CAPÍTULO IV

Ya está Elías, por fin, en la ilimitada soledad de la tanca, animada solamente por algún grito, por algún silbido de pastor, por el tintineo de los rebaños y por el mugir de las manadas. Espesos bosques de alcornoques se perfilan contra el horizonte, cerrando el fondo sereno del cielo. La tanca de los Portolu había sido años antes talada y ahora se extendía abierta, amplia, batida por el sol. Solamente algún alcornoque surgía desperdigado entre el verde de la hierba, de las breñas, de las zarzas. En las zonas húmedas, la vegetación era mórbida y delicada, perfumada de menta y de tomillo. Los pastizales lujuriantes, al declinar la primavera, adquirían un verde dorado y luminoso. Los cardos abrían sus flores doradas y violetas, en las zarzas estallaban las rosas silvestres. Sólo bajo los árboles y en las llanuras húmedas, la hierba seguía siendo verde y fresca. La tanca, aunque llena y sin bosque, tenía rincones secretos, rocas y breñas; el agua corría en ciertos puntos entre bosquecillos de saúcos, donde apenas penetraba el sol, formando pequeñas lagunas verdes y misteriosas, rodeadas y entreveradas de rocas, contra las cuales se rompía murmurando. A lo largo de las orillas, por un largo trecho, la vegetación se conservaba fresca y suave. Por la noche, el olor de los juncos y de la menta era casi irritante. El rebaño, discretamente numeroso, de los Portolu pacía en la tanca; las ovejas tenían abundantes vellones enmarañados, y los corderos eran grandes y gordos. Dentro de dos o tres días tenían que esquilarlos. Elías se sentía físicamente bien en aquel lugar solitario y salvajemente hermoso, donde había crecido, donde había transcurrido su primera juventud. Día a día, volvía a ver y reconocía cada ángulo, cada rincón de la tanca.

Los perros, uno grande y negro, con ojos salvajes, olímpicamente tumbado bajo el árbol al que estaba encadenado, y el otro, pequeño, con el pelo rojizo e hirsuto, parecido a un cochinillo, habían reconocido a Elías, y él había casi llorado al acariciarlos.

Además de los perros, en la majada había un cochinillo manso y malicioso, con los ojillos avispados y acariciadores que parecían ojos humanos, un gato negro y un bonito cabrito blanco que servía de guía a las ovejas y abría alegremente camino cuando se tenía que pasar por un lugar difícil o vadear el río. Cuando no pacía, el cabrito estaba siempre cerca de Mattia, siguiéndole paso a paso, correteando a su alrededor, saltándole encima, haciéndole mil cabriolas. Era un animalillo adorable; iba a la cabaña, molestaba al gato, jugaba con el cochinillo y con el perro pequeño, y dormía a los pies de Mattia.

La vida discurría simple y primitiva en la majada de los Portolu, a la que sólo iban los pastores vecinos y algún caminante. La gente equívoca, los malhechores o vagabundos no aparecían por allí. Tío Portolu era un hombre honrado y enérgico. Mattia era un poco simple. Elías no tenía ningunas ganas de reanudar las antiguas relaciones o de trabar otras nuevas.

Ahora amaba la soledad y con frecuencia, durante los primeros días pasados en la majada, rehuía incluso la compañía de los suyos, cuando no había necesidad de su trabajo. Vagaba a la ventura, buscando los lugares que le recordaban su infancia, y conmoviéndose con frecuencia. Se emocionaba fácilmente por cualquier cosa, pero después del primer impulso instintivo, se irritaba por esta que él creía debilidad. Tanto más cuanto que su hermano y, especialmente tío Portolu, se daban cuenta de ello y le hacían burla.

—Vaya, vaya, ¿qué eres tú? —le preguntaba tío Portolu—. Te has vuelto un hombre de queso tierno, Elías, hijo mío. Te pones pálido como una mujerzuela por cualquier cosa. Los hombres tienen que ser hombres, leones; no conmoverse, no cambiar de expresión, no llorar. ¿Qué es un hombre que llora? Es un cuerno. ¿Ves a tu hermano Mattia? No es un águila y se asombra de muchas cosas, pero no cambia de color, y a veces el asombro es también un truco. ¡Eh, no le mires así; Mattia es más listo que tú!

