CAPÍTULO V

Llegó el verano. Toda la tanca se volvió de un hermoso amarillo pálido, excepto en los brezales y a lo largo del río, donde la vegetación adquirió un aspecto tropical. ¡Qué profundas dulzuras de fondos había ahora allá abajo, en las montañas refulgentes, en los crepúsculos de oro rosados, en las brillantes noches estrelladas, purísimas, cuando la luna llena caía misteriosamente sobre los bosques silenciosos!

Elías se moría de amor y de tristeza, pero no hacía un propósito, no daba un paso para detener los acontecimientos. Mientras tanto, el tiempo pasaba. Pietro había tenido una magnífica cosecha y las bodas debían celebrarse dentro de pocos días. Elías no había vuelto a ver a tío Martinu, y no procuraba volverlo a ver; tenía casi miedo de él, porque en lugar de consuelo, el viejo, que, sin embargo, pasaba por un sabio, le había encendido un infierno en su alma.

«¿Y si tuviera razón?», se preguntaba a veces; pero pronto se rebelaba a este pensamiento, porque, además, sentía que no tenía fuerzas para actuar, para moverse, para revelar su secreto, y, sobre todo, para destrozar la felicidad de Pietro.

Pero el recuerdo y el deseo de Maddalena, y el pensamiento de que dentro de poco la perdería inexorablemente, le consumía. Procuraba luchar contra su corazón y contra sus sentidos, reírse de su pasión, ser fuerte como tío Portolu quería. ¡Qué diablo! ¡Hay tantas mujeres en el mundo! ¡Además, se puede vivir sin ellas y sin amor! Es más, un hombre, verdaderamente hombre, debe reírse de esas cosas.

Pero la batalla era inútil, y sin la imagen de Maddalena todo el horizonte de Elías se vaciaba y oscurecía. Mientras tanto, así como en san Francisco había deseado ardientemente la lejanía, la soledad, el silencio de la tanca, ahora anhelaba el día de las bodas de Pietro. Así, por lo menos, todo se acabaría para siempre. Le parecía que «después» sanaría y encontraría paz y salud. Porque se sentía desmejorar incluso físicamente. El ardor de aquellos largos días luminosos y el frescor insidioso de las claras noches olorosas le debilitaron y le producían fiebre.

En su tristeza había empezado a odiar a los hombres. Hasta su padre y Mattia le molestaban, y, por tanto, los rehuía, vagaba todo el día por la amarilla y ardiente soledad de la tanca y pasaba las noches al aire libre.

Si dormía al mediodía, después de haber leído y releído sus libros santos, se despertaba con un gran dolor de cabeza, y luego, por la noche, no podía dormir. Entonces se quedaba largo rato en sus escondrijos, sentado en las piedras, contemplando el crepúsculo de la luna sobre los bosques, o sumergido en una atonía dolorosa. Tío Portolu, el viejo zorro, veía perfectamente el estado de ánimo y de cuerpo de su hijo, sin conseguir adivinar la causa y se entristecía por ello, y regañaba amargamente a Elías en los pocos momentos en que se quedaban solos.

—¿Por qué te escondes? —le gritaba—. ¿Qué vida es ésta? Si planeas un delito, comételo y termina de una vez. Si estás enamorado, sacia tu amor. ¿Tú eres un hombre? Un huso eres, una estatuita de queso de vaca. ¿No ves que no te tienes en pie y que tienes la cara verde como una rana?

—Estoy mal —decía Elías, no por excusarse, sino porque tenía un miedo loco a que tío Portolu llegase a adivinar su secreto.

—Si estás mal, cúrate o muérete, yo no quiero ver gente débil a mi alrededor; quiero ver leones; quiero ver águilas, y tú eres una luciérnaga.

—Déjame en paz, padre mío —suplicaba Elías, alejándose, fastidiado.

—¡Vete al diablo! ¡Vete al diablo! —le gritaba tío Portolu; pero cuando se encontraba solo, el viejo se entristecía, sentía que también él tenía el corazón pequeño como un pajarito.

