Han pasado dos años. La gente ha dejado de murmurar, de reír, de maravillarse al ver a Elías Portolu, el expastor, vestido de seminarista. Por otra parte, no parece en absoluto un joven de veintiséis años, y mucho menos un expastor. La clausura le ha vuelto blancas las manos, y su cara, su rostro sin barba, de una palidez de perla, parece la de un adolescente.
En las grandes funciones religiosas, cuando llevaba el roquete con encajes anudado con una larga cinta azul, parecía un ángel melancólico, con una arruga de suprema, pero dulce tristeza en su boca de rosa pálido. Muchas chicas campesinas, y también alguna señorita, le miraban atrevidamente con mucho interés. Pero él no lo advertía; sus ojos verdosos se perdían en lejanas visiones. ¿Qué veía entonces, cuando el órgano gemía sonoro y los cantos litúrgicos se elevaban con un lamento nostálgico de bienes perdidos y con la invocación afligida de bienes ignotos? ¿Veía el pasado, la tanca, la soledad? ¿Recordaba su pasión? Sí, lo veía y recordaba todo, y se afligía por no poderse separar del pasado, como había creído y esperado, y lo que le ataba todavía al dolor y a la alegría de las pasiones humanas era la visión continua de aquella mujer joven arrodillada al fondo de la iglesia, entre el púrpura avasallador de la multitud campesina.
Era Maddalena, hermosa y espléndida en su traje de novia. En sus brazos llevaba al niño cubierto con una mantilla de color escarlata orlada de seda azul, y el niño, cuando la madre hacía bailar delante de su carita los amuletos de plata y de coral colgados de su cuello, levantaba sus manitas de rosa y sonreía entornando sus ojos verdosos y luminosos.
Elías veía continuamente a su criatura sonriente, y la amaba con ternura afligida, y amando al niño amaba a la madre, y sufría en su vana lucha contra sus amores terrenos.
Su inteligencia natural, mientras tanto, se iba educando. Dos años de estudio infatigable, de lecturas continuas, de buena voluntad, le habían colocado al nivel de los clérigos que estudiaban desde hacía muchos más años que él.
Poco a poco se había acostumbrado a la vida de clausura, a la obediencia ciega, a la disciplina, cosas que al principio le habían ahogado. El pasado le parecía un sueño, pero un sueño al que estaba tenazmente atado.
Se sentía triste, sobre todo los días en que iba a su casa, donde tía Annedda le acogía con tierno afecto. Rehuía cuidadosamente los ojos de Maddalena, y tenía miedo de tocar al niño, o, si le obligaban a acariciarle, lo hacía tímidamente. Pero se sobresaltaba al verle, y el deseo de cogerle en brazos, de besarle, de hacerle sonreír, de mirar sus primeros dientecillos, de estrecharle ambas manos, ambos pies, dentro de sus manos, le consumía.
«No, no —se repetía—, es preciso vencer».
También la presencia de Maddalena, aunque ella no le había hecho nunca ningún reproche, pero que solía mirarle con ternura dolorosa, le alteraba la sangre. Maddalena estaba más hermosa que nunca, toda atenta a su hijo, de cuya vida solamente parecía vivir. Y Elías no podía separar su imagen de la del niño.
Sentía que, si se hubiese quedado libre —puesto que ya se sentía atado a Dios, aunque no hubiese recibido todavía las primeras órdenes—, hubiera vuelto a caer sin duda. Ahora conseguía vencer incluso el pensamiento, pero la lucha solía ser desgarradora y le dejaba medio muerto de angustia. En aquellos días se sentía, pues, bastante triste, y desesperaba de la vida y de sí mismo. Sin embargo, nunca tenía un momento de rebeldía o de arrepentimiento por la decisión tomada.
A veces le faltaban las fuerzas. Sueños consumidores, mientras dormía y mientras velaba, le asaltaban, peores que cualquier tentación. Casi cada noche soñaba con su pasado, con la tanca, con la majada, con la casuca, con Maddalena, y con frecuencia incluso con el niño, y siempre le parecía ser todavía pastor y libre; pero una opresión sombría y un recuerdo que no conseguía aferrar, pero bastante doloroso, hacían aquellos sueños parecidos a una pesadilla. Y, sin embargo, no era por estos sueños por lo que se angustiaba, sino por los sueños soñados con los ojos abiertos, por las visiones dulces y funestas que le encerraban en círculos insidiosos.
