Había llegado el otoño. El cielo se iba volviendo cada vez más fresco y profundo; el aire, transparente. Las grandes lluvias habían vuelto a la tierra y a la atmósfera purísimas. También a Elías le pareció sumergirse en un lavatorio, también él se volvió de nuevo puro, los pensamientos se le aclararon y durante bastante tiempo pasó días felices.
Durante aquellos días serenos permanecía largas horas bajo un árbol, tumbado boca arriba, mirando el cielo azul a través de las ramas, escuchando la voz lejana del bosque, el rodar del torrente, las llamadas de los pájaros.
Y pensaba siempre en Maddalena, pero de manera distinta de como había pensado antes. Ahora la amaba castamente, como en los primeros días en que la había conocido, o mejor, como un esposo que piensa en su esposa, madre de su hijo. Y pensaba también en ese hijo.
«Será varón —decía para sí—. En cuanto sea grande vendrá aquí, con nosotros, conmigo. Le tendré siempre conmigo y haré que me quiera mucho, mucho».
Y se sentía feliz, pero una sombra solía turbarle:
«¿Y si Pietro quiere tenerlo con él? Creerá que es su hijo, se lo llevará, le convertirá en un campesino, hará que le quiera como un padre».
«¡No, no! —pensaba luego—. Yo le diré: “Déjame el niño, yo no me casaré nunca y le dejaré todo lo que tenga, le haré estudiar, le haré mío”. Pietro cederá y mi hijo me querrá».
Poco a poco, la idea de este niño le invadió totalmente. Elaboraba ya locos proyectos y empezó a pensar más en él que en Maddalena.
Un día, Mattia llegó a todo correr, trayendo a la majada la alegre noticia.
—¡Padre mío, hermano mío, Maddalena tendrá un hijo! Mi madre ha dicho la plegaria de santa Ana y el niño será varón.
Y sonreía feliz: parecía él el padre. Y tío Portolu por poco llora de alegría y empezó a alabar a san Francisco, a Nuestra Señora de Valverde, a Nuestra Señora de los Remedios y a no sé cuántos santos más.
—¡Ah, la paloma! ¿No lo decía yo que no nos podía hacer la ofensa de quedarse estéril? ¡Ah, el pequeño Portolu, el nuevo palomo! ¿Cuándo le veremos? —decía de cuando en cuando.
—¡Eh! —dijo Mattia riendo—. ¡Usted quisiera que naciera en seguida y que ya estuviera aquí para guiar las ovejas!
Elías sentía que el corazón le palpitaba con fuerza, y pensaba, no sin dolor: «¡Si supieran!», pero en el fondo estaba alegre, y, extraña cosa, casi contento de haber dado aquella felicidad a los suyos. Y, como tío Portolu, no veía la hora de que el niño naciera.
Mientras tanto, los días pasaron, volvieron el frío, la niebla, la nieve. Llegó un invierno durísimo, y Elías, que era bastante friolero, recomenzó a encontrarse mal en la majada. Igual que el año anterior, deseaba la dulzura del hogar, de una vida cerrada y cómoda. «¡Oh, qué dulzura —pensaba—, pasar largas veladas junto al fuego, cerca de Maddalena!». Pero ahora no la soñaba como el año pasado, con pasión vehemente, no; la veía junto a la cuna y oía una nana nostálgica que le recordaba las de su infancia. Así, sin que él supiera decirse por qué, el ritmo de su corazón disminuía de día en día. Una fuerza misteriosa, que ya no era ni remordimiento ni terror, ni asco, ni cansancio, ni miedo, trabajaba lentamente dentro de él. Desde lejos, en los fríos días de la majada, deseaba aún encontrarse junto a Maddalena; pero cuando volvía a verla no experimentaba ya la terrible felicidad del año pasado. Y pensaba:
«Tal vez porque está en este estado; pero, después de nacido el niño, volveré a amarla como antes».
Un día, sin embargo, tía Annedda dijo a Arrita Scada, en presencia de Elías:
—Elías dice que nunca se casará; a Mattia no le quieren porque es simple. Será preciso, pues, que Maddalena nos dé muchos hijos, ¿no es verdad, Arrita Scada? Si no, ¿quién poblará el hogar cuando estemos muertos?
