvenes favoritos.
Dijo que debían regocijarse aún más que los demás de su restablecimiento. La bondad del Califa subyuga. Pronto la propala todo Samarah. Se aprestan palanquines, camellos, caballos; mujeres, niños, ancianos, jóvenes se disponen a su antojo. El cortejo se pone en marcha, seguido por todos los confiteros de la ciudad y los arrabales; el pueblo en masa lo sigue; todos se regocijan y ni uno recuerda lo que tomar aquel camino costó a muchos la última vez.
El sarao era maravilloso, fresca la brisa, sereno el cielo; las flores exhalaban su perfume. La naturaleza en calma parecía solazarse en las luces del sol agonizante. Su resplandor suave doraba la cima de la montaña de los cuatro manantiales, le embellecía la falda y coloreaba los rebaños saltarines. No se oía más que el murmullo de las fuentes, el sonido de las chirimías y la voz de los pastores que se llamaban unos a otros por las colinas.
Las desgraciadas víctimas que iban a ser inmoladas al poco, contribuían a lo emocionante del cuadro. Llenos de inocencia y candor los niños avanzaban hacia el llano sin dar tregua a sus retozos: éste perseguía a las mariposas, aquél cortaba flores, o recogía piedrecillas brillantes; varios se alejaban con grácil paso por el placer de alcanzarse y darse mil besos.
Se divisaba ya a lo lejos el horrible abismo en cuyo fondo estaba el portón de ébano. Parecido a un surco negro, dividía en dos el llano. Morakanabad y sus cofrades lo tomaron por una de las obras peregrinas en que se complacía el Califa; ¡pobres desgraciados! Ignoraban a qué estaba destinado. Vathek, que no quería que el fatal lugar fuera examinado de cerca, detiene la comitiva y manda trazar un gran círculo. La guardia de eunucos se destaca para medir la palestra destinada a las carreras pedestres y preparar las sortijas a donde deben apuntar las flechas. Los cincuenta muchachillos se desnudan apresuradamente; la flexibilidad y el agradable contorno de sus miembros delicados son objeto de admiración. Sus ojos centellean con la misma alegría que reflejan los de sus padres. Cada uno ruega por el pequeño combatiente que más le interesa: todos están atentos a los juegos de aquellos seres amables e inocentes.
El Califa aprovecha el momento para alejarse de la muchedumbre. Se acerca al borde del abismo y escucha, no sin temblar, al indio que, rechinando los dientes, dice: ¿Dónde están? ¿Dónde están? ¡Despiadado Giaour!, respondió Vathek turbado, ¿no hay medio de contentarte fuera del sacrificio que exiges? ¡Ah! si vieses la belleza de estos niños, su gracia, su inocencia, te enternecerías. —¡Al diablo con tus ternezas, charlatán!, gritó el indio; dámelos, dámelos pronto o mi puerta se te cerrará para siempre.
—No grites tanto, respondió el Califa enrojeciendo. —¡Oh!, en eso, consiento, contestó el Giaour, con sonrisa de ogro; no te faltan ánimos; tendré paciencia todavía un momento.
Durante este espantoso diálogo, los juegos estaban en todo su esplendor. Por fin terminaron cuando el crepúsculo invadió las montañas. Entonces el Califa, erguido junto al borde del agujero, gritó con todas sus fuerzas: ¡Que se me acerquen mis cincuenta favoritos, y que lo hagan en el orden en que han triunfado en los juegos! Daré al primero mi brazalete de brillantes, al segundo mi collar de esmeraldas, al tercero mi ceñidor de topacio, y a todos los demás una pieza de mi vestido, hasta mis mismas babuchas.
A estas palabras redoblaron las aclamaciones; poníase por las nubes la bondad de un príncipe que se desnudaba por divertir a sus súbditos y dar ánimos a la juventud. Entretanto el Califa, desnudándose poco a poco y alzando la mano tanto como podía, hacía relucir el premio; mas, mientras que con una mano lo daba al niño ansioso de recogerlo, con la otra lo empujaba al abismo donde el Giaour, farfullando sin cesar, repetía sin descanso: ¡Más! ¡Más!…
El horrible artificio era tan rápido que el niño que llegaba no podía sospechar la suerte de los que le habían precedido; y en cuanto a los espectadores la oscuridad y la distancia les impedían distinguir nada. Por fin Vathek, habiendo arrojado a la quincuagésima víctima, creyó que el Giaour iría a arrebatarlo y presentarle la llave de oro. Se creía ya tan grande como Suleïman y sin nada de que responder, cuando la grieta se cerró ante su gran asombro, y sintió bajo sus pasos la tierra firme como de ordinario. Su rabia y su desesperación fueron indescriptibles. Maldecía la perfidia del indio; le daba los apelativos más infames y pataleaba como para hacerse oír. Se agitó de esta manera hasta que cayó al suelo agotado, como desvanecido. Sus visires y los dignatarios, más próximos a él que los demás, creyeron al principio que se había sentado en la hierba para jugar con los niños; pero poseídos de una cierta inquietud, se aproximaron y vieron al Califa completamente solo, diciéndoles con los ojos extraviados: ¿Qué queréis? ¡Nuestros hijos! ¡Nuestros hijos!, gritaron. Me resultáis divertidos, les dijo, queriéndome hacer responsable de las desgracias de la vida. Vuestros hijos han caído, al jugar, al precipicio que aquí había, y habría caído yo mismo de no haber dado un salto atrás.
A estas palabras, los padres de los cincuenta niños profirieron gritos conmovedores, repetidos por las madres una octava más alta; mientras que todos los demás, sin saber de qué se trataba, los superaban con sus aullidos. Pronto se dijo por todas partes: Es una jugarreta del Califa para agradar a su maldito Giaour; castiguemos su perfidia, ¡venguémonos!, ¡venguemos la sangre inocente! ¡Arrojemos a este príncipe cruel a la catarata, y que desaparezca hasta su recuerdo!
Carathis, asustada por aquel rumor, se aproximó a Morakanabad. Visir, le dijo, habéis perdido dos hermosos niños, y debéis ser el más desolado de los padres; pero sois virtuoso, ¡salvad a vuestro amo! Sí, Señora, respondió el visir, voy a intentar con riesgo de mi vida, sacarlo del peligro en que se encuentra; después lo abandonaré a su funesto destino. Bababalouk, siguió ella, poneos en cabeza de los eunucos; dispersemos la muchedumbre; llevemos a ese desgraciado príncipe a su palacio, si es posible. Bababalouk y sus compañeros se congratularon, por primera vez, de que se les hubiera evitado la posibilidad de ser padres. Obedecieron al visir y éste, secundándolos como mejor pudo, llevó a buen fin su generosa empresa. Entonces se retiró a llorar a sus anchas.
Una vez el Califa hubo entrado, Carathis hizo cerrar las puertas del palacio. Pero viendo que el tumulto iba en aumento, y que por doquiera se vomitaban imprecaciones, dijo a su hijo: ¡Que tengáis o no razón, importa poco! Hay que salvaros la vida. Retirémonos a vuestras habitaciones; una vez allí pasaremos al subterráneo que sólo vos y yo conocemos y ganaremos la torre donde, con ayuda de los mudos que nunca han salido de ella, resistiremos de sobra. Bababalouk nos creerá todavía en el palacio y defenderá la entrada por la cuenta que le tiene; entonces, sin que nos incordie con sus consejos ese llorón de Morakanabad, veremos lo que valga más hacer.
Vathek no replicó una sola palabra a todo lo que le decía su madre, y se dejó llevar como ella quiso; pero al andar repetía: ¿Dónde estás, horrible Giaour? ¿No has acabado de devorar a los niños? ¿Dónde están tus sables, tu llave de oro, tus talismanes? Tales palabras hicieron adivinar a Carathis parte de la verdad. Cuando su hijo hubo recobrado algo de calma en la torre, poco le costó hacérsela confesar toda entera.
Muy lejos de tener escrúpulos, era tan perversa como puede serlo una mujer, que no es decir poco; ya que ese sexo se precia de sobrepasar en todo a aquel que le disputa la supremacía. El relato del Califa no causó, por lo tanto, ni extrañeza ni horror a Carathis; sólo le llamaron la atención las promesas del Giaour, y dijo a su hijo: Hay que reconocer que el Giaour es algo sanguinario; sin embargo, las fuerzas terrestres deben ser aún más terribles; pero las promesas de uno y los dones de las otras bien valen algún esfuercillo; ningún crimen debe escatimarse cuando su recompensa son tales tesoros. Cesad ya de quejaros del indio; me parece que no habéis satisfecho todas las condiciones que pone a sus servicios. No dudo que sea preciso ofrecer un sacrificio a los genios subterráneos, y en eso habrá que pensar una vez se calme el motín; voy a intentarlo, y no temeré agotar vuestros tesoros, puesto que no nos faltarán otros. La princesa, que dominaba a la perfección el arte de convencer, volvió a cruzar el subterráneo y, una vez en el palacio, se dejó ver en la ventana, ante el pueblo. Lo arengó mientras Bababalouk arrojaba oro a manos llenas. Ambas medidas tuvieron éxito; la sublevación se apaciguó, cada cual volvió a su casa y Carathis a la torre.
Se anunciaba la oración de la aurora cuando Carathis y Vathek ascendieron los innumerables escalones que llevaban a la cima de la torre, donde permanecieron algún tiempo aunque la mañana se presentaba triste y lluviosa. Aquel sombrío resplandor agradaba a sus malvados corazones. Cuando vieron que el sol iba a atravesar las nubes hicieron instalar un pabellón para protegerse de sus rayos. El Califa, agotado, no pensó más que en descansar y se entregó al sueño con esperanza de tener visiones significativas. Por su parte, la diligente Carathis, seguida de parte de sus mudos, descendió para ir preparando el sacrificio que debía tener lugar la noche siguiente.
Por estrechas escaleras abiertas en el espesor de los muros, sólo conocidas de ella y su hijo, descendió primero a los pozos misteriosos que guardaban las momias de los antiguos Faraones, arrancadas a sus tumbas; se trasladó a una galería donde, bajo la vigilancia de cincuenta negras mudas y tuertas del ojo derecho se conservaba óleo de las serpientes más venenosas, cuernos de rinoceronte y maderas de olor sofocante, taladas por magos en el interior de la India; sin tomar en cuenta otras mil horribles rarezas. Carathis había reunido personalmente aquella colección en la esperanza de tener, un día u otro, trato con las potencias infernales que amaba con pasión y cuyas preferencias conocía. Para hacerse a los horrores que meditaba, permaneció algún tiempo entre sus negras, que bizqueaban de manera seductora con su único ojo, echándolo con arrobo a las calaveras y los esqueletos: a medida que se iban sacando de los anaqueles, hacían espantosos aspavientos y, sin dejar de admirar a la princesa, aullaban hasta aturdirla. Al fin, sofocada por la pestilencia, Carathis tuvo que abandonar la galería, una vez despojada de parte de sus monstruosos tesoros.
El Califa, entretanto, no había tenido las visiones que esperaba, sino que había traído de aquellas elevadas regiones un voraz apetito. Había pedido de comer a los mudos y, habiendo olvidado por completo que eran sordos, les zurraba, les mordía y les pellizcaba porque seguían inmóviles. Afortunadamente para aquellas miserables criaturas, Carathis vino a poner fin a escena tan indecorosa. ¿Qué es esto, hijo mío?, dijo, sin aliento; me había parecido oír un griterío de mil murciélagos arrojados del cubil, y no son más que esos pobres mudos que maltratáis; realmente sois indigno de las excelentes provisiones que os traigo. —¡Venga, venga! gritó el Califa; me muero de hambre. —¡A fe mía! buen estómago habríais de tener para poder digerir todo lo que aquí traigo. — Apresuraos, replicó el Califa. Pero ¡Cielos, qué horror! ¿Qué os proponéis? A punto estoy de vomitar. —Vamos, vamos, replicó Carathis, no os hagáis el delicado, ayudadme a ordenar todo esto; vais a ver cómo lo mismo que rechazáis os va a hacer dichoso. Aprestemos la pira para el sacrificio de esta noche, y no penséis en comer hasta que esté dispuesto. ¿Ignoráis que todo rito solemne debe ser precedido de un riguroso ayuno?
El Califa, no atreviéndose a replicar, se abandonó a la tristeza y flato que empezaban a desgarrarle las entrañas, mientras que su madre seguía a la suya. Pronto estuvieron dispuestas contra las balaustradas de la torre las redomas de óleo de serpiente, las momias y las osamentas. La pira se alzaba, y en tres horas alcanzó una altura de veinte codos. Al fin llegó la noche y Carathis, gozosa, se despojó de sus vestidos: hacía palmas blandiendo una tea de grasa humana; los mudos seguían su ejemplo; pero Vathek extenuado por el hambre, no pudo seguir soportándolo y cayó desvanecido.
Ya los ardientes goterones de las teas prendían el fuego mágico, el óleo envenenado lanzaba mil llamaradas azulencas, las momias se consumían lanzando torbellinos de humo negro y espeso; las llamas alcanzaron al fin los cuernos de rinoceronte y se propagó un olor tan infecto que el Califa volvió en sí sobresaltado, y contempló con mirar extraviado la llameante escena. El aceite ardiente se extendía en grandes oleadas y las negras, que no dejaban de traer más y más, unían sus aullidos a los gritos de Carathis. El llamear se hizo tan violento, y el pavonado acero lo reflejaba con tal viveza que el Califa, no pudiendo ya soportar ni el calor ni el resplandor, se cobijó bajo el estandarte imperial.
Extrañados ante la luz que iluminaba toda la ciudad, los habitantes de Samarah se levantaron a toda prisa, subieron al techo de sus casas, vieron la torre ardiendo y se reunieron medio desnudos en la plaza. Su amor hacia su soberano volvió a despertarse en ellos en aquel momento y, creyendo que iba a arder en su torre, no pensaron más que en salvarlo. Morakanabad dejó su retiro enjugándose las lágrimas; gritaba alarma como los demás. Bababalouk, cuyo olfato estaba más familiarizado con los olores mágicos, no dudaba que Carathis se estaba entregando a sus manipuleos, y aconsejaba serenidad a todos. Se le tildó de viejo gandul y traidor insigne, se hizo adelantar a los camellos y dromedarios cargados de agua; pero ¿cómo entrar en la torre?
Mientras que se obstinaban en forzar las puertas, un viento furioso se levantó desde el nordeste y extendió las llamas. Al principio el pueblo retrocedió, para luego redoblar sus esfuerzos. El olor infernal de los cuernos y las momias, extendiéndose por todas partes, infectó el aire, y muchas personas, medio sofocadas, cayeron de espaldas. Los que seguían en pie decían a sus vecinos: Alejaos, os estáis envenenando. Morakanabad, más afectado que los demás, daba pena; por todas partes se tapaban las narices: pero nada detuvo a los que derribaban las puertas. Ciento cuarenta de los más robustos y animosos lo consiguieron. Llegaron a la escalera y recorrieron buena parte del camino en un cuarto de hora. Carathis, alarmada por los gestos de sus mudos y negras, se aproxima a la escalera, baja algunos peldaños y oye un vocerío que grita: ¡Aquí está el agua! Como estaba bastante ágil para su edad, volvió pronto a la plataforma y dijo a su hijo: un momento; suspended el sacrificio; vamos a tener con qué embellecerlo más aún. Algunos, imaginando sin duda que la torre ardía, han tenido la temeridad de hundir las puertas, hasta ahora inviolables, y vienen con agua. Hay que reconocer que son muy bondadosos por haber olvidado vuestras culpas; pero, ¡qué importa! Dejémosles subir, los sacrificaremos al Giaour; nuestros mudos no carecen de fuerza ni de experiencia; pronto habrán acabado con esa gente fatigada.
—¡Sea, respondió el Califa, si con eso acabamos y puedo cenar!
Aquellos desgraciados no tardaron en aparecer. Sofocados por haber subido tan deprisa once mil peldaños, desesperados por llevar los cubos medio vacíos, nada más llegar el resplandor de las llamas y el olor de las momias les trastornaron todos los sentidos a una: fue lamentable que ya no podían ver la complaciente sonrisa con que los mudos y las negras les echaban la cuerda al cuello; pero no todo se había malogrado, ya que aquellas amables personas no por eso se regocijaban menos de tal espectáculo. Nunca se estranguló con más facilidad; todos caían sin resistencia y expiraban sin un solo grito; de tal modo que Vathek se encontró pronto rodeado por los cadáveres de sus más fieles súbditos, que fueron arrojados a la pira. Carathis, atenta a todo, creyó tener suficientes; mandó tender cadenas y cerrar las puertas de acero que había en el acceso.
Apenas las órdenes se habían ejecutado cuando tembló la torre; los cadáveres desaparecieron y las llamas, de escarlata oscuro que eran se volvieron de un hermoso color rosado. Un delicioso vapor suave se hizo sentir; las columnas de mármol exhalaron armoniosos sonidos y los cuernos licuados maravilloso aroma. Carathis, en éxtasis, se regocijaba anticipadamente del éxito de sus conjuros; mientras que los mudos y las negras, a quien los olores agradables producían convulsiones, se retiraron a sus cubiles rezongando.
En cuanto desaparecieron, cambió la escena. A la pira, los cuernos y las momias sucedió una mesa magníficamente servida. Entre profusión de manjares exquisitos se veían frascos de vino y copas de Fagfouri donde descansaba sobre nieve un excelente sorbete. El Califa se arrojó como un buitre sobre todo aquello, y empezó a devorar un cordero con alfóncigos; Carathis, ocupada en quehaceres muy distintos, extraía de una urna de filigrana un pergamino enrollado al que no se veía final, y en el que su hijo no había ni siquiera reparado. Terminad de una vez, tragón, le dijo en tono avasallador, y prestad oídos a las magníficas promesas que se os hacen; entonces le leyó en voz alta lo siguiente: «Vathek, mi preferido, has superado mis esperanzas; mis narices han saboreado el tufillo de tus momias, de tus excelentes cuernos, y sobre todo la sangre musulmana que has esparcido sobre la pira. Sal de tu palacio con la luna llena, rodeado de todos los signos de tu poder; que te precedan tus músicos entre el sonido de los clarines y el estruendo de los atabales. Que te siga la flor y nata de tus esclavos, de tus más queridas mujeres, mil camellos suntuosamente cargados, y toma camino de Istakhar. Allí te espero; allí, ciñendo la diadema de Gian Ben Gian, y nadando en toda suerte de deleites, los talismanes de Suleïman, los tesoros de los sultanes preadamitas te serán entregados; pero desgraciado de ti si en el camino aceptas hospitalidad alguna.»
El Califa, a pesar de su lujo habitual, no había nunca comido tan bien. Se abandonó a la alegría que tan buenas nuevas le inspiraban y volvió a beber. Carathis no odiaba el vino y secundaba todos los tragos con que brindaba, por ironía, en honor de Mahoma. Aquel pérfido licor acabó de llenarlos de impía confianza. Blasfemaban: el asno de Balaam, el can de los Siete Durmientes y los demás animales que hay en el paraíso del Santo Profeta se convirtieron en objeto de escandalosas chanzas. En semejante estado descendieron alegremente los once mil peldaños, burlándose de los rostros inquietos que veían en la plaza por las troneras de la torre, llegaron al subterráneo y luego a las estancias reales. Bababalouk se paseaba tranquilamente por ellas dando órdenes a los eunucos que despabilaban las velas y pintaban los bellos ojos de las circasianas. Nada más advertir la presencia del Califa dijo: ¡Ah! Veo que no habéis ardido; ya lo dudaba. ¡Qué nos importa lo que hayas pensado o pienses!, gritó Carathis. Corre a decir a Morakanabad que queremos hablarle, y ante todo no te entretengas en tus insípidas reflexiones.
