CAPÍTULO VI

Avanzaba otoño, trayendo una dulce melancolía a la tanca. En los días vaporosos, el paisaje parecía más amplio, con misteriosos confines más allá del límite velado del horizonte. Y una soledad más intensa gravitaba sobre los campos; los árboles, las piedras, las matas, adquirían cierta gravedad, como si también ellos sintieran la tristeza otoñal. Grandes cuervos lentos y melancólicos surcaban el cielo pálido. La hierba otoñal renacía en los rastrojos ennegrecidos por las abundantes lluvias caídas últimamente.

En uno de estos días velados, todavía tibios, pero tristes, Elías se encontraba solo sentado junto a la cabaña. Leía uno de sus acostumbrados libritos de plegarias y de meditaciones. El rebaño pacía a los lejos. Algún gracioso corderillo de otoño, blanco como la nieve, balaba con lamentos de niño mimado.

Elías leía y esperaba a tío Martinu Monne, al que había mandado llamar para pedirle un consejo.

«Esta vez —pensaba—, esta vez quiero seguir el consejo del viejo. El tiene experiencia de la vida, y tal vez hubiese hecho bien siguiendo desde el principio sus consejos. Basta —añadió después para sí, suspirando—. Ahora todo ha terminado».

Finalmente, la gran figura del viejo apareció en el fondo vaporoso del sendero, avanzando recta y rígida hacia la cabaña.

Elías se puso en pie, dejó el libro y fue al encuentro de tío Martinu. Aunque sabía que en la tanca no había nadie, recordando el proverbio de que «toda pequeña breña puede esconder pequeños oídos», y queriendo hablar con seguridad, condujo al viejo a un lugar abierto, libre de maleza y de rocas. Sólo alguna piedra surgía entre el rastrojo, y en dos piedras, precisamente Elías y el viejo se sentaron.

Empezaron a hablar de cosas indiferentes: de lo que había hecho tío Martinu durante todo el tiempo que no se había dejado ver, de las ovejas, de los corderos, de un toro que habían robado en una tanca vecina. Pero, de repente, el viejo miró fijamente a Elías y cambió de tono.

—¿Por qué me has hecho llamar, Elías Portolu? ¿Qué hay de nuevo?

Elías tembló, enrojeció y miró a su alrededor: no vio a nadie. El bosque, las rocas y las breñas callaban en los fondos vagarosos, bajo el sopor del cielo velado.

—Quiero pedirle un consejo, tío Martinu…

—Otras veces me has pedido consejo y no lo has seguido.

—Ahora es distinto, tío Martinu. Y seguramente hubiera hecho mejor en seguir entonces su consejo; pero, basta, todo está terminado. Yo deseo hacerme cura, tío Martinu. ¿Qué piensa usted de eso?

El viejo miró a la lejanía, pensativo.

—¿Estás todavía enamorado?

—¡Más que nunca! —prorrumpió Elías, y poco a poco su voz se fue apagando, haciéndose triste, casi llorosa—. A veces me parece que me vuelvo loco. Ella es hermosa; ¡ah, si usted viera lo guapa que está ahora! Siempre me propongo no volver a casa, no verla, no mirarla; pero el demonio me empuja, tío Martinu mío, y también ella me mira, y yo tengo miedo. Es preciso buscar un remedio; si no, sucederá lo que yo le dije.

—¿Por qué no te casas?

—¡No me hable usted de eso! —dijo Elías, poniendo cara de asco—. Maltrataría a mi mujer, lo presiento, tal vez me volvería malo, y el demonio tendría más poder sobre mí.

—¿Conque María Maddalena te mira?

—¡Ah, no diga nombres, tío Martinu! Sí, me mira.

—Entonces, ¿no es una mujer honrada?

—Yo creo que es honrada; pero no quiere a su marido, nunca le ha querido, y su marido no la trata bien. Pronto se ha cansado, tío Martinu. Además, se emborracha con frecuencia, y entonces se vuelve malo; suelen reñir a menudo.

—¿Tan pronto?

—¡Bah!, en estas cosas se empieza pronto. Pero, precisamente porque ella no le quiere, tengo miedo de que Pietro acabe por pegarle. Él no quiere que salga de casa, que vaya a ver a su madre, que charle con las vecinas.

—¿Está celoso?

—No, no está celoso, nunca lo ha sido; pero es colérico, bebe demasiado, abusa de su bienestar.

—¡Ah, Elías, Elías! ¿Qué te dije yo? ¡Si hubieses seguido mi consejo…! —exclamó el viejo; pero, de pronto, movió la cabeza, y añadió—: Por otra parte, ¿quién sabe?, tal vez contigo hubiera sido lo mismo.

—¡Ah, no!, ¿qué está usted diciendo? —dijo Elías con fervor, mientras en los ojos le brillaba un doloroso sueño—. Yo hubiera adorado sus pensamientos, sus deseos…

—¡Vamos, déjalo correr! Se suele decir eso, pero llega un día en el cual nos cansamos de todo, y especialmente de la mujer. ¿Crees tú, Elías Portolu, que tu capricho durará mucho? Llegará un día en que te reirás de él. Ella tendrá hijos, se estropeará, no te mirará más, se volverá como tantas otras campesinas madres de familia, llevará vestidos sucios, será vieja, desaliñada y fea.

—No, no, tío Martinu. Ése es el mal: ella no tendrá nunca hijos y se conservará durante mucho tiempo hermosa y fresca.

—¿Qué sabes tú de eso, Elías Portolu?

—Lo ha dicho mi madre, que entiende de estas cosas. Yo creo que el mal humor de Pietro se debe sobre todo a eso. No me traicione, tío Martinu, porque le digo muchas cosas que ni siquiera diría al confesor.

—¡Si crees que puedo traicionarte, no debías llamarme! ¡La primera vez que oigo una cosa igual! Por otra parte —dijo después el viejo—, no importa que no tenga hijos, se estropeará lo mismo.