Y Elías experimentó un disgusto intenso, una herida en el corazón, pensando que aquellos hijos podían ser suyos. ¡Oh, no, bastaba uno!
«¡Nunca, nunca!», gritó dentro de sí.
A principios de Cuaresma fue a ver al padre Porcheddu y se confesó. No demostraba ya el arrepentimiento, el dolor y el fervor del año pasado, pero decía que estaba firmemente decidido a no caer más en pecado mortal.
Parecía otro. Padre Porcheddu se dio cuenta de que el incendio de la pasión había disminuido, pero le miró durante largo rato, pensativo, y movió varias veces la cabeza.
—Ahora te parece así —dijo—; pero verás, si no te salvas ahora, te perderás de nuevo. Aprovecha este momento de gracia.
—¿Qué quiere decir, padre Porcheddu?
—¿No te acuerdas de lo que querías hacer el año pasado? Hice las gestiones necesarias y parecía que todo tenía que salir bien…
—¡Ah, ya sé lo que quiere decir! —murmuró Elías, bajando los ojos como un niño—. ¡Pero ahora…!
—¿Y qué con ahora…? ¿Qué quiere decir eso? ¿No has pensado más en ello?
—Sí, he pensado muchas veces; pero creo que ahora es demasiado tarde y que yo ya no soy digno…
—Nunca es tarde para la misericordia de Dios, Elías Portolu. Piénsalo bien si quieres salvarte.
Un recuerdo asaltó a Elías, que estaba pensativo, con la cabeza inclinada. Volvió a verse en la tanca, en un atardecer gris y silencioso, y volvió a ver la rígida figura de tío Martinu y oyó de nuevo sus palabras.
—Padre Porcheddu —dijo—, ¿y si después, cuando yo sea cura, la tentación siguiera atormentándome? ¿No sería peor?
—No, Elías Portolu, ahora ya te conozco. Tú vencerás a la tentación, o, mejor, la tentación no te molestará más. Porque para ti la tentación es esa mujer, y ella, al verte sacerdote, no te tentará más.
—¡Quién sabe! —dijo Elías con tristeza.
—Además, se te podrá mandar a un pueblo lejano, y, si quieres, no volverás a verla nunca más.
—Sí, después; ¡pero mientras tanto…!
—¿Mientras tanto? No temas. Irás al seminario y yo te haré estudiar; sólo podrás ir a tu casa unas horas, de día, y, si quieres no caerás nunca más en la tentación. Decídete, Elías Portolu; no pierdas tiempo. Piensa que hemos de morir, que nuestra vida es muy breve, que tenemos sólo un alma y que debemos salvarla.
Diciendo estas palabras, el padre Porcheddu miraba fijamente a Elías, como si quisiera sugestionarle, y, en efecto, de repente, vio que palidecía y casi se desvanecía; pero pronto Elías levantó la cabeza y los ojos se le encendieron.
—Sea —dijo conmovido—, haga usted lo que le parezca. Me confío a usted, padre Porcheddu. En casa no diré nada hasta que todo esté decidido.
—Muy bien, ve. Te prometo que dentro de ocho días todo estará concluido. Mientras tanto, te aconsejo que frecuentes la iglesia. Ve, hijo mío, y ponte alegre. Verás cómo te parecerá renacer a otra vida.
Elías se fue, pero no pudo estar alegre. Le parecía soñar, ya no sentía la alegría infantil, sin motivo, que había experimentado el año anterior, después de la confesión; por el contrario, ahora se entristecía y lágrimas amargas le ofuscaban los ojos. Sin embargo, estaba firmemente decidido, pero su tristeza provenía de su firme decisión. Ya no era un sueño; ahora era la realidad, y él, en el primer momento de su resolución, no podía separarse del pasado sin sentir que le sangraba el corazón. Era el adiós a todas las cosas que formaban su vida; era, por tanto, su vida misma la que se iba, con sus costumbres, sus alegrías, sus dolores, sus pasiones, sus errores, sus placeres.
Durante varios días vivió en la amargura de este adiós. Especialmente en la tanca, la tristeza le oprimía hasta volverle frío, insensible para cualquier otra cosa que no fuera su adiós a los lugares y a las cosas entre los cuales tanto había amado y sufrido.
