CAPÍTULO VII

Pietro regresó muy tarde, borracho perdido. Elías le abrió el portal y luego se retiró, pero antes que amaneciera estaba ya de nuevo en el patio, y apenas si alboreaba cuando salió para la majada.

Era una aurora triste, cenicienta, pero no fría. El cielo estaba cubierto por una sola nube, caliginosa, inmóvil, que pesaba como una bóveda de piedra gris sobre los paisajes muertos. Elías iba a caballo solo, perdido en aquel silencio de muerte. No se oía una voz, no se movía una rama. Hasta los riachuelos a lo largo del borde de los senderos, corrían verdes, fríos, silenciosos. Elías tenía en la cara el color de aquel cielo lívido, y los ojos, ojerosos, verdes, fríos y tristes como el agua de los riachuelos.

Le parecía que acababa de despertar de un sueño divino y monstruoso al mismo tiempo, y un monstruo de felicidad y de angustia le hurgaba el corazón. Pero la felicidad, si felicidad podía llamarse, no iba nunca separada de una sensación de angustia, mientras que en los momentos, y eran los más, en que el dolor del delito cometido vencía, nada servía para suavizarlo.

La parte buena y creyente del alma de Elías se despertaba de repente, en aquella aurora cuaresmal, triste y amenazadora, y se acongojaba y aterraba ante la realidad del hecho cumplido.

«No es verdad, ha sido un sueño —pensaba estrechando la brida con los dedos entumecidos por el terror—. Un sueño. ¿Acaso no he soñado a orillas del Isalle y en la tanca muchas veces? ¡Pero no, no, no! ¿Qué estás diciendo, Elías Portolu? Miserable, estás loco; eres el más vil, el más abyecto de los hombres».

Pero mientras así se reprochaba, caía de nuevo en el recuerdo, y todos sus miembros se estremecían de placer y el rostro se le aclaraba. Luego se sentía más inquieto que antes, y una ola de vergüenza y de remordimiento le penetraba por todas las venas, y de nuevo le asaltaba el terror y se apoderaban de él unos locos ímpetus de golpearse, de abofetearse, de morderse los puños como perro rabioso.

Entonces recomenzaban los improperios.

«Eres un vil, un miserable, un loco. Elías Portolu, carne de presidio. —¿Qué podían esperar de ti tu madre, tu padre, tus hermanos?—. Has ensuciado tu casa, has traicionado a tu hermano, a tu madre, a ti mismo. Caín, Judas, vil, pordiosero, inmundicia. ¿Qué harás ahora, qué puedes hacer sino darte un golpe de guadaña?».

Y volvía a caer en el recuerdo, y sentía que ahora ya amaba a Maddalena hasta la muerte y que a la primera ocasión volvería a caer. Y ante este pensamiento, los cabellos se le ponían de punta de terror.

Así hizo el camino. Al pasar el límite de la tanca levantó lentamente los ojos y miró como en sueños el paisaje que se extendía ante él, silencioso y verde, de un triste verde invernal: las rocas, la linde del bosque, grave e inmóvil sobre el cielo gris, todo le pareció cambiado, todo airado contra él.

«¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? ¿Cómo podré resistir la mirada de mi padre?».

Y, sin embargo, no sólo la resistió, sino que tuvo que escuchar las palabras de tío Portolu, que le herían cruelmente.

—¿Te has divertido, cordero? Se te ve en la cara. Tienes la cara del color de la levadura. Debes de haberte disfrazado, y has bailado, y no has dormido y te has divertido. Te lo veo en los ojos, hijito mío. Y tu padre estaba aquí, trabajando, aguzando el oído contra los malhechores, mientras tú te divertías. Pero ¡no vayas a creer que te tenga envidia! Es tu hora; la mía ya ha pasado y ahora estoy en cuaresma. Y tía Annedda, ¿qué hace? ¡Ah, me ha mandado tortas y buñuelos! ¡No se olvida de su viejo pastor! Y Maddalena, ¿qué hace? ¿Se divierte? Sí, dejémosla divertir, la pequeña paloma. Es una santa, como tía Annedda. ¡Se parece a ella más que sus hijos!

«¡Si él supiera!», pensaba Elías, temblando.