—¡No lo crea, tío Martinu! Es una de aquellas mujeres que, con el paso de los años, aunque no sean felices, se van haciendo más hermosas. En casa no hay trabajo; si el marido la trata mal, los demás, especialmente mi madre, la adoran. Ella estará bien materialmente y será siempre hermosa. Además, yo no la amo por su belleza. La quiero porque… ¡es ella…!

—Envejecerá. Envejeceréis.

—¡Ah, de aquí a entonces hay tiempo! ¡Y qué dice usted, usted, que es un sabio! ¿No sabe, pues, qué es la juventud? Acabaremos por caer en pecado mortal, ¿y entonces?

—Pero ¿crees tú, Elías Portolu, que haciéndote cura todo termine? El hombre, el joven, no morirá en ti; podrás caer lo mismo, y entonces ya no será un pecado, sino un sacrilegio.

—¡Ah, no!, ¿qué dice usted? —dijo Elías con horror—. Entonces será diferente. Ella no me mirará más y, además, yo haré que me manden a un pueblo.

—Bien, todo eso está bien, hijo mío. Pero, dejando aparte las cosas, dime, tú ya no eres un niño: ¿te querrán? Para hacerse cura hace falta tiempo, hacen falta estudios, hace falta dinero. ¡Quién sabe si todo se podrá superar, quién sabe si mientras tanto podrás vencer la tentación!

—Una vez que haya anunciado mi propósito, nada temeré. Ella no me mirará más y yo venceré. Ya no soy un niño, es verdad; pero tampoco tengo treinta años, como aquel pastor que vendió su rebaño y se hizo cura en menos de tres años.

—Todo eso está bien; pero yo te digo otra cosa: que los curas que se hacen curas por disgustos, y especialmente por disgustos amorosos, no me gustan nada. Hay que empezar de niños, hay que serlo por vocación.

—La vocación la tengo y la tenía. La había sentido de muchacho, y luego me ha vuelto cuando estaba en aquel sitio. Y no piense, tío Martinu, que si me hago cura es por gandulería, por ganar, por vivir bien, como algunos, por desgracia, hacen. Es porque creo en Dios y quiero vencer las tentaciones del mundo.

—No basta, Elías Portolu. El hombre que se hace sacerdote no sólo debe rechazar el mal, sino hacer el bien. Debe vivir enteramente para los demás; debe, en una palabra, hacerse cura por los demás y no por él. Mientras que tú te harás cura por ti solamente, por salvar tu alma, no la de los demás. Piénsalo bien, Elías Portolu: ¿tengo razón, sí o no?

Elías se quedó pensativo. Notaba que el viejo sabio tenía razón, sí; pero no quería, no podía darse por vencido.

—En fin —dijo—, ¿usted me lo desaconseja, tío Martinu? Pero piense usted también si obra bien o mal: interrogue a su conciencia.

Tío Martinu, que no se alteraba nunca, pareció herido por la última observación de Elías. Sus ojos agudos miraron a lo lejos, hacia el horizonte vaporoso, mientras su ruda alma absorta sentía arcanas voces que vibraban en aquel gran silencio de desierto.

—Mi conciencia me diría que montara en cólera contra ti, Elías Portolu —dijo al cabo de un momento de silencio—. Como dice tu padre: tú no eres un hombre, eres una pajilla, una caña que se dobla al primer soplo de viento. Por eso te has enamorado de una mujer a la que no puedes poseer, a la que no quieres poseer, y ahora quieres convertirte en un mal sacerdote, mientras podrías ser un hombre apto para el bien. ¡Águilas es preciso ser, no tordos, Elías! ¡Tiene razón tu padre!

Y mientras Elías se quedaba sorprendido por aquellas rudas observaciones, el viejo prosiguió:

—¿Sabes tú qué es el dolor, Elías Portolu? ¿Crees que has bebido toda la hiel de la vida porque has estado en la cárcel y porque te has enamorado de la mujer de tu hermano? ¿Qué es eso? Nada: un hombre debe escupir sobre esas pequeñas cosas. El dolor es otra cosa, Elías; es otra cosa. ¿Has experimentado la angustia de tener que cometer un delito? ¿Y luego el remordimiento? Y la miseria, ¿sabes tú qué es la miseria? Y el odio, ¿sabes qué es? ¿Y ver triunfar al enemigo, al rival, que se apodera de lo tuyo y luego te persigue? ¿Y te han traicionado? ¿Traicionado la mujer, el amigo, el pariente? ¿Y has acariciado durante años y años un sueño, y luego lo has visto desaparecer ante ti como una nube? ¿Y has experimentado, qué es llegar a no creer ya en nada, a no esperar ya nada, a verlo todo vacío a tu alrededor? No creer en Dios, o creer que es injusto, y odiarle porque te ha abierto todos los caminos y luego te los ha cerrado uno a uno, ¿sabes lo que esto significa, Elías Portolu, lo sabes?

—Tío Martinu, me asusta —murmuró Elías.

—¿Ves qué clase de hombre eres? Te asustas sólo de oír hablar del dolor del hombre. Ve, levántate y ve, Elías Portolu. ¡Vete!, ¡vete!, ¡vete! Eres joven, eres sano, ve y mira cara a cara a la vida: sé águila, y no un tordo. Además, el Señor es grande, y suele reservarnos alegrías que ni siquiera imaginamos. Un hombre no debe desesperar. ¿Quién sabe si dentro de un año eres feliz y te ríes de tu pasado? Vete.

Como sugestionado, Elías se levantó y se dispuso a alejarse, pero el viejo le dijo:

—¡Eh!, ¿me dejas solo? ¿No me haces pasar a la cabaña?; ¿no me das cuajada y leche?

—Vamos, tío Martinu. Estoy aturdido como una oveja loca.