Después de estos pequeños sermones, que se repetían con frecuencia, Elías se proponía ser también el más listo y fuerte, pero ¿qué queréis?, ciertos pensamientos, ciertos recuerdos, ciertas sensaciones le asaltaban así, tan de improviso, que perdía el dominio de sí y volvía a enternecerse, a enfadarse, a avergonzarse.

Se había llevado todos los libros que poseía, pero no creáis que estos volúmenes formaban una biblioteca. Eran: el libro de la Semana Santa, algunos libritos religiosos que habían distribuido en «aquel sitio», la Battaglia di Benevento, opúsculos de poesías sardas y un viejo herbario ilustrado. Los escondió en un lugar bien seguro y resguardado, bajo una roca, en un bosquecillo de saúcos que era su lugar favorito de descanso.

Pero tío Portolu y Mattia (éste sabía leer), tenían también sus libros: I Reali di Francia, Guerino detto il Meschino y también las Fioretti de san Francisco. ¡Cuántas veces los había leído Mattia para sí, para su padre y para sus amigos pastores! ¡Y qué infantil turbación experimentaban aquellos hombres fuertes, pues no querían conmoverse por otras cosas, cada vez que leían o escuchaban las aventuras de Guerino o las frases de las Fioretti!

Elías, de todos los libros, prefería el de la Semana Santa: se sabía ya de memoria los Evangelios, y los leía casi de corrido, también en latín. Se iba al bosquecillo de saúcos, al fresco, bajo la sombra olorosa de los juncos, cerca del agua, murmurante, y leía la divina palabra. En aquella hora, los trabajos de la majada estaban hechos: Mattia trotaba hacia Nuoro sobre la yegua, seguida por el potro, con las alforjas llenas de queso fresco y requesón; tío Portolu, sentado ante la cabaña, tallaba pacientemente una calabaza, dibujando precisamente un episodio del Guerino, farfullando, hablando a la calabaza, al cortaplumas, a los dedos y a la tinta que utilizaba; los rebaños sesteaban a al sombra de las matas, y el cochinillo, el cabrito, el gato y los perros dormían. Toda la tanca estaba inmóvil bajo el ardor del sol, bajo el cielo de metal claro, ceniciento por el horizonte; no se doblaba ni un tallo.

Elías releía su libro, acunado por el murmullo del agua; pero, en aquella paz infinita, su corazón no estaba tranquilo. Con frecuencia, en la mitad de un versículo, un recuerdo le relampagueaba en el pensamiento, reclamando toda su atención: y aquel recuerdo no era bueno, ¡ah, no!, ¡no era bueno!

Algunas veces se adormecía así, en la quietud profunda del mediodía, y siempre Maddalena se le aparecía en sueños, y eran sueños que le turbaban y excitaban dolorosamente, dejándole una mala impresión para todo el resto de la jornada. Había creído que se calmaría y olvidaría en la soledad de la tanca, lejos de ella, pero los recuerdos de los días pasados en San Francisco, aquel sueño a orillas del Isalle, aquel retorno fatal, eran demasiado recientes. Su sangre estaba todavía encendida por ellos, y la voluntad no bastaba para vencer el incendio: la soledad, y el vigor que resurgía en él, aumentaban su pasión.

Pero, sobre todo, la aumentaba el recuerdo fijo, insistente, indestructible, del regreso de la fiesta. Los sueños de Elías renovaban casi siempre aquella escena, ya que su espalda, su cintura, su mano, conservaban intactas la presión del cuerpo y de la mano de Maddalena, y el pensamiento, recordando las palabras de ella, se perdía otra vez en un irremediable vértigo de placer y de angustia.

Elías se irritaba, pero no podía vencerse. A veces sus labios pronunciaban la promesa, y, al mismo tiempo, el pensamiento se perdía allí, en el recuerdo: entonces se cubría de improperios, y hubiera querido apalearse, castigarse, pero le resultaba imposible vencerse.