Cada palabra de su padre iba directa a su corazón. Mientras tanto, le parecía que no se podía abandonar a sus pensamientos en presencia de tío Portolu, y apenas pudo fue en busca de soledad y, sin confesárselo, deseó encontrar a tío Martinu. Pero el viejo no estaba. Al atravesar la tanca, Elías encontró solamente a su hermano Mattia, que vagaba tranquilo y taciturno, armado de una larga pértiga. Nadie más. Bajo aquel gran cielo muerto, en la inmovilidad de todas las cosas, las tancas parecían todavía más desiertas e ilimitadas.

Elías volvía a pensar en la mascarada, en los rumores, en los colores de la multitud, en el baile con Maddalena, y el más pequeño recuerdo le hacía temblar. ¡Ah, todos aquellos que había visto eran felices y sólo él estaba condenado a vagar en la soledad, y la felicidad se cambiaba para él en tormento! Comenzó de nuevo a revelarse; ya que el primer paso estaba dado, ya que su alma estaba perdida, ¿por qué no seguía gozando?

«Soy un idiota —pensaba—. Maddalena no puede ya vivir sin mí, me lo ha dicho, y yo le he jurado que seré siempre suyo. ¿Por qué he de hacerla infeliz? No haremos otro mal en la tierra, viviremos siempre como marido y mujer, y Pietro no sufrirá nunca nada por nuestra culpa».

Y su rostro se aclaraba por el sueño de tanta felicidad; pero inmediatamente sentía todo el horror de su sueño, y hubiera querido revolcarse, remover las rocas, gritar al cielo su pecado, golpearse la cabeza contra las piedras, para olvidar, para quitarse del pensamiento los deseos y los recuerdos.

Al caer la tarde se apoderó de él una tristeza, una languidez invencible. Empezó a mirar el horizonte, hacia Nuoro, con el deseo de volver, de ver a Maddalena. Verla aunque sólo fuera de lejos, y estrecharle siquiera la mano, o reposar al menos la cabeza en su regazo y llorar como un niño.

—¡Yo me voy, yo me voy! —murmuraba, como la noche en que la fiebre le había derribado bajo un árbol—. Yo me voy, yo me voy.

Y hubo un momento en el cual efectivamente echó a andar; pero apenas hubo dado el primer paso se dio cuenta de que le empujaba no sólo el deseo de ver de lejos a Maddalena, sino el pecado mortal, el Demonio, el monstruo de la recaída.

«¿Adónde vas, Elías Portolu? ¿Es posible que no seas un hombre?».

Y no se fue, pero tuvo miedo de sí mismo y de su debilidad, y se le ocurrió la idea de arrojarse a los pies de su padre, de confesárselo todo y de implorar:

«Áteme, padre, enciérreme entre dos rocas. No me deje partir, no me deje solo, ayúdeme contra el Demonio».

«¡Ay de mí, me mata si le digo eso! —pensó luego—. Y tendría razón de aplastarme con el pie, como a una rana».

Durante algunos días luchó así, pero al haberse vencido la primera noche, le fue menos terrible vencerse los días siguientes, y no regresó a Nuoro. Pero las fuerzas le abandonaban, una tristeza mortal no le concedía reposo ni de día ni de noche, y sentía que volviendo al pueblo y viendo a Maddalena ya no resistiría la tentación.

Entonces fue nuevamente en busca de tío Martinu, atravesó la tanca, saltó el muro y se adentró en el bosque. Era una noche de luna limpísima. El viento corría por lo alto de los árboles, provocando un temblor sonoro y continuo; pero dentro del bosque, bajo los alcornoques, no se movía una hoja. La luna pasaba entre las ramas, límpida, tranquila. En los fondos de plata, otros perfiles de bosque se dibujaban negros como montañas. Parecía la selva de los cuentos de hadas.

Elías caminaba, sus ojos agudos distinguían las alteraciones del terreno, los troncos en la sombra, la más pequeña mata. Desde lejos vio que la cabaña de tío Martinu estaba iluminada, y de repente, en la tristeza que le impelía, se sintió consolado.

¡Ah, finalmente podría decir a alguien el horrible secreto que le aplastaba el corazón, y pedir ayuda y consejo!; pero cuando llegó a la cabaña y saludó a tío Martinu, cayó nuevamente en la desesperación. ¿Qué podía hacer por él aquel viejo? ¿Qué podía decirle? Lo hecho estaba hecho, y aunque se hundiera el mundo, no había remedio. Y lo que tenía que suceder sucedería igual, cualquiera que fuese el consejo del viejo.