Se pusieron en camino silenciosos. En la cabaña, Elías dio al viejo leche, vino, pan y uvas y hablaron otra vez de cosas indiferentes. Antes de separarse, tío Martinu volvió inesperadamente sobre el tema:

—Por otra parte, siempre hay tiempo: cuando sepas verdaderamente qué es la vida, si quieres retirarte, retírate. Pero acuérdate de lo que te he dicho: mejor ser hombre del mundo apto para el bien, que hombre del Señor inclinado al mal. Adiós, vigílate.

Elías se quedó triste, pero tranquilo; es más, le parecía sentirse fuerte y avergonzado de su pasada debilidad.

«El viejo jabalí tiene razón; hay que ser hombres —pensaba—: hay que ser águilas, y no tordos. Quiero ser fuerte: buen cristiano, sí, pero fuerte».

Y durante varios días se sintió triste, pero no desesperado, e hizo todo lo posible por sacarse de la cabeza las ideas melancólicas.

El otoño era extraordinariamente suave y dulce en la tanca. El cielo había vuelto a serenarse, adquiriendo aquella dulzura tierna, inexpresable, del cielo del otoño sardo. En los horizontes lejanos, en los fondos un poco lechosos, parecía que estuviera el mar. Algunos atardeceres, el horizonte se volvía de un tono rosado lechoso de madreperla, con alguna nube de azul pálido, que parecía una vela navegante. Sobre la claridad del cielo, el bosque se dibujaba con tonos sombríos y húmedos: sólo caían las hojas de los arbustos; pero alguna encina, perdida en la amplitud de la tanca, empezaba a dorarse. Y la hierba tierna y espesa crecía recubriendo los rastrojos quemados. Alguna flor silvestre, especialmente cerca del agua, abría sus melancólicos pétalos violeta.

Y el sol expandía gratas tibiezas por cada rincón, por los brezos, por los muros, por las rocas, y en aquella dulzura de sol, bajo el delicado cielo, con sus prados de hierba breve y fina, la tanca parecía cada vez más amplia, ilimitada, con sus confines perdidos en la orilla de los plácidos mares del horizonte.

La vida en la majada proseguía tranquila, y, en aquella estación, poco fatigosa.

Tío Portolu se ausentaba con frecuencia, y Mattia llevaba una vida un poco selvática y taciturna. Mattia quería mucho al rebaño, a los perros, al caballo. El gato y el cabrito, que iban creciendo, seguían detrás de él, y él les hablaba como si fueran amigos. Desde hacía un tiempo se encontraba ocupadísimo fabricando colmenas de corcho, ya que quería tener un colmenar para la próxima primavera. Era de gustos simples y no tenía ningún vicio, pero era supersticioso y un poco miedoso. Creía en los espíritus y en las almas en pena, y durante las largas noches de la tanca, siguiendo el rebaño, había palidecido muchas veces porque le parecía ver movimientos misteriosos en el aire, animales extraños que pasaban corriendo sin hacer ningún ruido, y en la voz lejana del bosque, en aquella inmensa soledad de brezos y de rocas, solía oír lamentos arcanos, suspiros y susurros.

Elías envidiaba un poco el carácter y la simplicidad de su hermano.

«Míralo —pensaba—, siempre tranquilo como un niño de siete años. ¿En qué piensa?, ¿qué desea? Nunca ha sufrido y acaso no sufrirá nunca: no es fuerte; pero, sin embargo, es más fuerte que yo».

A fines de aquel otoño, sin embargo, después de la conversación con tío Martinu, le pareció que finalmente había alcanzado una cierta energía. Por lo menos, conseguía dominarse y hacer buenos propósitos para el porvenir. Pero un día, al volver al pueblo, encontró disgustados a Pietro y Maddalena. En aquel tiempo, Pietro sembraba el trigo, cuya semilla había sido guardada en un arcón sardo antiguo de madera negra, que estaba en la habitación de los recién casados. Ahora a Pietro le parecía que faltaba una cierta cantidad de esta semilla, y había empezado a murmurar contra la mujer.

—¿Qué quieres que haya hecho yo con ella? —decía Maddalena, bastante ofendida—. ¿Tortas o dulces? Sabes que en tu casa no hay secretos, y aquí está tu madre, que ve todos mis gestos.

—Tiene razón, hijo mío —confirmaba tía Annedda—. El trigo no puede faltar. ¿Qué podíamos hacer nosotras con él?

—¡Vosotras lo sabréis, mujeres! ¡Vosotras hacéis y deshacéis, tenéis necesidades secretas, tonterías, y para subvenir a vuestros caprichos recurrís a las provisiones y malgastáis lo vuestro y engañáis al pobre marido, que trabaja todo el año por vosotras!

Pietro hablaba en plural, pero Maddalena sabía que cada palabra iba dirigida a ella.

—Habla conmigo —dijo encolerizada—, no acuses a tu madre. El trigo estaba en nuestra habitación.

—Y de allí ha faltado.

—¿Quieres decir que he sido yo?

—Sí —dijo Pietro.

—¡Porquería!

—Porquería, ¿quién? ¿Yo…? ¡Veis a la hija de Arrita Scada! ¡Maldita la hora en que te he tomado!

Se cruzaron éste y otros vituperios. En aquel momento llegó Elías, y tía Annedda salió al patio para ayudarle a descargar las alforjas del caballo. Elías oyó el altercado y sintió que el corazón se le encogía.

—¿Qué les pasa? —preguntó con los dientes apretados—. ¿Por qué disputan? ¡Ah! —dijo en voz alta, después de haber escuchado algunas palabras en voz baja de su madre—, es una infamia. ¿Se está volviendo loco Pietro? ¡Y nuestra casa está convirtiéndose en una casa de escándalo! ¡Ya es hora de acabar!

—¡Estamos al principio! —dijo Pietro, saliendo a la puerta, con los ojos chispeantes de ira—. Y tú, métete en tus asuntos, si no quieres tener también la parte que te toca.