El gran visir llegó inmediatamente; Vathek y su madre lo recibieron con gran reserva, le comunicaron en tono lastimero que el fuego de lo alto de la torre estaba apagado, pero que por desgracia había costado la vida a los valientes que habían acudido en su socorro.
¡Otra vez desgracias!, exclamó Morakanabad entre gemidos. ¡Ah! Príncipe de los Creyentes; sin duda nuestro Santo Profeta está airado con nosotros; a vos toca calmarlo. De sobra lo calmaremos, respondió el Califa, con una sonrisa que no auguraba nada bueno. Ya tendréis tiempo de dedicaros a la oración; este país me daña la salud, quiero cambiar de aires; la montaña de los cuatro manantiales me aburre, es preciso que beba del arroyo de Rocnabad y que me refresque en las cañadas que riega. En ausencia mía gobernaréis mis estados según los consejos de mi madre y os ocuparéis de proporcionarle todo lo que desee para sus experimentos; puesto que de sobra sabéis que nuestra torre está repleta de cosas valiosas para la ciencia.
A Morakanabad no le gustaba la torre; en su construcción se habían agotado prodigiosos tesoros, y no la había visto recibir más que negras, mudos y drogas desagradables. Tampoco sabía qué pensar de Carathis, que cambiaba de color como camaleón. Su maldita elocuencia había puesto a menudo al pobre musulmán entre la espada y la pared; pero si ella no valía gran cosa, su hijo era todavía peor, y le complacía librarse de él. Por tanto fue a calmar al pueblo y prepararlo todo para el viaje de su amo.
Vathek, esperando agradar aún más a los espíritus del palacio subterráneo, quería que su viaje tuviera magnificencia nunca vista. Para ello confiscó a diestro y siniestro los bienes de sus súbditos mientras que su digna madre visitaba los harenes y los despojaba de sus pedrerías. Todas las costureras, todas las bordadoras de Samarah y las demás grandes ciudades en cincuenta leguas a la redonda trabajaban sin descanso en los palanquines, los sofás, los canapés y las literas que debían embellecer el séquito del monarca. Se incautaron todas las hermosas telas de Masulipatan y se empleó tanta muselina en hermosear a Bababalouk y los demás eunucos que no quedó ni una vara en todo el Irak Babilonio.
Mientras se llevaban a cabo estos preparativos, Carathis daba cenas íntimas para hacerse del agrado de las potencias tenebrosas. Se invitaba a las damas de belleza más afamada. Por encima de todo las buscaba lo más blancas y delicadas. Nada más elegante que aquellas cenas: pero, cuando se generalizaba la alegría, sus eunucos vertían serpientes bajo la mesa, y vaciaban cacharros llenos de escorpiones. Evidentemente todo aquello mordía que daba gusto.
Cuando veía que los invitados iban a expirar, se divertía curando algunas de las heridas con una excelente triaca de su invención; ya que aquella buena princesa detestaba la ociosidad.
Vathek no era tan laborioso como su madre. Pasaba el tiempo disfrutando de los sentidos en los palacios que les estaban dedicados. Ya no se le veía ni en el Diván ni en la Mezquita; y mientras que media Samarah seguía su ejemplo, la otra media se lamentaba de la creciente corrupción.
Entretanto volvió la embajada que había enviado a la Meca en tiempos de mayor piedad. La componían los más respetables Moullahs. Habían cumplido perfectamente su misión y traían consigo una de las preciosas escobas que habían barrido la sagrada Cahaba: era un regalo realmente digno del príncipe más grande de la tierra. El Califa se encontraba, en aquel momento, retenido en lugar poco adecuado para la recepción de embajadores. Oyó la voz de Bababalouk gritando al otro lado de las puertas: He aquí al excelso Edris Al Shafei y al seráfico Mouhateddin, que traen la escoba de la Meca y, llorando de alegría, desean ardientemente presentarla a Vuestra Majestad. —Que traigan aquí esa escoba, dijo Vathek; de algo podrá servir. —¿Qué?, contestó Bababalouk, fuera de sí.
—¡Obedece!, respondió el Califa, es mi suprema voluntad; es aquí y en ningún otro sitio donde quiero recibir a esas buenas gentes que te extasían.
El eunuco partió murmurando y dijo al venerable cortejo que lo siguiera. En aquellos respetables ancianos se difundió santa alegría y, aunque fatigados por el largo viaje, siguieron a Bababalouk con milagrosa agilidad. Se dirigieron a los augustos pórticos y encontraban muy halagador que el Califa no los recibiera en la sala de audiencias, como a personas corrientes.
Pronto llegaron al interior del serrallo donde, entre ricas cortinas de seda, creyeron distinguir hermosos y grandes ojos azules y negros que iban y venían como relámpagos. Transidos de respeto y asombro, y colmados en su misión celeste, avanzaban en procesión hacia estrechos corredores que parecían no conducir a ningún sitio, y los llevaban a la celdilla donde los esperaba el Califa.
¿Estará enfermo el Príncipe de los Creyentes?, decía en voz baja Edris Al Shafei a su compañero. —Está sin duda en su oratorio respondió Al Mouhateddin. Vathek, que oía el diálogo, les gritó: ¿Qué os importa dónde esté? Seguid avanzando. Entonces sacó la mano a través de la cortina y pidió la sagrada escoba. Todos se prosternaron respetuosamente, tanto como el corredor permitía, y hasta en bastante bello semicírculo. El respetable Edris Al Shafei sacó la escoba de las recamadas y perfumadas telas que la ocultaban a ojos del vulgo, se separó de sus cofrades y avanzó pomposamente hacia el pretendido oratorio. ¡Qué sorpresa y qué horror lo invadieron! Vathek con risa burlona, le arrebató la escoba que sostenía con mano temblona y apuntando a unas pocas telas de araña que colgaban del techo azulado, las barrió sin dejar una sola.
Los ancianos petrificados no osaban alzar la barbilla del suelo. Lo veían todo ya que Vathek había descorrido por descuido la cortina que los separaba de él. Sus llantos mojaban el mármol. Al Mouhateddin se desvaneció de fatiga y desesperación mientras que el Califa, dejándose caer de espaldas, reía y palmoteaba sin misericordia. Morenazo mío, dijo por fin a Bababalouk, obsequia a estas buenas personas con mi vino de Shiraz. Nunca será demasiado honor, ya que pueden jactarse de conocer mi palacio como nadie. Con estas palabras les arrojó la escoba a la cara, y fue a reírse en compañía de Carathis. Bababalouk hizo lo posible para consolar a los ancianos, pero dos de los más débiles murieron allí; los otros, no queriendo volver a ver la luz, se hicieron llevar a su lecho, de donde jamás salieron.
La noche siguiente subieron a lo alto de la torre Vathek y su madre para consultar a los astros a propósito del viaje. Presentando las constelaciones un aspecto de los más favorables, el Califa quiso gozar de tan halagador espectáculo. Cenó alegremente en la plataforma, ennegrecida todavía de resultas del espantoso sacrificio. Durante la comida se oyeron resonar en la atmósfera grandes carcajadas, y de ellas dedujo el más favorable de los augurios.
Todo estaba en movimiento en palacio. Las luces no se apagaban en toda la noche; el ruido de los yunques y los martillos, la voz de las mujeres y de sus guardianes, que bordaban cantando; todo aquello interrumpía el silencio de la Naturaleza y agradaba infinitamente a Vathek, que se creía ya subiendo triunfante al trono de Suleïman.
El pueblo no se alegraba menos que él. Cada cual ponía manos a la obra para adelantar el momento en que debían verse libres de la tiranía de un amo tan extraño.
La víspera de la partida de aquel insensato príncipe, Carathis creyó su deber repetirle sus consejos. No cesaba de recordarle los decretos del pergamino misterioso, que se había aprendido de memoria, y sobre todo le recomendaba no entrar en casa de nadie durante el viaje, fuera quien fuera. Ya sé, le decía, que eres aficionado a la buena mesa y a las muchachas; pero conténtate con tus antiguos cocineros, que son los mejores del mundo, y recuerda que en tu serrallo ambulante hay por lo menos tres docenas de hermosos rostros a los que Bababalouk todavía no ha levantado el velo. Si no fuera necesaria mi presencia aquí, yo misma vigilaría tu conducta. Me gustaría mucho ver ese palacio subterráneo, repleto de cosas interesantes para las personas de nuestra clase; no hay nada que me agrade tanto como las cavernas; mi predilección por los cadáveres y las momias es decidida, y apuesto a que vas a encontrar la flor y nata. No me olvides, y una vez entres en posesión de los talismanes que deben entregarte el reino de los metales perfectos, y franquearte el centro de la tierra, no dejes de mandarme algún genio de confianza para que me recoja junto con mi gabinete. El óleo de las serpientes que pellizqué hasta matarlas será un encantador regalo para nuestro Giaour, que debe gustar de esas golosinas.
Una vez terminado este hermoso discurso de Carathis, el sol se hundió tras la montaña de los cuatro manantiales y salió la luna. El astro, en su plenitud, parecía de belleza y tamaño extraordinarios a ojos de las mujeres, eunucos y pajes que ardían en deseos de viajar. La ciudad resonaba de gritos de alegría y charangas. No se veía más que plumas flotando en la punta de todos los pabellones y airones brillando entre la suave claridad de la luna. La gran plaza tenía aire de jardín esmaltado por los más bellos tulipanes de Oriente.
El Califa en traje de ceremonia, apoyándose en su visir y en Bababalouk, bajó la gran rampa de la torre. La muchedumbre entera estaba prosternada y los camellos magníficamente cargados se arrodillaban ante él. El espectáculo era soberbio, y el mismo Califa se detuvo a admirarlo. Todo estaba en respetuoso silencio: sin embargo, lo distrajeron los gritos de los eunucos de retaguardia. Aquellos servidores siempre vigilantes se habían apercibido de que algunas de las cestas en que viajaban las damas se inclinaban demasiado de un lado; unos cuantos mozos se habían colado con destreza; pero pronto fueron desalojados, con instrucciones concretas a los cirujanos del serrallo.
Tan insignificantes detalles no interrumpían lo majestuoso de aquella augusta escena; Vathek saludó a la luna con aire de complicidad; y los doctores de la ley se escandalizaban ante aquella idolatría, lo mismo que los visires y principales reunidos para disfrutar las últimas miradas de su soberano. Al fin, los clarines y las trompetas dieron, desde lo alto de la torre, la señal de marcha. Aunque perfectamente conjuntada, se creyó sin embargo advertir en ella alguna que otra disonancia. Era Carathis que cantaba himnos al Giaour, mientras las negras y los mudos la acompañaban en tono grave. Los buenos musulmanes creyendo oír el zumbido de los insectos nocturnos de mal agüero, rogaron al Califa que velara por su sagrada persona.
Se enarbola el gran estandarte del Califato; veinte mil lanzas brillan a su zaga; y el Califa hollando majestuosamente las telas de oro extendidas a lo largo de su camino, sube a su litera entre las aclamaciones de sus súbditos. Entonces se abrió la marcha en el orden más riguroso y en tal silencio que se oía cantar a las cigarras de la llanura de Catoul. Se hicieron más de seis leguas antes del amanecer, y la estrella de la mañana resplandecía aún en el firmamento cuando aquel numeroso cortejo llegó a orillas del Tigris, donde se alzaron las tiendas para descansar el resto del día.
Tres días transcurrieron de la misma manera. Al cuarto, el cielo encolerizado estalló en mil llamaradas: el rayo producía un estrépito espantoso, y las circasianas temblorosas se abrazaban a sus miserables guardas. El Califa empezaba a echar de menos el Palacio de los Sentidos; tenía gran deseo de refugiarse en la villa de Ghulchiffar, cuyo gobernador había venido a ofrecerle un tentempié. Pero, tras echar una ojeada a sus tablillas, se dejó calar intrépidamente hasta los huesos, a pesar de las sugerencias de sus favoritas. Se había tomado la aventura muy a pecho, y su gran esperanza sostenía su valor. Pronto se extravió la comitiva; se hizo venir a los geógrafos para averiguar dónde se estaba; pero sus mapas empapados estaban en estado tan penoso como sus propias personas; por otra parte, desde Haroun Al-Rachid no se habían hecho viajes largos: nadie sabía hacia dónde dirigirse. Vathek, experto en la situación de los cuerpos celestes, no sabía en qué punto del globo se encontraba. Rugía aún más fuerte que el trueno y dejaba a veces escapar la palabra «horca», que no sonaba bien en los oídos literatos. Por fin, no queriendo guiarse por otra cosa que sus propias luces, mandó atravesar unas rocas escarpadas y tomar un camino que creía le conduciría en cuatro días a Rocnabad: fueron inútiles las advertencias, la decisión estaba tomada.
Las mujeres y los eunucos, que nunca habían visto nada similar, se estremecían ante la estampa de las gargantas, y lanzaban gritos lastimeros al ver los horribles precipicios que bordeaban el escarpado sendero. Cayó la noche antes de que la comitiva hubiera alcanzado la cima del más elevado de los montes. Entonces, un viento impetuoso destrozó las cortinas de los palanquines y las cestas, y dejó a las pobres mujeres expuestas a todas las inclemencias de la borrasca. La oscuridad del cielo aumentaba lo terrorífico de aquella desastrosa noche; todo era maullar de pajes y lloriquear de damiselas. Para colmo de males se oyeron espantosos rugidos, y pronto se hicieron ver entre la espesura de los bosques ojos llameantes que sólo podían ser de diablos o tigres. Las avanzadillas que despejaban el camino lo mejor que podían y parte de la vanguardia fueron devoradas antes de que hubieran podido darse cuenta. La confusión era extrema; lobos, tigres y otros animales carniceros, incitados por sus congéneres, acudían de todas partes. Por doquiera se oía masticar de huesos, y en el aire un espantoso batir de alas; ya que los buitres empezaban a entrar en liza.
El espanto acabó haciendo presa en la gran masa de tropa que rodeaba al Monarca y su serrallo que estaba a dos leguas de distancia. Vathek, mimado por sus eunucos, no había aún reparado en nada; yacía muellemente sobre cojines de seda, en su amplia litera; y mientras que dos pajecillos, más blancos que el esmalte de Franguistan, le espantaban las moscas, dormía en profundo sueño y veía brillar en sus sueños los tesoros de Suleïman. El clamor de sus mujeres lo despertó de repente, y en vez del Giaour con su llave de oro vio a Bababalouk muerto de miedo y consternación: Sire, exclamó el fiel servidor del más poderoso de los Monarcas, ya no cabe más desgracia; las fieras, que no os tendrían más respeto que a un burro muerto, han caído sobre vuestros camellos. Treinta de los cargados más lujosamente han sido devorados con sus conductores; vuestros panaderos, vuestros cocineros y los que transportaban vuestras provisiones de boca han sufrido la misma suerte, y si el Santo Profeta no nos protege, ya no comeremos nunca más en toda nuestra vida. Ante la palabra «comer» el Califa perdió el aplomo; aulló y se propinó grandes golpetazos. Bababalouk, viendo que su amo había perdido completamente la cabeza, se tapó los oídos para librarse al menos de la baraúnda del serrallo. Y como aumentaban las tinieblas y el barullo crecía cada vez más, tomó una resolución heroica. ¡Sus damas y compañeros, gritó con todas sus fuerzas, pongamos manos a la obra, démosle pronto al pandero! Que no se diga que el Príncipe de los Verdaderos Creyentes ha servido de pasto a bestias infieles. Aunque había bastantes caprichosas y rebeldes entre aquellas preciosidades, todas se mostraron sumisas en aquella ocasión. En un abrir y cerrar de ojos se vio aparecer antorchas en todas las cestas. Se encendieron al momento diez mil teas, todos se proveen de gruesos cirios, hasta el mismo Califa. Las estopas empapadas en aceite ardiendo en la punta de largas pértigas lanzaban tal resplandor que las rocas se veían iluminadas como en pleno día. El aire rebosaba de torbellinos de chispas y, dispersándolos el viento, en seguida ardieron los helechos y la maleza. En poco tiempo hizo el incendio veloz progreso; por todas partes se veían reptar serpientes enloquecidas que huían de su cubil entre espantosos silbidos. Los caballos, encabritados, relinchaban, coceaban y corrían de acá para allá.
Un bosque de cedros que se bordeaba en aquel momento se incendió y las ramas que colgaban sobre el camino prendieron las finas muselinas y las hermosas telas que cubrían las cestas de las damas, obligándolas a desalojar con riesgo de romperse el cuello. Vathek, vomitando mil blasfemias, tuvo que poner en el suelo, como los demás, sus pies sagrados.
Nunca había ocurrido nada parecido: las damas, que no sabían cómo ventilárselas, caían al barro llenas de desesperación, de vergüenza y de rabia. ¡Caminar yo!, decía una; ¡mojarme yo los pies!, la otra; ¡ensuciarme yo el vestido!, una tercera; ¡execrable Bababalouk, desecho del infierno!, gritaban todas a una, ¿qué falta te hacían las antorchas? ¡Más valiera que nos hubieran devorado los tigres antes que ser vistas en el estado en que estamos! Ya estamos perdidas para siempre. No habrá acemilero en el ejército ni almohazador de camellos que no pueda vanagloriarse de habernos visto alguna parte de nuestro cuerpo, o el rostro, que es peor. Diciendo esto, las más recatadas se echaron de bruces en medio del camino. Las que eran un poco más animosas le guardaron rencor a Bababalouk; pero éste, que las conocía y era agudo, huyó con sus cofrades como alma que lleva el diablo, agitando las antorchas y golpeando los atabales.
El incendio difundía una luz tan viva como el sol del más radiante día de estío, y hacía calor en proporción ¡Oh! ¡Colmo del horror! ¡Se veía al Califa encenagado como un simple mortal! Sus sentidos empezaron a embotarse; no podía ya dar un paso. Una de sus mujeres etíopes (que tenía de ellas gran variedad) se apiadó de él, se lo cargó a la espalda y, viendo que el fuego crecía por todos lados, partió como una flecha, a pesar del peso de su carga. Las demás damas, a quienes el peligro había reintegrado en el uso de sus piernas, la siguieron con todas sus fuerzas: los guardias salieron tras ellas al galope y los palafreneros hacían correr a los camellos tropezando los unos con los otros.
Llegaron por fin al lugar donde las fieras habían comenzado la carnicería; pero tenían demasiado ingenio para no haberse retirado ante alboroto tan horrible, habiendo, por otro lado, cenado de maravilla. Bababalouk se apoderó con todo de dos o tres de las más rollizas, que se habían hartado tanto que no podían moverse: se puso a despellejarlas en seguida; y como el incendio quedaba lo bastante lejos como para que el calor no fuera más que mediano y agradable, se decidió hacer alto en aquel lugar. Se recogieron jirones de las telas pintadas; se enterraron los relieves del festín de los lobos y tigres; se tomó venganza sobre varias docenas de buitres que hacían su hartura; y tras haber hecho relación de los camellos que tranquilamente se disponían a producir la sal de amoníaco, se encestó a las damas como se pudo y se alzó la tienda imperial en el terreno menos abrupto.
Vathek se tendió sobre sus colchones de plumón y empezaba a reponerse de los traqueteos de la etíope; ¡qué violenta cabalgadura! El descanso le devolvió su habitual apetito; pidió de comer; pero, ¡oh desdicha!, los delicados panecillos que se cocían en hornos de plata con destino a su real boca, los sabrosos pasteles, las confituras perfumadas de ámbar, los frascos de vino de Shiraz, las porcelanas repletas de nieve, las excelentes uvas que crecen a orillas del Tigris; todo había desaparecido. Bababalouk no tenía qué ofrecer a excepción de un lobazo asado, buitres en salsa, hierbas amargas, setas venenosas, cardos y raíces de mandrágora que irritaban la garganta y destrozaban la lengua. No tenían más licor que unos cuantos frasquillos de mal aguardiente, que los galopillos habían escondido en sus babuchas. Se comprende que una comida tan detestable hiciera desesperar a Vathek; se tapaba la nariz y masticaba con muecas espantosas. Sin embargo, comió bastante y se fue a dormir para digerir mejor.