Recordó cuántas veces tío Martinu le había dado buenos consejos; a él siempre le habían consolado, pero nunca había podido seguirlos. Pensando en eso se dejó caer sentado cerca del fuego, con tal visible expresión de dolor en la cara, que tío Martinu lo adivinó en seguida todo.

—¿Dónde estaba? —dijo Elías—. Le he buscado muchas veces.

—¿Por qué me has buscado, Elías Portolu?

—Hacía mucho tiempo que no le veía.

—Y ahora, ¿dónde vas, así, de noche?

—Vengo aquí, tío Martinu.

—¿Has estado en el pueblo?

—No, desde el último día de carnaval.

—¿Me has buscado después?

—Sí —dijo Elías, luego notó que tío Martinu lo adivinaba todo y enrojeció.

—No eres el mismo —dijo tío Martinu, mirándole a la cara—; llevas escrita la señal del pecado mortal. ¿Por qué me buscas, si ya no tienes necesidad de consejos?

Como otras veces, Elías levantó los ojos, abiertos de par en par, asustados y perdidos, hacia los ojos de jabalí del viejo, salvajes, y, sin embargo, dulces a un mismo tiempo, y tío Martinu sintió que se conmovía su corazón de piedra. Le pareció que Elías Portolu, aquel muchacho hermoso y débil como una mujer, a la hora del temporal se refugiaba en él, como el corderillo bajo el alcornoque.

«¿Por qué regañarle? —pensó—; sufre, se ve, enrojece; golpearle es como golpear con la guadaña contra una caña». Sin embargo, le preguntó con voz ruda:

—¿Por qué has venido ahora, Elías Portolu? ¿Qué quieres que te diga? ¡Haber seguido mis primeros consejos!

—¡Palabras, palabras! —prorrumpió Elías, con verdadera desesperación—. ¿Qué sabemos nosotros si, siguiendo yo sus primeros consejos, mi hermano no me hubiera matado? Sin embargo, no le hubiera ofendido como le he ofendido, y ahora no me tocaría ni un cabello. ¡Así van las cosas del mundo, tío Martinu! Y es la suerte, es el Demonio que nos persigue.

—¿Por qué has venido, pues?

—Pues bien, sí —prosiguió Elías, cada vez más desesperado e irritado—, sí, sí, he venido para pedirle un consejo más, y estoy seguro de que su consejo será bueno. Y he venido para pedirle ayuda, y estoy seguro de que usted, para impedirme volver a Nuoro hasta que haya cesado de atormentarme la tentación será capaz de atarme, de esconderme. Pero ¿qué sé yo si podré seguir su consejo, si mientras me ata no procuraré morderle las manos y huir, y marcharme a hacer aquello que quiere el Demonio?

—¡El Demonio! ¡El Demonio! —dijo el viejo, encogiéndose de hombros con desprecio—. ¡La tienes tomada con el Demonio! Estoy harto de oírte hablar así. ¿Quién es el Demonio? El Demonio somos nosotros.

—¿Usted no cree en el Demonio? ¿Y en Dios?

—Yo no creo en nada, Elías Portolu. Pero cuando he pedido un consejo lo he seguido, y cuando he pedido una ayuda, he besado la mano que me la daba y no la he mordido. ¡Así te muerda la víbora, Elías Portolu!

Elías sonrió tristemente.

—Era una manera de decir, tío Martinu.

—Bien; entonces igualmente te digo que, ya que vienes a pedir consejos para no seguirlos y a pedirme que te ate para luego morderme la mano, podías ahorrarte el haber venido, Elías Portolu. Tú crees en el Demonio; pues bien: cógele por los cuernos y átalo, pero cuida de que no te muerda.

El viejo se burlaba de él, y más que de sus palabras era de su tono donde emanaba aquel sarcasmo hiriente que sólo los de Orune saben dar a sus palabras. Una angustia infantil se difundió por el rostro de Elías.

—Tío Martinu —dijo suplicante—. ¿Es ésta toda su sabiduría? ¿Matar a un desesperado?

—¡Ah, Elías Portolu, yo no soy un sabio, pero sé que cada uno encuentra la horma de su zapato…! Tú, que crees en Dios y en el Demonio, has venido a pedirme consejo a mí, que sólo creo en la fuerza del hombre. Te has equivocado y me he equivocado también yo al darte consejos que no estaban de acuerdo con tu manera de ser. ¡He aquí hasta dónde llega mi sabiduría, Elías! ¡Ah, el asno es más sabio que yo! ¿Quién sabe, te diré además, si en lugar de ayudarte no te he hecho daño? Tú debes ir a buscar a un hombre de Dios y pedirle consejo. Pero todavía estás a tiempo. Eso es lo que te digo.