—¡Hombre —gritó Elías—, mira lo que dices!

—Míralo tú. Yo soy un hombre; pero tú eres un cuerno, y procura no mezclarte en mis asuntos.

—Basta, hijos míos, basta. ¿Qué es esto? Esto no había sucedido nunca en mi casa —dijo tía Annedda, quejosa y palidísima.

—Yo soy el dueño —decía Pietro, fanfarrón—, es preciso que lo oigáis. El dueño soy yo, y si hay gente que quiere mandar, estoy dispuesto a aplastarla como se hace con los saltamontes.

Entraron en la cocina, y Maddalena, al ver a Elías, al oír las palabras de Pietro y de tía Annedda, se puso a llorar. Esto acabó de irritar a Elías contra Pietro y a Pietro contra Maddalena.

—Ahora venís con lágrimas. ¡Mujeres, mujeres! Buenas acciones son menester; si no, de ahora en adelante habrá quien haga amistad con el bastón.

—¡Pruébalo, cobarde! —gritó Maddalena, irguiéndose amenazadora—. Miserable, calumniador, cobarde…

Pietro enrojeció de ira y se abalanzó sobre ella, gritando:

—¡Repítelo, repítelo, si puedes…!

—Tú estás borracho…

—¡Basta! —gritaron a una vez tía Annedda y Elías deteniéndolo.

Y Maddalena sollozaba y repetía:

—Calumniador, vil, vil, vil…

—Ahora os mostraré si estoy borracho o si soy un cobarde —gritó Pietro, desprendiéndose, y se acercó a Maddalena y le dio una bofetada.

Elías se volvió lívido, sintió que temblaba. Por fortuna, tía Annedda le sujetó, y Pietro tuvo la prudencia de marcharse; si no, hubiese sucedido un desastre.

—Eso para empezar —gritó Pietro desde el patio, con voz rabiosa, pero irónica—. ¡Podrías haberte casado tú, hermano mío, con esa joya! Ahora voy y me emborracho, y si cuando vuelva hay alguien que quiera levantar ni siquiera un dedo, veremos quién es el león y quién la lagartija.

Y salió. Maddalena había dejado de llorar apenas recibió la bofetada. Se había vuelto blanca como un cadáver y temblaba de ira y de dolor, pero había comprendido instantáneamente que si no cambiaba de método sería la causa de graves desgracias en la familia.

—La culpa es mía —dijo con voz temblorosa—. Perdonadme, pero no sucederá más. Ya que he cargado con la cruz, sabré soportarla. Perdonadme, perdonad el escándalo, perdonad mi lengua. ¡Ah! —dijo luego mientras Elías, pálido y silencioso, la devoraba con los ojos y tía Annedda cerraba el portal—, ¡que no sepan nada de eso mi madre y mis hermanos!

«¡Es una santa! —pensaba Elías—. ¡Ah!, Pietro no se la merecía; él es una bestia feroz».

«¡Tenías que haberte casado tú con ella!». Estas palabras de Pietro le resonaban en la cabeza, en el corazón, en el hervor de toda su sangre alterada.

«¡Qué he hecho!, ¡qué he hecho! ¡Qué error irremediable! Ahora son infelices, porque ella no le ama, y él debe de estar irritado por eso, y yo…, ¿qué soy yo? Yo soy más infeliz que ellos, yo la amo más que antes, yo…».

Sentía un impetuoso deseo de estrechar a Maddalena en sus brazos y de llevársela. ¡Era el momento, era el momento! ¿Quién los separaba? ¿Qué los separaba?

Pero tía Annedda entró y él volvió a la realidad.

Durante el resto de la tarde tuvo, sin embargo, ocasión de encontrarse a solas con Maddalena. Ella trabajaba silenciosa, sentada junto a la puerta, abierta de par en par; graves suspiros le subían de cuando en cuando del corazón y tenía los párpados violeta. Elías salía, volvía, no se decidía a marcharse. Un encanto fatal le atraía hacia aquella puerta abierta de par en par, le obligaba a moverse alrededor de aquella mujer, como una mariposa alrededor de la llama. Creía que Maddalena estaba tal vez más angustiada de lo que en realidad se sentía, y se consumía más a causa del dolor de ella que del suyo. Le aturdían lamentos vanos, remordimientos inútiles, ira contra Pietro, deseos fatales. Hubiera dado la vida en aquellos momentos de pasión por consolar a Maddalena; pero, en cambio, no conseguía decirle una palabra, y se irritaba secretamente contra su timidez.

—¿No te vas? —le preguntaba tía Annedda, suplicante—. Vete, hijo mío, vete, que hay tiempo. Vete, que te esperan, vete.

—¡Siempre me tengo que marchar! —contestó al fin, molesto.

—¡Ah, hijo mío, tú quieres dar un escándalo! Vete, vete. Tu hermano volverá borracho, daréis otro escándalo. ¡Ah, hijos míos, no tenéis temor de Dios, y la tentación os arrastra!

Maddalena suspiró casi gimiendo, y las palabras de su madre hirieron a Elías. Era verdad: el demonio le tentaba, y él esperaba con agrio deseo el regreso del hermano para insultarle, para hacerle pagar el dolor y la humillación de Maddalena. Y no era sólo eso: miraba ya a Maddalena con ojos distintos que hasta entonces. Tuvo conciencia de todo y sintió un movimiento de terror.

«¡Estoy a punto de perderme, de perdernos! —pensó—. ¿Para qué ha servido mi sacrificio? He cedido a mi hermano la novia para no verle infeliz, y ahora soy yo, yo mismo, quien quiere hacerle desgraciado. Pero ¿es posible que yo sea capaz de tanto? ¿Yo? ¿Yo? —se interrogaba luego con asombro. Le parecía que se había convertido en un ladrón, y se maravillaba y se asustaba de su cambio—. Es preciso que me vaya y que no vuelva nunca más», pensó finalmente.

