CAPÍTULO III

Lentamente los rumores se apagaron y todo fue silencio sobre aquella especie de clan dormido. Elías entró y se tumbó al lado de Pietro, sobre el mismo haz de hierbas, que exhalaba un acre perfume. Toda la cumbissia estaba llena de yacijas de hierba; algún fuego brillaba todavía, proyectando trémulas claridades rojizas sobre aquel gran cuadro silencioso. Se veía de cuando en cuando una larga barba, un vestido de lana, una cara de mujer, una silla de montar, un perro acurrucado junto al hogar, un fusil colgado de la pared. Elías no podía dormir, le parecía que respiraba el aliento de Maddalena, tendida entre tía Annedda y tío Portolu y seguía sintiendo un desesperado deseo de ella, pero lo combatía.

«No, no temas, hermano mío —decía mentalmente, dirigiéndose a Pietro—; aunque se arrojara a mis brazos, yo la rechazaría. No la quiero: es tuya. Si fuera de otro, aún a costa de volver a “aquel sitio”, se la quitaría, pero es tuya. Duerme contento, hermano mío. También yo me casaré, pronto, en seguida. Pediré a Paska, la hija del prior».

«Y bien —pensaba luego—, soy un idiota. ¿Qué necesidad tengo de casarme, qué necesidad hay de pensar en las mujeres? También se puede vivir sin mujeres. ¿No he vivido tres años sin ni siquiera verlas? ¿Tal vez por eso, apenas vuelvo, la primera que veo me enamora? Pero yo soy un loco; dejemos estar a las mujeres que me hacen enloquecer. Durmamos».

Pero daba vueltas y más vueltas y no podía conciliar el sueño. Así pasó casi toda la noche y fue de los primeros en despertarse. Por el ventanuco abierto sobre un fondo plateado penetraba el frescor rosado de la aurora. Tía Annedda y Maddalena, todavía soñolientas, preparaban ya el café. Elías se levantó, pálido como un cadáver, con los cabellos enmarañados y la garganta seca.

—Buenos días —dijo Maddalena, sonriéndole—. Mire, tía Annedda, su hijo tiene la cara del color de la cera. Déle en seguida el café.

—¿Te encuentras mal, hijo mío?

—Creo que me he enfriado —dijo él con voz ronca, carraspeando—. Déme de beber. ¿Dónde está nuestro cántaro?

Buscó, cogió el cántaro y bebió largo rato ávidamente. Maddalena le miraba y se reía.

—¿Por qué te ríes? —dijo él, dejando el cántaro—. ¿Porque bebo en cuanto me levanto? Eso significa que ayer por la noche me emborraché. Y que el vino se ha hecho para los hombres…

—Tú no eres un hombre —intervino tío Portolu, que había ya bebido aguardiente—; tú eres un muñeco de queso tierno; basta con que una mujeruca te sople, puf…, para que caigas al suelo, muerto, deshecho.

—Bueno, sea —dijo Elías, despechado—; basta que una mujerzuela me sople para que yo caiga muerto, pero dejadme todos en paz.

—¡Ah, qué terrible mal humor tienes! —exclamó Maddalena—. ¿Tal vez porque estoy yo?

—Sí; precisamente, porque estás tú.

—¡La paloma! —gritó tío Portolu, abriendo los brazos—, la paloma, que alegra los sitios por donde pasa, y mi hijo, este muñeco de ojos de gato, ¿dice que lo pone de mal humor? Ve, ve, ve, hazme el favor; vete de aquí, ¡hijo del Diablo! Si estás de mal humor, ¡vete al cuerno! Pero lo que sí es seguro es que tú a tío Portolu nunca le traerás otra cosa como ésta para que le alegre la casa.

Estas palabras hirieron a Elías en el corazón, porque de repente se acordó de que Maddalena tenía que ir a vivir a su casa, dentro de pocas semanas, cuando fuera la mujer de Pietro. ¡Ah, qué martirio sería! No, él no lo soportaría.

—Bebe el café, hijo mío —dijo tía Annedda—. Toma este bizcocho; alégrate, porque estamos en la fiesta, y san Francisco se ofende si nos ponemos tristes.