«Mi padre tiene razón —pensaba—, yo soy un hombrecito de queso tierno, una bestia, un estúpido. ¿Qué necesidad hay de pensar en las mujeres, y especialmente en la mujer a la que no se debe mirar? ¿No se puede vivir de otra manera? Hay que ser hombres, leones; y yo soy un cordero, una oveja loca. Pero ¿qué puedo hacer? No me he hecho yo así; si me hubiese hecho yo, me habría hecho con el corazón de piedra. Pero, quién sabe, con el tiempo me pasará esta locura».

Mientras tanto, un deseo agudo, el de volver a ver a Maddalena, le crecía de día en día en el corazón, pero al menos sobre esto su propósito era firme. Además, tenía miedo del día en que Maddalena, Pietro y tía Annedda vendrían para esquilar el rebaño, y, sin embargo, contaba las horas que le acercaban a aquel día, y experimentaba, mezclado con el miedo, un placer anhelante al sentir que se aproximaba.

La víspera de aquel día estaba, al caer la tarde, cerrando un paso del muro de la tanca. Desde allí se extendía el bosque vigilado por tío Martinu Monne, el Padre de la Selva. ¿En dónde estaba tío Martinu? Elías no lo había vuelto a ver todavía, aunque lo había buscado dos o tres veces.

De improviso, tío Martinu salió del bosque y se acercó al muro. Era un viejo gigantesco, todavía fuerte y erguido, de largos cabellos amarillentos y con una espesa barba gris. Su rostro, surcado por duras arrugas, parecía fundido en bronce. Con su traje oscuro, sobre el que llevaba una zamarra sin mangas de cuero untuoso, tenía un aspecto solemne; parecía un hombre prehistórico. Elías profirió una exclamación de alegría, saltó el muro y tendió la mano al viejo.

—Feliz quien lo ve, tío Martinu. Le he buscado dos veces. ¿Cómo está?

—¡Bien hallado! Y para dentro de cien años, otra desgracia como la pasada. ¿Cómo estás? Yo estoy bien. He tenido que ausentarme por unos días —repuso tío Martinu, tranquilo, con la voz fuerte y la pronunciación lenta.

Se sentaron en el muro y hablaron largo rato, contándose muchas cosas.

—El primer día de mi regreso —dijo luego Elías— soñé con usted. Estaba en el patio, en casa, cansado, había bebido un poco y me dormí. Y soñé con usted: estábamos así, tal como estamos ahora, delante de este muro. ¡Hay que ver cómo se realizan los sueños!

—¡Oh!, ¡oh! —dijo el otro, sin asombrarse.

Elías no le contó el sueño con detalle, pero le preguntó:

—¿Cree usted en los sueños?

—¿Qué quieres que te diga? Los sueños verdaderamente no se realizan, pero suele ocurrir que nosotros prevemos una cosa, pensamos bastante en ella y así la soñamos: después se realiza; a nosotros nos parece que es el sueño que se realiza, mientras que, en realidad, es una cosa que simplemente tenía que realizarse.

Elías admiró una vez más la sabiduría del tío Martinu, pero movió la cabeza. Pensaba en su sueño del Isalle: ¿acaso había él previsto y deseado el coloquio mantenido con Maddalena? No, le parecía que no.

—Mañana —dijo al cabo de un momento—, mañana esquilamos las ovejas, tío Martinu. Vendrá, ¿no es verdad? Vendrán mi madre, mi hermano Pietro y su novia.

—¡Ah, sí!, he oído decir que tu hermano se ha prometido. ¿Es buena la novia?

—Sí, parece buena. Es guapa.

—¡Bah!, esto no basta. Los cuadros que son bonitos se cuelgan de la pared y sirven sólo de adorno. Es preciso que la mujer sea buena, quiera a su marido y no quiera a ningún otro hombre de la tierra.

Elías se quedó pensativo y no contestó. Por otra parte, se hacía tarde, el cielo palidecía, el bosque callaba en la quietud solemne del atardecer: había que volver a la cabaña.

—¿Vendrá, tío Martinu? Le esperamos, no falte.

—Iré.

—Bueno, ¡no falte! —le advirtió Elías, saltando el muro.

—Nunca he faltado a mi palabra, Elías Portolu. Saluda a tu padre en mi nombre.

—Muy bien, buenas tardes.

—Buenas tardes.