Se decidió y partió, con gran descanso por parte de su madre, que esperaba aquel momento con anhelo. Maddalena no se movió y ni levantó siquiera sus largos párpados violados de madonna dolorosísima; pero él, al salir, la envolvió en una mirada desesperada, y se marchó con la muerte en el corazón.

Un dolor grave, trágico, se apoderó de él desde aquel día. Empezó a desesperar de sí mismo y de todo y a odiar a sus semejantes. Hasta entonces, su desprecio y su necesidad de soledad habían tenido algo de dulce y de bueno; ahora, se volvían malas, agrias, al ser acompañadas de un instintivo deseo de venganza. Elías Portolu sentía que la suerte, la malvada esfinge que atormenta a los hombres, había sido injusta con él: él había intentado hacer el bien, sacrificándose a sí mismo, y, en cambio, el bien se le había convertido en mal. ¿Por qué? ¿Qué fatalidad tenía el derecho de burlarse así de los hombres? En la inmensa soledad de la tanca, bajo el pálido cielo de otoño, en el misterioso dolor del paisaje desierto, de los neblinosos horizontes, el alma del pastor se planteaba los terribles dilemas de los hombres refinados, pero no conseguía hallar ninguna explicación. Le quedaba sólo el dolor, y en el dolor no sólo perdía la fe, sino que empezaba a agitarse el monstruo de la rebeldía.

Más de una vez, Elías, vagando cerca de los límites de la tanca, había entrevisto a tío Martinu, aquel viejo pagano cuya rígida figura dominaba el triste y fatal paisaje formando al mismo tiempo un todo con él. Pero siempre lo había evitado con enojo.

«Es una vieja bestia —pensaba—. ¿Qué es el dolor? ¿Qué es el dolor? Él, el viejo de piedra, se ha reído de mí; pero, con todos sus delitos y sus desgracias y su sabiduría, no sabe que yo sufro más en un día que él en toda su vida. Que no se me presente con sus sermones, porque le mato con la guadaña».

Y, sin embargo, sentía que el viejo no le había hecho ningún daño. Al contrario, ¡si hubiera seguido sus consejos…! Pero Elías estaba irritado contra todos, y sobre todo contra sí mismo, y sentía una cruel necesidad de hacer daño a alguien, aunque fuese a un niño, para experimentar no placer, sino dolor.

Solía ir a la majada un muchachito, hijo de un pastor vecino, gente muy pobre. Era un poco idiota; pero bueno, andrajoso, tan delgado y moreno que parecía una estatuilla de bronce. Iba casi cada día a la cabaña de los Portolu y se entretenía tranquilo con el gato, con el cochinillo, con los perros. Elías solía darle pan, fruta y leche, y a veces vino, y el muchachuelo le había tomado cariño. Pero un día lo pagó todo. Elías se encontraba solo en la cabaña y estaba de un humor terrible, porque la noche anterior Mattia había traído malas noticias de casa: Pietro se emborrachaba cada vez que volvía del trabajo e insultaba y maltrataba a Maddalena. El niño se acercó con los pasitos silenciosos de sus piececitos descalzos, abrazó al perro y luego entró en la cabaña.

—¿Qué quieres? —le preguntó Elías, rudamente.

—¡Dame leche!

—No tenemos.

—Dame leche, dame leche, dame leche —comenzó a decir el pequeño, y no terminaba nunca.

Elías sintió una irritación física invencible, cogió el pequeño por el brazo y lo echó, a patadas, lejos, insultándole como a un adulto y diciéndole que no volviera más. El niño se fue casi con dignidad, sin decir palabra; pero, al cabo de un rato, Elías le oyó llorar en la lejanía con un llanto desolado, desesperado, que vibraba tristemente en la soledad, y experimentó un impulso de ira contra sí mismo, un ímpetu violento de morderse los puños hasta hacerse sangre. Aquel llanto le parecía el eco de su dolor. Una infinita desesperación le envolvió.

«Soy un animal, soy un perdido. Pero ¿son los otros diferentes de mí? Todos somos malvados, con la diferencia de que los otros no tienen escrúpulos y gozan, y yo sufro porque he sido un estúpido, porque he hecho bien a quien no se lo merecía».

Brotaban también en él, con insistencia, desde lo más hondo del alma, los recuerdos de «aquel sitio», y le parecía que el dolor sufrido a causa de la condena había sido nada en comparación con el dolor que sentía ahora. Por lo pronto, sin embargo, el recuerdo del dolor pasado aumentaba el presente: acudían a su mente detalles olvidados; el recuerdo de las humillaciones, de las vejaciones, de las persecuciones de los «esbirros», como él llamaba a los guardianes del presidio, le hacían enrojecer de ira. ¡Ah, si hubiese tenido alguno a mano, en aquellos momentos, en la tanca solitaria…!

«Le haría pedazos —pensaba, rechinando los dientes—, y luego lamería la sangre del cuchillo».

Parecía que una bestia feroz se agitaba dentro de aquel joven pálido, de aspecto dulce, al que con frecuencia se veía sentado junto a la cabaña con las piernas abiertas, con los codos sobre las rodillas, sumergido en la lectura de libros sagrados.

Mientras tanto, venía el frío, la inmensa tristeza del invierno en la soledad, y la constitución enfermiza de Elías lo acusaba profundamente. Los largos días de lluvia, de nieve y de fatiga (ya que es durante el invierno cuando el pastor sardo, cuando el rebaño y él mismo viven sin resguardo, trabaja y sufre más), el malestar de la cabaña, siempre llena de humo y de viento, la lucha contra los elementos, acabaron por agotar las fuerzas físicas y morales de Elías.

En aquel tiempo, durante ciertas nevadas que hacían morir heladas a las ovejas, volvió al joven la idea de hacerse cura. Pero ¡qué diferente de antes! En la áspera lucha contra los elementos y contra sí mismo, se desesperaba más que nunca, sentía un rebelde deseo de vida cómoda, una necesidad de tregua, y creía que su única salvación residía en el cambio de estado.