—¡No!, ¡no!, ¡no! —repetía siempre, y arrojaba de sí los deseos vanos, las imágenes fatales, y se ponía a rezar y a estudiar. Pero casi siempre, aunque rechazara cien veces los tristes sueños, cien veces volvían.
Una noche estudiaba la Epístola de san Pablo a los romanos. Era una noche de abril, límpida, lunar. Por la ventana abierta entraba el aire lleno de dulzura, y se veía una vivísima estrella titilar en el cielo de cristal. Elías se sentía más triste que de costumbre. La vida le tentaba, le hablaba y le asaltaba con el soplo puro de aquella noche de abril. Volvían a su pensamiento recuerdos inefables, y en su sangre, con el renacer de la primavera, parecía que germinara algo nuevo e inquietante.
«No, no, no… —repetía para sí, moviendo la cabeza como para arrojar de ella a los molestos pensamientos—. Es preciso olvidarse de todo: estudiar, ir adelante, Elías Portolu». Se apretó la cabeza entre las manos y se sumergió en la lectura. A su alrededor había un profundo silencio, y sólo en la lejanía, pero muy lejano, como si viniera del campo remoto, ondulaba un melancólico canto popular. Elías leía, releía, meditaba, repetía de memoria los versículos:
«… Que la caridad sea sin disimulo; aborreced el mal y ateneos firmemente al bien».
«… No seáis perezosos en el estudio; sed fervientes en el espíritu, siervos del Señor».
«… Alegres en la esperanza, pacientes en la aflicción, perseverantes en la oración».
«… Bendecid a los que os persiguen; bendecidlos y no los maldigáis».
«… No devolváis a nadie mal por mal; procurad cosas honestas en relación con todos los hombres».
«… Para Mí la venganza. Yo daré la retribución, dice el Señor».
«… No seas vencido por el mal; al contrario, vence el mal por el bien».
¡Qué valiente y dulce era la voz del apóstol! Era como el retumbar del trueno y como la voz pura de una fuente borbollante en la quietud nocturna, pero llegaba de demasiado lejos, de demasiado arriba, como el retumbar del trueno, como el murmullo de una fuente escuchados en sueños. Elías la escuchaba, y se sentía todo envuelto y refrescado por ella, como un oloroso sudario, pero ¡ay!, era un sudario de velo vaporoso que el soplo de aquella blanda noche de abril bastaba para desgarrar.
El lejano canto sardo se hizo un poco menos lejano. Entre el coro melancólico se destacaba una voz armoniosa de tenor, en la que temblaba toda la voluptuosidad y la dulzura de aquella noche lunar. Elías levantó la cabeza, presa de un encanto inesperado. ¿Dónde había oído aquella voz? Un recuerdo casi físico le hizo estremecerse. Recordaba haber vivido otra noche como aquélla, haber escuchado aquel canto, haber estado triste, como ahora estaba. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Se levantó, se apoyó en la ventana, bajo el purísimo rayo de la luna en el cenit. La brisa traía lejanas fragancias: se estremeció, y recordó la noche en que había llorado de pasión a los pies de san Francisco.
La voz del apóstol había callado; el velo había caído. ¿Qué era la eternidad, la muerte, la vanidad de las pasiones humanas, el bien, el mal, la perfección, la vida eterna, delante de la alegría huidiza de aquella noche de abril, de aquel soplo de brisa, de aquel canto de amor? Y Elías fue derrotado. La vida volvió a aferrarlo todo entero, y cayó arrodillado delante de la ventana, bajo la luna, y lloró como un niño atacado por un supremo delirio de desesperación.
Una insensata plegaria subía con su llanto.