«Ya verás cómo Elías cae enfermo. ¡Ah, no! ¡San Francisco mío, llévame contigo, pero deja vivos y fuertes a mis hijos! ¡Mis hijos! ¡Mis palomos! ¡Mis pajaritos! ¡Ah, que sean felices y que tío Portolu se muera de desesperación! Elías, Elías, ¿por qué no te curas? ¿Qué haré yo sin ti? Haré venir a tu madre, te haré volver con ella al pueblo, y ella te meterá en la cama y te hará medicinas con hierbas, con sal, con medallas santas, como ella las sabe hacer».

Mientras tanto, Elías vagaba triste, desesperado, irritado contra sí mismo y contra los demás. Una noche, tío Portolu, al atravesar la tanca, le vio encaramado en una roca contemplando la luna.

«¿No hará brujerías? ¿Planeará un delito? ¿Querrá hacerse fraile? —se preguntó el viejo mirando a su hijo, con los ojos más rojos que nunca por el calor de aquellas deslumbrantes jornadas—. San Francisco mío, Santu Franzischeddu meu, cúrame a este hijo».

Regresó a la cabaña muy angustiado. En verdad que el extraño comportamiento de Elías le envenenaba la alegría de las bodas de Pietro, que tenían que celebrarse el domingo siguiente. Mientras tanto, Elías, desde lo alto de la roca, con los ojos vítreos y fijos, como encantados por el puro resplandor de la luna, permanecía inmóvil, sumergido en confusas visiones. Era el aturdimiento, el zumbido, el vago vértigo experimentado la primera noche de su regreso en el patinillo de su casa. El viento ligero que agitaba los bosques, lejano, le parecía una voz confusa, a veces dulce, a veces temible. ¿Qué decía? ¿Qué decía el viento? ¿Qué murmuraba la selva? Hubiese querido oír bien distinta aquella voz, y se angustiaba, se enternecía, se irritaba al no conseguirlo. Le parecía la voz del padre Porcheddu, de Maddalena, de su madre, de tío Martinu. Recordaba el sueño que había tenido la primera noche de su regreso y el de a orillas del Isalle, y otros sueños, otras visiones lejanas. Y sentía en el fondo del alma una angustia confusa, por aquella voz que no podía oír, por aquellos sueños, por otras cosas que no conseguía recordar.

La luna le caía sobre la cara, sobre los ojos, dándole un encanto irreal. Alrededor, sobre la línea de los bosques, sobre los lejanos horizontes, el sol se desvanecía en un resplandor de perla. Los rebaños pacían todavía en la lejanía, difundiendo en la soledad nocturna el melancólico tintineo de sus campanillas. Elías nunca se había sentido tan triste como aquella noche. Le sucedía, además, una cosa insólita: recordaba los días, los meses, los años pasados en «aquel sitio»; los recordaba con dolor humillante, como nunca los había recordado, y confusamente pensaba:

«¡Ah, si no hubiese pecado ni frecuentado las malas compañías, no habría estado en “aquel sitio”, habría conocido a Maddalena antes que Pietro y ahora no sería tan infeliz! Me han domado, es verdad, pero me han hecho débil como una mujerzuela. ¡Y pensar que yo cuento siempre los recuerdos de “aquel sitio” y me jacto de ellos! Desvergonzado, Elías, desvergonzado».

Y le parecía que enrojecía, y de nuevo sus pensamientos se confundían: volvían las visiones, las voces confusas, la imagen del padre Porcheddu, la de Maddalena, la de tío Martinu, y otras vistas en «aquel sitio». Y la angustia confusa que le pesaba sobre el corazón se hacía todavía más pesada, aplastante como una roca.

Finalmente le pareció haber captado el recuerdo y oír la voz. Un escalofrío le recorrió la espalda, su rostro se volvió pálido y le castañetearon los dientes.

«¡Dentro de tres días se casa, todo está terminado! —gritó para sí—. Es esto lo que me mata, y yo no hago nada, no me muevo, no me atrevo…».

Le asaltó un ímpetu de desesperación, una locura de propósitos salvajes.

«Yo me voy, yo me muero. No quiero morir. Yo la amo y ella me ama; me lo dijo allá, a orillas del Isalle…; no, mientras regresábamos…; en fin, me lo dijo, y yo la he besado, y ella es mía, es mía, es mía… Yo voy… ¡Ah, hermano mío, mátame si quieres, pero ella es mía! Ahora bajo, corro, voy a Nuoro, arreglo las cosas. Todo se puede arreglar. Tío Martinu tiene razón, pero tengo que apresurarme».