Tío Martinu no faltó, es más, fue muy pronto y ayudó a los pastores en los preparativos para aquella especie de fiesta campestre. La aurora anaranjada incendiaba el cielo por la parte de Oriente, derramando esplendores de oro rosado sobre la hierba y sobre las piedras de la tanca; por el Oeste, el bosque callaba sobre el fondo del cielo de color flor de espliego.

Tío Portolu calentaba una piedra para hacer la cuajada. Elías y tío Martinu mataron un cordero grande como una oveja, lo degollaron, lo descuartizaron y le extrajeron los intestinos todavía humeantes.

Poco después de la salida del sol llegaron Pietro y las mujeres. Venían lentamente, en un carro guiado por Pietro. Nadie salió a su encuentro, pero Elías sintió que le latía violentamente el corazón. Maddalena bajó la primera, ágil y esbelta, se sacudió los vestidos y ayudó a su madre y a tía Annedda a bajar.

Mientras Pietro descargaba el carro —tía Annedda había traído pan tierno y vino en abundancia—, las mujeres se encaminaron hacia la cabaña. Maddalena estaba más fresca y graciosa que nunca: la blusa blanquísima, bordada y almidonada, y la falda de tela oscura con el borde azul celeste, resaltaban sus formas. Apenas la vio cerca y se encontró bajo el imperio de aquellos ojos ardientes, Elías se sintió perdido. Pero en aquel desmayo de placer angustioso, tuvo la fuerza de pensar:

«Es preciso que no me encuentre a solas con ella; si no, soy hombre perdido. Tengo que confiarme con alguien, para que me siga siempre y no me deje nunca solo con ella, si la oportunidad se presenta. Tengo miedo de mí. Pero ¿a quién decírselo? ¿A mi madre, a mi padre? No, no es posible. ¿A Mattia? No lo entendería. ¡Ah, a tío Martinu!».

Respiró. Tío Martinu, mientras tanto, miraba solemnemente, desde arriba a la novia, mientras tío Portolu hacía las presentaciones, riendo con su risa forzada y cáustica.

—¡Eh, eh, jabalí canoso!, ¿ves a la novia de Pietro? Se llama Maddalena, y sabe hilar y coser, y nunca nadie ha tenido nada que decir de ella. Mírala, la blanca paloma. ¿No hueles que emana perfume de rosas? Y ésta es Arrita Scada, la vieja paloma, ¿la ves, Martinu Monne?

—La veo.

—Buenos días —dijo Arrita, mirando con curiosidad al viejo—. Usted es de Orune, ¿no es verdad? ¿Está en la tanca de Fulano?

—Soy de Orune, estoy en la tanca de Fulano.

—¡Ya hablaréis después! —gritó tío Portolu—. Ahora vamos a beber la cuajada y a comer requesón. ¡Vamos, vamos, aprisa!

—El sol acaba de salir, no es hora de beber cuajada —dijo Maddalena, riendo.

—Hija mía —sentenció tía Arrita—, hay que comer y beber cuando se nos invita, esté el sol alto o esté bajo.

—¡Eh, eh, Martinu Monne!, ¿oyes a la vieja paloma? ¿No te he dicho que era sabia como el agua?

Entraron en la cabaña, donde estaba Mattia con el cabrito a un lado y el gato al otro, luego llegó Pietro y el cuadro quedó completo. Las mujeres se sentaron en escabeles de corcho. Elías, silencioso, pero no triste, distribuyó los corcajos[13] de uña de oveja, y tío Portolu destapó los malunes llenos de cuajada y de leche. Tío Martinu dominaba la escena y contemplaba obstinadamente a Maddalena.

Comieron y bebieron en abundancia; la cuajada era exquisita y tío Portolu se hubiese ofendido si los invitados no hubieran apurado sus malunes.

En seguida, después del desayuno, empezaron el trabajo. Cogían las ovejas, las ataban, las tendían en la hierba, sin que opusieran la más leve resistencia, y Mattia y Elías las esquilaban diestramente, con grandes tijeras de muelle. La lana enmarañada y sucia se amontonaba en el suelo, y las ovejas, una vez liberadas del lazo, volvían a pastar, empequeñecidas, tranquilas.