—Pero si yo estoy alegre, madre mía; estoy alegre como un pájaro. ¡Eh! —gritó luego, dirigiéndose hacia el hogar del prior—, buenos días, pascua florida.

Después, aquel día ni al siguiente nada interesante sucedió en el hogar de los Portolu. La víspera de la fiesta llegó mucha gente de Nuoro y de los pueblos cercanos. De Lula especialmente, por el sendero empinado, cortado en la montaña entre luminosas manchas de retama florida, bajaban largas hileras de mujeres vestidas con un traje un poco caricaturesco, con la cabeza exageradamente alargada por una cofia puesta debajo del gran pañuelo rayado, con las pesadas faldas cortísimas, con los largos rosarios de los que pendían extraños adornos de plata.

También los Portolu tuvieron muchos huéspedes, y Elías y Pietro estuvieron todo el día con los jóvenes de Nuoro que habían llegado para la fiesta. Todos se emborracharon hasta perder la razón, cantaron, bailaron, gritaron. Había momentos en que Elías parecía enloquecido; reía hasta ponerse amoratado, centelleaban sus ojos verdes, y emitía extraños gritos de alegría, unos largos uaih guturales, que parecían gritos de guerra de algún guerrero salvaje.

Maddalena, que ayudaba a tía Annedda a preparar las comidas, a servir vino y café a los invitados, le miraba de cuando en cuando de soslayo y murmuraba:

—Está muy alegre su hijo, tía Anne; mire qué colorado está. ¡Cómo se ríe!

Tía Annedda miraba a Elías, suspiraba y sentía una espina clavada en el corazón. Y un momento que tuvo libre entró en la iglesia y rezó:

Santu Franziscu meu, san Francisco hermoso, sácame esta espina del corazón. Elías, mi hijo, está volviendo a la mala vida. Se emborracha, ya no es el que era. ¡Parecía tan bueno cuando volvió y prometía tantas cosas! Ten piedad de nosotros, san Francisco mío, pequeño san Francisco; hazle ir por el buen camino, conviértele, sepárale de los vicios, de los malos compañeros, de las cosas del mundo. San Francisco, hermano mío, ¡concédeme esta gracia!

El gran santo, severo, casi cruel, escuchaba desde lo alto de su altar, toscamente adornado con flamantes flores de todas las estaciones. Y pareció haber oído la plegaria de tía Annedda, porque aquella misma noche, cenando, Elías manifestó una idea suya. Se hablaba de padre Porcheddu; algunos le criticaban; otros se burlaban de él.

Elías, todavía borracho, es verdad, pero no mucho, se puso a defender a su amigo, y luego dijo:

—Ladrad si queréis, perros roñosos, desvariad; él se ríe de vosotros, él está mejor que el Papa. Y también yo me meteré a cura.

Todos se rieron. Elías siguió:

—¿Por qué os reís, muertos de hambre, perros roñosos, animales, que no sois otra cosa que animales? Pues bien: sí, me haré cura. ¿Total, qué? El latín lo sé leer. Y espero llevaros a todos el viático y enterraros, muertos de hambre.

—¿A mí también, hermano mío? —gritó Pietro.

—Sí, a ti también.

Y Maddalena:

—¿A mí también?

—¡También a ti! —gritó Elías, excitado—. Y a ti, ¿por qué no? ¿Porque eres una mujer? Para mí, hombres y mujeres son todos la misma cosa; es más, las mujeres son más despreciables que los hombres.

—Esto no importa ahora —dijo tío Portolu, que escuchaba con mucha atención las palabras de Elías—. Volvamos al tema. Así pues, ¿quisieras meterte a cura?

—¡Así parece! —gritó Elías sirviéndose de beber—. Bebed, bebed; servid, brindemos.

Se llenaron los vasos.

—Poco a poco —gritó tío Portolu, entre la alegría general—. Razonemos antes de beber…

—Quien no bebe no es hombre, padre mío —dijo Pietro, repitiendo el axioma tantas veces pronunciado por su padre.

Pero éste se enfadó en serio y, más que hablando, gritó:

—¡Hasta las bestias razonan, hijo del Diablo! Y tú, respeta a tu padre, y da gracias a la presencia de estos amigos y de esta paloma, porque si no te daría tantos bofetones como pelos tienes en la cabeza.