Y mientras tanto, un maléfico encanto le atraía con frecuencia al pueblo, a la casita tibia donde Maddalena trabajaba junto al fuego. Una paz relativa reinaba ahora entre el matrimonio: Maddalena, por lo menos, se había vuelto prudente, y a veces sólo se oía la voz violenta de Pietro. Pero Elías ya no estaba en grado de preocuparse de si era feliz o no. La mala semilla había germinado, día a día el vaso se había ido llenando con una gota más y estaba a punto de derramarse. Elías se abandonaba secretamente y enteramente a su pasión. Pensaba:

«Nunca lo sabrá nadie, y mucho menos ella. Pero verla, pero mirarla, ¿quién me lo impide? ¿Qué mal hago? No tengo otra alegría. ¿Y no tengo derecho a un poco de alegría?».

Y la veía con frecuencia, y la miraba, e instintivamente deseaba que ella se diera cuenta. Y ella se daba incluso demasiada cuenta, e inconscientemente correspondía a sus miradas. Y cuando sus miradas se encontraban, un estremecimiento, una interrupción de la vida, un irreprimible vértigo de triste placer los arrebataba.

Estaban a punto de perderse, les faltaba solamente la ocasión. A finales de invierno, un verdadero delirio de amor se apoderó de Elías. Ya no razonaba, y entre sus atroces sufrimientos experimentaba una triste felicidad al saberse correspondido por Maddalena. Todo aquello que antes le parecía pecado y dolor, ahora lo tenía por justo y alegre; todo aquello que antes le infundía gran horror, ahora le atraía vertiginosamente.

El último día de carnaval, él, Pietro, Maddalena y otras dos mujeres jóvenes se disfrazaron. El matrimonio estaba en paz; es más, Pietro estaba muy contento. Tía Annedda se opuso débilmente al proyecto, pero no le hicieron caso. Con su simple buen sentido, la viejecita desaprobaba las mascaradas, los bailes, los disfraces carnavalescos, y le pidió a Maddalena que le prometiera no bailar, por lo menos con otras máscaras desconocidas, y muy especial los bailes «civilizados», aquellos que permiten a las parejas estrecharse y tocarse.

Maddalena y sus amigas iban vestidas de «gatas», es decir, llevaban dos sayas oscuras una atada a la cintura y otra al cuello, y la cabeza encapuchada con una bufanda. Los hombres iban disfrazados de «turcos», con largas faldas blancas atadas a las rodillas, y corpiños femeninos, de brocados de vivos colores, puestos al revés, atados a la espalda y con la parte de atrás sobre el pecho.

Salieron en un momento en que la calleja estaba desierta, y bajaron a las calles donde Nuoro adquiere el aspecto de pequeña ciudad. Las mujeres avanzaban un poco tímidamente, temerosas de ser reconocidas, ahogando bajo la máscara de cera sus carcajadas de alegría pueril.

Y los hombres caminaban toscamente delante, como si abrieran camino a sus compañeras. De vez en vez, Pietro emitía un grito salvaje, gutural, estirando el cuello como un gallito. Entonces Elías recordaba los gritos de alegría de los caballeros que iban a San Francisco en una pura mañana de mayo. El corazón le latía. Desde el primer momento, él, que sabía un poco de bailes «civilizados», por haberlos aprendido en «aquel sitio», se había dicho: «Bailaré con Maddalena».

No le importaba la prohibición de tía Annedda, ni la promesa de Maddalena: le inflamaba el deseo de bailar con ella y hubiera pasado sobre cualquier obstáculo para conseguir su propósito.

Una fuerza salvaje y rebelde se agitaba dentro de él. Así como un tiempo atrás conseguía dominarse y querer el bien ajeno, ahora sentía toda la audacia del mal y quería satisfacer sus peores instintos. Sentía que la cara le ardía bajo la máscara, y el traje, estrecho y engorroso, daba calor a todos sus miembros. Además, la jornada era tibia, velada, y en la suavidad del aire se percibía ya la promesa de la primavera.

Las calles estaban llenas de gente. Máscaras barrocas y triviales andaban arriba y abajo, entre una nube rumorosa de granujillas sucios que gritaban improperios y palabras indecentes. Pasaban máscaras solas, vestidas de vivos colores, seguidas por la mirada indagadora y burlona de los obreros y de los burgueses: pasaban señoras, niñas, criadas con los corpiños de color rojo sangre; en algunos puntos del Corso se reían grupos de campesinos borrachos, y en aquel aire tibio y velado, que hacía los sonidos más distintos, como en un crepúsculo de otoño, subían y vibraban músicas melancólicas de guitarra y acordeón.

Todo ello bastaba para aturdir el alma de Elías, acostumbrado a las grandes soledades de la tanca. En vano creía haber conocido el mundo y estar dispuesto para cualquier cosa, porque había atravesado el mar y visto la triste muchedumbre de «aquel sitio». ¡Ah!, ahora bastaba aquel pequeño carnaval de Nuoro, aquella multitud multicolor, aquel melancólico baile de un acordeón vagabundo para que su alma se perdiera en aquel mundo no suyo y las cosas tuvieran un aspecto diferente. Le parecía que toda aquella gente que andaba, hablaba y reía era feliz; es más, que estaba borracha de felicidad, y también él se abandonaba a la locura de sus deseos, a una irresistible necesidad de alegría y de placer.

Ahora él y Pietro caminaban llevando en medio a sus compañeras, protegiéndolas contra los golpes y los insultos de los granujillas. Maddalena iba en el centro; pero de vez en vez se inclinaba hacia delante y miraba, ya a su marido, ya a Elías, que correspondía siempre a la mirada de aquellos ojos ardientes y oblicuos bajo la máscara.

—Hagamos algo, detengámonos. Ir así arriba y abajo es una estupidez —dijo Elías a su compañera.