Se movió, pero le asaltaron unos fríos estremecimientos que le subían desde la punta de los pies serpenteándole por todo el cuerpo. Se sentó de nuevo de cara a la luna, con el rostro ceniciento, castañeteando los dientes. También recordaba su promesa la noche que había llorado como un niño a los pies de san Francisco. Pero ahora aquellos propósitos estaban lejos, le parecía que la pasión le había vencido y que no podía ya resistir. Pensaba:

«Entonces me parecía que el día de la boda no llegaría nunca; ahora, en cambio, está cerca, es pasado mañana. Tengo que moverme. Pero ¿por qué no puedo moverme? —se preguntó en un momento de lucidez—. Procuro moverme y no puedo, me siento los miembros pesados como piedras. ¿Y estos escalofríos? Tengo fiebre, ¿debo de estar enfermo? ¿Y si no puedo moverme? ¿Y si mientras tanto…? ¡Ah, no, no, voy, voy!».

Se levantó pesadamente, bajó de la roca y se encaminó con paso inseguro a través del heno y de los rastrojos brillantes y olorosos bajo la luna.

Seguía oyéndose el melancólico tintineo de los rebaños, la lejana voz del viento en el bosque. Elías caminaba; hubiera querido correr, pero no podía, y de cuando en cuando se detenía, con un zumbido hondo y agudos silbidos en los oídos.

De repente, se dejó caer bajo un árbol, entre cuyas ramas veía la luna, que le contemplaba con un ojo luminoso, casi deslumbrante. Aquel ojo lunar fue su última percepción; después, sólo notó un agudo dolor de la ceja izquierda y le pareció que le habían dado un golpe de azada, mientras el zumbido de los oídos aumentaba. Pero en un sueño maléfico seguía caminando, diciendo las cosas más extrañas. Le parecía atravesar un lugar lleno de rocas monstruosas, de matas espinosas, de cardos secos, iluminado por una luz azulada de luna.

En su delirio se acordaba perfectamente de adónde iba y de qué quería, pero aunque corría, encaramándose por las rocas, saltando los matojos, sudando, fatigado, angustiado, no conseguía alejarse de aquel lugar misterioso, y por ello experimentaba una ira y un dolor indecibles. Todas las articulaciones le dolían, se sentía la espalda rota, los pies, las manos, el pulso que le latía, y todo su cuerpo inundado de sudor. Y caminaba, caminaba siempre, por aquellas rocas que le daban una sensación de susto, de asco, bajo aquel resplandor lívido de una luna invisible que le rodeaba de una luz extraña, más triste y espantosa aún que las tinieblas. Nunca supo con precisión cuánto tiempo duró su terrible lucha contra las rocas, los matojos, los cardos; aquélla su ira instintiva, aquel espasmo opresor, aquel miedo a monstruos invisibles, a aquella luz horrible. Le envolvieron y le torturaron otras visiones no menos monstruosas, pero confusas, acuciantes, que se entrelazaban, se disolvían, retornaban como nubes empujados por el viento.

Llegó al fin un momento en que el alma, cansada y vencida, se hundió en un oscuro abismo de incongruencia mientras el cuerpo seguía sufriendo. Luego bajó al abismo, como una triste luz de aurora, y creció, y creció, y el alma percibió el sufrimiento del cuerpo, pero ya sin sueños, y el delirante volvió a abrir los ojos a la realidad.

Se encontró en su casa, en su lecho de tosco cubrecama de lana, en su humilde habitación blanca. Una luz melancólica de crepúsculo entraba por el ventanuco entornado. De la calleja llegaban alegres gritos de los niños, y del patinillo, de la cocina, de las otras pequeñas habitaciones contiguas, salía un sordo sonido de voces. Debía de haber mucha gente. ¿Qué decían? ¿Qué hacían? ¿Estaba allí Maddalena? ¿Y Pietro? ¿Se habían casado?

Elías sintió que se helaba, pero ahora el delirio había pasado, y aunque Maddalena, todavía no casada, se le hubiese presentado delante, él no le hubiera dicho nada. Es más, deseó que ya se hubiera realizado el casamiento; pero con este deseo le asaltó una violenta tristeza, e invocó a la muerte.