—Señor, tú lo ves, yo soy débil y vil. Ten piedad de mí, Dios mío, perdóname, dame paz, arráncame el corazón del pecho. Yo soy un hombre, no me puedo vencer. ¿Por qué me has hecho tan débil, Señor? Siempre he sufrido en mi vida, y cuando, derrotado por mi débil naturaleza, he querido buscar la felicidad, he pecado, he pisoteado tus preceptos, he sido más pagano y malvado que los gentiles. Pero ¡he sufrido tanto, Dios mío, y sufro todavía tanto, que la medida está colmada! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío —proseguía sollozando, con la cara descompuesta, inundada de lágrimas—, ten misericordia de mí, perdóname, ayúdame, da paz a mi corazón…, dame un poco de bien…, un poco de dulzura! ¿No tengo derecho a ello, Dios mío? ¿No soy una criatura humana? Si he pecado, perdóname. Tú eres misericordioso. Sí. Tú eres grande, Señor, perdóname, y dame un poco de bien, un poco de alegría…
Poco a poco, las lágrimas dejaron de correr, y aquel desahogo le hizo bien, le calmó. Pasado el exceso de la desesperación, se avergonzó de haber llorado, pero pensó: «Mi padre dice que son los cobardes los que lloran, y que un sardo no debe llorar, pero ¡hace tanto tiempo! ¡Si no, nos aplastamos, en ciertos momentos!».
Sintió también miedo y vergüenza de su plegaria, que era casi un desafío a Dios, y pidió perdón y se resignó. Pero a la mañana siguiente tuvo una impresión fortísima, de susto, de sorpresa, de dolor, y también de alegría, cuando fueron a decirle que Pietro, su hermano, había vuelto del campo con una fuerte inflamación en los riñones y que su estado era más bien grave.
«Se morirá y podré casarme con Maddalena», pensó en seguida.
¿Había Dios escuchado su plegaria? ¡Ah, no! Retrocedió espantado por aquella blasfemia, ante la imagen de un Dios tan monstruoso como en aquel momento lo creaba su fantasía. No era posible.
«¡Qué vil soy! —pensaba, marchando apresurado hacia su casa—. No; no me salvaré nunca más: yo estoy hecho de mal».
Y se angustiaba, más por sus malos pensamientos que por la enfermedad de Pietro. Y se arrepentía y se insultaba, y, sin embargo, al llegar a su casa y saber que su hermano había vuelto enfermo el día anterior, experimentó una especie de desilusión; tanto le halagaba, en el fondo, la extraña idea de que Dios hubiese escuchado su plegaria.
El estado de Pietro era verdaderamente grave. Gemía continuamente, con el rostro lívido y las facciones descompuestas por un intenso sufrimiento. Tres días antes había tenido que recorrer grandes distancias a pie para encontrar a un buey que se le había perdido. El ansia, la fatiga, el calor, una predisposición al mal, le habían demolido. Tenía los pies hinchados y ensangrentados, las manos arañadas por las zarzas y las piedras.
Una grave consternación reinaba en casa de los Portolu: Maddalena lloraba sinceramente; tía Annedda había encendido las dos lamparillas y dicho las «palabras verdes», y las «palabras verdes» habían respondido que Pietro tenía que morir.
Siguieron días terribles para Elías. Iba a ver a su hermano, le miraba, recorría la habitación retorciéndose silenciosamente las manos, consternado por no poder hacer nada por la salvación de Pietro; nunca dirigía la mirada hacia Maddalena o el niño, y se marchaba desesperado. Y rezaba horas y horas fervorosamente para que el enfermo sanara. Pero, con frecuencia, aún en el fervor de sus plegarias, se sobresaltaba y un hielo mortal le paralizaba la sangre. ¿Qué monstruo le atacaba? ¿Por qué, apenas se abandonaba un instante, aquel monstruo le susurraba palabras de alegría, le infundía deseos culpables, mostrándole continuamente la imagen del hermano muerto, sepultado?
«Es el Demonio —pensó una tarde—, pero no vencerá, ¡no, no vencerá nunca más! Pues bien: que Pietro se muera, si tiene que morir. Sí, aunque esto sea horrible, Satanás, yo ahora deseo la muerte de mi hermano para demostrarte que no me vencerás. ¡Nunca más! ¡Nunca más! Soy más fuerte que tú, Satanás. Mi cuerpo es débil y tú puedes despedazarlo, pero mi alma no volverás a derrotarla».
Aquella noche, Pietro murió. Elías le cerró los ojos, le hizo la señal de la cruz sobre la cara y ayudó a tía Annedda a lavar y a vestir el cadáver.