—¡Bum, bum, tío Portolu! ¡Eso es demasiado! ¡Hablar así a un novio!

—Maddalena mía, muerto soy si no me ayudas —gritó Pietro, riendo.

—¡Paloma, ayúdalo! —dijo tío Portolu, con ironía.

Luego se dirigió de nuevo a Elías y le preguntó si de verdad había hablado en serio. Pero Elías bebía, reía, gritaba, y no contestó, y el anuncio de su extravagante propósito se había ya desvanecido entre la rumorosa alegría de los convidados.

Pero alguien lo había acogido con emoción: tía Annedda. Ésta callaba, un tanto por compostura, otro tanto porque no conseguía entender bien lo que se decía; pero miraba a su alrededor con ojos atentos. Maddalena le acercaba de cuando en cuando la cara a la oreja y le repetía parte de la conversación. Tía Annedda asentía con la cabeza y sonreía. ¡Ah, si Elías hubiese hablado en serio! Pero ¿sería posible? ¡Un milagro tan grande! ¡Ah!, pero san Francisco podía hacer aquel y otros milagros. Elías era todavía joven, podía estudiar, podía salir adelante. Y aquél era su camino, el camino del Señor, porque si se quedaba en el mundo, era joven perdido. Tía Annedda pensaba así porque conocía a su hijo.

En cuanto tuvo tiempo, tía Annedda entró en la iglesia para dar las gracias al santo por la idea sugerida a Elías. Era de noche; las lámparas oscilaban delante del altar, esparciendo sombras y luces trémulas por la iglesia desierta. El gran santo, oscuro, parecía adormecido entre sus flores. Tía Annedda se arrodilló, luego se sentó en el fondo de la iglesia, rezando. Su pensamiento seguía puesto en Elías: le parecía ver ya a su hijo sacerdote, le parecía recibir ya los dones de trigo, las anforillas devino tapadas con flores, las tortas y los gattòs[10] que los amigos regalarían al cura novicio.

Mientras así soñaba y rezaba, vio entrar a Maddalena. La joven iba a buscarla, se le acercó y se sentó a su lado.

—¡Ah, está usted aquí! —dijo—. La buscábamos, y de repente he pensado que estaría usted aquí.

—Iré dentro de poco.

—Me quedo también un rato.

Callaron. Desde el patio llegaban confusos rumores, cantos y melodías melancólicas, vibrantes en la noche pura. Una voz armoniosa de tenor cantaba en la lejanía, entre el coro triste y acompasado del acompañamiento vocal de los cantos de Nuoro. Y aquellos cantos nostálgicos y sonoros, que parecían impregnados de la solemne tristeza de los brezales, de la noche, de la soledad, subían, se expandían, a través de los rumores de la muchedumbre, floreciendo el aire de ensueños.

Maddalena escuchaba, presa de una profunda tristeza. A veces le parecía reconocer aquella voz. ¿Era Pietro? ¿Era Elías? No lo sabía, no lo sabía, pero aquella voz y aquel canto entrañable difuminados en la noche le producían una voluptuosidad triste, casi morbosa. Y tía Annedda continuaba en su sueño, en su plegaria, sin advertir que Maddalena se estremecía y palpitaba a su lado como si fuera realmente una paloma en celo.

Pero de repente, los pensamientos de las dos mujeres interrumpieron su curso: un hombre entraba y avanzaba con paso incierto hacia el altar. Era la persona que ocupaba por entero el pensamiento de ambas mujeres: Elías. Elías se arrodilló en las gradas del altar, con la barretina sobre el hombro derecho, y empezó a golpearse el pecho, la cabeza y a gemir sordamente. La luz rojiza, oscilante, de la lámpara le iluminaba desde arriba, dando un brillante reflejo a sus cabellos; pero él no pensaba que pudieran verle y proseguía en su fervor doloroso, gimiendo y golpeándose el pecho y la frente.

Las dos mujeres le miraban conteniendo la respiración, y tía Annedda se sentía casi feliz por el dolor de su hijo.

«Se arrepiente de haberse emborrachado —pensaba—, hace buenos propósitos: bendito seas, san Francisco mío, pequeño san Francisco mío».