—Como quieras —contestó ésta, y comunicó a Maddalena el deseo del joven.

Todos se detuvieron.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó Maddalena.

—Bailar. Mira, allá bailan, vamos.

—Tu hermano quiere bailar —dijo Maddalena a Pietro.

—No.

—Sí —dijeron las mujeres.

—Mi madre no quiere.

—Bailemos el baile sardo.

Y las tres mujeres salieron corriendo, alegres, hacia donde se bailaba a los sones de un acordeón. Un círculo de gente, campesinos, granujillas, obreros, casi todos de caras pálidas y feas, atentas, insolentes, rodeaba a algunas parejas de máscaras que bailaban chocando y riendo.

Un hombre vestido de mujer, con la cara roja, barbuda, con la máscara echada hacia atrás sobre el cuello, tocaba, dándose mucha importancia, con los ojos fijos en el teclado del acordeón. Era una polca tocada con bastante maestría; pero triste, melancólica, como una música de organillo.

Nuestras máscaras rompieron el círculo de curiosos y penetraron en el espacio donde se bailaba, mientras algunas parejas se paraban jadeantes, cansadas, pero no ahítas de placer. Nadie protestó contra los recién llegados; al contrario, un hombre vestido de fraile, con la cara teñida de amarillo, sacó a bailar en seguida a una de nuestras máscaras, que aceptó sin muchos cumplidos. Elías se encontró al lado de Maddalena. Se estremecía de deseo de bailar; pero ahora, en el momento justo, no se atrevía por miedo a Pietro.

—Toca el baile sardo —gritó éste al músico.

Y el músico levantó los ojos, contempló un momento a la máscara turca, pero no dejó de tocar.

—¡Silencio! —gritaron las parejas que pasaban bailando por delante de Pietro.

—¡Pues bien, silencio! —dijo él, como si se lo dijera a sí mismo, todo mortificado.

—¡Bailad también vosotras, vamos! —dijo la máscara que bailaba con el fraile, pasando delante de sus compañeras.

—Bailemos, sí, bailemos. ¿Qué hacemos aquí? —suplicó graciosamente la otra máscara, dirigiéndose a Pietro.

Él la miró a los ojos, abrió los brazos y dijo:

—Bien, bailemos, si no te vas a morir de ganas. Pero mira que yo no sé bailar, y si te piso, tendrás la culpa.

La tomó entre los brazos y empezó a saltar y a girar cómicamente con ella. Por suerte, otra máscara, con un largo capote atado a las caderas con una cuerda, acudió a liberar a la muchacha, rogando a Pietro que se la cediera. Entonces él retrocedió, se detuvo y vio a Elías y a Maddalena bailando juntos.

«¡Vaya, ésos saben bailar! —dijo para sí, bonachonamente—. ¡Si los viera Annedda, a fe que les daría de palos!».

Elías y Maddalena bailaban bien, con compostura; pero no se preocupaban mucho del baile después de haberse encontrado, casi sin advertirlo, el uno en brazos del otro, aturdidos por una embriaguez sin nombre. Elías sentía que el corazón le latía angustiosamente, y Maddalena veía girar vertiginosamente a su alrededor aquel círculo de caras pálidas, feas, insolentes.

«Yo quisiera hablar, pero ¿qué debo decirle?», pensaba Elías, ciñéndole con un apretón desesperado el talle, bajo la falda oscura que le bajaba del cuello.

Pero en vano buscaba con angustia una palabra, una sola palabra que decir. Sólo sentía un ímpetu loco de levantarla en brazos, de romper aquel círculo de estúpidos curiosos, de huir lejos, a la soledad, gritando en un solo grito todo su dolor y su pasión. Pero Pietro estaba allí, quieto, terrible como una esfinge, bajo su máscara, que se reía con una risa grotesca, y Elías, desde hacía un tiempo, tenía un extraño miedo a su hermano.

¿Sabía algo Pietro? ¿Adivinaba? ¿Es posible que fuera tan estúpido que no leyera en los ojos de su hermano la cruel pasión que le devoraba?

«¿Y qué me importa? —pensaba Elías, después de haberse hecho con terror estas preguntas—. Que lo vea y que me mate: me hará un favor».

Y no sentía ningún rencor hacia Pietro. Sólo tenía miedo, y con frecuencia, además, una extraña compasión pueril por su hermano.

«Él es más desgraciado que yo, porque quiere a su mujer y ella no le quiere —pensaba—. Pietro, hermano mío, ¡qué error hemos cometido!».

Mientras bailaba, arrastrado por el ímpetu de sus locos deseos, volvía a pensar confusamente todas esas cosas, y experimentaba pasión, piedad, miedo, dolor y placer, todo al mismo tiempo. El sonido del acordeón, los ruidos de la multitud, aquella fantasmagoría de caras de colores, el movimiento, la máscara, el contacto de Maddalena, le aturdía y le incendiaban la sangre. Hubo un momento en que ya no vio nada: se inclinó jadeando y dijo a Maddalena algo que ella no comprendió, pero que le hizo levantar los ojos hacia los de él. Él la miró largamente, desesperadamente, y desde aquel momento sólo tuvo un pensamiento fijo, devorador.

El baile terminó. El círculo de curiosos se deshizo y nuestras máscaras volvieron a vagar por las calles, entre la multitud. Luego la tarde declinó, pálida y velada, y siguiendo como en un sueño a sus compañeros, Elías se encontró en la calleja, delante de su casuca silenciosa, enfrente del seto, inmóvil en el crepúsculo. El gato, quieto en el ventanuco, con los ojos fijos en la lejanía, parecía sumido en la contemplación de las montañas grises y violetas que cerraban el horizonte. Se veía el fuego que ardía en el hogar.