Las mujeres, como de costumbre, preparaban la comida, reservando a tío Portolu el asado del cordero; Maddalena, sin embargo, seguía obstinadamente a Elías, como atraída por un hilo mágico, y cada vez que él levantaba los ojos, encontraba los de ella, que parecían quererlo fascinar. De repente, se encontraron solos: Pietro se había ido a la cabaña. Mattia perseguía a una oveja más reacia que las demás y tío Martinu se alejó para ayudarle.

Elías tuvo un instante de desfallecimiento, de miedo, de placer indecible, al encontrarse solo con Maddalena; solos entre la hierba y los altos cardos floridos. El corazón le latió con fuerza y un vértigo de deseo pasó como un torbellino por todo su ser cuando sus ojos encontraron los ojos apasionados y suplicantes de Maddalena.

«¡Sálvame! ¡Sálvanos! —le decía aquella mirada—. Tú me amas, yo te amo, he venido para pedirte que me salves y nos salves. ¡Elías, Elías!».

Pero él creía que se perdía y que la perdía si seguía allí solo mirándola: hizo un esfuerzo y miró a lo lejos. La oveja corría por la hierba, perseguida por tío Martinu y por Mattia, que intentaban empujarla hacia una breña.

—¡Qué estúpidos! —dijo Elías—. Si hubiese ido yo, a estas horas estaría ya esquilada.

Y salió corriendo, dejando a Maddalena sola, al sol, entre la hierba y los altos cardos floridos; sola, con los párpados de madonna bajos, con resignado dolor.

—Tío Martinu —dijo Elías al viejo, mientras Mattia iba delante de ellos, cerca ya de la oveja reluctante—, hágame un favor, tío Martinu mío, no me deje solo ni un solo instante con aquella muchacha.

Hablaba quedo, un poco ansioso, un poco avergonzado, con los ojos bajos.

Tío Martinu lo miró desde arriba, largamente, intensamente. Comprendió y no dijo nada.

—Se lo diré… esta noche… No piense mal, tío Martinu mío —dijo Elías levantando los ojos—. Me fío de usted más que de mi padre.

Tío Martinu no contestó, no se conmovió, no sonrió; sólo le golpeó la espalda con la mano, y durante todo el día le siguió paso a paso, como una sombra.

La comida fue alegre y ruidosa. Tío Portolu anunció a tío Martinu que Maddalena y Prededdu se casarían dentro de poco, después de la cosecha del trigo. Pero al viejo no pareció alegrarle demasiado esta noticia.

Las mujeres y Pietro se marcharon hacia el crepúsculo. Maddalena parecía alegre, reía, bromeaba, se dirigía a Pietro con continuas sonrisas y ya no hacía ningún caso a Elías. Pero Elías, empujado también un poco por su amor propio, no se dejaba engañar por aquella falsa alegría.

«Me creerá un estúpido —pensaba—. Y bien, tanto mejor, pero si supiera…, si supiera…».

A veces le parecía que el corazón se le partía y tenía locos deseos de sollozar fuertemente, de gritar, de golpearse con los puños la frente. Mientras tanto, el carro se alejaba, y las manchas sangrientas de los corpiños de las mujeres, y la figura blanca y negra de Pietro, desaparecían allá abajo, en el verde fondo de la tanca, en las rosadas lejanías del crepúsculo. Adiós, adiós. Ya no volverá a verla así, libre y enamorada, en la soledad de la tanca, palpitante de amor junto a él, como en aquella mañana de primavera.

Todo estaba acabado.

El carro desapareció lejos y todo fue silencio, todo fue vacío alrededor de Elías.

Pero al volverse para regresar a la cabaña, vio a tío Martinu que le esperaba.

—Yo me voy —dijo el viejo—. ¿Quieres acompañarme, Elías?

—Vamos.

Se fueron. El sol se había ocultado, y los bosques y las lejanías callaban bajo un cielo totalmente rosa, de un rosa denso, casi violado. Toda la tanca, las breñas brillantes, la hierba inmóvil, las rocas y el agua, reflejaban aquella cálida luminosidad de rosa peonía. Era una paz casi religiosa, como de iglesia iluminada por cirios encendidos. Tío Martinu y Elías atravesaron en silencio toda la tanca y fueron a sentarse en el muro, serios y graves.