—Ven, salgamos; podría vernos y avergonzarse —dijo en voz baja a Maddalena, sacándola de la iglesia.

—¿Qué tiene Elías? —preguntó Maddalena, turbada.

—Se arrepiente del exceso que ha hecho; es muy devoto, hijita mía.

—¡Ah!

—Algunas veces es impetuoso, pero es un joven de conciencia, hijita mía; de mucha conciencia.

—¡Ah!

—Sí, de mucha conciencia, hijita mía. Puede ser que caiga en la tentación, porque, como tú sabes, el Diablo está siempre alerta a nuestro alrededor; pero Elías sabe combatirlo y se moriría antes de cometer un pecado mortal. A veces la tentación le vence en pequeñas cosas, como hoy; ya has visto cómo se ha emborrachado y cómo ha hablado mal; pero luego se arrepiente amargamente.

—¡Ah! —dijo Maddalena por tercera vez, y no sabía por qué, pero sentía que los ojos le ardían, llenos de lágrimas.

Atravesaron el patio y volvieron a entrar en la cumbissia, donde tío Portolu, Pietro y los amigos, sentados en el suelo, en torno al hogar, cantaban y jugaban. Maddalena se sentó en la penumbra, junto al ventanuco, más seria y compuesta que de costumbre. Pietro se le acercó y la miró intensamente.

—Estás seria, Maddalena. ¿Por qué? ¿Has visto a Elías? ¿Te ha dicho algo?

—No, no lo he visto.

—Está de mal humor. Déjale que diga, ¿sabes?, no le hagas caso, trata a todos igual.

—¡No me importa! —exclamó ella, con vivacidad—. Además, no me ha dicho nada incorrecto.

—¡Además, tú eres prudente! ¿No es verdad que eres prudente? —dijo Pietro, acariciador, pasándole una mano por la espalda.

—¡Déjame! —dijo ella, de mala manera—. Ve y juega.

—No, yo me quedo aquí, Maddalena.

—¡Vete!

—¡No!

—Tío Portolu, diga a su hijo que vuelva a jugar.

—Pietro, hijo mío, deja en paz a la paloma. Ven aquí, ¡en seguida! ¿O quieres que me levante con el bastón y me haga obedecer?

Pietro volvió a ocupar su sitio.

—¡Vaya, vaya, el viejo zorro se hace obedecer! —dijo alguien.

Maddalena se volvió hacia la ventana y miró afuera, con el pensamiento ausente de la escena rumorosa que se desarrollaba a sus espaldas, con sus bellos ojos perdidos en un triste sueño. Era la noche tibia y velada. La luna navegaba hacia el Sur por un lago de vapores plateados. Las negras matas de los brezales, difuminados sobre fondos cenicientos, olían más que de costumbre.

Maddalena pensaba en Elías, y de aquí que, por segunda vez, como inconscientemente evocada por el pensamiento de la muchacha, la figura de Elías surgió ante ella. Pasó por debajo de la ventana y se alejó en aquel resplandor vaporoso de luna. ¿Adónde iba? ¿Adónde iba Elías? Maddalena sintió un nudo de lágrimas que le subía a los ojos y un estremecimiento que le recorrió las entrañas y le llenó la garganta.

Hubiese querido arrojarse por la ventana, correr detrás de Elías y envolverlo y ahogarlo con su pasión. Pero él desapareció, lejano, y ella se tragó secretamente sus lágrimas. Elías había hecho una promesa, había dicho mentalmente a su hermano:

«Duerme contento, Pietro, hermano mío; es tuya, y, aunque se arrojara a mis brazos, yo la rechazaría».

Desvanecidos los vapores del vino, se sentía fuerte, y después de la crisis que le había arrastrado a los pies del santo, casi alegre. Todos los desesperados proyectos que, fermentados por el licor y por las miradas de Maddalena, se habían arremolinado aquel día en su cerebro —la idea de hacerse cura, la idea de pedir por esposa a la hija del prior—, se habían evaporado con la embriaguez. Ahora se sentía tranquilo, y, además, un poco avergonzado de cuanto había pensado y dicho durante aquella turbia jornada.

Fue a ver a los caballos, que pacían tranquilos a la luz de la luna; los llevó a abrevar y luego hacia la iglesia.