Luego, veló toda la noche cerca de su hermano muerto. De cuando en cuando se levantaba, se inclinaba sobre su cara y lo miraba durante largo rato, con la loca esperanza de que no estuviera muerto o que tuviera que moverse y resucitar de un momento a otro.
Pero el rostro barbudo y lívido, con los párpados cerrados, permanecía inmóvil, como una pavorosa máscara de bronce. Elías sentía, acaso por primera vez en su vida —ya que nunca había visto tan de cerca y durante tanto rato un cadáver—, toda la inexorable grandeza de la muerte. Recordaba a Pietro vivo, riente. ¡Ah, había bastado un soplo para arrojarlo de allí, inmóvil, mudo para siempre! ¡Para siempre! «¡Mañana, a estas horas hasta ese despojo habrá desaparecido del mundo!», pensaba, y no sabía convencerse de que todo terminase así, de que también él, sus padres y su hermano y Maddalena y el niño desaparecerían un día. Luego caía de rodillas a los pies de la cama, y su dolor se convertía en consuelo.
«Sí, todo termina —pensaba—. Y no sufriremos más. ¿Por qué afanarse tanto? Todo termina: sólo el alma queda; salvémosla».
Y se sentía más fuerte que nunca contra la tentación y el mal. Luego volvía a recordar a su hermano vivo, su infancia, su juventud, la ofensa mortal que le había hecho, y se afligía, y los sollozos le oprimían la garganta.
«Ahora que está muerto —se preguntaba—, ¿sabrá cómo le he ofendido? ¿Me perdonará?».
Pero estas preguntas le conducían de nuevo a los recuerdos. Volvía a ver a Maddalena en aquella misma habitación donde ahora descansaba el muerto, e insidiosamente le vencía una inesperada dulzura al pensar que ahora podía amarla sin pecado, pero en seguida arrojaba de sí esta tentación, e inclinándose de nuevo sobre la cara del cadáver, volvía a sumergirse en la visión de la muerte. Así pasó la noche.
Al amanecer se durmió un poco. Y soñó que Pietro, vivo, iba a la tanca (como siempre, le parecía que todavía era pastor). Pietro iba a caballo, y tenía el rostro lívido y los ojos cerrados igual que el cadáver.
—¿Qué tienes? —le preguntó Elías con terror.
—El niño se ha muerto, vengo a decírtelo —contestó Pietro—. Vuelve al pueblo, porque eres tú quien debe enterrarlo.
Elías experimentó tanto temor y tanta angustia, que hizo un esfuerzo por despertarse, pero al despertarse se sintió todavía angustiado como en el sueño. Era ya de día. Oyó llorar al niño y pronto pensó con dolor:
«¿Se morirá también él? ¿Habrá sido el sueño un aviso? Las desgracias nunca vienen solas, y yo creo en los sueños».
Ahora ya le parecía que todas las desgracias eran posibles, inevitables, próximas, y, vencido por una gran tristeza, fue a ver al niño.
El niño lloraba, Maddalena, ya vestida de viuda (y el traje negro la hacía más graciosa, tan joven y fresca como era), procuraba calmarlo hablándole en voz baja. Muchos parientes habían ya venido; la casa estaba toda sumergida en la oscuridad.
Elías se adelantó silenciosamente, casi furtivo, en la penumbra de la habitación.
—¿Qué tienes? —preguntó, inclinándose sobre el niño—. ¿Por qué llora? —preguntó luego a Maddalena.
El niño le miró con sus grandes ojos lacrimosos y se quedó un momento callado, con su boquita abierta y temblorosa. Luego volvió a llorar. También Maddalena elevó sus ojos hacia los ojos de Elías, y también su boca se estremeció.
—Calla, calla, hermoso mío —dijo con voz temblorosa, meciendo al niño en sus brazos—, sé bueno; aquí está tío Elías que no quiere que llores…
Pero, de repente, también ella se inclinó la cara contra la espalda del niño y se puso a llorar desconsoladamente.
—Y bien, Maddalena, ¿qué es esto? —dijo Elías fuera de sí.
Luego se alejó, como empujado por una mano invisible. Aquella escena le alteraba la sangre, notaba que el llanto de Maddalena no sólo era por la muerte del marido, y su mirada, siempre tierna y ardiente, le traspasaba el corazón.