Entretanto todas las nubes habían desaparecido del horizonte. El sol quemaba, y sus rayos, reflejándose en las rocas, tostaban al Califa, a pesar de las cortinas que lo envolvían. Un enjambre de moscardas fétidas, color absenta, le picaban hasta hacerle sangre. No pudiendo soportarlo más, se levanta de un salto y, fuera de sí, no sabía qué hacerse y bregaba con todas sus fuerzas, mientras Bababalouk seguía roncando, cubierto por aquellos desagradables insectos que se afanaban en su nariz. Los pajecillos habían tirado los abanicos. Estaban medio muertos y empleaban su voz expirante en hacer amargos reproches al Califa, al que, por primera vez en su vida, decían la verdad.
Entonces renovó sus imprecaciones contra el Giaour y hasta comenzó a endilgarle a Mahoma algunas lindezas. ¿Dónde estoy?, gritó; ¿qué espantosas rocas son ésas?, ¿qué esos valles tenebrosos? ¿Hemos llegado al espantoso Caf? ¿Va a venir la Simorga a vaciarme los ojos para tomar venganza de mi expedición impía? Hablando de esta suerte sacó la cabeza por una abertura del pabellón; pero, ¡ay, qué cuadro vieron sus ojos! A un lado, una llanura de arenas negras a la que no se veía fin; al otro, rocas cortadas a pico completamente cubiertas de los abominables cardos que aún le escocían en la lengua. Sin embargo, creyó descubrir entre las zarzas y los espinos algunas flores gigantescas; se equivocaba: no eran más que jirones de tela pintada y restos de su magnífico cortejo. Como había varias grietas en la roca, Vathek aguzó el oído con esperanza de oír el ruido de algún torrente; pero no oyó más que un sordo murmullo de voces que pedían agua maldiciendo el viaje. Hasta había quien gritaba a su lado: ¿Por qué nos han traído aquí? ¿Tiene nuestro Califa alguna otra torre que construir? ¿O es que los despiadados Afritas que tanto quiere Carathis tienen aquí su morada?
Al oír la palabra «Carathis», Vathek recordó ciertas tablillas que le había dado aconsejándole recurrir a ellas en los casos desesperados.
Mientras las repasaba oyó un grito de alegría y palmoteos; las cortinas del pabellón se abrieron y vio a Bababalouk seguido de un grupo de sus favoritas. Le traían dos enanos de un codo de altura, portadores de una gran canasta repleta de melones, naranjas y granadas, y que cantaban con voz argentina: «Habitamos una cabaña de cañas y juncos entretejidos en lo alto de estas rocas; las águilas envidian la morada; un arroyuelo nos proporciona con qué realizar el Abdesto[2] y no pasa un día sin que recitemos las oraciones prescritas por el Santo Profeta. Os apreciamos, ¡oh Príncipe de los Creyentes!. Nuestro señor, el buen emir Fakreddín, también os aprecia; venera en vos al Vicario de Mahoma. A pesar de nuestra pequeñez, confía en nosotros; sabe que nuestros corazones son tan estimables como despreciable nuestro cuerpo; y nos ha apostado aquí para socorrer a los que se extravían en estas tristes montañas. Estábamos, la noche pasada, ocupados en nuestra celdilla leyendo el Corán, cuando los vientos desatados apagaron de súbito las luces y sacudieron nuestro albergue. Transcurrieron dos horas en la mayor tiniebla; entonces oímos en lejanía unos sonidos que tomamos por los de las campanillas de un Califa atravesando las rocas. Pronto gritos, rugidos y sonar de atabales nos llegaron al oído. Muertos de miedo, pensamos que el Deggial, con sus ángeles exterminadores, venía a difundir su azote por la tierra. Entre esas reflexiones, llamas color de sangre se recortaron en el horizonte, y al poco rato quedamos envueltos en chispas. Trastornados por el espantoso espectáculo, nos arrodillamos, abrimos el libro dictado por los bienaventurados espíritus y, al resplandor del fuego que nos rodeaba, leímos el versículo que dice: No se debe confiar más que en la misericordia del Cielo; no hay más recurso que el Santo Profeta; la misma montaña de Caf puede temblar, sólo el poder de Allah es inamovible. Tras haber pronunciado aquellas palabras, una celeste serenidad se adueñó de nuestras almas; se hizo un profundo silencio y claramente oímos una voz que decía en el aire: Servidores de mi fiel Servidor, calzaos las sandalias y bajad al valle feliz que habita Fakreddín; decidle que se le presenta una ocasión ilustre de satisfacer el ansia de su corazón hospitalario; es el mismo Príncipe de los Creyentes quien erra por esas montañas; hay que socorrerlo. Cumplimos con alegría la angélica misión; y nuestro amo, henchido de piadoso celo, ha recogido con sus propias manos estos melones, naranjas y granadas; viene tras nosotros con cien dromedarios cargados del agua más límpida de sus fuentes; viene a besar la orla de vuestro sagrado vestido, y a suplicaros que entréis en su humilde morada, engastada en estos áridos desiertos como una esmeralda en plomo.» Los enanos, tras haber hablado así, permanecieron de pie con las manos cruzadas sobre el pecho y en profundo silencio.
Durante tan hermosa arenga, Vathek había echado mano a la cesta, y mucho antes de que terminara se habían derretido las frutas en su boca. A medida que las iba comiendo se volvía piadoso, recitaba sus oraciones y pedía a la vez el Corán y azúcar.
Estaba en estas condiciones cuando las tablillas, que había dejado al aparecer los enanos, le saltaron a la vista; volvió a cogerlas: pero creyó que iba a caer en redondo al ver, en grandes caracteres rojos trazados de mano de Carathis, estas palabras, que eran para hacer temblar: Guárdate de los viejos doctores y de sus pequeños mensajeros que no miden más que un codo; desconfía de sus supercherías piadosas; en vez de comer sus melones hay que ponerlos a ellos mismos en el asador. Si tienes tanta flaqueza de ánimo como para aceptar su techo, la puerta del palacio subterráneo se cerrará haciéndote pedazos. Escupirán sobre tu cuerpo y los murciélagos harán cubil de tu vientre.
¿Qué quiere decir este espantoso galimatías?, grita el Califa; ¿es preciso que muera de sed en estos desiertos de arena cuando puedo solazarme en el valle venturoso con melones y pepinos? ¡Maldito sea el Giaour y su portón de ébano! Ya estoy harto; además, ¿qué me dará? No debo entrar en casa de nadie, dicen. Pero, ¿puedo entrar en algún sitio que no me pertenezca? Bababalouk, que no perdía palabra del soliloquio, lo aprobaba de todo corazón, y todas las damas estuvieron de acuerdo: cosa que nunca había ocurrido hasta entonces.
Se obsequió a los enanos, se los acarició, se los colocó muy pulcramente sobre cojines de raso, se admiró la simetría de sus cuerpecillos, se quería verlo todo, se les ofreció baratijas y golosinas; pero todo lo rehusaron con admirable entereza. Se encaramaron a la tribuna del Califa y, subidos en sus hombros, le murmuraron oraciones en ambos oídos. Sus lengüecillas se movían como hojas de álamo, y la paciencia de Vathek se estaba agotando cuando las aclamaciones de la soldadesca anunciaron la llegada de Fakreddín con cien vejancones, igual número de Alcoranes e igual número de dromedarios. Se iniciaron en seguida las abluciones y el recitado del Bismillah. Vathek se libró de sus inoportunos mentores e hizo lo mismo; ya que le ardían las manos.
El buen emir, que era religioso a todo trance, y muy reverencioso, pronunció una arenga cinco veces más larga y cinco veces menos interesante que la de sus diminutos precursores. El Califa, no pudiendo aguantar más, exclamó: ¡Por amor de Mahoma!, acabemos, querido Fakreddín, y vayamos a comer en vuestro verde valle las hermosas frutas que os ha concedido el Cielo. A esta palabra de «vayamos» se inició la marcha; los ancianos iban algo lentos; pero Vathek, sotto voce, había mandado a los pajecillos aguijar a los dromedarios. Las cabriolas de los animales y la confusión de sus jinetes octogenarios eran tan divertidas que no se oía más que carcajadas en todas las cestas.
Con todo, se llegó felizmente al valle por grandes peldaños que el emir había mandado tallar en la roca, y ya se empezaba a oír el murmullo de los arroyos y la vibración de las hojas. El cortejo tomó en seguida por un sendero bordeado de arbustos en flor, que daba a un gran bosque de palmeras, cuyas ramas daban sombra a una amplia construcción de cantería. El edificio estaba coronado por nueve cúpulas y exornado de igual número de portones de bronce, sobre los cuales las siguientes palabras estaban grabadas en esmalte: He aquí el asilo de los peregrinos, el refugio de los viajeros y el depósito de los secretos de todos los países del mundo.
Nueve pajes, bellos como el día y decentemente vestidos con largas togas de lino de Egipto, se mantenían ante las nueve puertas. Recibieron a la procesión con expresión franca y acariciadora. Cuatro de los más gentiles colocaron al Califa sobre un magnífico tectharaván; otros cuatro, algo menos obsequiosos, se encargaron de Bababalouk, que se estremecía de gozo viendo el excelente albergue que le tocaba: el resto de la comitiva fue atendido por los demás pajes.
Cuando desapareció todo lo macho, la puerta de un gran recinto que se veía a la derecha giró sobre sus goznes armoniosos, y por ella salió una joven persona de talle grácil, cuyo cabello rubio ceniza ondeaba a capricho de los céfiros del crepúsculo. Un tropel de muchachas, como las pléyades, la seguía de puntillas. Todas corrieron a los pabellones donde se encontraban las sultanas, y la damisela, inclinándose graciosamente, les dijo: Encantadoras princesas, se os espera; hemos preparado divanes y sembrado vuestras habitaciones de jazmines: ningún insecto alejará el sueño de vuestros párpados; los haremos huir con un millón de plumas. Venid por tanto, encantadoras damas, a refrescar vuestros pies delicados y vuestros miembros de marfil en baños de agua de rosas; y al suave resplandor de los pebeteros, las sirvientas os contarán cuentos. Las sultanas aceptaron con gran satisfacción aquellos corteses ofrecimientos y siguieron a la damisela al interior del harén del Emir; mas dejémoslas un momento para volver junto al Califa.
El príncipe había sido instalado bajo una gran cúpula, iluminada por mil lámparas de cristal de roca. Igual número de copas del mismo material, colmadas de un delicioso sorbete, brillaban sobre una gran mesa donde había profusión de exquisitos manjares. Entre otros había arroz con leche de almendras, sopas al azafrán, y cordero con nata, que gustaba mucho al Califa. Comió con exceso, demostró mucho reconocimiento al emir con la alegría de su corazón e hizo bailar a los enanos, a pesar suyo; ya que los pequeños devotos no osaban desobedecer al Príncipe de los Creyentes. Por fin se tumbó en el sofá y durmió con más tranquilidad que nunca en su vida.
Reinaba bajo la cúpula un apacible silencio, que sólo turbaba el ruido de las mandíbulas de Bababalouk, que se reponía del triste ayuno a que se había visto constreñido en las montañas. Como estaba de demasiado buen humor para dormir, y no le gustaba estar desocupado, quiso ir en seguida al harén para cuidar de sus damas, ver si las frotaban convenientemente con bálsamo de la Meca, si tenían en orden las cejas y todo lo demás; en una palabra, para prestarles todos los pequeños servicios que necesitaban.
Buscó largo rato, sin éxito, la puerta que llevaba al harén. Por miedo de despertar al Califa no se atrevía a alzar la voz, y nadie se movía en palacio. Empezaba a perder la esperanza de lograr su intento cuando oyó un pequeño cuchicheo; eran los enanos que habían vuelto a su pasada ocupación y que, por noningentésima novena vez, releían el Alcorán. Invitaron muy cortésmente a Bababalouk a que los escuchara; pero éste tenía otras muchas cosas que hacer.
Los enanos, aunque un poco escandalizados, le indicaron el camino de los aposentos que buscaba. Para llegar había que pasar por cien corredores muy oscuros. Echó a andar por ellos a tientas y al final, en el extremo del largo pasadizo, empezó a oír la agradable cháchara de las mujeres, que llenó de gozo su corazón. ¡Ah!, ¡ah!, aún no estáis dormidas, exclamó, dando grandes zancadas; no creáis que he olvidado mis obligaciones; sólo me había detenido a comer los relieves de nuestro amo. Dos eunucos negros, oyendo hablar tan alto, se destacaron a toda prisa de los demás, sable en mano; pero en seguida se oyó corear por todas partes: ¡No es más que Bababalouk, no es más que Bababalouk! Efectivamente, aquel diligente guardián se dirigió a una cortina de seda encamada, que dejaba traslucir una agradable claridad que le hizo reparar en una gran bañera de pórfido oscuro, de forma oval. Grandes cortinas, que caían formando amplios pliegues, rodeaban el baño; estaban entreabiertas y permitían entrever grupos de jóvenes esclavas entre las que Bababalouk reconoció, distendiendo muellemente los brazos como para estrechar el agua perfumada y reponerse de su cansancio, a sus antiguas pupilas. Las miradas lánguidas y tiernas, los cuchicheos, las encantadoras sonrisas que acompañaban a los discreteos, el suave aroma de las rosas, todo inspiraba una voluptuosidad contra la que hasta el mismo Bababalouk le costaba luchar.
Se mantuvo sin embargo en la mayor gravedad y ordenó en tono magistral que se hiciera salir del agua a aquellas preciosidades y se las peinara con toda solemnidad. Mientras daba tales ordenes, la joven Nouronihar, hija del Emir, graciosa como una gacela y llena de picardía, hizo una seña a una de sus esclavas de que hiciera bajar con todo sigilo el gran columpio que pendía del techo por cordones de seda. Mientras se llevaba a cabo tal manejo, habló por señas a las mujeres del baño, que, molestísimas de tener que dejar aquel lugar de molicie, enredaron sus cabellos para dar trabajo a Bababalouk, haciéndole otras mil picardías.
Cuando Nouronihar lo vio a punto de perder la paciencia, se le acercó y, con respeto fingido, le dijo: Señoría, es improcedente que el jefe de los eunucos del Califa, nuestro Soberano, se quede en pie de esa manera; dignaos reclinar vuestra encantadora persona en este sofá, que se partirá de desesperación si no tiene el honor de acogeros. Engatusado por tan halagadoras razones, Bababalouk contestó graciosamente: Delicia de mis ojos, acepto la propuesta que mana de vuestros labios de miel; y, a decir verdad, mis sentidos desfallecen por la admiración que me ha causado el radiante esplendor de vuestros encantos. —Descansad entonces, replicó la bella, colocándole en el pretendido sofá. De súbito, el artefacto se puso en movimiento como un rayo. Todas las mujeres, viendo entonces de qué se trataba, salieron desnudas del baño y se pusieron como locas a darle vaivén al columpio. Al poco tiempo iba y venía a lo alto y ancho de la alta cúpula, haciendo perder el resuello al infortunado Bababalouk. A veces rozaba el agua, otras llegaba a tropezar con los cristales; en vano atronaba el aire con sus gritos, con voz que parecía sonar de una olla rajada; las carcajadas impedían oírlos.
Nouronihar, ebria de juventud y alegría, estaba muy familiarizada con los eunucos de los harenes corrientes; pero nunca había visto ninguno tan repugnante ni tan regio: por eso se divertía más que ninguna. Se puso a parodiar unos versos persas, y cantó así: «Dulce y blanca paloma que por los aires vuelas, echa al menos una ojeada a tu fiel compañera. Cantarín ruiseñor, yo soy tu rosa; cántame entonces alguna estrofa agradable.»
Las sultanas y las esclavas, excitadas por la chanza, le dieron tanto al columpio que la cuerda se rompió, y el pobre Bababalouk cayó en medio de la bañera como una tortuga. Sonó un grito general; doce portezuelas disimuladas se abrieron y se desató la desbandada, tras haberle echado a la cabeza todos los trapos disponibles y apagado las luces.
El infeliz animal, con el agua al cuello y en la oscuridad, no podía desembarazarse del fárrago que le habían echado encima y escuchaba carcajadas por doquier, muy a pesar suyo. Se debatía en vano intentando salir de la bañera; el borde, impregnado del aceite de las lámparas rotas, lo hacía resbalar y caer de nuevo, con un ruido sordo que resonaba en la bóveda. Con ocasión de cada nueva caída, redoblaban las malditas carcajadas. Creyendo el lugar habitado más por demonios que por mujeres, tomó la resolución de suspender sus intentos y permanecer tristemente en el baño. Su enojo se exteriorizó en soliloquios plagados de imprecaciones, de los que no perdían palabra sus maliciosas vecinas, lánguidamente reclinadas. El amanecer lo sorprendió en aquella airosa postura; lo sacaron al fin de bajo el montón de ropa, medio asfixiado y calado hasta los huesos. El Califa lo había mandado buscar por todas partes, y él se presentó ante su amo cojeando y castañeteando los dientes. Vathek exclamó, viéndolo en aquellas condiciones: ¿Qué te ocurre? ¿Quién te ha puesto en salmuera? —Y a vos, ¿quién os ha mandado entrar en este detestable asilo?, preguntó a su vez Bababalouk. ¿Es propio de un Monarca como vos meterse con su harén en casa de un Emir vejestorio que no sabe vivir? ¡Vaya encantadoras damiselas tiene aquí! Figuraos que me han empapado como un mendrugo y me han hecho danzar toda la noche en su maldito columpio como un titiritero. ¡Vaya ejemplo para vuestras sultanas, a quienes tanta urbanidad he procurado yo dar!
Vathek, que no entendía nada, se hizo relatar toda la historia. Pero, en lugar de compadecer al pobre diablo, se echó a reír con todas su fuerzas imaginando la facha que debía tener en el columpio. Bababalouk se indignó y estuvo en un tris de perderle completamente el respeto. Reíd, reíd, Señor, le decía; me gustaría que la tal Nouronihar os jugara a vos también alguna mala pasada; es lo suficientemente malvada como para no respetaros ni siquiera a vos mismo. El Califa no prestó, de primera intención, mucha atención a aquellas palabras; pero tiempo después le volvieron a la memoria.
Durante la conversación llegó Fakreddín para invitar a Vathek a unas oraciones solemnes y a las abluciones que tenían lugar en el amplio prado, que regaban sinnúmero de arroyuelos.
El Califa encontró fresca el agua, pero aburridas a rabiar las oraciones. Sin embargo, se divertía de la multitud de calenderos[3], santones y derviches que iban y venían por el prado. Los bramines, los faquires y demás santurrones procedentes de la gran India que habían hecho un alto en su camino en casa del Emir, lo divertían especialmente. Todos tenían su jerigonza favorita: unos arrastraban una gruesa cadena; otros un orangután; algunos iban provistos de disciplinas; cada uno se entregaba a su ocupación con la mejor fortuna. Podía vérselos trepando a los árboles, con una pierna levantada, haciendo equilibrios sobre una hoguera o dándose trompadas sin piedad. Había también quien veneraba a los piojos, que no se quedaban cortos en agradecer el halago. Aquellos hipócritas ambulantes levantaban el ánimo de los derviches, los calenderos y los santones. Se los había reunido esperando que la presencia del Califa los curaría de su locura y los convertiría a la fe musulmana: pero, ¡ay!, se equivocaron completamente. En vez de predicarles, Vathek los trató como bufones, les encargó presentaran sus respetos a Visnú y a Ixhora, y se encaprichó de un viejazo de la isla de Seremdib, que era el más ridículo de todos. ¡Vamos, hombre!, le dijo, por amor de tus dioses, haz alguna pirueta para divertirme. El anciano, ofendido, se echó a llorar, y como era un llorón muy deficiente, Vathek le volvió la espalda. Bababalouk, que iba tras el Califa con una sombrilla, le dijo entonces: Tenga vuestra Majestad cuidado con esa gentuza. ¡Maldita ocurrencia ha sido reunirlos aquí! ¡Que un gran Monarca tenga que soportar ese espectáculo, las bufonadas de esos talapones[4] más sarnosos que perros! Yo en vuestro lugar, haría purificar la tierra, con un gran incendio, del Emir, su harén y todo su zoológico. ¡Cállate!, contestó Vathek. Todo esto me divierte muchísimo, y no pienso abandonar el prado hasta haber pasado revista a todas las bestias que lo pueblan.