«Ya no veré más esto, ya no haré más esto», pensaba, y un nudo le apretaba la garganta. Pero su decisión era firme, y cuanto más pasaban los días, más se acostumbraba a la idea de dejarlo todo y de empezar una nueva vida. Poco a poco, cuando hubo dicho secretamente adiós a las cosas más pequeñas, a cada árbol, a cada piedra, a las bestias y a los hombres, las ideas se le aclararon y empezó a ver en el porvenir.
Al regresar al pueblo se iba a la iglesia y permanecía en ella durante largas horas, y seguía con intensidad las funciones religiosas. El sonido del órgano, el solemne lamento de los cantos litúrgicos, los ropajes de los sacerdotes, todo le encantaba, y pensando que un día también él cantaría aquellas plegarias que le daban una opresión de dulzura, y que llevaría aquellos vestidos luminosos y santos, olvidaba todo el pasado y se sentía feliz. Pero al regresar a su casa volvía a turbarse, especialmente delante de Maddalena.
«¿Qué dirá cuando lo sepa?», pensaba continuamente. Le parecía que ya no la quería, tanto más cuanto que ella se había vuelto casi deforme y tenía la cara hinchada y amarilla. Pero se sentía atado a ella por un nudo indisoluble, y tenía miedo de romper este lazo.
«¿Qué pensará? ¿Qué dirá? ¿Se desesperará? ¡Ah, tal vez le haga daño, tal vez sea mejor esperar!». Y pensaba una vez más, y siempre con ternura, en el niño que tenía que venir, pero por este lado se sentía contento de su decisión. Su nuevo estado no le impediría amar al niño; al contrario, podría tenerlo consigo más que nunca, hacer de él un hombre de provecho y crearle un porvenir. Pero un día habló de ello con el padre Porcheddu y éste movió la cabeza:
—No pienses en eso —le dijo—, porque haces mal. Ante todo, el niño está todavía en la mente del Señor, pero aunque nazca y crezca, tú debes mantenerlo alejado de ti, porque podría ser siempre un lazo peligroso entre tú y «ella». El sacerdote no debe tener ni hijos, ni mujer, ni familia. No debe pensar en las riquezas y en las cosas terrenales. Es el esposo de la Iglesia y sus hijos son la pobreza, el deber y las buenas obras. Piénsalo bien, Elías Portolu. Si te sientes todavía atado a las cosas del mundo, no des el paso que debes dar. Sólo debes pensar en salvar tu alma y en nada más.
—Usted quiere convertirme en un santo —decía Elías, sonriendo.
Pero en el fondo sabía que padre Porcheddu tenía razón y se entristecía por tener que decir adiós a su pobre sueño de paternidad. Pero ni siquiera esto le apartaba ya de la decisión tomada.
Los ocho días pasaron. Las gestiones del padre Porcheddu habían llegado a buen puerto y el señor obispo se interesa mucho por este joven pastor que quería dedicarse a Dios por vocación, y lo admitía en seguida en el seminario a media plaza gratuita. Por consejo del padre Porcheddu, Elías escribió al obispo una amable carta de gracias, y esto acabó de entusiasmar a monseñor.
—Monseñor quiere conocerte, Elías Portolu. Ahora sólo falta dar la noticia a los tuyos.
—¡Ah! —dijo Elías, suspirando—. Tengo miedo…
—¿De qué?
—De que la cosa haga daño a aquella mujer. ¡Si se pudiera esperar!
Padre Porcheddu movió la cabeza.
—¿Quieres esperar? ¿Estás todavía atado a las cosas de este mundo? ¡Ah, ah, esto me desagrada!
—Pues bien —dijo Elías con firmeza—, quiero demostrarle que ya no estoy atado a nada. Hoy mismo doy en casa la noticia.
—¿Está en el pueblo tu padre?
—Sí.
—¿Y tu hermano Pietro?
—También él.
—Bien, diles que se queden en casa después de comer. Yo iré y hablaremos todos juntos.
—¡No sé cómo darle las gracias! —exclamó Elías con reconocimiento—. ¡Sólo Dios puede pagarle!
—Bueno, bueno, de esto hablaremos precisamente con Dios otro día. Ahora, vete en paz.