«¡Ah! —pensaba sentado en un rincón, en el círculo de los parientes—, el padre Porcheddu tiene razón: el niño nos atará siempre, siempre. Es preciso que yo no lo vea, que no me acerque a él; si no, me pierdo otra vez, y esta vez más que nunca».
Y toda aquella gente, que entraba y salía diciendo cosas triviales, le aburría mortalmente. Deseaba ardientemente que todo estuviera terminado, hechos los funerales, pasados los tres días de pésame, para encontrarse solo con su dolor y sus tentaciones.
«¡Ay de mí! —pensaba—. Si la tentación es ya tan fuerte mientras el cadáver de mi hermano está todavía ahí, casi caliente aún, ¿qué será después? ¡No, no, no! —se proponía con rabia—. Venceré yo. Debo vencer, y venceré».
Pero la lucha había empezado, y muy terrible. El primero, el segundo y el tercer día, con los funerales, los pésames, las ceremonias del luto sardo, pasaron como un mal sueño. Elías se encontró por fin en su celda. Sobre su camastro, cansado, abatido, solo. Recordaba la noche en que leía la Epístola de san Pablo y el recuerdo de su desesperada plegaria le atormentaba como un remordimiento.
«¡Me han castigado bien duramente! —pensaba—. Sin embargo, ¿quién conoce los caminos del Señor? ¿Y si hubiese querido oírme? ¿Y si fuese esta mi vida? ¿Por qué no puedo tener también derecho a la felicidad terrestre? ¿No soy yo un hombre como los demás?».
Y el sueño insidioso le derrotaba. El aire primaveral, puro y fragante, penetraba en su celda, y desde la ventana se veía un cielo profundo, azul. ¿No era él un hombre como los demás? ¡Había pecado! Y bien, ¿qué hombre no peca? Y ¿quién por eso se condena a un castigo eterno?
«Eso, eso, yo dejo el seminario. Hay la excusa de que mi hermano ha muerto, de que en casa ahora tienen necesidad de mí. La gente murmurará un poco, pero ¿de qué no murmura la gente? Dentro de un año nadie dirá ya nada, y entonces…».
¡Ah, qué dulzura! ¿Era posible tanta dulzura? Pero, sí, finalmente era posible.
«¿Por qué soy tan estúpido en dudar ni un solo instante?», se preguntaba, asombrado de sí mismo y de los vanos tormentos que se infligía. Y sentía el corazón lleno de alegría; pero, de repente, el corazón se le vaciaba, y Elías se precipitaba de nuevo en la desesperación.
«¡No!, ¡no!, ¡no! ¿Por qué deliro de ese modo? ¿Es así como vences la tentación, Elías Portolu? ¿Son éstas tus promesas? No, no, no. Ganaré yo. Retrocede, Satanás; ¡te derrotaré, te derroto!».
Y apretaba los puños como para una pelea verdadera. Y así pasaban las horas, los días, las noches y los meses.
Un día le anunciaron que dentro de poco le concederían las primeras órdenes.
Elías no se alegró de ello ni se entristeció. Ahora ya le parecía haber adquirido experiencia y que no se engañaría más. Recordaba los primeros tiempos de su amor, cuando esperaba que el matrimonio de Pietro con Maddalena bastaría para curarle de su pasión. ¡Y en cambio…!
«No, no quiero engañarme —pensaba—. Seguiré siendo hombre y seguiré sujeto a las pasiones. No; la salvación no está en los obstáculos entre nosotros y el pecado, sino en nosotros y en nuestra voluntad».
Cuando fue a su casa para participar la noticia, encontró afortunadamente a toda la familia reunida. Estaba también Maddalena (ahora los Portolu tenían un criado, ya que tío Berte y su hijo no podían hacer solos todos los trabajos de la majada y del campo) y el pariente Jacu Farre, que, después de la muerte de Pietro, frecuentaba mucho la casa.
Jacu Farre era un «principal», poseía rebaños, tierras, caballos y colmenas, y era solterón. Había puesto un gran afecto en el huérfano de Pietro, y los Portolu lo trataban con zalamería con la esperanza de que dejara todos sus bienes al niño. Elías lo encontró, pues, entre los suyos. Tenía al niño sentado en una rodilla y le decía:
—Ahora vamos a caballo, vamos a la fiesta, ¿eh, Berteddu?