A medida que el Califa iba avanzando, se le presentaban toda clase de objetos dignos de lástima: ciegos, tuertos, desnarigados, desorejadas, todo para poner de manifiesto la gran Caridad de Fakreddín, que, en compañía de sus vejancones, repartía a diestro y siniestro cataplasmas y emplastos. A mediodía hizo acto de presencia una magnífica colección de lisiados, y pronto la llanura contuvo las más hermosas reuniones de enfermos. Los ciegos, a tientas, hacían sociedad con los ciegos; los cojos renqueaban todos juntos, y los mancos gesticulaban con su único brazo. Al lado de una gran cascada se encontraban los sordos; los del Pegú tenían las más hermosas y grandes orejas, y gozaban de la ventaja de oír aún menos que los demás. El lugar era también punto de reunión de todo género de futilidades como bocios, jorobas y hasta cuernos, algunos admirablemente relucientes.
El Emir quiso solemnizar el festejo y hacer a su ilustre huésped todos los honores; en consecuencia, mandó extender sobre el césped multitud de manteles y pellejos. Se sirvieron pilafs[5] de todos los colores, y otros alimentos ortodoxos para un buen musulmán. Vathek, que era vergonzosamente tolerante, se había tomado la molestia de encargar ciertos platillos abominables que escandalizaban a los fieles. Pronto la santa asamblea en pleno se puso a comer a dos carrillos. El Califa quiso hacer otro tanto; y a pesar de todos los consejos del jefe de los eunucos, quiso comer sur place. Al momento el Emir hizo disponer una mesa a la sombra de los sauces. Como primer plato se sirvió pescado procedente de un río que fluía por un lecho de arena dorada al pie de una colina bastante elevada. El pescado se asaba a medida que lo iban capturando, y luego se lo sazonaba con finas hierbas del monte Sina; ya que en casa del Emir todo era tan piadoso como excelente.
No había pasado el festín de los entremeses cuando de repente se hizo oír un melodioso sonido de laúdes, repetido por el eco. El Califa, asombrado y complacido, alzó el rostro, y le cayó en la cara un ramillete de jazmines. Mil risas se oyeron tras aquella pequeña travesura, y entre los matorrales se divisaron las elegantes formas de varias muchachas que brincaban como cervatillos. El aroma de sus cabelleras perfumadas llegó hasta Vathek; dejó de comer y, como embrujado, dijo a Bababalouk: ¿Han descendido las Païrikas[6] de sus esferas? ¿Ves aquella que tan grácil tiene el talle, que con tanto arrojo corre el borde de los precipicios, y que, volviendo el rostro, parece no atender más que a los graciosos pliegues de su vestido? ¡Con qué encantadora impaciencia le disputa el velo a los espinos! ¿Será ella la que me ha arrojado los jazmines? ¡Oh! Seguro que es la misma, contestó Bababalouk, y es capaz de arrojaros a vos mismo de la roca abajo; la reconozco: es mi buena amiga Nouronihar, que tan lindamente me ha prestado su columpio. Vamos, mi querido amo y señor, siguió, desgajando una rama de sauce, permitidme que vaya a azotarla por haberos faltado al respeto. El Emir no tendría por qué quejarse; ya que, salvo lo que su piedad merece, comete un grave error dejando suelto por los montes un rebaño de jovencitas; el aire fresco activa demasiado el pensamiento.
¡Paz, blasfemo!, dijo el Califa; no hables así de la que lleva preso mi corazón por esos montes. Consigue mejor que mis ojos se detengan en los suyos y que pueda inhalar su dulce aliento. ¡Con qué gracia y ligereza corre palpitante por la campiña! Diciendo esto, Vathek tendió los brazos hacia la colina y, alzando los ojos con una agitación que nunca había antes sentido, intentaba no perder de vista a la que ya lo había cautivado. Pero su carrera era tan difícil de seguir como el vuelo de una de esas hermosas mariposas azuladas de Cachemira, tan raras y vivaces.
Vathek, no satisfecho con ver a Nouronihar, quería oírla también, y prestaba ávidamente oído para distinguir sus palabras. Al fin oyó que decía a una de sus compañeras, cuchicheando tras el matorralejo desde el cual había lanzado el ramillete: Hay que reconocer que un Califa es cosa vistosa; pero mi pequeño Gulchenrouz es mucho más encantador, una trenza de su suave cabellera vale más que todos los ricos bordados de la India; antes quiero que me opriman el dedo sus maliciosos dientes que la más hermosa sortija del tesoro imperial. ¿Dónde lo has dejado, Sutlemémé? ¿Por qué no está aquí?
El Califa, desazonado, hubiera querido oír más; pero ella se alejó con todas sus esclavas. El enamorado Monarca la siguió con la vista hasta que la hubo perdido, y quedó como un viajero extraviado en la noche, a quien las nubes ocultan la constelación que le sirve de guía. Un telón de negrura parecía haberse tendido ante él: todo le parecía insípido, todo había cambiado de aspecto para él. El sonar del riachuelo le llenaba el alma de melancolía y sus lágrimas caían sobre los jazmines que guardaba sobre su pecho ardiente. Hasta recogió algunas piedrecillas para recordar en ellas al lugar donde había sentido los primeros impulsos de una pasión que hasta entonces le había sido desconocida. Mil veces había intentado alejarse, pero en vano. Una dulce lasitud bañaba su alma. Tendido junto al arroyo, no dejaba de volver la vista hacia la cima azulenca de la montaña. ¡Qué me ocultas, roca despiadada!, exclamaba: ¿qué ha sido de ella? ¿Qué ocurre en tus soledades? ¡Oh, Cielos! ¡Quizás en estos momentos ella vaga por tus grutas con su afortunado Gulchenrouz!
Entretanto empezó a hacerse sentir el relente. El Emir, preocupado por la salud del Califa, hizo que se trajera la litera imperial; Vathek se dejó conducir a ella sin advertirlo, y fue devuelto al soberbio salón donde había sido recibido la víspera.
Pero dejemos al Califa entregado a su nueva pasión, y sigamos por las rocas a Nouronihar, que al fin se había reunido con su querido Gulchenrouz. Este Gulchenrouz era hijo único de Alí Hassan, hermano del Emir, y asimismo la más delicada criatura del Universo, la más encantadora. Hacía diez años que su padre había partido para ir a surcar mares desconocidos, dejándolo al cuidado de Fakreddín. Gulchenrouz sabía escribir en diversos caracteres con maravillosa precisión, y pintaba sobre vitela los arabescos más hermosos del mundo. Su voz era suave, y la conjuntaba con el laúd de la más enternecedora de las maneras. Cuando cantaba los amores de Meignoun y Leilah, o de cualesquiera otros desgraciados amantes de aquellos tiempos remotos, las lágrimas bañaban el rostro de los que le escuchaban. Sus versos (ya que, como Meignoun, era poeta) inspiraban una languidez y un abandono muy peligrosos para las mujeres. Todas lo amaban con locura; y, aunque tuviera ya trece años, no se había conseguido todavía arrancarlo del harén. Bailaba con la ligereza de esos vilanos que hacen revolotear los céfiros primaverales. Pero aquellos brazos, que con tanta gracia se enlazaban con los de las muchachas al danzar, no eran capaces de lanzar dardos en las cacerías ni de domar los fogosos corceles que su tío criaba en sus pastaderos. Con todo, usaba el arco con mano firme y hubiera vencido a todos los jóvenes en la carrera si hubieran osado romper los lazos de seda que lo unían a Nouronihar.
Los dos hermanos se habían prometido sus hijos el uno al otro, y Nouronihar amaba a su primo mucho más que a las niñas de sus ojos, a pesar de lo bellos que eran. Ambos tenían los mismos gustos y las mismas ocupaciones, la misma mirada prolongada y lánguida, el mismo cabello, la misma blancura; y cuando Gulchenrouz se adornaba con las ropas de su prima, parecía más mujer que ella misma. Si por casualidad dejaba un momento el harén para ir a casa de Fakreddín, lo hacía con la timidez de un cervatillo separado de la corza. Sin embargo, tenía suficiente malicia para burlarse de los solemnes vejestorios; de ahí que algunas veces lo reprendieran con severidad. Entonces, en un arrebato, se colaba en el harén, corría tras sí todas las cortinas y se refugiaba llorando entre los brazos de Nouronihar. Tenía más debilidad por sus defectos que amor se ha tenido nunca a la virtud.
Así pues, Nouronihar, tras haber dejado al Califa en la pradera, corrió con Gulchenrouz por los montes alfombrados de césped que protegían el valle donde Fakreddín estaba instalado.
El sol se hundía en el horizonte; y ambos jóvenes, cuya fantasía era viva y exaltada, creyeron ver en los hermosos nubarrones del poniente las cúpulas de Shaddukian y Ambreabad, donde habitan las Païrikas. Nouronihar se había sentado en la falda de la colina y sostenía sobre sus rodillas la cabeza perfumada de Gulchenrouz. Pero la llegada imprevista del Califa, y el esplendor que lo rodeaba, habían turbado ya su alma ardiente. Impulsada por su vanidad, no había podido impedir hacerse notar a ojos del príncipe. Había advertido cómo recogía los jazmines que le había lanzado, y se había envanecido de ello. Por eso su turbación no tuvo límites cuando a Gulchenrouz se le ocurrió preguntarle qué había sido del ramillete que había cortado para ella. Por toda respuesta le besó en la frente y, levantándose precipitadamente, empezó a dar grandes zancadas, presa de agitación e inquietud indescriptibles.
Entretanto caía la noche: el oro puro del sol poniente había ido a convertirse en rojo sangriento; resplandores como de horno ardiente se reflejaban en las mejillas encendidas de Nouronihar. El pobrecillo Gulchenrouz lo advirtió. Se estremecía hasta la médula viendo a su dulce prima tan excitada. Vámonos, le dijo con voz tímida, hay algo funesto en ese cielo. Los tamarindos se estremecen más que de ordinario, y el viento me hiela el corazón. Vamos, recojámonos; este anochecer es muy lúgubre.
Diciendo estas palabras, había tomado a Nouronihar de la mano y tiraba de ella con todas sus fuerzas. Ella lo siguió sin saber lo que hacía. Mil ideas peregrinas iban y venían en su mente. Dejó atrás un gran soto de madreselva, al que tenía mucho cariño, sin darse cuenta; únicamente Gulchenrouz, aunque corría como si le fuera pisando los talones una fiera, no pudo dejar de arrancar unos tallos.
Las muchachas, viéndolos llegar tan deprisa, creyeron que querían bailar, como tenían por costumbre. Al momento formaron un redondel y se enlazaron las manos; pero Gulchenrouz, sin aliento, se dejó caer sobre la hierba. Entonces la consternación se apoderó de aquel tropel juguetón; Nouronihar, casi enajenada y tan exhausta por lo tumultuoso de sus pensamientos como por la carrera que acababa de dar, se arrojó sobre él. Cogió sus manecitas heladas, las puso sobre su seno para darles calor y le frotó las sienes con una pomada aromática. Por fin volvió en sí y, escondiendo la cabeza entre el vestido de Nouronihar, le suplicó no volver todavía al harén. Temía que le riñera Shaban, su ayo, viejo eunuco arrugado que no era de los más benévolos. Aquel guardián avinagrado hubiera encontrado improcedente que él hubiera interrumpido el habitual paseo de Nouronihar. Toda la pandilla se sentó entonces en círculo sobre la hierba, y se iniciaron mil juegos infantiles. Los eunucos se quedaron a cierta distancia, charlando entre ellos. Todos estaban alegres, Nouronihar se quedó pensativa y abatida. Su nodriza lo advirtió y empezó a relatar historias graciosas, que gustaban mucho a Gulchenrouz, que ya había olvidado todas sus inquietudes. Reía, palmoteaba y hacía mil monerías a todo el mundo, hasta a los eunucos, pues quería obligarlos a perseguirle a pesar de su edad y decrepitud.
Entretanto salió la luna; hacía una noche maravillosa, tanto que se decidió cenar al aire libre. Un eunuco corrió a buscar melones; los otros hicieron llover almendras verdes sacudiendo los árboles que daban sombra al gracioso tropel. Sutlemémé, que se distinguía en la confección de ensaladas, llenó grandes fuentes de porcelana de las más finas hierbas, huevos de pajarillos, cuajada, zumo de limón y tajadas de pepino, y sirvió la mezcla a todos, con un gran cucharón de Cocknos. Pero Gulchenrouz, acurrucado como tenía por costumbre en el seno de Nouronihar, cerraba su boquita encamada cada vez que Sutlemémé le ofrecía algo. No quería recibir nada que no fuera de mano de su prima, y se prendía en sus labios como una abeja que se embriaga con el néctar de las flores.
Durante el jolgorio, que era general, se vio una luz en la cima de la más alta montaña. Dicha luz exhalaba un suave resplandor, y se lo hubiera tomado por el de la luna llena de no haber estado ese astro en el horizonte. El espectáculo produjo general emoción; todos se perdían en mil conjeturas. No podía ser efecto de un incendio ya que el resplandor era claro y azulado. Nunca se había visto un meteoro de tal coloración ni tamaño. Tan pronto palidecía la extraña claridad como se reavivaba. Primero se la supuso fija en la cima; de pronto, la abandonó para brillar en un espeso bosque de palmeras; desde allí, bordeando las torrenteras, se detuvo finalmente a la entrada de una cañada estrecha y tenebrosa. Gulchenrouz, que se estremecía ante todo lo imprevisto y extraordinario, temblaba de miedo. Agarraba a Nouronihar del vestido, y le rogaba que volvieran al harén. Igual hicieron las mujeres; pero la curiosidad de la hija del Emir era demasiado potente, y la arrastró. A cualquier precio quiso perseguir al fenómeno.
Mientras tenía lugar esta discusión, brotó de la luz una llamarada tan cegadora que todos se desbandaron profiriendo fuertes gritos. Nouronihar retrocedió también algunos pasos; pero pronto se detuvo y avanzó hacia el fenómeno. El globo se había detenido sobre la cañada y ardía entre un silencio majestuoso.
Nouronihar, cruzando las manos sobre el pecho, titubeó unos momentos. El miedo de Gulchenrouz, la profunda soledad en que por primera vez en su vida se hallaba, la imponente serenidad de la noche: todo coadyuvaba a aterrorizarla. Más de mil veces estuvo a punto de dar media vuelta; pero el globo luminoso se hallaba siempre frente a ella. Movida por impulso irresistible, se le acercó por entre los zarzales y los espinos, y a pesar de todos los obstáculos que hubieran debido detenerla.
Cuando se halló en la boca de la cañada, espesas tinieblas la envolvieron súbitamente, y ya no distinguió más que un débil destello, muy alejado. El fragor de las cascadas, el susurro de las palmas y el griterío fúnebre e ininterrumpido de los pájaros que poblaban los árboles: todo sumía su alma en el terror. A cada paso creía estar pisando algún reptil venenoso. Los cuentos de astutos Divos[7] y sombríos Ghuls[8] que le habían contado, le volvieron a la mente.
Se detuvo por segunda vez; pero la curiosidad volvió a moverla, y tomó valerosamente un sendero que llevaba al resplandor. Hasta entonces había sabido en qué lugar se encontraba; nada más tomar por el sendero se perdió.
¡Ay de mi!, se decía, ¿por qué no estaré en las estancias seguras y bien iluminadas donde mis noches transcurrían en compañía de Gulchenrouz? ¡Niño querido, cómo te agitarías si errases como yo en estas profundas soledades! Hablando de esta manera, seguía su camino. De pronto distinguió unos peldaños tallados en la roca; la luz aumentaba y parecía colocada sobre su cabeza, en lo más alto del monte. Una vez que hubo alcanzado cierta altura, la luz le pareció brotar de una especie de antro; sonidos lastimeros y melodiosos sonaban en él: eran como voces que compusieran una especie de canturreo parecido a los himnos que se cantan ante las tumbas. Un ruido, como el que se produce al llenar una bañera, le llamó al mismo tiempo la atención. Distinguió grandes cirios ardientes implantados por doquier en las grietas de la roca. Todo aquel aparato la heló de terror: sin embargo, siguió subiendo. El olor sutil y denso que exhalaban los cirios la reanimó, y llegó a la boca de la caverna.
En aquella especie de éxtasis, echó una ojeada al interior, y vio una gran tina de oro, repleta de un agua cuyo ligero vapor dejaba en su rostro una lluvia de esencia de rosas. Una suave sinfonía resonaba en la caverna; en los borde de la tina había vestiduras regias, diademas y plumas de garza, resplandecientes todas de rubíes.
Mientras admiraba aquel esplendor, cesó la música y una voz se dejó oír diciendo: ¿Para qué Monarca se han encendido esos cirios, preparado ese baño y esas vestiduras que son sólo propias de Soberanos, no sólo de la tierra sino hasta de las potencias talismánicas? —Es para la encantadora hija del Emir Fakreddín, contestó una segunda voz. —¡Cómo!, replicó la primera, ¿para esa locuela que consume su tiempo con un niño veleidoso, entregado a la molicie y que no será más que un marido digno de lástima? —¡Qué me dices!, replicó la otra voz; ¿podría acaso complacerse en tales necedades mientras que el Califa arde de amor por ella, el Soberano del mundo, aquel que debe disfrutar los tesoros de los Sultanes preadamitas, un príncipe que mide seis pies y cuya mirada penetra en las muchachas hasta la médula? No, no sería capaz de desdeñar una pasión que la colma de gloria; despreciará su juego de niños y entonces todas las riquezas que este lugar contiene, lo mismo que el carbunclo de Giamchid, le pertenecerán. —Creo que estás en lo cierto, dijo la primera voz, voy a Istakhar a preparar el palacio del fuego subterráneo para recibir a los dos esposos.
Cesaron las voces, se apagaron las antorchas, la esplendente claridad dio paso a las tinieblas más densas y Nouronihar se encontró de pronto tendida en un sofá del harén de su padre. Dio una palmada y al momento acudieron Gulchenrouz y las mujeres, que ya perdían la esperanza de volverla a ver, y habían enviado por todas partes a los eunucos a buscarla. Shaban apareció también y la reprendió con toda severidad: Sinvergonzuela, le decía, o usáis ganzúa o sois la amante de algún Ginn que os da salvoconductos. Voy a comprobar vuestro poder, entrad en seguida en el cuarto de los dos tragaluces, y no creáis que os va a acompañar Gulchenrouz: en marcha, Señora, que os voy a encerrar bajo dos vueltas de llave. Ante estas amenazas Nouronihar alzó su rostro altivo y clavó en Shaban sus ojos negros, muy dilatados desde la conversación en la gruta maravillosa. Anda, le dijo, y dirígete de ese modo a quien sea esclavo; pero respeta a aquella que ha nacido para dictar leyes y someterlo todo a su poder.
Iba a seguir en el mismo tono cuando se oyó gritar: ¡El Califa! ¡El Califa! Al instante se retiraron todos los cortinajes, los esclavos se prosternaron en doble fila y el pobrecillo Gulchenrouz se escondió debajo de una tarima. En principio se vio aparecer una hilera de eunucos negros arrastrando largas vestiduras de muselina bordada en oro; llevaban en la mano pebeteros que exhalaban suave perfume de áloe. A continuación caminaba solemnemente Bababalouk, que no aprobaba la visita y meneaba la cabeza, meditabundo. Vathek, magníficamente vestido, lo seguía de cerca. Su porte era noble y suelto; se hubiera admirado su buen aspecto aunque no hubiese sido el Soberano del mundo. Se acercó a Nouronihar y al mirar de hito en hito sus ojos radiantes, que sólo había entrevisto, quedó completamente enajenado. Nouronihar, que lo advirtió, los bajó en seguida; pero su confusión aumentaba su belleza e inflamaba más aún el corazón de Vathek.