Elías sintió que el viejo tenía razón, y en seguida se acordó del padre Porcheddu y de la conversación que había tenido una noche de luna como aquélla en las alturas de San Francisco.

—Yo conozco a un hombre de Dios —dijo—. Una vez me dio buenos consejos y me hizo fuerte contra la tentación. Es un hombre alegre, que se divierte, pero tiene mucha conciencia. ¡Y listo! También él, como usted, tío Martinu, adivinó en seguida mi secreto, mientras no lo han adivinado nadie de aquéllos con quienes vivo cada día. Yo iré a ver al padre Porcheddu.

—¿Es de Nuoro?

—No, pero vive en Nuoro.

—Pues bien: ve, ve en seguida.

—Tengo miedo, tío Martinu.

—¿De qué tienes miedo, pequeña liebre? —gritó el viejo.

—Tengo miedo de encontrarme a solas con Maddalena —contestó Elías, con los ojos extraviados.

—¡Ah, Elías Portolu, me das risa! ¿Qué clase de animal eres tú? ¿Eres una liebre, un gato, una gallina, una lagartija?

—¡Soy un hombre mortal!

—¡Pues bien —gritó tío Martinu—, iré contigo, no te dejaré solo…! Te has vuelto ya pesado, y con tal de no verte más, si quieres te llevo al infierno.

Esta promesa hizo sonreír a Elías y lo calmó. Veía finalmente una rendija de luz delante de él. Pensaba:

«Sí, me confesaré, comulgaré, salvaré mi alma».

El dolor y la pasión no le abandonaban un solo instante, y el pensamiento de tener que renunciar para siempre a Maddalena, ahora que era suya, le proporcionaba una tristeza inefable. Pero el primer paso fuera del pecado estaba ya dado, y los otros parecían menos difíciles.

A la mañana siguiente, tío Martinu fue a buscarle, y ambos se dirigieron a pie hacia Nuoro. Durante el camino apenas si cambiaron veinte palabras. Por la noche Elías había hecho su examen de conciencia, y ahora, andando, repetía sus pecados y sus buenos propósitos; pero a medida que se acercaba al pueblo se sentía oprimido por una angustia mortal.

—Escuche —dijo de repente—: si quiere hacerme caso, tío Martinu, no vayamos a casa.

—¡Ah, qué hombre éste! —exclamó el viejo, como hablando consigo mismo—. Va a confesarse por miedo de él mismo, no por temor de Dios, y nunca sabrá vencerse.

—¡Pues bien, no, vayamos a casa! —dijo Elías, casi despechado.

Afortunadamente, Maddalena estaba fuera, pero él supuso lo débil que era porque se entristeció al no verla y no se atrevió a preguntar dónde estaba. Luego él y el viejo se fueron a casa del padre Porcheddu y esperaron su regreso del coro. Padre Porcheddu era chantre y no esperaba llegar a ser canónigo; a pesar de ello, vivía cómodamente, servido con amor por su vieja hermana Anna, en una casuca arreglada todavía al uso de su pueblo natal, con altas camas de madera con baldaquín y arcones de madera negra y sillones con el asiento de paja.

Del pueblo le mandaban grandes provisiones de pino, de nueces, de cebollas, alubias y frutas secas, y la vieja Anna sabía preparar toda clase de conservas, dulces de miel y de arrope, y el café más exquisito de Nuoro.

Cuando supo que aquel joven de mirada inquieta, que buscaba al padre Porcheddu, era hijo de tía Annedda Portolu, le hizo una buena acogida: ¡Ah, ella conocía a aquella santa viejecita, porque una vez le había curado una mano enferma sin querer ninguna recompensa!

—Para las almas, para las almitas del purgatorio —decía tía Annedda a sus enfermos.

Finalmente, padre Porcheddu regresó. Seguía siendo el mismo, colorado y alegre, y acogió a Elías con exclamaciones de alegría, pero mirándole fija y maliciosamente.

«¡También él lo adivina!», pensó el joven, que se sintió palidecer de vergüenza y de angustia.

—He de hablarle… —murmuró.

—¿Y esa vieja encina? —dijo el padre Porcheddu, dirigiéndose al tío Martinu—. Vamos, vamos arriba. Annesa trae café, y algo más si tienes.