El niño se reía. Elías se sintió muy contrariado. Miró a Farre, que, a pesar de sus grasas, era un hombre guapo; miró al niño, miró a Maddalena y sintió celos, pero pronto se dominó y dio la noticia. Para los Portolu, y especialmente para tía Annedda, a la que el dolor sufrido por la muerte de Pietro había envejecido diez años, volviéndola sorda del todo, la buena noticia traída por Elías fue como un rayo de sol.
—¡San Francisco sea alabado! —dijo tío Portolu—. Yo esperaba este día; si no hubiera tenido esta esperanza me habría matado. ¡Ah!, sonríes. ¡Te sonríes, Jacu Farre! ¡Ah, tú no sabes cómo es el corazón de tío Portolu! —y suspiró varias veces.
Elías se ensombreció y pensó:
«Mi padre habla en serio. Si yo me retirara, no sobreviviría al dolor».
Sólo Maddalena no pareció alegrarse por la noticia. Con sus grandes párpados caídos con mayor expresión de resignado dolor, no miró ni una sola vez a Elías; pero él no se engañó ni un momento sobre los sentimientos de Maddalena.
«Me sigue queriendo —pensaba al marcharse—. Jacu Farre le hace la corte inútilmente. Ella es mía, solamente mía. Querrá buscarme, lo hará todo por hablarme, para disuadirme, estoy seguro. ¿Qué haré yo?».
No lo sabía, como tampoco sabía cómo y cuándo Maddalena podría hablar con él; pero, mientras tanto, esperaba, y esta espera le preparaba para la lucha, o, al menos, le prevenía contra la debilidad de una sorpresa. Si le decían que alguien le buscaba, sentía que el corazón le latía y pensaba: «¡Es ella!», y luego, al ver que no era ella, respiraba y se entristecía al mismo tiempo. Se iba a su casa, temía encontrar a Maddalena sola, entraba receloso y luego se sentía contrariado al ver que Maddalena no estaba sola.
«¡Hay que terminar con esto! —se decía a sí mismo para excusarse—. Es preciso hablar y terminar de una vez».
Pero pasó bastante tiempo y Maddalena no lo molestó.
«Se ha resignado, ¡tanto mejor! ¿Quién sabe?, tal vez me ha engañado, tal vez ella piensa más en Jacu Farre que en mí», se decía, y le parecía que se alegraba de ello; pero, en el fondo experimentaba un dolor extraño e infundado.
Una tarde de octubre, sin embargo, dos o tres días antes del fijado para la ceremonia de las órdenes, mientras estaba estudiando en su celda, fueron a decirle que le buscaban.
«¡Es ella!», pensó turbado.
No era ella, sino un muchacho de la vecindad enviado por ella. «Que padre Elías —le llamaban ya así—, fuera en seguida a su casa porque tenían necesidad de él».
—¿Está madre? —preguntó Elías.
—No lo sé.
—¿Está tal vez enfermo el niño?
—No lo sé.
—Bueno, voy en seguida.
Y fue, con el corazón oprimido por un presentimiento. Maddalena, en efecto, estaba sola en casa, tía Annedda se había ido al campo y el niño dormía. La calleja estaba desierta y alrededor de la casuca reinaba la dulzura, la paz infinita de la velada tarde otoñal.
Apenas Maddalena vio a Elías, se turbó vivamente, y sintió que había preparado en vano un largo discurso, lleno de lógica persuasiva. Estaba ya muy lejos el tiempo en que había ido a la tanca y vencido a Elías con un beso. Ahora tenía respeto y tal vez también miedo de los hábitos de su antiguo amante, y tal vez ahora en ella hablaba con más fuerza el cálculo que la pasión. De todas maneras se turbó y se confundió. Hizo sentar a Elías, le sirvió, como siempre, el café, ya preparado para él, y luego le preguntó sin mirarle:
—Así pues, ¿el domingo es la ceremonia?
—¿Y no lo sabías?
—Sí, lo sabía.
Silencio.
—¿Por qué me has hecho venir? —le preguntó él, finalmente.