Elías se fue, pero no pudo regresar a su casa hasta la hora de comer. Se sentía crecer el corazón y estrechársele la garganta. La realidad de su sueño se acercaba, le rodeaba ya, le acuciaba, le separaba violentamente del mundo, de la juventud, del placer, de la familia, de la vida vivida hasta entonces. Y él experimentaba por todo ello un dolor infinito, pero ni siquiera por un instante se le ocurrió retroceder. Regresó, comió distraído, con los ojos siempre dirigidos hacia la puerta, y de cuando en cuando, al oír ruido de pasos en la calleja, se sobresaltaba. Maddalena le observaba y no pudiendo contenerse le preguntó qué tenía y a quién esperaba.
—Una persona. Es más, os ruego a todos que no os marchéis, ya que esta persona tiene que hablar con vosotros —contestó él.
—¿También conmigo? —preguntó Maddalena—. ¿Quién es? ¿Quién es?
—Con todos. Ya veréis quién es.
Le asediaron a preguntas, pero él no contestó y salió al patio. La inquietud se apoderó de Maddalena, que no se preocupó de esconderla ni siquiera delante de Pietro, y empezó también a mirar hacia la puerta escuchando si venía alguien por la calleja.
«¿Quién puede ser esta persona?», decía de cuando en cuando para sí. Desde hacía algún tiempo se había dado perfecta cuenta del cambio de Elías, y el temor de que se hubiese enamorado de otra mujer y pensara en casarse, la llenaba de celos y de sufrimientos.
«Quiere casarse —pensaba aquel día— y la persona que espera debe ser la que viene a pedirnos permiso para pedir la novia. ¡Ah, tenía que llegar este día! Pero ¡tan pronto! Ni siquiera espera a su criatura. ¡Dios, Dios mío, ayudadme, dadme fuerzas, Vos que sois misericordioso! ¡No me hagáis morir, no me castiguéis antes de tiempo!».
Un grave sufrimiento se dibujó en su pálido rostro, y sus párpados, aquellos párpados que se bajaban con resignado dolor, se volvieron de color violeta.
Cuando Elías entró con el padre Porcheddu, le miró y tuvo miedo. También él palideció y sintió un frío de muerte correrle por la sangre.
Pero el padre Porcheddu canturreaba y miraba a todos, saludándolos con chistes y desmañadas reverencias, y quiso quedarse en la cocina, aunque tía Annedda, toda afanosa, insistiera en subir a la habitación de Maddalena.
—¿Cómo andamos, tío Portolu?
—Con dos piernas, como las gallinas, padre Porcheddu mío.
—Y los hijos, y los hijos, ¿son buenos? ¿Siguen siendo palomos?
—¡Ah, sí! —exclamó tío Portolu, abriendo sus ojillos rojos—. Como mis hijos hay pocos, gracias a san Francisco.
Elías se esforzaba por sonreír, pero el padre Porcheddu veía la angustia dibujada en su rostro, y, después de un poco de charla, miró a Maddalena, guiñó un ojo, y dijo:
—Y dentro de poco tendremos otro palomo, ¿no es verdad? Vaya, vaya, san Francisco le quiere, tío Portolu. Todas las gracias de Dios están con usted. Y ahora, escúcheme: ¿qué diría si su hijo Elías se hiciera cura?
Todos se quedaron pasmados, porque si el padre Porcheddu hablaba de esa manera significaba que la cosa estaba ya decidida. ¿Quién podía esperarlo? Maddalena levantó los ojos y un fugaz rubor le aclaró el rostro. Después de cuanto había temido, las palabras del padre Porcheddu le parecían una alegre noticia. Perdía a Elías, pero podía resignarse, porque ninguna otra mujer lo había tenido.
Y Elías se dio cuenta de su alegría. Entonces se calmó y observó la impresión que la pregunta del sacerdote producía en los suyos. Parecía que se trataba de una broma: Pietro sonreía; tía Annedda, sentada cerca del padre Porcheddu, con expresión atenta y los oídos alerta, sonreía; la salvaje cara de tío Portolu sonreía.
Elías se dio cuenta de que lo que había dicho el padre Porcheddu despertaba tanta alegría en su familia, que le parecía un sueño, y de repente, también él sintió un tal ímpetu de alegría, que se echó a reír como un niño.