Pero en lugar de la muerte volvía la vida, volvían las inquietudes. ¿Habría hablado en su delirio? ¿Qué había sucedido? ¿Cómo le habían encontrado? ¿Cómo le habían transportado? ¿Le había visto Maddalena? ¿Le había compadecido? Ante la idea de su piedad, se sintió enternecer, deseó otra vez la muerte.

En aquel momento entró tía Annedda. Pronto vio la mejoría de Elías y se inclinó sobre el almohadón, sonriendo de alegría y de piedad.

«¿Sabrá algo?», se preguntó Elías, bajando los lívidos párpados.

—¡Hijo mío! ¿Cómo te encuentras? —preguntó la madre, poniéndole una mano en la frente.

—Así, así.

—Dios sea bendito. Has tenido mucha fiebre, Elías. Por poco suspenden las bodas…

«¡Lo sabe!», pensó él con dolor.

—Pero esta mañana estabas ya un poco mejor. Tu hermano se ha casado a las diez.

«¡No saben nada!».

Pero este pensamiento no bastó para aliviarle del indecible dolor que las palabras de su madre le producían. Porque, en el fondo, él esperaba todavía. ¿Qué esperaba? Ni siquiera él lo sabía; esperaba lo desconocido, lo imposible; pero esperaba.

Ahora todo estaba acabado. Cerró los ojos y volvió a abrir la boca, y dejó de oír las palabras de su madre. Sentía todo su cuerpo dolorido y pesado, inmóvil como una piedra, y le parecía que aunque hubiese querido moverse no habría podido.

Todo estaba acabado.

Tía Annedda lo dejó otra vez solo. Al abrir la puerta, llegaron de la cocina y del patinillo más distintas las voces de los invitados, y alguna carcajada reprimida. Elías volvió a abrir los ojos, miró las paredes en las que moría la melancólica luminosidad del crepúsculo, pensó en la alegría de los otros, que no se preocupaban de él, y sintió más grave su grave dolor, su soledad, su fin. Y lloró silenciosamente, perdiéndose en un dolor más oscuro que la muerte.

Mientras tanto, la noticia de su mejoría, difundida por tía Annedda, apartó del alma de la familia y de los pocos invitados —todos parientes de los novios— la sombra de la enfermedad de Elías. El más alegre fue, naturalmente, tío Portolu.

—San Francisco sea alabado —dijo levantándose—. Si mi hijito hubiese muerto, yo no le hubiese sobrevivido. Vamos a verle, a hacerle compañía. Vamos.

A causa de la tristeza, tío Portolu ni siquiera había bebido ni tan sólo se había rehecho las cuatro trencillas de sus cabellos; pero iba limpio, con los zapatos untados de sebo y el traje nuevo flamante. Sólo Maddalena pareció indiferente, con sus largos párpados de madonna bajados con resignación. Maddalena estaba sentada junto al novio, en el patinillo, y hablaba poco, mirándose los anillos, y cambiándolos con frecuencia de dedo. Pietro era feliz. Iba afeitado, y tenía los ojos brillantes y los labios rojos. Y en sus ropas de novio, con el blanco cuello de la camisa pespunteado, y con las puntas vueltas sobre el chaleco de terciopelo azul turquí, parecía casi hermoso.

—Vamos, vamos —decía tío Portolu, deseoso de ver a Elías.

Y apenas abierta la puerta de la habitación, empezó a contar chistes, riendo con su risa forzada, sin darse cuenta del dolor mortal que paralizaba a su hijo.

—¿Lo veis a su bella mannu[15] la florecita de nuestra casa, que quería morirse precisamente el día en que su hermano se casaba? ¿Creéis que éstas son cosas que se pueden hacer? Pero yo te vi entre las piedras, la otra noche, y me dije: «El palomo quiere ponerse enfermo». Luego, vamos, lo encontramos allí, debajo de aquel árbol, como muerto, y lo tenemos que traer hasta aquí en un carro. ¡No son cosas que se pueden hacer! ¡Tienes la cara blanca como la ceniza, Elías! ¡Eh, eh!, ¿quieres beber? Mira que el vino cura todos los males. Tu hermano se ha casado, ¿lo sabes? Luego te levantarás y beberemos a la salud de los novios.