Tía Annedda esperaba sentada en el patinillo, con las manos entrelazadas bajo el delantal; rezaba conjurando las tentaciones que podían arrastrar a sus hijos disfrazados (para ella la máscara era un símbolo del Demonio), y al irrumpir la cuadrilla se sobresaltó levemente. Tal vez un maligno espíritu interior le susurraba que su plegaria era inútil, que el Demonio vencía, que con la llegada de sus hijos disfrazados, el pecado mortal entraba en la casita, hasta entonces pura.

—¿Os habéis divertido? ¡Ya era tiempo de que volvierais! —dijo quejosa.

—Hemos tardado —confirmó Maddalena, pero sin lamentarse de ello—. Venid, venid, yo me muero de calor.

Y precedió a sus compañeras por la escalerilla exterior. Mientras tanto, Elías se quitaba la máscara, y Pietro, que ya se la había quitado en cuanto entraron, corría hacia el cántaro de agua y, levantándolo, bebía ávidamente.

—¡Qué sed tienes! —dijo tía Annedda.

—Sed y hambre, madre mía. Déme de comer, que luego me voy al seranu[16].

Y se fue hacia la mesa adosada a la pared, en la que estaba el cesto del pan con los restos de la comida. (Aquel día los Portolu habían tenido un gran almuerzo: habas hervidas con tocino y cattas, especie de buñuelos de harina con levadura, huevos, leche y aguardiente).

—Tú estás loco —dijo tía Annedda—. ¡Que san Francisco te ayude! ¿Qué piensas hacer? Tú cenarás con nosotros y luego te irás a dormir. No son noches para salir éstas. Ve y desnúdate.

—¡Qué va, qué va, madre mía! ¡El carnaval viene una sola vez al año! Yo iré al baile y vendrá también mi hermano Elías. ¡Ya no es como el año pasado, cuando estábamos juntos!

Elías, sonrosado y apuesto dentro de su disfraz femenino, se ensombreció. ¿Le causaban dolor las palabras del hermano? ¿O se avergonzaba, por el ímpetu de alegría que les despertaba el proyecto de Pietro de querer pasar la noche fuera?

—Te engañas si crees que voy a ir al baile —dijo, luego se hizo violencia y añadió—, mejor sería que tampoco fueras tú.

—¿Lo oyes, Pietro?

—No, yo voy. Eso es, ahora ceno y después me voy. Y vendrás tú, Elías. Verás cómo nos divertiremos. Ven y cena.

—No, no; me voy a desnudar.

—Déme vino, madre mía. ¡Ah, si supiera cuánto nos hemos divertido! Hemos…, no, no hemos bailado; no lo crea, ¡aunque se lo digan! —exclamó Pietro, comiendo a grandes bocados—. ¡Hay que gozar de la juventud! Además, ¿qué mal hay en ello? Además, yo no sé bailar, pero me divierto igual. Y esas mujeres, ¡cómo se divierten! ¡Oh, aquel fraile! ¿Y aquel del capote? ¡Je, je! —decía, riendo como para sí.

—Vaya, procura no manchar el corpiño, por lo menos, ¡que san Francisco te ayude! ¿Quieres queso? ¡Ah, la tentación os arrastra, hijos míos!, pero luego viene la Cuaresma. ¿Iréis, por lo menos, a confesaros?

Elías se estremeció. Desde hacía algunos segundos estaba quieto a la puerta, indeciso, como escuchando una voz lejana.

«¿Y si cenaras con Pietro y luego salieras con él? —le decía esta voz—. ¿Oyes a tu madre? ¿Irás a confesarte?».

Pero él no podía, no podía hacer caso a esta voz: la tentación le vencía, le oprimía; era mil veces más fuerte que él. Inútil combatirla, porque la tentación había ya vencido, y desde hacía mucho tiempo. Fue y se desnudó, luego se sentó en el patio, en el lugar donde antes estaba su madre, y se apoderó de él un solo deseo: que Pietro se fuera; y un único miedo: que Pietro se quedara en casa. Pero Pietro, poco después que se hubieron marchado las amigas de Maddalena, salió al patio y dijo a su hermano.

—¿No vienes?

—No.

—Eres un estúpido. Yo voy a divertirme. ¿Me abrirás el portal?

Elías no contestó. Replegado en sí mismo, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, temblaba interiormente de dolor y de placer, y ya no se atrevía a mirar a su hermano. Pietro se fue.

—Ven a cenar —dijo tía Annedda dos veces asomándose a la puerta.

—No tengo ganas, me encuentro mal —respondió Elías, y se quedó, durante una hora inmóvil, siempre igual, ensimismado y con la cabeza entre las manos.

Dentro se oía a Maddalena que charlaba alegremente, como nunca la había oído, con la voz cambiada: contaba a tía Annedda todos los detalles de la mascarada, y se reía, y debía de tener los ojos brillantes, la cara encendida, el alma borracha. Luego, las dos mujeres se retiraron y todo fue silencio alrededor de Elías. El fuego seguía ardiendo en el hogar, y había una quietud pavorosa en el aire, en el patinillo tranquilo, en la noche velada.

Se levantó. Tenía la espalda rota, el corazón le latía, la sangre le corría a oleadas por el rostro, por la nuca, saltándole a la cabeza, oscureciéndole los pensamientos. En este estado de inconsciencia, subió sin hacer ruido la escalerilla y dio un levísimo golpe a la puerta de Maddalena. Ella debía de estar despierta, porque contestó en seguida:

—¿Quién es?

—Abre —dijo él, con voz queda—, soy yo. He de decirte una cosa.

—Espera —contestó ella, sin inquietarse.

Y poco después abrió.

—¿Qué quieres? Te encuentras muy mal, Elías, ¿qué tienes? —diciendo esto le miró y palideció.

Tal vez había abierto inocentemente; pero ahora, al verle tan blanco y con los ojos de loco, lo comprendió todo y se turbó. Él entró y cerró la puerta, y ella, que hubiera podido gritar y salvarse, calló y no se movió.