«Mañana volvemos —pensaba—. Pasado mañana, hacia la majada. Me quedaré meses enteros fuera de la ciudad, con mi padre, con aquel simple de Mattia, con los amigos pastores. ¡Qué buena vida! Cuando esté solo, allá abajo, todos los días, todas estas tonterías me parecerán un sueño. ¡Bah!, las fiestas son bonitas y los santos son buenos; pero el vino, la gente, la diversión, encienden la sangre, y si uno no es juicioso, muy juicioso, puede cometer grandes errores y caer en la tentación. Bueno, vaya, ahora voy, me acuesto y duermo, porque la noche pasada no he reposado nada; luego, mañana…, en marcha…, y pasado mañana nos vamos lejos, lejos. ¡Eh!, Elías Portolu, ¿tienes miedo de ti…? Pero ¿qué veo allí? Un hombre que duerme bajo una mata. No, no es un hombre. ¿Qué es, pues? Sí, es un hombre… ¡Oh, padre Porcheddu…!».

Se inclinó lleno de asombro y sacudió al durmiente.

—¡Eh, eh, padre Porcheddu! ¿Qué es esto? ¿Por qué está aquí? ¿No sabe que este aire le podría perjudicar, y que hay culebras y muchos insectos entre la hierba?

Después de muchas sacudidas vigorosas, el padre Porcheddu se despertó asustado. Le costó trabajo reconocer a Elías, abrió varias veces los ojos, pero finalmente se recobró y se levantó.

—Vaya, vaya, he salido después de cenar, quería pasear, pero me parece que me he dormido.

—¡También me lo parece a mí! Si no le hubiese visto, se habría quedado aquí hasta sabe Dios cuándo, y quién sabe que nos hubiéramos asustado al no verle regresar.

—¡No creas que haya bebido mucho, querido amigo mío, no! He salido a ver la luna y me he sentado aquí. ¿Tú no sabes que yo he sido una vez poeta?

—¡Oh!, ¡oh!

—¿Nos sentamos un poco aquí? Mira qué hermosa noche. Sí, he sido poeta, y he impreso una poesía, pero como esta poesía era de amor, ¿qué me dice monseñor? Me manda que deje de escribir, que estas cosas no son propias de un sacerdote.

—¿Y usted, padre Porcheddu…?

—Yo he dejado de escribir, hijo mío, yo sé que tú me tienes por un loco…

—¡Padre Porcheddu!

—… un loco, pero soy un loco que no hace daño a nadie, y mucho menos a sí mismo. He sabido siempre vivir, he sido alegre, pero prudente. Así, aquella vez dejé de escribir, pero me ha quedado la costumbre, a veces, de fantasear. Mira qué hermosa noche, hijo mío. Es una de aquellas noches que invitan a pensar, a considerar la propia vida, a arrepentirse del daño hecho, a hacer buenos propósitos para el porvenir. Tú eres inteligente, Elías Portolu, no eres un pastor cualquiera y has estudiado y sufrido y puedes comprender estas cosas.

—Es verdad —dijo Elías con voz profunda.

Padre Porcheddu, con el rostro vuelto hacia el cielo, miraba la luna. También levantó los ojos, miró hacia arriba; se sentía extrañamente enternecido.

—Eso es, hijo mío —prosiguió el otro—; tú entiendes todas estas cosas. Yo he comprendido que eres inteligente, y tú miras a la luna, no para adivinar las horas, como todos los pastores, sino con un sentimiento alto, solemne —Elías, a pesar de todo, no comprendió bien estas últimas palabras—. También tú, acaso, eres un poco poeta y podrías hacer poesías de amor…

—Eso no, padre Porcheddu.

El padre Porcheddu calló durante unos momentos, pensativo, grave; luego murmuró una cuarteta en dialecto. Era una «invocación al mes de mayo»:

Maju, maju, bene eni.

Cun tottu sole e amore,

Cun sa parma e cun su fiore,

E cun sa margaritina[11]

Y Elías no dejaba de mirar la luna, preguntándose si sería capaz de componer una poesía para… Maddalena. ¡Ah, se estaba abandonando, y el demonio recobraba su dominio…! Pero la voz del padre Porcheddu resonó, un poco grave, un tanto trémula, baja y, sin embargo, vibrante, en aquel gran silencio de luna velada, de brezal desierto oloroso.