—Déjalo en paz —dijo tía Annedda en voz baja, tirándole de la chaqueta.

Y tío Portolu se calló, mirando fijamente con tristeza los ojos cerrados de Elías.

Los novios se habían quedado en el patio, rodeados de los parientes. En verdad, la conversación no era muy animada, se sentía todavía alrededor una pesadez, una molestia, que la actitud tímida y fría de la novia no ayudaba ciertamente a disipar.

Algún golfillo impertinente se asomaba al portal gritando, pidiendo dulces, arrojando piedras a la pared. En la cocina, la madre de la novia y otra parienta preparaban la cena. Tía Annedda iba y venía, del patio a la cocina, y de la cocina al cuarto de Elías, de puntillas, con la cara blanca y tranquila. Ella ya sabía que Elías tenía que mejorar. Creyendo que había «tomado algún susto» le había preparado y hecho beber un agua especial, luego le había puesto al cuello una medalla santa, había colgado la lamparilla a san Francisco y, finalmente, había pronunciado las palabras verdes, conjuro que servía para saber si el enfermo tenía que morir o vivir. ¡San Francisco sea alabado y Dios sea bendito en todas sus santas voluntades!

Poco a poco la gente se fue. Se quedaron solamente dos hermanos y la madre de la novia y una vecina de tía Annedda. La cena fue más melancólica que la comida. Se oía a Elías gemir de vez en cuando, y un velo de tristeza gravitaba sobre todos.

—Parece que estamos en una cena de velatorio —dijo tío Portolu esforzándose por reír; pero se sentía triste, y le parecía de mal augurio para los novios la melancolía que había empañado su día de bodas.

Cuando estuvo segura de que nada faltaba en la mesa, tía Annedda entró en el cuarto de Elías con una escudilla de caldo.

—Incorpórate un poco y bebe, hijo mío —dijo amorosamente, enfriando el caldo con la cuchara.

Pero Elías hizo una mueca de asco y alejó con la suya la mano de su madre.

—Elías, hijo mío, bebe, sé bueno. Bebe, que te sentará bien.

—No, no, no… —repetía él infantilmente, lamentándose.

—Vamos, sé bueno. Si te quedas así te pondrás enfermo de verdad y cometerás un pecado mortal; porque el Señor quiere que conservemos la salud.

Abrió los grandes ojos llenos de angustia y de sufrimiento físico.

Tía Annedda salió y volvió seguida de Maddalena. Apenas vio a la novia, Elías empezó a temblar visiblemente y no tuvo ni el deseo ni la fuerza de esconder su turbación. Sólo procuró murmurar un voto:

—Buena suerte… —pero las palabras se murieron en su garganta.

—Elías, ¿por qué haces esto? ¿Por qué no tomas algo? —dijo Maddalena, fría y firme—. Ya no eres un niño. ¿Por qué haces sufrir a tu madre? Vamos, sé bueno, como dice ella.

Él se incorporó inmediatamente, cogió la escudilla y bebió, jadeando y temblando como una hoja. Después le hicieron beber vino, y Elías pronto cayó en un sopor ligero y agradable, que en seguida dio paso a un sueño tranquilo.

Pero a altas horas de la noche se despertó y, apenas despierto, a pesar del bienestar físico que el sueño le había procurado, sintió un ímpetu de angustia indecible, una desesperación profunda, Maddalena estaba allí, bajo el mismo techo, y Pietro era feliz.

Elías sintió que para él, si bien había terminado la alegría de vivir, empezaba el espasmo de la lucha contra los celos, el pecado, el dolor. A su alrededor y dentro de él había una terrible oscuridad. Y volvió a sentir un deseo loco de levantarse, de moverse, de andar, de irse lejos. Era su destino.

«Yo me voy —pensó—; es preciso que me vaya, que me mueva, que me vaya lejos, que no vuelva más aquí. Si no, soy hombre perdido. ¡Ay, ay…!».

Se volvió, retorciéndose. Apretó los puños y golpeó con la frente contra el cabezal, mordiéndose los labios para ahogar los sollozos y los gemidos, con un deseo rabioso de arrancarse el corazón, de apretarlo en el puño y de tirarlo contra la pared.