Elías se sentía triste, no sabía cómo empezar, y se miraba obstinadamente las manos. Tío Martinu comprendió en qué estado de ánimo se encontraba su joven amigo y procuró sacarle de apuros.

—Elías Portolu —dijo gravemente—, yo sé lo que quieres decirme. Maddalena está enamorada de ti.

—¡Calle! —dijo Elías, asustado, cogiéndole el brazo—. ¡Cada pequeña mata tiene sus orejitas[14]! —añadió en seguida, para excusar su turbación.

—Sí —contestó con voz grave el Padre de la Selva—, cada pequeña breña, cada árbol, cada piedra tiene oídos. ¿Y qué? Lo que he dicho y diré lo puede escuchar cualquiera, empezando por Dios, que está ahí arriba, y terminando por el más miserable criado. María Maddalena te quiere, tú la quieres; uníos en Dios, porque Él os ha creado el uno para el otro.

Elías lo contemplaba como en sueños, recordaba el coloquio con el padre Porcheddu, los consejos, las advertencias que había recibido en aquella inolvidable noche de san Francisco. ¿A quién hacer caso?

—Pero ¡es la novia de mi hermano, tío Martinu!

—¿Y qué, si es la novia de tu hermano? ¿Le quiere, acaso? No. Por tanto, no es suya y nunca será suya según la ley del Señor. El matrimonio por amor es el matrimonio de Dios, el matrimonio por conveniencia es el matrimonio del Diablo. Sálvate, Elías Portolu, y salva a la paloma, como la llama tu padre. María Maddalena aceptó a Pietro porque se lo impusieron, porque tenía grano, porque tenía cebada, habas, casa, bueyes, tierras. El Diablo trabajaba. Pero Dios había destinado las cosas de otra manera. Te hizo volver, te hizo encontrar a la muchacha. Os habéis visto, os habéis amado, aún sabiendo que, según los prejuicios de los hombres, no podíais ni siquiera miraros. ¿No ves en esto una fuerza superior al hombre, que le señala su camino? ¿No ves la mano de Dios? Piénsalo bien, Elías Portolu, piénsalo. ¿Lo has pensado?

—Es verdad. Pero Pietro es mi hermano.

—Todos somos hermanos, Elías Portolu. Pietro no es un estúpido, él se aviene a razones. Ve, dile: «Hermano mío, yo quiero a tu novia y ella me quiere. ¿Qué piensas hacer? ¿Quieres que sean felices tu hermano y esa otra criatura inocente?».

Elías sintió frío al solo pensamiento de hablar así a su hermano, y movió la cabeza con dolor y con terror.

—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Pietro me mataría, tío Martinu!

—Según yo creo, lo que tienes es miedo.

—Sí, ¿por qué ocultarlo? Tengo miedo, pero no de la muerte. Es que también Maddalena se perdería, y Pietro, y toda mi familia. Pero no es solamente esta espina la que llevo en el corazón, tío Martinu. Es que yo amo a mi hermano y no quiero, aún admitiendo que se resignara, que sea infeliz.

—Pietro podría resignarse más fácilmente que tú; tiene un carácter distinto del tuyo. Yo comprendo tus buenos sentimientos, Elías Portolu, pero no los apruebo. Piensa en las consecuencias, ¿lo has pensado? Maddalena te ama perdidamente, yo se lo he leído en los ojos. Si tú callas, se casará con Pietro, irá a tu casa y acabaréis perdiéndoos, porque la naturaleza humana es frágil. ¿Lo oyes, Elías Portolu? ¿Lo has pensado? La tentación se vence hoy, se vence mañana, pero pasado mañana acaba por vencer ella, porque nosotros no somos de piedra. ¿Lo has pensado, Elías Portolu?

—¡Es verdad, es verdad! —dijo Elías con los ojos llenos de terror.

Callaron un momento. A su alrededor el silencio era intenso, infinito. La sombra caía sobre los bosques; el cielo, color de peonía, palidecía en tiernos matices de violeta. Y, de repente, Elías sintió que aquella paz antigua le penetraba hasta el corazón.