—¿Por qué? —dijo ella como interrogándose a sí misma—. ¡Ah!, espera, el niño se despierta. Berteddu mío, estáte quieto. Voy, voy. Mira, ha venido tío Elías.
Se levantó, fue, cogió al niño y lo trajo consigo. Elías tuvo miedo.
—Elías —comenzó ella—, tal vez te imaginas lo que quiero decirte. —Él movió la cabeza—. ¿No te dice nada esta criatura inocente? Y tu conciencia, ¿no te dice nada? Interrógala, todavía estás a tiempo. Dios que lo ve todo, ¿no estará más contento de que tú, en lugar de hacer lo que estás a punto de hacer, seas un padre para este niño inocente?
Calló, mirándolo y esperando su respuesta. Elías colocó su mano, que temblaba, sobre la cabecita del niño, y le acarició inconscientemente.
—¿Qué quieres que te diga? Ahora ya es demasiado tarde, Maddalena —murmuró.
—No, no es tarde, no es tarde.
—Es tarde, te digo. El escándalo sería enorme, me llamarían loco.
—¡Ah! —dijo ella con amargura—, y por las habladurías del mundo, ¿tú no escuchas a tu conciencia?
—Mi conciencia me dice que siga el camino que estoy a punto de emprender, Maddalena —dijo él, seriamente, sin levantar los ojos y acariciando al pequeño Berte—. Dime: aún admitiendo que yo me despoje de este hábito y me case contigo, ¿podremos nunca decir que este niño es hijo mío?
—¡Delante del mundo, Elías! ¡Delante del mundo, él no será nunca tu hijo; pero tú podrás portarte con él como si fuera hijo tuyo!
—Le querré igual, me preocuparé de él igual. En mi nuevo estado nadie me impedirá cumplir con mi deber con respecto a él.
—No, no —dijo ella empezando a desesperarse e inclinando y moviendo la cabeza—, no, no, no es lo mismo; compréndelo, no es lo mismo.
—Es lo mismo, te lo digo yo, Maddalena…
—Lo dices tú, pero no es lo mismo. ¡Y, además —prorrumpió ella levantando con fiereza la cabeza—, es por mí, Elías! ¡Por mí! ¿No piensas en mí?
—No puedo —murmuró él.
—¿No puedes? Y ¿por qué no puedes, Elías? ¡Todavía estás a tiempo! ¿Es posible que no recuerdes nada?
—No puedo recordar. Y, además, te lo repito, es demasiado tarde.
—No es tarde, no es tarde… —repetía ella, retorciéndose las manos, desesperada por no saber decir las palabras que había preparado.
Y estaba lo suficientemente afligida para no darse cuenta de que Elías estaba turbado, de que había cambiado de color, de que su mano temblaba sobre la cabeza del niño, de que bastaba un poco de audacia para derrotarlo. Y sentía deseos de levantarse, de rodearle el cuello con sus brazos y de hablarle como le había hablado en la tanca; pero una fuerza superior la mantenía quieta y casi le impedía mirarle. Se sentía tímida y azorada, como una niña en su primer coloquio de amor. Y el diálogo continuó míseramente, y míseramente terminó.
Maddalena repitió de cien maneras las cosas que ya había dicho: recordó a Elías el pasado, le dijo que le seguía queriendo, que viviría y moriría pensando en él; pero ahora ya no tenía el acento hiriente de la pasión, y todas sus palabras y sus razones no valían la mirada con que había derrotado a Elías en la tanca. Y él se dio cuenta de todo ello y pudo ganar.
Se separaron sin ni siquiera haberse rozado la mano; pero, cuando Elías estuvo solo, pensó que su victoria había sido bien fácil y miserable.
«Si me hubiera tentado, tal vez habría vuelto a caer —pensaba—. Porque ella se ha quedado fría, yo también me he quedado frío. Pero tal vez, ahora que ya ha empezado, volverá al asalto, porque me ama, y me tienta no sólo para dar un padre al niño, sino para volver a tener mi amor».
Y se sentía triste, débil; y, sin embargo, no desesperaba de la gracia de Dios, y, con la voluptuosidad amarga con que los fanáticos se golpean el cuerpo, deseaba que Maddalena le persiguiera y tentara, fuertemente, para experimentar y exasperar su fuerza de resistencia.