—Ahora me voy —dijo tío Martinu—. Te esperaré en tu casa, Elías Portolu. Buenos días, señor cura. Le recomiendo a este joven.

Pero el padre Porcheddu no le dejó marcharse hasta que tía Annesa le hubo servido una copita de aguardiente, y luego otra más.

Después tío Martinu regresó a casa de los Portolu y esperó sentado cerca del hogar. Cuando Elías volvió, Maddalena estaba todavía fuera, y él se sintió contrariado por ello, pero no ya como una hora antes. No, ahora hubiera querido volverla a ver para demostrarse y demostrar también a tío Martinu lo fuerte que era ya: la hubiera mirado sin pasión ni deseo, con ojos puros y arrepentidos.

Y, en verdad, algo nuevo, una llama pura y valiente, brillaba ahora en su mirada; pero tenía la cara de una palidez mortal y las manos le temblaban. Tío Martinu le contempló durante mucho rato, en silencio, y luego le preguntó si tenían que marcharse en seguida. Elías venció el deseo de poner a prueba su fuerza volviendo a ver a Maddalena, y se marcharon.

—Me he confesado —dijo al viejo apenas estuvieron solos—; regresaré dentro de dos semanas para comulgar y porque padre Porcheddu debe darme una respuesta.

—¿Qué respuesta?

—Me hago cura —dijo Elías bajando la voz—. ¡Ah, ya era hora! Ése es mi camino.

El viejo no contestó. Parecía que su alma estuviera de nuevo lejos del alma de Elías, y que nada ya le importara de lo que le pasaba al joven. Elías, sin embargo, no se resintió por ello. ¡También su alma estaba ya tan lejos del viejo y de todas las cosas del pasado!

Una especie de éxtasis le envolvía. Todas las angustias, las inquietudes, las vergüenzas, las indecisiones, habían cesado. Delante de él veía un camino blanco y llano, como la carretera que recorrían, y un fondo nítido, sereno, parecido al horizonte turquesa de aquella pura mañana.

—Padre Porcheddu se interesa por ello, hará los trámites necesarios, y dentro de dos o tres semanas estará todo dispuesto —decía con voz turbada, hablando más para sí que para tío Martinu—. Y todo irá bien, ya verá. Habrá que hacer gastos, pero mi padre tiene dinero y no le parecerá ni siquiera que me ayuda.

—Está bien, está bien; si ése es tu camino, síguelo de una vez —dijo tío Martinu.

Una vez en la majada se separaron, y Elías ni siquiera dio las gracias a aquel hombre que le había conducido a la salvación. Sólo le dijo:

—Déjese ver, tío Martinu.

El viejo no prometió nada y no se dejó ver, y un mes después, Elías lo divisó de lejos, pero le esquivó.

«¡Oh, oh! —pensó tío Martinu con una sonrisa extraña en sus ojillos de jabalí—. Si está a punto de hacerse hombre de Dios, ¡en verdad que empieza bien!».

¿Qué le sucedía a Elías? Había transcurrido un mes, la Cuaresma terminaba y el padre Porcheddu le esperaba todavía en vano. Durante los primeros días después de la confesión el joven había vivido entre el cielo y la tierra; todo el pasado quedaba en el olvido, todo el porvenir se presentaba dulce. Se sentía renacer con la pureza y la dulzura con que a su alrededor renacía la Naturaleza en aquel inicio de la primavera: rezaba continuamente y esperaba con suave ansia que aquellas dos semanas transcurrieran. El rostro se le había aclarado, los ojos tenían una expresión y una transparencia infantil.

Pero quince días de espera eran demasiados. Padre Porcheddu no debía de conocer tan bien el corazón humano como decía si creía que la alegría de la confesión duraba dos semanas en un corazón reducido por las pasiones. El tiempo pasaba, arrojando un velo sobre la alegría de Elías. Llegó un día, en la segunda semana, en que sintió que volvía a caer en la tristeza: era como la mano de un monstruo invisible que lo atenazaba por la nuca y lo empujaba hacia un abismo.