Bababalouk, experto en aquellos asuntos, se dio cuenta de que a malos ojos había que hacer buena cara, e hizo señas de que todo el mundo se retirara. Recorrió todos los rincones de la sala para ver si se había escondido alguien, y vio unos pies que sobresalían de la tarima. Bababalouk tiró de ellos sin ceremonia y viendo que eran los de Gulchenrouz se lo echó a la espalda y se lo llevó haciéndole mil caricias detestables. El pequeño gritaba y se debatía, las mejillas se le enrojecieron como flores de granado y sus ojos húmedos brillaban de cólera. Presa de desesperación, lanzó una mirada tan significativa a Nouronihar que el Califa se apercibió y dijo: ¿Se trata por ventura de vuestro Gulchenrouz? —Soberano del mundo, contestó ella, perdonad a mi primo, cuya inocencia y dulzura no merecen vuestra cólera. —Tranquilizaos, contestó Vathek sonriendo; está en buenas manos; Bababalouk adora a los niños, y nunca está desprovisto de peladillas ni confituras. La hija de Fakreddín, completamente confusa, dejó que se llevaran a Gulchenrouz sin decir palabra. Sin embargo, la agitación del seno de Nouronihar descubría la que reinaba en su corazón. Vathek estaba fuera de sí y se entregaba por entero al delirio de su pasión más intensa; encontraba ya sólo débil resistencia cuando el Emir, entrando de repente, se echó a los pies del Califa, la frente contra el suelo. Príncipe de los Creyentes, le dijo, no os rebajéis hasta vuestra esclava. —No, Emir, contestó Vathek, más bien la elevo hasta mí. La declaro mi esposa, y la gloria de vuestra familia crecerá de generación en generación. —¡Ay, Señor!, contestó Fakreddín arrancándose unos cuantos pelos de la barba, abreviad los días de vuestro fiel servidor antes de que falte a su palabra. Nouronihar está solemnemente prometida a Gulchenrouz, hijo de mi hermano Ali Hassan; sus corazones están unidos; la palabra, recíprocamente dada: ¿quién osaría violar compromisos tan sagrados? —¡Cómo, replicó violentamente el Califa, quieres entregar esta beldad divina a un marido más afeminado que ella misma! No pienses que voy a dejar que se marchiten sus encantos entre manos tan apocadas y débiles ¡No, es en mis brazos donde deben transcurrir sus días; ése es mi deseo! Retírate y no turbes esta noche, que yo consagro al culto de sus encantos. El Emir, abrumado, desenvainó entonces su sable, lo ofreció a Vathek y, alargando el cuello, le dijo con voz firme: Señor, herid a vuestro desgraciado anfitrión; ha vivido demasiado puesto que tiene la desgracia de ver cómo el Vicario del Profeta viola las santas leyes de la hospitalidad. Nouronihar, que había quedado paralizada durante toda la escena, no pudo soportar por más tiempo la pugna entra las diversas pasiones que trastornaban su alma. Cayó desvanecida y Vathek, tan temeroso por su vida como irritado de encontrar resistencia, dijo a Fakreddín: ¡Socorred a vuestra hija! y se retiró lanzándole su terrible mirada. El desdichado Emir cayó allí mismo de espaldas, bañado en un sudor de muerte.
Gulchenrouz, por su parte, había escapado de manos de Bababalouk y volvía en aquel momento, cuando vio a Fakreddín y a su hija tendidos en el suelo. Pidió auxilio mientras pudo. El pobre niño intentaba reanimar a Nouronihar con sus caricias. Pálido y jadeante, no dejaba de besar la boca de su amante. Por fin, el suave calor de sus labios la hizo volver en sí, y pronto recobró todas sus facultades.
Cuando Fakreddín se repuso de la ojeada del Califa, se incorporó y, mirando en derredor para ver si el peligroso príncipe había salido, mandó llamar a Shaban y Sutlemémé y llevándolos aparte, les dijo: Amigos míos, a grandes males grandes remedios. El Califa trae a mi familia horror y desolación; no podría resistir a su poder, otra mirada suya me llevaría a la tumba. Que me preparen aquel polvo narcótico que trajo un Derviche del Arracan. Daré a esos dos niños una dosis cuyo efecto dure tres días. El Califa los creerá muertos. Entonces, fingiendo inhumarlos, los llevaremos a la caverna de la venerable Meimouné, al comienzo del gran desierto arenoso, cerca de la cabaña de mis enanos; y cuando todos se hayan alejado, vos Shaban, con cuatro eunucos escogidos, los llevaréis junto al lago, a donde habréis hecho llevar provisiones para un mes. Un día para la sorpresa, cinco para las lamentaciones, quince para meditar y el resto para prepararse a reemprender el camino; he aquí, según mi cálculo, el tiempo que necesitará Vathek, y yo quedaré en paz.
—La idea es buena, dijo Sutlemémé; hay que sacarle todo el partido posible. Creo que a Nouronihar le agrada el Califa. Estad seguro de que mientras lo sepa aquí, pese a todo su afecto a Gulchenrouz, no podremos retenerla en las montañas. Convenzámosle de que ha muerto en realidad, lo mismo que Gulchenrouz, y que ambos han sido transportados a esos roquedales, para expiar allí los pecadillos que el amor les hizo cometer. Les diremos que nos hemos suicidado de desesperación, y vuestros enanillos, a los que jamás han visto, les parecerán seres extraordinarios. Los sermones que les dirigirán producirán en ellos gran efecto, y apuesto a que todo irá inmejorablemente. —Apruebo tu idea, dijo Fakreddín; pongamos manos a la obra.
Acto seguido se mandó a buscar el polvo; se echó en un sorbete y Nouronihar y Gulchenrouz, sin sospechar nada, ingirieron la mezcla.
Una hora después sintieron bascas y palpitaciones. Un entumecimiento general se apoderó de ellos. Se pusieron en pie y subiendo a la tarima con dificultad, se tendieron en el sofá.
Dame calor, mi querida Nouronihar, decía Gulchenrouz, teniéndola estrechamente abrazada; pon tu mano sobre mi corazón: está helado. ¡Ah! Estás tan fría como yo. ¿Nos habrá matado el Califa con su terrible mirada? Me muero, contestó Nouronihar con voz apagada, abrázame; que al menos exhale el último suspiro sobre tus labios. El tierno Gulchenrouz lanzó un hondo vahído, dejaron caer los brazos y ya no dijeron ni una palabra más; quedaron ambos como muertos.
Entonces grandes gritos resonaron en el harén. Shaban y Sutlemémé se fingieron desesperados con mucha destreza. El Emir, molesto de tener que llegar a tales extremos, ensayaba el polvo por primera vez, y no necesitaba fingir aflicción. Se habían apagado las luces. Dos lámparas arrojaban un triste resplandor sobre el rostro de aquellas hermosas flores, que se creía tronchadas en la primavera de sus vidas; y los esclavos, que habían acudido de todas partes, quedaron petrificados ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Se trajeron las vestiduras fúnebres; los cuerpos fueron lavados con agua de rosas y revestidos de togas más blancas que el alabastro; y sus hermosas trenzas, entrelazadas, fueron perfumadas con las esencias más exquisitas.
Iba a ponerse sobre sus cabezas dos coronas de jazmines, su flor favorita, cuando llegó el Califa, que acababa de ser informado del trágico suceso. Estaba tan pálido y huraño como los vampiros que vagan de noche por los sepulcros. En aquellas circunstancias se olvidó de sí mismo y del mundo entero; se precipitó entre los esclavos, se prosternó al pie de la tribuna y, dándose golpes de pecho, se calificaba de atroz asesino y lanzaba mil imprecaciones contra sí mismo. Pero, al alzar con mano trémula el velo que cubría el rostro lívido de Nouronihar, lanzó un gran alarido y cayó como muerto. El jefe de los eunucos, entre horribles gestos, mandó llevárselo, diciendo: Ya sabía yo que Nouronihar le jugaría una mala pasada.
Una vez el Califa lejos, el Emir inició el velatorio, y prohibió la entrada al harén. Se cerraron todas las ventanas; se rompieron todos los instrumentos de música, y los Imanes empezaron a recitar sus oraciones. Los llantos y las lamentaciones aumentaron durante la noche que siguió a aquel lúgubre día. En cuanto a Vathek, gemía en silencio. Se había tenido que adormecer la agitación de su dolor y de su cólera dándole pócimas calmantes.
Al despuntar el día siguiente, se abrieron las grandes hojas de las puertas del palacio, y se puso en marcha el convoy, hacia la montaña.
Los tristes gritos de Leillah-Illeilah llegaron al Califa. A toda costa quiso hacerse heridas y seguir el cortejo fúnebre; nunca hubiera sido posible disuadirlo de haberle permitido andar su gran debilidad; pero cayó al primer paso; y hubo que meterlo en cama, donde permaneció varios días en un estado de insensibilidad que daba pena hasta al Emir.
Cuando el cortejo llegó a la gruta de Meimouné, Shaban y Sutlemémé despidieron a todo el mundo. Los cuatro eunucos que estaban en el asunto se quedaron; y tras haber descansado unos momentos junto a los ataúdes, construidos de manera que contuvieran aire suficiente, los hicieron trasladar a orillas de una laguna bordeada de musgo grisáceo. El lugar era solar de garzas y cigüeñas, que sin cesar pescaban en él pececillos azules. Los enanos, adoctrinados por el Emir, no tardaron en llegar, y con ayuda de los eunucos construyeron chozas de cañas y juncos; tarea que realizaban a la perfección. Construyeron también un almacén para las provisiones, un pequeño oratorio para su uso y una pirámide de madera. Estaba hecha de leños dispuestos con mucha habilidad, y servía para alimentar el fuego, ya que hacía mucho frío en lo hondo de aquellas montañas.
Al llegar la tarde se encendieron dos grandes hogueras a orillas del lago; se extrajo a los dos hermosos cuerpos de sus ataúdes y fueron suavemente colocados en la misma choza, sobre una alfombra de hojas secas. Los dos enanos empezaron a recitar el Alcorán con voz clara y argentina. Shaban y Sutlemémé se quedaron de pie, a cierta distancia, esperando con gran interés que terminara el efecto del polvo. Por fin. Nouronihar y Gulchenrouz estiraron débilmente los brazos y, abriendo los ojos, miraron con el mayor asombro todo lo que les rodeaba. Intentaron incluso levantarse, pero les faltaron las fuerzas y volvieron a caer sobre el lecho de hojas. Al momento Sutlemémé les hizo ingerir un tónico que el Emir le había entregado.
Entonces Gulchenrouz se despertó del todo y se levantó con una celeridad que indicaba sorpresa. Una vez fuera de la cabaña, sorbió aire con extrema avidez y exclamó: ¡Respiro, oigo, contemplo el firmamento cuajado de estrellas! ¡Todavía existo! Al oír la voz amada, Nouronihar saltó de entre la hojarasca y corrió a estrechar a Gulchenrouz entre sus brazos. Las largas togas con que estaban vestidos, las coronas de flores y sus pies descalzos fueron lo primero que les saltó a la vista. Ella se cubrió el rostro con las manos para reflexionar. La visión de la tina encantada, la desesperación de su padre, y sobre todo la imagen majestuosa de Vathek, la atormentaban. Recordaba haber estado enferma y agonizante, igual que Gulchenrouz; pero la imagen de todo aquello era muy confusa en su cerebro. Aquel lago tan peculiar, las llamas reflejadas en las aguas tranquilas, el pálido color de la tierra, las extrañas chozas; aquellos juncos que se balanceaban tristemente ellos solos; las cigüeñas, cuyo lúgubre grito se confundía con la voz de los enanos; todo aquello la convenció de que el ángel de la muerte le había dado entrada en otra vida.
Gulchenrouz, por su parte, mortalmente inquieto, se había pegado a su prima. También se creía en el país de los fantasmas, y se asustaba de su silencio. Habla, acabó por decirle, ¿dónde estamos? ¿Ves esos espectros que remueven brasas ardientes? ¿Serán acaso Monkir y Nekir, que van a arrojamos a ellas? ¿Atravesará el puente fatal este lago, cuya calma acaso nos esconda un abismo líquido, por el que no acabaremos de caer durante siglos?
—No, hijos míos, les dijo Sutlemémé, acercándoseles, tranquilizaos; el ángel exterminador que ha conducido nuestras almas tras las vuestras, nos ha asegurado que el castigo a nuestra vida muelle y voluptuosa se reducirá a pasar una larga serie de años en este triste lugar, donde apenas luce el sol, donde la tierra no produce frutos ni flores. Esos son nuestros guardianes, siguió, señalando a los enanos; ellos se ocuparán de nuestras necesidades: ya que almas tan mundanas como las nuestras están aún algo apegadas a su vil existencia. Comeréis arroz por todo manjar; y vuestro pan estará empapado en las nieblas que cubren sin descanso este lago.
Ante futuro tan triste, los pobres niños se echaron a llorar. Se arrodillaron ante los enanos que, representando perfectamente su papel, les hicieron, como tenían por costumbre, un discurso, larguísimo y muy hermoso, sobre el camello sagrado que, dentro de unos miles de años, los llevaría al paraíso de los justos.
Terminado el sermón, se hicieron abluciones, se alabó a Allah y al Profeta, se cenó pobremente y se volvió a las hojas secas. Nouronihar y su primo encontraron muy de su gusto que los muertos durmieran en la misma choza.
Como habían dormido lo suficiente, pasaron la noche comentando lo que había sucedido, abrazándose siempre por miedo a los espíritus. Al amanecer del siguiente día, que fue oscuro y lluvioso, los enanos se subieron a largas pértigas hincadas en tierra a modo de minaretes, y llamaron a oración. Toda la congregación se reunió: Sutlemémé, Shaban, los cuatro eunucos, varias cigüeñas que estaban hartas de pescar, y los dos niños. Éstos se habían arrastrado perezosamente al exterior de su cabaña, y, poseídos de melancolía y tristeza, hicieron sus devociones con fervor. Acto seguido Gulchenrouz preguntó a Sutlemémé y a los demás cómo se las habían arreglado para morir tan oportunamente. —Nos hemos matado de desesperación por vuestra muerte, contestó Sutlemémé. Nouronihar, que a pesar de todo lo ocurrido no había olvidado su visión, exclamó: ¿Y el Califa? ¿Habrá quizá muerto de dolor? ¿Vendrá aquí? A los enanos tocaba responder, y dijeron con gravedad: Vathek está condenado sin remedio. No me extraña, exclamó Gulchenrouz, y me alegro mucho, porque estoy seguro que ha sido su horrible mirada lo que nos ha traído aquí a comer arroz y oír sermones.
Una semana transcurrió aproximadamente así, a orillas del lago. Nouronihar pensaba en la grandeza que le había hecho perder aquella muerte fastidiosa; y Gulchenrouz se dedicaba a tejer cestos de juncos con los enanos, que le agradaban muchísimo.
Mientras la idílica escena tenía lugar en el seno de las montañas, el Califa daba otra en casa del Emir. Apenas hubo recobrado el uso de sus sentidos, cuando, con voz que hizo estremecer a Bababalouk, gritó: ¡Pérfido Giaour! Tú eres quien ha matado a mi querida Nouronihar, renuncio a ti y pido perdón a Mahoma; Él me la habría conservado si yo hubiera sido más prudente. Que me den en seguida agua para mis abluciones, y que venga el bondadoso Fakreddín, para que me reconcilie con él y recemos las oraciones. Luego iremos a visitar juntos el sepulcro de la desdichada Nouronihar. Quiero hacerme ermitaño, y consumir mis días en aquella montaña para expiar mis crímenes.
—¿Y qué comeréis allí?, le dijo Bababalouk.
—Qué sé yo, contestó Vathek; te lo haré saber cuando tenga apetito: espero que no me ocurra en mucho tiempo.
La llegada de Fakreddín interrumpió la conversación. En cuanto Vathek lo vio, se le echó al cuello y lo roció con sus lágrimas, diciéndole cosas de tanta piedad que el Emir lloraba de alegría y se felicitaba para su capote de la admirable conversión que acababa de conseguir. Se comprende que no osara oponerse a la peregrinación a la montaña; así que cada uno se instaló en su litera, y partieron.
A pesar del cuidado con que se vigilaba al Califa, no pudo impedirse que se hiciera algunos rasguños en el lugar donde se decía que estaba enterrada Nouronihar. Fue muy difícil arrancarlo de allí, y juró solemnemente que volvería a diario, cosa que no gustó del todo a Fakreddín; pero se imaginaba que el Califa no se aventuraría más allá, y se contentaría con rezar sus oraciones en la caverna de Meimouné; por otra parte, el lago estaba tan escondido entre las rocas que le parecía imposible que pudieran encontrarlo. La certeza del Emir se veía abonada por la conducta de Vathek. Mantenía su resolución con toda exactitud, y volvía de la montaña tan devoto y contrito que hacía caer en éxtasis a todos los vejestorios.
Nouronihar, por su parte, no era del todo feliz. Aunque amaba a Gulchenrouz, y la dejaban sola con él para que su ternura fuera en aumento, lo miraba como un juguete que no le impedía desear ardientemente el rubí de Giamchid. Incluso dudaba a veces de su estado, no pudiendo comprender que los muertos tuvieran las mismas necesidades y antojos que los vivos. Una mañana, para aclararlo, se levantó silenciosamente de junto a Gulchenrouz mientras todos dormían, y luego de darle un beso, siguió la orilla del lago y vio que se desbordaba bajo una peña cuya cima no le pareció inaccesible. Al momento la escaló lo mejor que pudo y viéndose al aire libre echó a correr como una cierva que huye del cazador. Aunque corría con la ligereza de un antílope, no tuvo más remedio que sentarse a la sombra de unos tamarindos para tomar aliento. Estaba pergeñando sus moralejas, y empezaba a observar que aquellos lugares le eran familiares, cuando Vathek se presentó súbitamente ante sus ojos.
El príncipe, agitado e inquieto, se había adelantado a la aurora. Al ver a Nouronihar quedó paralizado. No osaba acercarse a aquella figura temblorosa y pálida, pero sin embargo atractiva todavía. Por fin Nouronihar, entre contenta y afligida, alzó hacia él sus hermosos ojos y le dijo: Señor, ¿es que venís a comer arroz conmigo, y a oír sermones? —¡Sombra amada!, exclamó Vathek, ¡habláis! ¡Conserváis todavía vuestra elegante figura, vuestra mirada resplandeciente! ¿Por ventura seréis palpable también? Diciendo esto, la estrecha con todas su fuerzas, sin dejar de repetir: Pero esto es carne, y animada de suave calor. ¿Qué significa este prodigio?
Nouronihar respondió con modestia: Ya sabéis, señor, que morí la misma noche en que me honrasteis con vuestra visita. Mi primo dice que fue una de vuestras miradas, pero yo no lo creo en absoluto; no me parecieron tan terribles. Gulchenrouz murió conmigo, y ambos fuimos transportados a una región muy triste, donde se come muy mal; si estáis también muerto, y venís a reuniros con nosotros, os compadezco, ya que vais a quedar aturdido por los enanos y las cigüeñas. Por otro lado, es lamentable para vos y para mí haber perdido los tesoros del palacio subterráneo que nos estaban prometidos.