—Pero yo —dijo con vanidad— me iré de casa.

—¿Te casarás? Mira que eso sería peor.

—No, nunca me casaré.

—¿Qué harás, pues?

—Me haré cura. ¿No se asombra usted, tío Martinu?

—Yo no me asombro de nada.

—¿Qué me aconseja, pues? En el sueño que le conté y que tuve la primera noche de mi regreso, usted me aconsejaba que me hiciera cura.

—Una cosa es el sueño y otra es la realidad, Elías Portolu. Yo no te desaconsejo de hacerlo si tienes vocación, pero te digo que tampoco eso te salvará. Somos hombres, Elías, hombres frágiles como cañas; piénsalo bien.

—¿Qué me aconseja, pues?

—El consejo ya te lo he dado. Ve, vuelve al pueblo, habla con tu hermano…

—¡Nunca…, nunca… con él!

—Pues bien, habla con tu madre. Es una santa mujer: pondrá el bálsamo sobre cada herida.

—Pues bien, sí, iré —dijo Elías con súbito arrebato.

Se había decidido, y un relámpago de alegría le brilló en los ojos. Se levantó, dio algunos pasos. Hubiera querido marcharse en seguida, librarse inmediatamente de aquella pesadilla que le aplastaba. Le parecía todo tan fácil, todo arreglado, y durante unos momentos experimentó una felicidad tan intensa como nunca la había sentido en su vida.

—Bien, no pierdas tiempo —le dijo tío Martinu—. Ve mañana mismo, habla, no tengas escrúpulos ni prejuicios. Te espero aquí mañana a esta hora. Me dirás qué has hecho.

—Iré y vendré, tío Martinu. Buenas noches, y gracias, tío Martinu.

—Buenas noches, Elías Portolu.

Al día siguiente, a la misma hora, los dos hombres se encontraron en el mismo sitio, cerca del muro de la tanca. Alrededor había el mismo silencio, puro, infinito. El crepúsculo incendiaba las últimas lindes del bosque, una garza cantaba en la lejanía. Pero Elías estaba triste, deshecho, con el rostro lleno de tristeza y de sufrimiento, como en los primeros días de su regreso.

—Tío Martinu mío —dijo—, ¡si supiera usted cómo han ido las cosas! Es inútil, no puedo, no puedo hablar, ni con mi madre ni con nadie. Ayer por la noche estaba decidido, me parecía tener un corazón de león, o, por mejor decir una cara dura de cuero. Pues bien, me acuesto, me duermo, y en el sueño me parece que estoy en casa, que hablo con mi madre… Todo me parecía fácil. Me despierto, salgo, llego a casa, y seguía sintiéndome alegre, lleno de esperanza y de dolor. Llamo a mi madre aparte y siento que me suben a los labios las palabras que ya había preparado. Ella me mira, y he aquí que de improviso siento que me late con fuerza el corazón y que un nudo me cierra la garganta. ¡Ah, no, tío Martinu mío!, es imposible, yo no puedo hablar aunque quisiera. Podría cometer un delito, pero revelar «esa cosa» a mis padres, no. No es posible.

—Inténtalo de nuevo —dijo el viejo.

Pero Elías hizo un gesto de repulsión, casi de rebeldía.

—¡Ah, no! —dijo en voz alta—. No me tiente, tío Martinu mío. Es una cosa superior a mis fuerzas: podría ir mil veces sin que nunca lo lograra.

—Es verdad —dijo el viejo, y pareció asaltado por un recuerdo—. Me acuerdo de un hecho… —añadió poco después—. Verdaderamente, era una cosa mucho más grave, pero el hombre era bastante más fuerte que tú, valeroso, sin prejuicios y violento. Tenía que cometer un delito (y había ya cometido otros): tenía que matar a un hombre honrado. Le parecía una cosa natural, facilísima, y en el fondo de su corazón estaba más que decidido. Llega el día, la hora designada: él va a casa del hombre honrado, le encuentra cenando, puede matarlo sin ningún peligro, pero el hombre honrado le mira y basta con eso para que el otro no pueda levantar el brazo. Y esto sucedió dos, tres, diez veces.