Al día siguiente, Elías pensó en volver al pueblo y arrojarse a los pies del padre Porcheddu; pero ¿y si antes veía a Maddalena? Un estremecimiento le sacudió al hacerse esta pregunta. ¡Ah, era inútil, era inútil! Seguía queriendo a Maddalena y no podía olvidarla; en el momento en que creía haber vencido, haber sepultado su corazón, sus sentidos, el pasado, la pasión le aferraba más tenazmente y lo derribaba, como una hoja bajo la tempestad. Y la mano de aquel monstruo invisible que le oprimía la nuca seguía empujándole hacia el pecado. Su rostro volvió a palidecer y los ojos se le oscurecieron.

Un día, mientras estaba por casualidad cerca de la entrada de la tanca, pensativo y triste, vio una cosa extraordinaria. Aquella mañana, como de costumbre, Mattia había ido a Nuoro. Tenía que regresar hacia el mediodía, y ahora el tibio mediodía de marzo reinaba sobre la tanca. Era una dulce hora de sol y de sueños, no se oía una voz humana, no se veía un alma en la amplitud de la llanura. El viento tibio pasaba curvando la hierba caliente del sol.

Y he aquí que en lugar de Mattia, sobre la yegua baya seguida todavía por el potro ya crecido, Elías vio llegar a Maddalena. ¿Era una alucinación, un sueño de su mente enferma? Maddalena no había ido nunca sola a la majada. Elías la contempló pálido, descompuesto. Era ella, era ella, eran aquellos ojos ardientes que miraban fijamente los suyos, aunque de lejos, con fuerza magnética.

Ni siquiera por un instante tuvo el deseo ni la fuerza de marcharse: sólo se dejó caer sentado en el muro. Y Maddalena llegó sin apresurarse; pero apenas pasada la entrada, descabalgó ágilmente y se acercó a Elías: temblaba toda y le miraba con loca pasión. ¡Ah, qué expresión y qué luz tenían sus ojos oscuros, ardientes, entornados, vistos de abajo arriba como los veía Elías! Él no los había olvidado, y en aquel momento sintió que aquella mirada le daba una alegría de la cual un instante sólo valía por una eternidad de la alegría experimentada la semana pasada.

—¿Y Mattia? —preguntó.

—Se ha quedado en el pueblo, le he convencido para que me dejara venir. Pietro no está, tu madre ha bajado también al huerto para coger aceitunas y regresará al oscurecer.

—¡Maddalena, tú nos pierdes! ¿Por qué has venido?

Ella se inclinó hacia él, delirante.

—Y tú, ¿por qué no regresas? ¿Por qué no regresas, Elías? ¡Elías! ¡Elías! ¡Elías! —siguió gimiendo, cerca de su cara, abrazándole con delirio—, ¿no ves que me muero? Ya que tú no has venido, he venido yo.

Y le cubrió la cara de besos. Él ya no vio nada y se levantó delirando, presa del mismo delirio que ella. Y de nuevo se perdieron.

Durante toda la Cuaresma, el padre Porcheddu esperó en vano a Elías. Preguntó por él, y supo que el joven iba con frecuencia al pueblo, y entonces comenzó a sospechar.

«¡Debe de haber caído otra vez! —pensó—. Y yo represento un buen papel con monseñor, ahora que las gestiones para que ese joven entrara en el seminario habían llegado a buen fin. ¡Cura!, ¡cura!, ¡sí, sí, cura! ¡Lo que menos quiere hacerse es cura! Y, sin embargo, es preciso poner remedio, porque si no puede suceder una tragedia en aquella casa». Entonces él mismo comenzó a buscar a Elías hasta que logró encontrarlo.

—Te he esperado —le dijo, mirándole fijamente a los ojos.

Pero los ojos de Elías, fríos y malvados, rehuyeron la mirada del hombre de Dios. Y su rostro estaba demudado, consumido por la pasión y por el pecado.

—No he podido.

—¿Por qué no has podido?

—Lo he pensado mejor. Soy indigno de comulgar. Y mi decisión, por otra parte, no es todavía firme. ¡Hay tiempo, padre Porcheddu!

—¿Que hay tiempo, Elías? ¿Qué dices, Elías? ¡Ay de quién espera a mañana! Tú has vuelto a caer en el pecado; el Demonio te arrastra.

—No, yo no estoy en pecado. ¿Qué cosas me cuenta? —dijo Elías con indiferencia.

Padre Porcheddu se sintió desfallecer. Hubiera preferido que Elías confesara su pecado, aunque se rebelara, aunque blasfemara; pero aquella frialdad, aquel disimulo, eran el colmo de la perdición.