Al oír lo de palacio subterráneo, el Califa suspendió sus caricias, que habían ido ya demasiado lejos, para que Nouronihar le explicara lo que quería decir. Entonces ella le contó su visión, lo que siguió y la historia de su pretendida muerte; le describía el lugar de expiación de donde había escapado de modo que le habría hecho reír, de no haber estado tan seriamente ocupado. Apenas hubo dejado de hablar cuando Vathek, volviéndola a tomar en sus brazos, le dijo: Venga, luz de mis ojos, todo está aclarado. Ambos estamos llenos de vida: tu padre es un pillo que nos ha engañado para separarnos; y el Giaour, que por lo que se me alcanza quiere hacemos viajar juntos, no vale más que él.
Muchísimo tiempo ha de pasar antes de que logre tenernos en su palacio de fuego. Doy más valor a vuestra hermosa persona que a todos los tesoros de los sultanes preadamitas; y quiero poseerla a mi antojo, y al aire libre, durante muchas lunas, antes de ir a encerrarme bajo tierra. Olvidad a ese tontuelo de Gulchenrouz, y… —¡Ah, Señor, no le hagáis ningún daño!, le interrumpió Nouronihar. —No, no, respondió Vathek, ya os he dicho que no debéis temer nada; está demasiado hecho de leche y azúcar para darme celos: lo dejaremos con los enanos (que, a propósito, son viejos conocidos míos); es compañía más adecuada para él que la vuestra. Además, no volveré nunca más junto a vuestro padre; no puedo soportar que él y sus vejancones me vengan a echar en cara que violo las leyes de la hospitalidad, como si no fuera para vos mayor honor casaros con el Soberano del mundo que con una chiquilla vestida de muchacho.
Nouronihar se guardó mucho de contradecir tan elocuente discurso. Sólo hubiera querido que el enamorado Monarca hubiera manifestado algo más de interés por el carbunclo de Giamchid; pero pensó que a su tiempo llegaría, y quedó conforme en todo, con la más atractiva sumisión.
Cuando le pareció al Califa llamó a Bababalouk, que dormía en la caverna de Meimouné, y soñaba que el fantasma de Nouronihar lo había vuelto a sentar en el columpio y le daba tal meneo que tan pronto sobrevolaba las montañas como alcanzaba el fondo de los abismos. Al oír la voz de su amo se levantó de un salto, corrió jadeante y estuvo a punto de caerse de espaldas cuando le pareció ver al espectro con el que acababa de soñar. ¡Ah, Señor!, exclamó retrocediendo diez pasos y tapándose los ojos con la mano: ¿os dedicáis a desenterrar a los muertos? ¿Hacéis también el oficio de vampiro? No creáis que vais a devorar a vuestra Nouronihar; por lo que me ha hecho sufrir, debe ser lo suficientemente malvada como para devoraros a vos mismo.
—Deja de hacer el idiota, dijo Vathek; pronto te convencerás de que esta que tengo entre mis brazos es Nouronihar, vivita y coleando. Que planten mis tiendas en un valle que hay aquí cerca, y que me ha llamado la atención; quiero fijar en él mi residencia junto a este bello tulipán a quien voy a devolver los colores. Haz lo necesario para abastecernos de todo lo que se necesita para llevar una vida voluptuosa, hasta nueva orden.
Las nuevas de acontecimiento tan lamentable llegaron pronto a oídos del Emir. Desesperado ante el fracaso de su estratagema, se entregó al dolor y se embadurnó convenientemente el rostro de ceniza; sus fieles vejestorios hicieron lo mismo y el palacio cayó en el más espantoso de los desórdenes. Todo iba cayendo en el mayor abandono; ya no se atendía a los viajeros, no se hacían pavadas; y, en vez del caritativo ajetreo que solía reinar en aquel asilo, los que lo habitaban se convirtieron en un puñado de cariacontecidos; todo era confusión y lamentaciones.
Entretanto, Gulchenrouz había quedado anonadado al no encontrar a su prima. Los enanos estaban tan sorprendidos como él. Únicamente Sutlemémé, más sutil que todos ellos, sospechó desde un principio lo que había ocurrido. Deslumbraron a Gulchenrouz con la hermosa esperanza de que encontraría a Nouronihar en cualquier paraje de las montañas, donde la tierra alfombrada de azahar y jazmín sería lecho más agradable que el de las cabañas, donde se cantaría al son de los laúdes y se perseguiría a las mariposas.
Sutlemémé estaba en lo vivo de la descripción cuando uno de los cuatro eunucos la llamó aparte, le aclaró el asunto de la fuga de Nouronihar y le comunicó las órdenes del Emir. Al momento deliberó con Shaban y los enanos; se recogieron los trastos; se embarcó en una chalupa y se navegó tranquilamente. Gulchenrouz se acomodaba a todo; pero al llegar al lugar donde el lago se perdía bajo la bóveda rocosa, y una vez la barca hubo penetrado bajo ella, y Gulchenrouz se encontró en total oscuridad, un miedo horrible lo invadió y empezó a lanzar gritos desgarradores, ya que creía que su perdición estaba cercana, por haber hecho demasiado el pillo con su prima.
Entretanto el Califa y la que imperaba en su corazón veían transcurrir días felices. Bababalouk había hecho plantar las tiendas y cerrar las dos entradas del valle con magníficos biombos, forrados de tela de las Indias y guardados por esclavos etíopes con el sable desenvainado.
Para conservar el césped de aquel hermoso reducto perpetuamente verde, una serie de eunucos blancos lo recorrían sin descanso con regaderas doradas. El aire, junto al pabellón imperial, no dejaba de correr debido al movimiento de los abanicos; una tenue claridad que atravesaba las muselinas iluminaba aquel lugar de placer, y el Califa disfrutaba allí por entero de los encantos de Nouronihar. Ebrio de placeres, escuchaba enajenado su hermosa voz y los acordes de su laúd. A ella, por su parte, le encantaban las descripciones que le hacía él de Samarah y su torre repleta de maravillas. Le agradaba sobre todo hacerle repetir la aventura de la pelota y la de la grieta donde estaba el Giaour junto al pórtico de ébano.
El día transcurría entre tales conversaciones, y por la noche los amantes se bañaban juntos en una gran balsa de mármol negro, que hacía destacar admirablemente la blancura de Nouronihar. Bababalouk, de cuyo favor gozaba ya la hermosa criatura, ponía gran cuidado en que las comidas les fueran servidas con el mayor miramiento; siempre había algún nuevo manjar, y mandó traer de Schiraz un vino espumante y delicioso, embodegado antes del nacimiento de Mahoma. Se cocía en pequeños hornos cavados en la roca panes de leche que Nouronihar amasaba con sus manos delicadas; lo que les daba un sabor tan del gusto de Vathek que le hacían olvidarse de todos los guisos que le habían preparado sus otras mujeres; de tal modo que aquellas pobres, abandonadas, se morían de tristeza en casa del Emir.
La sultana Dilara, que hasta entonces había sido la favorita, se tomaba a pecho aquel desdén con todo el ímpetu de su carácter. Mientras había sido preferida se había empapado de las extravagantes ideas de Vathek, y ardía en deseos de ver las tumbas de Istakhar y el palacio de las cuarenta columnas: criada además entre magos, se alegraba de ver al Califa dispuesto a entregarse al culto del fuego: por eso la vida de voluptuosidad y pereza que llevaba con su rival la afligía doblemente. La pasajera piedad de Vathek la había alarmado en extremo; pero aquello era todavía peor. Tomó por tanto la resolución de escribir a la princesa Carathis para informarle de que todo iba mal, que se habían incumplido por completo las condiciones del pergamino, que se había comido, pernoctado y armado jarana en casa de un viejo Emir cuya santidad era muy temible, y que para colmo de males no había ya indicio alguno de que hubieran existido nunca los tesoros de los sultanes preadamitas. La carta fue confiada a dos leñadores de uno de los grandes bosques de la montaña, y que, conocedores del camino más corto, llegaron en diez días a Samarah.
La princesa Carathis estaba jugando al ajedrez con Morakanabad cuando llegaron los mensajeros. Desde hacía algunas semanas había abandonado las alturas de su torre ya que todo le parecía confusión en los astros cuando los consultaba a propósito de su hijo. Por más que se entregaba a sus sahumerios y se tendía en los tejados esperando tener así visiones místicas, no soñaba más que con piezas de brocado, ramos de flores y otras tonterías similares. Todo eso la había llevado a un total abatimiento contra el que nada podían todas sus drogas, y su último recurso era Morakanabad, un simplón honesto y confiado que, a pesar de ello, no se encontraba sobre un lecho de rosas cuando estaba en su compañía.
Como nadie tenía noticias de Vathek, mil ridículas historias se difundían acerca de él. Se comprende con qué impaciencia abrió Carathis la carta, y cuál fue su cólera cuando se enteró del cobarde proceder de su hijo. ¡Ah, ah!, dijo; entrará en el palacio de fuego aunque tenga yo que dar mi vida; que perezca yo entre llamas, pero que reine Vathek en el trono de Suleïman. Diciendo esto dio la voltereta tan mágica y espantosamente que Morakanabad retrocedió aterrorizado; mandó preparar su gran camello Alboufaki, y llamar a la repugnante Nerkes y al despiadado Cafour; no quiero otra compañía, dijo al visir, marcho por asuntos urgentes, así que basta de aparato; os ocuparéis del pueblo; desplumadlo bien en ausencia mía, ya que tenemos grandes gastos y no sabemos lo que puede pasar.
La noche era muy oscura, y venía de la llanura de Catoul un viento malsano, que hubiera hecho desistir a todo viajero, por mucha prisa que tuviera; pero Carathis se complacía mucho en todo lo funesto. Lo mismo pensaba Nerkes, y Cafour tenía una especial predilección por la pestilencia. Al amanecer, la encantadora caravana, guiada por los dos leñadores, se detuvo a orillas de un gran pantano de donde brotaban mefíticos vapores, que habrían matado a cualquier animal que no fuera Alboufaki, que por supuesto aspiraba encantado aquellos fétidos aromas. Los campesinos suplicaron a las damas que no se hiciera noche en aquel lugar. ¡Dormir!, gritó Carathis, ¡vaya idea! No duermo más que para tener visiones; y en cuanto a mis acompañantes, están demasiado ocupadas para cerrar su único ojo. Los pobres diablos, que empezaban a no encontrarse del todo a gusto en tal compañía, quedaron con la boca abierta.
Carathis descabalgó, lo mismo que las negras que llevaba a la grupa; y, todas en camisa y calzones, echaron a correr a pleno sol para recolectar hierbas venenosas, que abundaban a orillas del pantano. La provisión se destinaba a la familia del Emir y a cualquiera que quisiera poner el menor obstáculo al viaje a Istakhar. Los leñadores se morían de miedo viendo corretear a aquellos fantasmones, y no apreciaban el trato de Alboufaki. Mucho peor fue cuando Carathis les mandó ponerse en camino, no obstante ser mediodía y reinar un bochorno que calcinaba las piedras; a pesar de todas sus objeciones no tuvieron más remedio que obedecer.
Alboufaki, que era muy amigo de la soledad, resoplaba en cuanto distinguía el más ligero indicio de presencia humana, y Carathis, mimándolo a su manera, la evitaba al momento.
De esta manera los campesinos no pudieron tomar alimento alguno durante el camino. Las cabras y ovejas que la Providencia parecía enviarles, y cuya leche hubiera podido aliviarlos un poco, huían ante el repugnante animal y su extraña carga. Por lo que se refiere a Carathis, no tenía necesidad de alimentos tan vulgares, y había inventado hacía tiempo una opiata que le bastaba y que compartía con sus fieles mudas.
Al caer la tarde, Alboufaki se paró en seco y coceó. Carathis conocía sus costumbres, y comprendió que debían estar en las proximidades de algún cementerio. Efectivamente, a la pálida luz de la luna divisó en seguida un largo muro y una puerta entreabierta y tan alta, que podía dar paso a Alboufaki. Los desgraciados guías, que estaban llegando al fin de sus días, rogaron humildemente a Carathis que les diera sepultura, puesto que las circunstancias eran propicias, y exhalaron el último suspiro. Nerkes y Cafour bromearon a su manera acerca de la estupidez de aquellos individuos, y encontraron el cementerio muy a su gusto, y los sepulcros muy divertidos; había por lo menos dos mil en la falda de una colina. Carathis, demasiado embebida en sus grandes proyectos para detenerse ante el espectáculo, por encantador que pudiera serle, se las ingenió para sacar partido de aquella situación. Seguramente, se dijo, un cementerio tan hermoso estará poblado de Ghuls; es una especie que no carece de inteligencia, y como he dejado morir por inadvertencia a esos estúpidos guías, preguntaré a los Ghuls cuál es el camino, y para atraerlos los invitaré a que se den un banquete con esos cuerpos frescos. Tras este prudente monólogo habló por señas a Nerkes y Cafour, diciéndoles que fueran a golpear las tumbas y hacer oír sobre ellos su hermoso gorjeo.
Las negras, muy contentas con aquella orden, y que se prometían mucho placer en compañía de dos Ghuls, echaron a andar con aire de conquista, y empezaron a hacer ¡toc!, ¡toc! sobre los sepulcros. A medida que iban golpeando, se oía un ruido sordo bajo tierra, se agitaban las arenas y los Ghuls, atraídos por la lozanía de los cadáveres recientes, acudían por todas partes.
Todos se congregaron ante un túmulo de mármol blanco donde estaba sentada Carathis entre los cuerpos de sus desgraciados guías. La princesa recibió a sus invitados con exquisitos modales, y después de la cena se habló de negocios. Pronto averiguó lo que quería saber y quiso ponerse en marcha sin pérdida de tiempo: las negras, que habían entablado relaciones sentimentales con los Ghuls, le suplicaron por señas que esperase al menos hasta la aurora; pero Carathis, que era la virtud misma y enemiga jurada de los amoríos y la molicie, desestimó su ruego, y montando sobre Alboufaki, les mandó que ocuparan su puesto a toda prisa.
Durante cuatro días con sus noches siguió su camino sin detenerse. Al quinto atravesó montañas y bosques medio quemados y llegó, al sexto, frente a los hermosos biombos que ocultaban los voluptuosos extravíos de su hijo.
Despuntaba el día: los guardias roncaban en sus puestos, ajenos a todo cuidado; el trote vigoroso de Alboufaki los hizo despertar, creyeron estar viendo espectros salidos del negro abismo y huyeron sin más ceremonia. Vathek estaba bañándose con Nouronihar, escuchaba cuentos y se mofaba de Bababalouk, que era quien los contaba. Alarmado por el griterío de los guardias, saltó del agua; pero volvió a entrar en cuanto vio llegar a Carathis: venía con sus negras y siempre a lomos de Alboufaki, desgarrando las muselinas y las delicadas cortinas del pabellón. Ante aquella inesperada aparición Nouronihar, que no tenía la conciencia completamente tranquila, creyó que había llegado el momento de la venganza celestial, y se arrimó amorosamente al Califa. Entonces, Carathis, sin descender de su camello, y echando espumarajos por el espectáculo que se ofrecía a sus castos ojos, dio sin ambages rienda suelta a su ira. Monstruo de dos cabezas y cuatro patas, gritó, ¿qué significa todo este enredo? ¿No te avergüenzas de manosear a este pimpollo en vez de empuñar los cetros de los sultanes preadamitas? ¿Es entonces por esta bribonzuela por lo que has cometido la locura de faltar a las condiciones del Giaour? ¿Es con ella con quien consumes un tiempo precioso? ¿Es ése el fruto que sacas de la magnífica instrucción que te he dado? ¿Está aquí la meta de tu viaje? Arráncate de los brazos de esa tontuela; ahógala en el baño y sígueme.
En su primer acceso de furor, Vathek había deseado despanzurrar a Alboufaki y rellenarlo con las negras y hasta con Carathis; pero la imagen del Giaour, del palacio de Istakhar, de los sables y los talismanes, vinieron a su mente con la rapidez del rayo. Dijo entonces a su madre, con tono cortés pero firme: Terrible señora, seréis obedecida; pero no pienso ahogar a Nouronihar. Es más dulce que el mirobálano[9] en almíbar; le encantan los rubíes, y sobre todo el de Giamchid que le han prometido; vendrá con nosotros porque quiero que duerma en los divanes de Suleïmán; ya no puedo dormir sin ella.
—¡A las mil maravillas! contestó Carathis, echando pie a tierra y dejando a Alboufaki al cuidado de las negras.
Nouronihar, que seguía en sus trece, se tranquilizó algo, y dijo tiernamente al Califa: Querido dueño de mi corazón, os seguiré, si es preciso, hasta más allá de Caf, en el país de los Afritas; no temeré subir por vos al nido de la Simorga, que según vuestra madre es el ser más respetable de la creación. Por fin, dijo Carathis, una joven con valor y sabiduría. Nouronihar los tenía, desde luego; pero, a pesar de toda su seguridad, no podía impedir el pensar de vez en cuando en los encantos de su pequeño Gulchenrouz, y en los días tiernos que había pasado con él; dejó escapar unas lágrimas que no pasaron inadvertidas al Califa; hasta dijo en voz alta, por descuido: ¡Ay!, dulce primo mío, ¿qué será de vos? Al oír estas palabras Vathek frunció el ceño y Carathis exclamó: ¿Qué significan esas muecas, qué es lo que ha dicho? El Califa respondió: Suspira desacertadamente por un chiquillo de ojos lánguidos y trenzas suaves, que la amaba. —¿Dónde está?, preguntó Carathis. Es preciso que conozca a ese precioso niño; puesto que, siguió para sus adentros, tengo el proyecto de reconciliarme con el Giaour, antes de marchar, y nada será más apetitoso para él que el corazón de un niño sensible que se entrega a los primeros arrebatos del amor.
Vathek, al salir del baño, dio orden a Bababalouk de reunir las tropas, las mujeres y demás enseres de su serrallo, y prepararlo todo para partir a los tres días. En cuanto a Carathis, se retiró sola a una tienda donde el Giaour la divirtió con visiones estimulantes. Al despertar, vio a sus pies a Nerkes y Cafour, que le comunicaron por signos que, al llevar a Alboufaki a orillas de un laguillo, para pastar allí una hierba regularmente venenosa, habían visto peces azulados como los del vivero de lo alto de la torre de Samarah. —¡Ah! ¡Ah!, dijo, quiero ir ahora mismo a ese lugar, con una sencilla artimaña haré que esos peces se vuelvan canoros; me explicarán muchas cosas, y me revelarán dónde está ese Gulchenrouz que quiero inmolar a toda costa. Acto seguido partió con su negro cortejo.
Puesto que se va de prisa en los malos propósitos, Carathis y sus negras no tardaron en llegar al lago. Hicieron arder drogas mágicas, de las que siempre estaban provistas, y, tras desnudarse por completo, entraron en el agua hasta la barbilla. Nerkes y Cafour agitaron antorchas encendidas mientras Carathis pronunciaba palabras bárbaras. Entonces todos los peces sacaron la cabeza del agua, que agitaban violentamente con las aletas; y, forzados por el poder del hechizo, abrieron ridículamente la boca y dijeron a coro: Os pertenecemos de la cabeza a la cola: ¿qué queréis de nosotros? —Peces, dijo Carathis, os conjuro por vuestras brillantes escamas a que me digáis dónde está el pequeño Gulchenrouz. —Al otro lado de este peñasco, Señora, contestaron todos los peces a una: ¿estáis satisfecha? Nosotros no del todo de tener la boca abierta al aire libre. —Sí, respondió la princesa, ya veo que no estáis acostumbrados a grandes discursos, os dejaré en paz, aunque tendría otras muchas cosas que preguntaros. Tras estas palabras el agua se calmó y los peces desaparecieron.
Carathis, henchida del veneno de sus designios, escaló en seguida la peña, y divisó bajo el follaje al encantador Gulchenrouz durmiendo, mientras dos enanos velaban junto a él mascullando sus oraciones. Aquellas personillas tenían el don de intuir la proximidad de todo enemigo de los buenos musulmanes; por tanto notaron cómo se acercaba Carathis que, parándose en seco, se decía: ¡Cómo reclina blandamente la cabecita! Es exactamente el niño que necesito.