—Tú miras a la luna, Elías Portolu; tú piensas en hacer una poesía… Ya está, lo he adivinado. Tú estas enamorado.

—¡Padre Porcheddu…! —dijo Elías asustado, bajando la cabeza.

Notó de repente que aquel hombre que estaba a su lado sabía su doloroso secreto, y se ruborizó de vergüenza y de cólera. Hubiera querido arrojarse sobre el padre Porcheddu y destrozarlo.

—Tú estás enamorado de Maddalena. ¡Vamos, no te ruborices y no te enojes, hijo mío! Yo lo he adivinado, pero no te asustes, no creas que todos comprenden estas cosas como las comprende el padre Porcheddu. Y bien, ¿qué vergüenza hay en ello? Ella es una mujer y tú eres un hombre, y como eres un hombre estás sometido a las pasiones humanas, a las tentaciones, que diría tía Annedda, tu madre. La vergüenza no está en eso, hijo mío; está en no saberse vencer. Pero tú vencerás, Maddalena…

—Hable bajo… —dijo Elías.

—Maddalena es para ti una cosa sagrada. Al mirarla es como si tú miraras a una santa. Tú lo has comprendido, ¿no es verdad?

—Yo…, yo lo he comprendido… —murmuró Elías.

—Perfectamente, tú lo has comprendido. ¡Ya he dicho yo que eres inteligente! ¿Lo ves para qué ha creado Dios el día y la noche? El día, para permitir al demonio que combata contra nosotros; la noche, para que podamos recogernos en nosotros mismos y vencer las tentaciones. Las noches como ésta están hechas para eso, porque en estas noches tan tranquilas, en el silencio, tenemos que pensar especialmente en que nuestra vida es breve, en que la muerte viene cuando menos se piensa y que de toda nuestra vida sólo podemos ofrecer al Señor nuestras buenas obras, el deber cumplido, las tentaciones vencidas.

—¿Y la poesía entonces? —preguntó Elías, sonriendo.

Y parecía contento de haber sorprendido al padre Porcheddu contradiciéndose, pero su voz estaba alterada.

—La poesía es la voz de la conciencia cuando nos dice que hemos cumplido con nuestro deber. ¡Eh!, ¿qué dices a eso, Elías Portolu?

—Que es cierto.

—Muy bien. Entonces podemos irnos. Empieza a sentirse humedad, y, además, tú me has dicho que hay culebras. ¡Eh, eh!, dame la mano, ayúdame a levantarme…, yo no tengo veinte años para saltar como tú. Bravo, gracias; deja que me apoye en ti. ¿Qué dices ahora del padre Porcheddu? —preguntó luego, cogiéndose del brazo de Elías—. Es un loco, puede retirarse tarde, beber, cantar, tirar el pan a los perros, pero no es malo. La conciencia, sobre todo la conciencia, Elías Portolu; acuérdate de la conciencia. ¿Qué es aquello? Una cosa negra, mira, ¿será una serpiente?

—No, es un raíz.

—Al vernos volver así, creerán que estoy borracho. Pero no me importa nada, porque no lo estoy. ¿Tú crees que lo estoy?

—¡Oh, no! —gritó Elías con ímpetu.

—Muy bien, entonces te acordarás siempre de todo lo que te he dicho.

—Me acordaré.

—Yo quiero a tu familia —empezó a decir el padre Porcheddu; pero pronto se arrepintió de esas palabras, cambió hábilmente de conversación y durante toda la hora que permaneció con Elías no volvió a tocar aquel tema íntimo.

El nombre de Maddalena no volvió a pronunciarse, pero ahora Elías se sentía otro, fuerte, tranquilo, casi frío, decidido a luchar ferozmente contra sí mismo. Partirían a la mañana siguiente. El viejo prior había entregado el estandarte, la hornacina y las llaves al prior nuevo, elegido por sorteo el día anterior. La priora había repartido el pan y las provisiones que quedaban y la última caldera de filindeu[12] entre las familias de la gran cumbissia. Desde la aurora empezaron los preparativos para la marcha: se cargaron los carros, se ensillaron los caballos y se llenaron las alforjas. Partieron después de misa, y el nuevo prior cerró el portal. Las habitaciones, la iglesia, los brezales, volvieron a quedarse desiertos, reclinados sobre el fondo azul de las solitarias montañas.