—¡Elías, Elías! —dijo con voz alterada—. Mira adónde vas, vuelve en ti… ¡Ay del que siembra en la carne, porque cosechará corrupción, y feliz quién siembra en el espíritu, porque cosechará vida eterna…!

Elías movió la cabeza varias veces.

—Yo no entiendo esas cosas; sólo las entienden los sacerdotes. Además, yo no estoy en pecado, yo no hago mal a nadie. Quíteselo de la cabeza, padre Porcheddu.

—Tú no entiendes estas cosas, Elías; pero puedes prever las consecuencias de tu pecado. Piensa, piensa, si un día se llega a saber. ¡Qué horror, qué tragedia! ¡Piensa en tu madre, en tu padre! Piensa que el pecado no puede estar durante mucho tiempo escondido, porque donde hay fuego hay humo.

—Yo no estoy en pecado —repetía Elías con obstinada frialdad—. No puede suceder nada cuando no hay nada.

Y de aquí no le sacaban. Padre Porcheddu lo dejó, desesperando de salvarle. Sin embargo, Elías se quedó impresionado por este diálogo. ¡Su felicidad era tan horrible, amargada por el remordimiento, por el miedo, por el horror al pecado! Todas las cosas que el padre Porcheddu le había dicho, él las pensaba y se las repetía continuamente, pero no podía o no procuraba vencerse. Después del placer, experimentaba todo el desgarramiento del dolor, del remordimiento y del asco, pero volvía a buscar su felicidad culpable para huir de este dolor, de este remordimiento. Además, en los momentos más tristes de su desesperación, comenzaba a sentir asco y desprecio por Maddalena.

«Es ella la tentación —dijo para sí, después del diálogo con el padre Porcheddu—. Ella es quien me ha perdido. ¿Por qué vino? ¿Por qué me ha tentado? ¿No piensa en Dios, en la vida eterna, esa mujer?».

Luego se arrepentía de este desprecio, recordaba de qué manera Maddalena le quería y se sentía arrastrado hacia ella por una ternura todavía más profunda, por un amor todavía más ardiente. Pero las palabras del padre Porcheddu habían arrojado la buena semilla, el remordimiento y el dolor se hicieron más intensos en el corazón de Elías, y él comenzó de nuevo a pensar en que tenía que buscar la paz en otro lugar que no fuera cerca de Maddalena.

—Un día seremos viejos —le dijo una vez—. ¿Qué haremos entonces? ¿Nos perdonará Dios?

—¡No hablemos de esas cosas! —dijo ella, despechada—. ¿Tal vez quieres hacerte cura, como decías en la fiesta de san Francisco? —Y se echó a reír.

Él se sobresaltó y no contestó nada, pero su asco y su irritación contra Maddalena crecieron. Si ella le hubiera contestado a tono, demostrando esperanza en la misericordia del Señor, él se hubiera conmovido y la habría amado más; pero sus burlas y su despecho se la hicieron, por un momento, odiosa. Desde aquella noche empezaron a tener pequeñas disputas, ya por una cosa, ya por otra. Al separarse, Elías se arrepentía de sus palabras; pero al volver a ver a Maddalena recomenzaba.

—Escucha, Elías —dijo ella, al fin—: tú estás irritado y me maltratas injustamente, y también yo, bajo el hierro candente de tus palabras, a veces no sé lo que me digo. Acabamos por no entendernos ya, aunque no podemos vivir el uno sin el otro. Es mejor que durante algún tiempo no nos veamos. ¿No te parece? Tanto más cuanto que tendremos que separarnos por un tiempo…

—No, mejor es vernos con más frecuencia, y disputar y acabar por odiarnos y separarnos para siempre.

—¡Elías! —dijo ella palideciendo—. ¿Por qué hablas así? ¿Por qué hemos de odiarnos y separarnos para siempre?

—Porque estamos en pecado mortal.

Ella se puso mortalmente triste.

—¿Y no lo sabías antes, Elías Portolu? ¡Ahora es demasiado tarde!

—¿Por qué es demasiado tarde?

—Porque soy madre de un hijo tuyo…

También él cambió de color, y un torbellino de afectos diversos le invadió. Cubrió a Maddalena de besos, le dijo palabras locas, le pidió perdón, le prometió todo lo que ella quiso. Se separaron decididos a no volverse a ver íntimamente hasta el nacimiento del niño, y Elías, perdidamente enamorado, se sentía finalmente feliz, como no lo había sido desde hacía mucho tiempo.