Los enanos interrumpieron sus hermosas consideraciones arrojándose sobre ella y arañándola con todas sus fuerzas. Nerkes y Cafour salieron al momento en defensa de su ama, y pellizcaron a los enanos con tanta fuerza que les hicieron exhalar el último suspiro, rogando a Mahoma que dejara caer el peso de su venganza sobre aquella malvada mujer y toda su estirpe.
El ruido que aquel extraño combate producía en la cañada despertó a Gulchenrouz, que dio un salto espantoso, escaló una higuera y, tras alcanzar la cima de la peña, echó a correr sin detenerse siquiera a tomar aliento; por fin cayó medio muerto en brazos de un bondadoso y anciano Genio que amaba a los niños, y se preocupaba únicamente de protegerlos. Dicho genio, haciendo su ronda por los aires, se había abalanzado sobre el cruel Giaour mientras refunfuñaba en su horrible grieta, y le había arrebatado los cincuenta chiquillos que Vathek había tenido la impiedad de sacrificarle. Educaba a aquellas interesantes criaturas en nidos más altos que las nubes, y él mismo vivía en un nido más grande que todos los demás juntos, de donde había expulsado a los Roks[10] que lo habían construido.
Aquellos seguros refugios estaban preservados de los Divos y los Afritas por flotantes gallardetes sobre los que había escritos, en caracteres dorados brillantes como relámpagos, los nombres de Allah y del Profeta. Entonces Gulchenrouz, que aún creía en su pretendida muerte, se creyó en los ámbitos de la paz eterna. Se entregaba sin temor a las caricias de sus amiguitos; se reunían todos en el nido del venerable Genio y besaban a porfía la frente tersa y los hermosos párpados de su nuevo compañero. Allí fue donde, lejos del ajetreo del mundo, de la inconveniencia de los harenes, de la brutalidad de los eunucos y la inconstancia de las mujeres, halló su verdadero acomodo. Feliz, lo mismo que sus compañeros, los días, los meses, los años transcurrían en tan apacible ambiente: ya que el Genio, en vez de colmar a sus pupilos de riquezas perecederas y sabidurías vanas, les hacía gracia del don de una infancia perpetua.
Carathis, que no acostumbraba a ver escapar a sus presas, se encolerizó terriblemente contra las negras, a las que acusaba de no haberse apoderado al momento del niño en vez de entretenerse pellizcando hasta la muerte a enanillos sin importancia. Volvió al valle refunfuñando; y, al ver que su hijo no se había levantado todavía de junto a su hermosa compañera, asestó contra él y Nouronihar su mal humor; a pesar de ello se consoló en la idea de partir al día siguiente hacia Istakhar, y entablar relación con el mismo Eblis[11] gracias a los buenos oficios del Giaour, pero el destino lo había dispuesto de otra manera.
A media tarde, mientras la princesa conversaba con Dilara, a quien había hecho venir y que era muy de su agrado, Bababalouk se acercó a decirle que el cielo estaba en llamas por la parte de Samarah, y parecía un mal presagio. Al instante echó la princesa mano de su astrolabio y sus instrumentos de magia, midió la declinación de los planetas, hizo sus cálculos y dedujo, con gran disgusto, que había un formidable motín en Samarah; que Motavekel, aprovechando el horror que inspiraba su hermano, había sublevado al pueblo, se había apoderado del palacio y estaba sitiando la gran torre, donde se había refugiado Morakanabad con un pequeño número de leales. ¡Estaría bueno, exclamó, que fuera yo a perder mi torre, y sobre todo mi gabinete de experimentación, que tantos desvelos me ha costado, y sin estar segura, para colmo, de que mi hijo vaya a dar buen fin a su aventura! No voy a ser tan ingenua; marcho al momento para socorrer a Morakanabad con mis terribles habilidades, y hacer que lluevan sobre los conspiradores clavos y metralla ardiente; abriré los depósitos de serpientes y tremielgas[12] que hay en la cripta de la torre, que están hambrientos a rabiar, y ya veremos quién es capaz de hacerles frente. Mientras se hacía estas reflexiones corrió a buscar a su hijo, que se estaba dando el gran festín con Nouronihar en el hermoso pabellón encarnado. Pedazo de glotón, le dijo; si yo no estuviera alerta no ibas a ser dentro de poco más que el Príncipe de las Tortas; tus Creyentes han renegado de la lealtad que te habían jurado; Motavekel, tu hermano, reina en este momento en la colina de los Caballos Píos; y de no tener yo algún que otro recurso en nuestra torre, no iba a ser tan fácil hacerle abandonar. Para no perder tiempo, no te diré más que cuatro cosas; recoge las tiendas, ponte en marcha esta misma noche y no te detengas a hacer el tonto en ningún sitio. Aunque hayas faltado a las condiciones del pergamino, aún me queda alguna esperanza, puesto que hay que reconocer que has violado lindamente las leyes de la hospitalidad, al seducir a la hija del Emir, después de haber comido su pan y su sal. Esa clase de modales tiene que encantar al Giaour; y si por el camino cometes algún otro pecadillo, todo irá bien y entrarás triunfante en el palacio de Suleïmán. ¡Adiós!, Alboufaki y mis negras me esperan.
El Califa no supo qué decir a todo aquello; deseó buen viaje a su madre y terminó de cenar. A media noche se puso en marcha entre trompetas y charangas; pero por más que se batía el parche no dejaba de oírse el griterío del Emir y sus vejestorios que, a fuerza de llorar se habían quedado ciegos y no tenían un solo pelo sano. A Nouronihar, que no apreciaba aquella música, se le quitó un peso de encima cuando la distancia la libró de ella. Iba con el Califa en la litera imperial, y se entretenían imaginando la magnificencia en que pronto iban a nadar. Las otras mujeres iban tristes en sus cestas, y Dilara se tranquilizaba pensando que iba a celebrar los ritos del fuego en las augustas terrazas de Istakhar.
Al cabo de cuatro días llegaron al hermoso valle de Rocnabad. La primavera estaba allí en todo su apogeo; y las grotescas ramas de los almendros en flor se recortaban sobre el azul del cielo resplandeciente. La tierra, plagada de jacintos y junquillos[13], exhalaba suave aroma; miles de abejas y casi tantos ascetas poblaban el lugar. Alineados al borde del riachuelo se veían alternativamente panales y oratorios, cuyo aseo y blancura destacaban sobre el verde-castaño de los altos cipreses. Los viejos solitarios se distraían cultivando jardincillos repletos de fruta, sobre todo de melones almizclados, que son los mejores de Persia. De cuando en cuando se los veía dispersos por la pradera, entreteniéndose en dar de comer a pavos reales más blancos que la nieve y tórtolas azuladas. Estaban en tales ocupaciones cuando los heraldos del cortejo imperial gritaron en voz alta: Habitantes de Rocnabad, prosternaos a orillas de vuestros límpidos manantiales y dad gracias al Cielo por permitiros ver un destello de su gloria; porque se acerca el Príncipe de los Creyentes.
Los pobres santones, embargados de santa impaciencia, se apresuraron a encender cirios en todos los oratorios, abrieron sus Alcoranes sobre facistoles de ébano y salieron al encuentro del Califa con cestillos repletos de higos, miel y melones. Mientras se acercaban en procesión y marcando el paso los caballos, camellos y guardias hacían un horrible destrozo con los tulipanes y demás flores del valle. Los santones no podían impedir el tener un ojo puesto en aquella salvajada, mientras contemplaban al Califa y al Cielo con el otro. Nouronihar, encantada de aquellos hermosos lugares que le recordaban las agradables soledades de su infancia, rogó a Vathek que se detuviera: pero el príncipe, pensando que todas aquellas capillitas podían parecerle moradas al Giaour, mandó a sus avanzadillas que las derribaran. Los santones quedaron de piedra al ver que se ejecutaba orden tan bárbara; lloraban a moco tendido y Vathek los hizo dispersar a patadas por sus eunucos.
Entonces bajó de la litera con Nouronihar y se pasearon por el prado, recogiendo flores y diciéndose lindezas; pero las abejas que eran buenas musulmanas, se creyeron obligadas a vengar el agravio de sus amos los santones, y pusieron tanto empeño en picarles que se consideraron muy afortunados de haber podido refugiarse en las tiendas.
Bababalouk, que no había pasado por alto la lozanía de los pavos reales y las tórtolas, mandó en seguida poner en el asador unas cuantas docenas, y otras tantas en pepitoria. Mientras se comía, se reía, se brindaba y se blasfemaba sin trabas, todos los Moullahs, Cheiks, Cadís e Imanes de Schiraz, que por lo visto no se habían tropezado con los santones, llegaron con asnos adornados de guirnaldas, cintas y campanillas de plata, y cargados de lo mejorcito del país. Ofrecieron sus ofrendas al Califa suplicándole que honrase su ciudad y sus mezquitas con su presencia. Oh, en cuanto a eso, dijo Vathek, mucho me guardare de hacerlo; acepto vuestros regalos y os ruego que me dejéis en paz, ya que no me gusta luchar contra las tentaciones; pero, ya que no sería adecuado que personas tan respetables como vosotros tuvieran que volverse a pie, y tenéis facha de ser muy malos jinetes, mis eunucos tomarán la providencia de ataros a lomos de vuestros asnos, y sobre todo tendrán buen cuidado de que no me deis la espalda; porque están al tanto de la etiqueta. Había entre ellas algunos Cheiks vigorosos, que pensando que Vathek estaba loco, se dedicaban a decir en voz alta la opinión que les merecía: Bababalouk se ocupó de hacerlos maniatar con doble cuerda; y al aguijonear a todos los asnos con ramas espinosas, salieron al galope, coceando y chocando los unos con los otros del modo más gracioso. Nouronihar y su Califa se divertían, a cual más, de aquel indigno espectáculo; lanzaban grandes risotadas cuando los ancianos caían con sus cabalgaduras en el riachuelo, y se volvían cojos los unos, mancos los otros, mellados los demás, o aún peor.
Dos días transcurrieron placenteramente en Rocnabad, sin tener que soportar otras embajadas. Al tercero se inició la marcha; se dejó Schiraz a la derecha y se penetró en una extensa llanura desde la que se descubría, en el confín del horizonte, los picachos negruzcos de las montañas de Istakhar.
Al verlos, el Califa y Nouronihar no pudiendo contener la agitación de su alma, saltaron de la litera y prorrumpieron en exclamaciones que dejaron pasmados a todos los que estaban en situación de oírlas. ¿Iremos a palacios radiantes de luz, se preguntaban el uno al otro, o a jardines más deliciosos que los de Sheddad? ¡Pobres mortales!, así se perdían en conjeturas; el abismo de los secretos del Todopoderoso les estaba vedado.
Mientras tanto, los Genios buenos, que aún velaban un poco sobre el comportamiento de Vathek, se acercaron a Mahoma, en el séptimo Cielo, y le dijeron: Profeta Misericordioso, tended benévolamente los brazos a vuestro Vicario, o caerá sin remedio en la trampa que le han tendido nuestros enemigos los Divos; el Giaour lo espera en el abominable palacio del fuego subterráneo; si pone en él los pies está perdido sin remedio. Mahoma respondió indignado: Ha merecido con creces que se le abandone a sus propios recursos; sin embargo, os consiento que hagáis un último esfuerzo para disuadirlo de su proyecto.
Repentinamente un Genio bueno tomó la figura de un pastor, más famoso que todos los derviches y santones del lugar, por su piedad; se colocó en la falda de un otero junto a un rebaño de blancas ovejas, y empezó a extraer de un instrumento desconocido sones cuya emocionante melodía penetraba en el alma, despertaba el remordimiento y ahuyentaba todo pensamiento frívolo. Ante sonido tan potente, el sol se ocultó tras una nube negra, y las aguas de una laguna, más transparentes que el cristal, se volvieron rojas como sangre. Todos los que componían el pomposo cortejo del Califa se sintieron atraídos, a pesar suyo, hacia la colina; bajaron todos los ojos y quedaron anonadados; cada uno de ellos se arrepentía del mal que había hecho; el corazón le daba vuelcos a Dilara; y el jefe de los eunucos, con expresión compungida, pedía perdón a las mujeres por haberlas atormentado para su propia satisfacción.
Vathek y Nouronihar palidecían en su litera, y mirándose el uno al otro con rencor, se reprochaban a sí mismos, el uno mil proyectos de impía ambición, la otra la desolación de su familia y la pérdida de Gulchenrouz. Nouronihar creía distinguir en la música fatal los gemidos de su padre agonizante, y Vathek los sollozos de los cincuenta niños que había sacrificado al Giaour. Entre tales angustias se sentían atraídos hacia el pastor. En su rostro había algo tan avasallador que Vathek, por primera vez en su vida, perdió la serenidad, mientras que Nouronihar escondía el rostro entre las manos. La música cesó y el Genio, dirigiendo la palabra al Califa, le dijo: ¡Príncipe insensato, a quien la Providencia ha confiado la tarea de velar por los pueblos! ¿Es así como cumples tu misión? Has llegado al colmo de tus crímenes; ¿corres ahora hacia tu castigo? Sabes que al otro lado de estas montañas Eblis y sus malditos Divos ejercen su funesto imperio, y, seducido por un hábil fantasma, corres a entregarte a ellos. Ésta es la última oportunidad que se te concede; abandona tu atroz proyecto, vuelve sobre tus pasos, devuelve a Nouronihar a su padre, a quien aún queda algo de vida, destruye la torre con todas sus abominaciones, arroja de tu lado a Carathis y sus consejos, sé justo con tus súbditos, respeta a los Ministros del Profeta, redime tus impiedades con una vida ejemplar, y en vez de pasar el tiempo entre placeres, ve a llorar tus crímenes sobre la tumba de tus piadosos antepasados. ¿Ves esas nubes que ocultan el sol? Cuando reaparezca, si no ha cambiado tu corazón, habrá pasado para ti el momento de la misericordia.
Vathek, temeroso e indeciso, estaba a punto de caer de rodillas ante el pastor, en quien reconoció a un ser de naturaleza sobrehumana; pero su orgullo pudo más, y alzando audazmente el rostro le lanzó una de sus terribles miradas. Seas quien seas, le dijo, deja de darme consejos inútiles. O quieres engañarme, o te engañas a ti mismo: si lo que estoy haciendo es tan criminal como pretendes, no podría jamás existir para mí un solo instante de perdón; he nadado en un mar de sangre para alcanzar un poder que hará temblar a tus semejantes; no te hagas ilusiones de que me arrepienta ante mi meta, ni abandone a la que aprecio más que la vida y tu misericordia. ¡Que reaparezca el sol, que ilumine mi camino, y no importe a dónde conduzca! Diciendo estas palabras, que hicieron temblar al mismo Genio, Vathek se arrojó en brazos de Nouronihar y ordenó espolear.
No costó mucho trabajo ejecutar la orden; la atracción ya no existía, el sol había recobrado todo el esplendor de su luz y el pastor había desaparecido lanzando un grito lastimero. La fatal impronta de la música del Genio había quedado, sin embargo, en el corazón de la mayoría de los acompañantes de Vathek; se miraban con terror los unos a los otros. Aquella misma noche casi todos huyeron, y no quedó del numeroso cortejo más que el jefe de los eunucos, unos cuantos esclavos idólatras, Dilara y un pequeño número de mujeres que practicaban como ella la religión de los Magos.
El Califa, roído por el deseo de dictar leyes a los espíritus tenebrosos, se preocupó poco a causa de la deserción. El hervor de su sangre le impedía dormir, y no acampó ya más como de ordinario. Nouronihar, cuya impaciencia superaba, si es posible, a la suya, lo incitaba a acelerar la marcha y, para aturdido, le prodigaba mil caricias. Se creía ya más poderosa que Balkis[14] y se imaginaba a los Genios prosternados ante su trono. Así avanzaron a la luz de la luna hasta divisar dos rocas colgantes que formaban como un pórtico a la entrada de la cañada que terminaba en las extensas ruinas de Istakhar.
Casi en la cima de la montaña se descubría la portada de varios sepulcros reales, cuyo horror aumentaban las sombras de la noche. Atravesaron dos caseríos casi desiertos. No quedaban en ellos más que dos o tres débiles ancianos, que, al ver los caballos y las literas, cayeron de rodillas exclamando: ¡Cielos! ¿Son de nuevo los fantasmas que nos atormentan desde hace seis meses? ¡Ay de nosotros! ¡Nuestras gentes, aterrorizadas por las extrañas apariciones y el fragor que resuena bajo las montañas, nos han abandonado a merced de los espíritus malignos! Aquellas lamentaciones parecieron de mal augurio al Califa; hizo pasar a sus caballos sobre los cuerpos de los desgraciados ancianos, y llegó por fin al pie de la gran terraza de mármol negro. Allí bajó de la litera con Nouronihar.
Con el corazón en la garganta, y echando miradas extraviadas a todas partes, esperaron, entre involuntarios estremecimientos, la llegada del Giaour; pero nada lo anunciaba todavía. Reinaba en el aire y la montaña un fúnebre silencio. La luna arrojaba sobre la gran plataforma la sombra de las altas columnas de la terraza, que se perdían en las nubes. Aquellos tristes fanales, innumerables, no sostenían techo alguno; y sus capiteles, de estilo desconocido en la historia, daban asilo a las aves nocturnas que, alarmadas por la presencia de tanta gente, huyeron graznando.
El jefe de los eunucos, muerto de miedo, rogó a Vathek que permitiera encender fuego, y tomar algún alimento. ¡No, no, dijo el Califa, ya no es tiempo de pensar en esa clase de cosas; quédate donde estás y espera mis órdenes! Diciendo esto con tono firme, tendió la mano a Nouronihar y, ascendiendo por los peldaños de una ancha rampa, llegó a la terraza enlosada de mármol, que parecía un terso lago en el que ninguna planta pudiera crecer. A la derecha había una serie de lucernarios alineados delante de las ruinas de un palacio inmenso, cuyos muros estaban cubiertos de variadas figuras; enfrente se veían las gigantescas estatuas de cuatro animales, medio grifos y medio leopardos, que inspiraban horror; no lejos de ellos, se distinguían a la luz de la luna, que caía singularmente sobre aquel lugar, unos caracteres similares a los que había en los sables del Giaour, tenían el mismo poder de cambiar a cada momento; finalmente, se fijaron en forma de letras árabes, y el Califa leyó estas palabras: Vathek, has faltado a las condiciones de mi pergamino; merecerías ser despedido; pero en atención a tu compañera y todo lo que has hecho para conseguirla, Eblis permite que se te abran las puertas de su palacio, y que el fuego subterráneo te tenga entre sus adoradores.
Apenas hubo leído estas palabras, la montaña a que estaba adosada la terraza retembló, y los lucernarios parecieron derrumbarse sobre sus cabezas. La roca se entreabrió y dejó ver en su seno una escalera de mármol pulimentado, que parecía tener que llegar al abismo. En cada peldaño había dos grandes cirios, similares a los que Nouronihar había visto en su visión, y cuyo humo alcanforado se desprendía en torbellinos bajo la bóveda.
Aquel espectáculo, en vez de asustar a la hija de Fakreddín, le dio nuevas fuerzas; ni siquiera se dignó despedirse de la luna y el firmamento y sin dudar abandonó el aire puro de la atmósfera para sumergirse en aquellas emanaciones infernales. El andar de los dos impíos era altanero y decidido. Al bajar, a la intensa luz de los cirios, se admiraban el uno al otro y se encontraban tan resplandecientes que se creían espíritus celestes. Lo único que los inquietaba era que los peldaños no tenían fin. Como se apresuraban con fogosa impaciencia, su paso se aceleró hasta tal punto que parecían rodar por un abismo en vez de andar, por fin quedaron detenidos por un pórtico de ébano que el Califa no tuvo dificultad en reconocer; era allí donde le esperaba el Giaour con la llave de oro en la mano. Sed bienvenidos pese a Mahoma y toda su camarilla, les dijo, con su espantosa sonrisa; voy a introduciros en este palacio donde tan bien os habéis ganado un lugar. Al decir esto, tocó con su llave la cerradura esmaltada y al momento las dos hojas se abrieron con estruendo mayor que el del trueno estival, y volvieron a cerrarse con el mismo estruendo una vez hubieron entrado.