Mientras el viejo hablaba, Elías lo devoraba con los ojos, olvidando su afán al escuchar aquella historia. ¡Ah!, él conocía ya aquella historia, y no solamente eso, sino que, además, sabía que el hombre violento era el mismo tío Martinu. Por otra parte, todos conocían desde hacía años aquel hecho, y añadían que el hombre honrado, que había acabado por saberlo también, llamó a tío Martinu, le dio trabajo, le hizo pastor suyo y más tarde guardián de sus tancas. Desde entonces el tío Martinu se había convertido en el brazo derecho, en el criado más fiel del hombre al que quería matar.

Y Elías experimentó una sensación de descanso. En el fondo se avergonzaba de su debilidad y de sus continuas indecisiones, pero si un hombre de hierro como tío Martinu Monne en su orgullosa juventud no había conseguido vencer la fuerza de una mirada honrada, ¿cómo podía él, pobre y débil niño, vencer el horror de la confesión a los suyos de aquello que le parecía un delito?

—El hecho que te he contado —añadió el viejo— no tiene, sin duda, comparación con tu historia, pero demuestra igualmente cómo por encima de nosotros hay una fuerza que no podemos vencer. Sin embargo, si puedes, Elías Portolu, ¡procura hacer algo!

—¡Yo no puedo hacer nada, tío Martinu! —dijo Elías, descorazonado.

—Acaso deseas que me entrometa yo… —comenzó a decir el viejo, pensativo, después de un breve silencio; pero Elías le oprimió el brazo y protestó airadamente.

—¡Nunca, tío Martinu! ¡Nunca, nunca! ¡Ah!, no me haga la ofensa de creer que ni siquiera había pensado en ello. No solamente eso, tío Martinu, sino que si usted revela mi secreto, yo no le miraré nunca más a la cara.

—Tienes razón, no es conveniente. ¡Cierto!

—¿Qué me aconseja, pues?

—Ya te he aconsejado, Elías Portolu. Haz algo, muévete, sé previsor.

—Yo preveo, tío Martinu. Dejaré seguir su curso a los acontecimientos. Luego, si no puedo resistir, haré todo cuanto le dije ayer.

—Y harás mal —dijo el viejo, levantándose—. Prueba por todos lados, Elías, hijo mío. El hecho que te conté terminó bien por la indecisión de un hombre, pero el tuyo podría acabar mal. Tú sabes escribir, pues bien, escribe, porque tu hermano sabe leer. Entendeos, preved el futuro. Yo no te digo más.

Una luz de esperanza relampagueó de nuevo en los ojos de Elías.

—Sí. Escribiré.

Se separaron sin quedar citados de nuevo, y Elías se encaminó hacia la cabaña, con el corazón un poco tranquilizado.

«Sí, sí —repetía entre sí—, escribiré a Pietro como hacen los señores. Se lo diré todo, y él es razonable y me escuchará. Tengo pluma y papel. Daré la carta a Mattia…; no, la llevaré yo mismo, se la daré a mi madre para que se la entregue en su mano. Sí, está bien así».

Durante muchas horas, aquella noche, pensó y repensó en cómo escribiría la carta; sabía ya cómo empezarla y cómo terminarla; lo demás era fácil. También a la mañana siguiente se despertó obstinadamente firme en su propósito, y apenas pudo fue a su lugar favorito, donde había escondido sus libros, la pluma y una caña llena de tinta, y lo preparó todo. Se sentó junto a una piedra, alta, buscó la mejor postura —la postura era excelente para poder escribir con comodidad— y luego se quedó un poco pensativo.

El arroyuelo murmuraba junto a él, entre los juncos; una brisa agradable serpenteaba entre los saúcos y las altas hierbas, despertando en ellos largos susurros. Vagos rumores, difuminados, próximos, lejanos, animaban la tanca bajo la cerúlea luminosidad de la mañana.

Elías pensaba, con sus manos ya un poco morenas inmóviles sobre la hoja de papel extendida sobre la piedra. De repente levantó la cabeza y se quedó como escuchando una voz lejana; luego cogió el papel, la pluma, el tubo de caña, lo puso de nuevo todo en el escondrijo y regresó hacia la cabaña. No podía vencer la fuerza superior de que le había hablado tío Martinu.