El Califa y Nouronihar se miraron con asombro, al verse en un lugar que, aunque abovedado, era tan espacioso y de tal altura que al principio lo tomaron por una inmensa llanura. Una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado al tamaño de los objetos, descubrieron filas de columnas y arquerías que, vistas en perspectiva, iban a converger en un punto radiante como el sol cuando lanza sobre el mar sus últimos rayos. El pavimento, cubierto de polvo de oro y azafrán, exhalaba un aroma tan penetrante que quedaron como aturdidos. Sin embargo, siguieron avanzado, y repararon en una infinidad de pebeteros donde ardía ámbar gris y madera de áloe. En los intercolumnios había mesas cubiertas de innumerable variedad de manjares y toda clase de vinos que relucían en copas de cristal. Un tropel de Ginns y otros Espíritus traviesos de ambos sexos danzaban lascivamente, en grupos, a los sones de una música que medio ahogaban con el ruido de sus pasos.
En el centro de aquella sala inmensa iban y venían multitud de hombres y mujeres que, con la mano derecha sobre el corazón, no prestaban atención a nada y guardaban profundo silencio. Todos estaban pálidos como cadáveres y sus ojos hundidos en las órbitas parecían los fuegos fatuos que se ven de noche en los cementerios. Unos iban inmersos en profunda meditación; otros temblaban de cólera y corrían de un lado para otro como tigres heridos por un dardo envenenado; todos se evitaban entre sí y, aunque en medio de una muchedumbre, cada uno erraba al azar, como si hubiera estado solo.
Ante aquella desagradable compañía Vathek y Nouronihar se sintieron helar de terror. Preguntaron inoportunamente al Giaour que significaba todo aquello, y por qué todos aquellos espectros ambulantes no separaban nunca la mano derecha de su corazón. No os preocupéis de tantas cosas por el momento, les contestó con brusquedad, lo sabréis todo dentro de poco: apresurémonos a presentarnos ante Eblis. Siguieron andando entre todo aquel gentío; pero, a pesar de su primitivo arrojo, no tenían valor para observar la perspectiva de las salas y galerías, que se abrían a derecha e izquierda: todas estaban iluminadas por antorchas encendidas y braseros cuya llama se elevaba en forma de cono hasta la clave de la bóveda. Llegaron por fin a un lugar en que largas cortinas de brocado carmesí y oro pendían por todas partes en sobrecogedora profusión. Allí no se oían ya músicas ni danzas; la luz que penetraba parecía llegar de lejos.
Vathek y Nouronihar se abrieron camino por entre las colgaduras, y penetraron en un amplio tabernáculo tapizado de pieles de leopardo. Infinito número de ancianos de larga barba y de Afritas armados hasta los dientes estaban prosternados frente a las gradas de un pedestal en lo alto del cual, sobre un globo de fuego, estaba sentado el temible Eblis. Su rostro era el de un joven de veinte años, cuyos rasgos nobles y proporcionados parecían ajados por vapores maléficos. La desesperación y el orgullo se pintaban en sus grandes ojos, y su ondulante cabellera guardaba aún cierta semejanza con la de un ángel de luz. En su mano, delicada pero ennegrecida por el rayo, sostenía el cetro de bronce que hace temblar al monstruo Ouranbad, a los Afritas y a todos los poderes del abismo.
Ante aquella visión, el Califa perdió por completo la serenidad y se prosternó contra el suelo. Nouronihar, aunque fuera de sí, no podía impedir el admirar el aspecto de Eblis, ya que esperaba ver algún gigante espantoso. Eblis, con voz más suave de lo que era de suponer, y que sin embargo llenaba el alma de melancolía, les dijo: Criaturas de barro, os acojo en mi imperio; formáis parte de mis adoradores; disfrutad de todo cuanto ofrece este palacio, de los tesoros de los sultanes preadamitas, de su sables fulminantes y de los talismanes que obligarán a los Divos a daros entrada en los subterráneos de la montaña de Caf, que comunican con éstos. Allí encontraréis con qué satisfacer vuestra insaciable curiosidad. Dependerá sólo de vosotros penetrar en la fortaleza de Aherman y en las salas de Argenk donde están representadas todas las criaturas racionales y animales que habitaban la tierra antes de la creación de ese ser despreciable a quien llamáis padre de los hombres.
Vathek y Nouronihar se sintieron seguros y tranquilizados tras aquella arenga. Dijeron con impaciencia al Giaour: Llévanos en seguida al lugar donde están esos preciosos talismanes.
—Venid conmigo, contestó el malvado Divo, con su pérfida mueca; venid, vais a poseer todo lo que os promete nuestro amo, y mucho más. Entonces les hizo tomar por un largo corredor que comunicaba con el tabernáculo; andaba él en cabeza, dando grandes zancadas, y sus desgraciados discípulos lo seguían alegremente.
Llegaron a una espaciosa sala, cubierta por una cúpula muy elevada y alrededor de la cual se veían cincuenta puertas de bronce, cerradas con candados de acero. Reinaba en aquel lugar una fúnebre tiniebla, y en lechos de madera de cedro incorruptibles yacían los cuerpos descarnados de los famosos Reyes preadamitas, antaño Monarcas absolutos sobre la tierra. Tenían todavía la suficiente vida para darse cuenta de su lamentable estado; sus ojos conservaban una triste movilidad; se miraban unos a otros con desmayo. A sus pies se veían inscripciones que evocaban los acontecimientos de su reinado, su poder, su orgullo y sus crímenes. Soliman Raad, Soliman Daki y Soliman Gian Ben Gian, que tras haber encadenado a los Divos en las tenebrosas cavernas de Caf se volvieron tan presuntuosos que llegaron a dudar de la existencia del Poder Supremo, ocupaban allí lugar destacado, aunque no equiparable al de Suleïman Den-Daoud.
Dicho rey, tan famoso por su sabiduría, estaba sobre el mayor pedestal, exactamente bajo la cúpula. Parecía tener más vida que los demás, y aunque de vez en cuando lanzara profundos suspiros y tuviera, como sus compañeros, la mano derecha sobre el corazón, tenía más sereno el rostro y parecía prestar más atención al fragor de una catarata de aguas negras que se vislumbraba a través de una de las puertas, que estaba enrejada. Ningún otro ruido turbaba el silencio en aquel fúnebre lugar. Una hilera de copas de bronce rodeaba el pedestal. Levanta la tapadera de esos recipientes cabalísticos, dijo el Giaour a Vathek: toma los talismanes que te abrirán todas las puertas de bronce y te convertirán en dueño de los tesoros que contienen y los espíritus que los guardan.
El Califa, completamente desconcertado por aquella siniestra escenografía, se aproximó titubeando a las copas, y creyó morir de espanto cuando oyó los gemidos de Suleïman, a quien, en su confusión, había tomado por un cadáver.
Entonces, una voz que procedía de la lívida boca del profeta pronunció estas palabras: Durante mi vida ocupé un magnífico trono. A mi diestra había doce mil sitiales de oro, donde escuchaban mi doctrina los patriarcas y los profetas; a mi izquierda, los sabios y doctores, en otros tantos tronos de plata, presenciaban mis dictámenes. Mientras que de esta manera impartía justicia a multitudes innumerables, las aves, revoloteando sin descanso sobre mi cabeza, me protegían como un dosel de los rayos del sol. Mi pueblo prosperaba; mis palacios se elevaban hasta las nubes; construí un templo al Altísimo que fue la maravilla del Universo; pero me dejé arrastrar cobardemente por el amor a las mujeres y una curiosidad que no se limitaba a las cosas sublunares. Presté oído a los consejos de Aherman y de la hija de Faraón; adoré al fuego y a los astros, y, abandonando la ciudad sagrada, mandé a los Genios que construyeran los soberbios palacios de Istakhar y la terraza de los lucernarios, cada uno de los cuales estaba dedicado a una estrella.
Allí, durante cierto tiempo, apuré los goces del trono y el placer; me estaban sometidos no sólo los hombres sino también los Genios. Empezaba a creer, como los desgraciados Monarcas que me rodean, que la venganza celestial había quedado sin vigencia, cuando el rayo derruyó mis edificaciones y me precipitó a este lugar. Con todo, no estoy, como todos los que lo pueblan, desprovisto por entero de esperanza. Un ángel de luz me ha hecho saber que en consideración a la piedad de mis años jóvenes, mi tormento tendrá fin cuando cese de manar esa catarata, cuyas gotas cuento una por una. Pero, ¡ay! ¿Cuándo llegará momento tan deseado? Sufro, sufro, y un fuego despiadado devora mi corazón.
Al decir estas palabras, Suleïman alzó al cielo ambas manos en ademán de súplica, y el Califa vio que su pecho era de transparente cristal, bajo el que se veía su corazón en llamas. Ante la terrible imagen Nouronihar cayó como petrificada en brazos de Vathek: ¡Oh, Giaour!, exclamó el desgraciado príncipe, ¿a qué lugar nos has traído? Déjanos salir, te devuelvo todas tus promesas. ¡Oh, Mahoma! ¿No hay misericordia para nosotros? —No, ya no la hay, contestó el malvado Divo; sabe que éste es el ámbito de la desesperación y la venganza; tu corazón arderá como el de todos los adoradores de Eblis; pocos días te quedan hasta el fatal momento. Empléalos como quieras, duerme sobre montones de oro, da órdenes a las potencias infernales, recorre a tu antojo todo este inmenso subterráneo, no encontrarás cerrada ninguna puerta; en cuanto a mí, he cumplido mi misión, y te abandono a ti mismo. Con estas palabras desapareció.
El Califa y Nouronihar quedaron en mortal abatimiento; no podían llorar y apenas sostenerse; finalmente se tomaron tristemente de la mano y salieron tambaleándose de aquella funesta sala, sin saber a dónde iban. Todas las puertas se abrían a su paso, los Divos se prosternaban ante ellos, montones de tesoros se ofrecían a sus ojos; pero ya no les quedaba curiosidad, ni orgullo, ni avaricia. Oían a los coros de Ginns con la misma indiferencia con que contemplaban los soberbios manjares dispuestos por doquiera. Erraban de estancia en estancia, de sala en sala, lugares todos sin fondo y sin fin, iluminados todos por sombrío resplandor, ornados todos con la misma y triste magnificencia, recorridos todos por seres que buscaban reposo y alivio, pero que lo buscaban en vano, porque a todas partes iban con el corazón torturado por las llamas. Evitados por todos aquellos desgraciados, que con la mirada parecían decirse los unos a los otros: Tú eres quien me ha seducido, tú quien me ha corrompido; se hacían a un lado y esperaban con angustia mortal el momento en que habían de volverse semejantes a aquellos motivos de terror.
¿Habrá de llegar el momento, decía Nouronihar, en que retire mi mano de la tuya? —¡Ah!, decía Vathek, ¿dejarán acaso mis ojos de beber con fruición la voluptuosidad de los tuyos? Los dulces momentos que hemos pasado juntos, ¿habré de aborrecerlos? No, no has sido tú quien me ha traído a este detestable lugar, han sido las impías enseñanzas con que Carathis ha pervertido mi juventud lo que ha causado mi condenación y la tuya; ¡que por lo menos sufra con nosotros! Diciendo estas dolientes palabras, llamó a un Afrita que estaba atizando un brasero y le mandó raptar a la princesa Carathis del palacio de Samarah y llevarla hasta él.
Tras haber dado aquella orden, el Califa y Nouronihar siguieron caminando entre la muchedumbre silenciosa hasta que oyeron hablar al fondo de una galería. Imaginando que eran infelices que, como ellos, no habían recibido todavía la sentencia definitiva, fueron guiándose por el sonido de las voces hasta advertir que procedían de una pequeña estancia cuadrada, donde cuatro jóvenes de buena apariencia y una hermosa mujer, sentados en divanes, conversaban tristemente a la luz de una lámpara.
Tenían todos aspecto cansino y abatido, y dos de ellos se abrazaban con mucha ternura. Al ver entrar al Califa y a la hija de Fakreddín, se levantaron cortésmente, les saludaron y les hicieron sitio. Acto seguido, el que parecía más noble de ellos, dirigiéndose al Califa le dijo: Extranjero, que sin duda estáis en la misma y horrible espera que nosotros, puesto que no lleváis todavía la mano derecha sobre el corazón; si venís a pasar con nosotros los horrorosos momentos que han de transcurrir hasta que se cumpla nuestro común castigo, dignaos contarnos las aventuras que os han traído a este lugar de perdición, y nosotros os relataremos las nuestras, que merecen sobradamente ser contadas. Pasar revista a los propios crímenes, aunque no sea ya tiempo de arrepentimientos, es la única distracción adecuada a desgraciados como nosotros.
El Califa y Nouronihar asintieron, y Vathek, tomando la palabra, les hizo, no sin gemidos, una sincera relación de todo lo que le había sucedido. Cuando hubo dado fin a la penosa narración, el joven que le había dirigido la palabra comenzó la suya en los siguientes términos.
Historia de los dos Príncipes amigos, Alasi y Firoux, encerrados en el palacio subterráneo.
Historia del príncipe Borkiarokh, encerrado en el palacio subterráneo.
Historia del príncipe Kalilah y de la princesa Zulkaïs, encerrados en el palacio subterráneo.
El tercer príncipe iba por la mitad de su narración cuando fue interrumpido por un ruido que hizo temblar y resquebrajarse a la bóveda. Pronto, una humareda, al disiparse paulatinamente, descubrió a Carathis a espaldas del Afrita, que se lamentaba espantosamente de su carga. Saltó al suelo y aproximándose a su hijo, le dijo: ¿Qué haces en este cuartillo? Al ver que te obedecían los Divos creí que te habías sentado en el trono de los reyes preadamitas.
—¡Odiosa mujer, respondió el Califa, maldito sea el día en que me trajiste al mundo! ¡Sigue a ese Afrita y que te lleve a la sala del profeta Suleïmán; allí te enterarás de cuál es la finalidad de este palacio, que tan deseable te pareció, y cuánto debo aborrecer las impías enseñanzas que me has dado! —El poder que has conseguido debe haberte sorbido el seso, contestó Carathis. No pido más que presentar mis respetos a Suleïmán el profeta. Es preciso que sepas, sin embargo, que al decirme el Afrita que ni tú ni yo volveríamos nunca a Samarah, le he rogado que me permitiera poner orden en mis asuntos, y que ha tenido la amabilidad de acceder. No he desperdiciado un solo instante; he prendido fuego a nuestra torre y allí he quemado vivos a los mudos, las negras, las tremielgas y las serpientes, que, sin embargo, me habían prestado buenos servicios, y lo mismo habría hecho con el gran visir si no me hubiera abandonado para seguir a Motavekel. En cuanto a Bababalouk, que había cometido la estupidez de volver a Samarah, y buscarle marido a tus mujeres con la mayor buena fe, lo habría torturado de haber tenido tiempo; pero como tenía prisa sólo lo he hecho ahorcar, luego de haberle tendido una trampa para hacerlo venir, lo mismo que a las mujeres; las he hecho enterrar vivas por mis negras, que como ves, han empleado a su gusto sus últimos momentos. En cuanto a Dilara, que siempre me ha agradado, ha demostrado su inteligencia entrando aquí cerca al servicio de un Mago, y supongo que pronto estará entre nosotros. Vathek estaba demasiado abrumado para expresar la indignación que aquel discurso le producía; ordenó al Afrita que se llevara a Carathis de su presencia, y se sumió en sombría meditación, que no osaron interrumpir sus compañeros.
Entretanto, Carathis llegó repentinamente hasta la cúpula de Suleïmán, y sin prestar la más mínima atención a los gemidos del Profeta, levantó audazmente las tapaderas de los vasos y se apoderó de los talismanes. Entonces, con voz tan potente como nunca se había oído en aquellos parajes obligó a los Divos a mostrarle los tesoros más ocultos, los depósitos más profundos, que ni el mismo Afrita había visto nunca. Recorrió pronunciadas pendientes que sólo conocían Eblis y sus más poderosos favoritos, y llegó gracias a sus talismanes a las mismas entrañas de la tierra, donde nace el sanfar, el viento helado de la muerte; nada infundía pavor a su corazón indomable. Sin embargo, encontraba una particularidad desagradable en el hecho de que toda aquella gente llevara la mano derecha sobre el corazón.
Cuando salía de uno de aquellos abismos, Eblis apareció ante su vista. Pero, a pesar de toda su imponente majestad, no perdió el aplomo, y hasta lo saludó con mucha presencia de ánimo.
El magnífico Monarca le respondió: Princesa, cuyos conocimientos y crímenes merecerían un cargo importante en mi imperio, hacéis bien en emplear el tiempo que os queda; ya que las llamas y torturas que van a adueñarse de vuestro corazón os tendrán muy ocupada. Con estas palabras desapareció entre las colgaduras de su tabernáculo.
Carathis quedó algo turbada; pero, resuelta a llegar al fin, y seguir el consejo de Eblis, reunió a todas las cohortes de Ginns y a todos los Divos para que le rindieran acatamiento. Iba así en triunfo, entre una nube de aromas y las aclamaciones de todos los espíritus del mal, la mayoría de los cuales eran conocidos suyos. Incluso pretendía destronar a uno de los Solimanes, para ocupar su sitio, cuando una voz procedente del abismo de la muerte grito: ¡Todo está consumado! Al momento la frente orgullosa de la intrépida princesa se cubrió de las arrugas de la agonía; lanzó un grito lastimero, y su corazón se convirtió en una tea ardiente; se llevó a él la mano para no retirarla nunca más.
En su delirio, olvidando sus ambiciosos proyectos y su avidez de los conocimientos que deben ignorar los mortales, volcó las ofrendas que los Ginns habían colocado a sus pies; y maldiciendo la hora de su nacimiento y el vientre que la había concebido, echó a correr para no detenerse nunca ni tener un sólo instante de calma.
Aproximadamente en el mismo momento, la misma voz había anunciado al Califa, a Nouronihar, a los cuatro príncipes y a la princesa el fallo irrevocable. Sus corazones acababan de inflamarse; y fue entonces cuando perdieron el más preciado don del Cielo, ¡la esperanza! Los desgraciados se habían separado unos de otros lanzándose miradas furibundas. Vathek no veía en las de Nouronihar más que ira y venganza; ella no veía en las suyas más que desprecio y desesperación. Los dos Príncipes amigos, que hasta entonces habían estado abrazados tiernamente, se alejaron el uno del otro estremeciéndose. Kalilah y su hermana se hicieron mutuamente gestos de animadversión. Los otros dos príncipes exteriorizaron, con espantosas contorsiones y gritos ahogados, el horror que sentían de sí mismos. Todos se mezclaron con la muchedumbre maldita para errar con ella en su penar eterno.
Tal fue, y tal debe ser, el castigo de las pasiones desenfrenadas y las atrocidades; tal será el castigo de la curiosidad ciega que quiere ir más allá de los límites que ha puesto el Creador al conocimiento humano; de la ambición, que deseando poseer saberes reservados a inteligencias más puras, no adquiere más que un insensato orgullo, y no comprende que la naturaleza humana consiste en humildad e ignorancia.
Así fue como el Califa Vathek, que para alcanzar vanas pompas y un poder prohibido se había manchado de mil crímenes, se vio presa de remordimientos y sufrimiento sin fin y sin límites; y el humilde, el despreciado Gulchenrouz, pasó siglos en la dulce calma y felicidad de la infancia.