Adiós. El búho reanuda su grito prolongado, cadencioso, vibrante, en el silencio infinito de los brezales. En las noches olorosas de lentisco, en los largos días luminosos, es el rey de la soledad, sólo él impera, y su grito melancólico parece la voz soñadora del paisaje. Adiós. Los caballos trotan, galopan, suben y bajan por las verdes laderas de la montaña; la buena y brava tribu de los «parientes» y de los devotos de san Francisco vuelve a su pequeña ciudad, allá abajo, detrás de las frescas cimas del Orthobene; vuelve a su trabajo, a sus majadas, a sus mieses, a su vida dura. La fiesta ha terminado.

Tío Portolu llevaba a tía Annedda a la grupa de su caballo, y Pietro a su novia. Elías galopaba esta vez entre los primeros de la caravana; también él solía lanzarse a la carrera, con las narices dilatadas y los ojos encendidos, como si el viento tibio y perfumado que agitaba las breñas floridas y le rozaba el rostro acariciándole con fuerza le hubiese embriagado. Sin embargo, en el fondo estaba serio; no cantaba, no gritaba como los otros, y ni siquiera miraba a Paska, la hija del exprior, junto a la cual solía encontrarse. Paska no dejaba de dirigirle alguna tierna, aunque tímida mirada, pero él pensaba:

«¿Por qué he de engañar a nadie, y mucho menos a una muchacha inocente? No, no debo engañar a nadie, y mucho menos a mí mismo».

Recordaba las palabras del padre Porcheddu y los buenos propósitos de la noche anterior; por tanto, no se preocupaba de Paska, se alejaba de Maddalena y, sin tener conciencia de ello, intentaba huir de sí mismo, embriagándose inocentemente con el galope y las carreras de su ágil caballo.

Tío Portolu y tía Annedda montaban la yegua a la que seguía el potro. Pietro y Maddalena llevaban un caballo muy manso, delgado y debilucho. Iban, por tanto, los últimos, y tío Portolu no cesaba de observarlos. Hacia mediodía llegaron al Isalle. Según la costumbre, descabalgaron para almorzar, bajo un grupo de árboles, entre rocas cubiertas de musgo florido, a la orilla de un arroyuelo. Pronto estuvo montado el campamento, surgieron los fuegos, giraron los asadores, se pusieron las mesas. El mediodía era dulce. Grandes matas de adelfas se elevaban a lo largo del cauce del agua, inmóviles en el aire caliente; al fondo del valle, las mieses brillaban al sol. La hornacina que contenía al pequeño san Francisco fue depositada en el suelo, sobre un gran pañuelo extendido, y después de la comida, hombres y mujeres se agruparon a su alrededor, arrodillándose, besándola y depositando una ofrenda. Pietro fue con Maddalena, y más para que ella le viera que por devoción, depositó una gran ofrenda dentro de la hornacina; luego fue tía Annedda; después, Elías, que se entretuvo un tanto, dirigiendo al pequeño santo miradas suplicantes. ¡Ah!, de nuevo se sentía perdido: el calor, el sopor de aquel día sereno, el vino, la presencia de Maddalena, le atormentaban duramente. Pero el pequeño santo escuchó su plegaria y le dio valor para alejarse y tumbarse a la orilla del agua, bajo las adelfas, solo y fuerte contra la tentación.

En el campamento, las mujeres charlaban, tomando café y disponiéndose para la partida; los hombres cantaban o tiraban al blanco. Elías oía sonar los disparos, recorrer el valle, multiplicarse en las verdes lejanías y volver rechazados por el eco; oía voces lejanas difuminadas en la quietud meridiana; el gorjeo de algún pájaro, el murmullo del agua, y sus sentidos empezaban a adormecerse en la dulce inconsciencia del sueño, cuando surgió ante él una aparición. Era Maddalena, que había bajado a lavarse. No se turbó al verle, sino que, por el contrario, se le acercó, inclinándose sobre él. ¡Ah, demasiado, demasiado! Sus ojos le encantaban, ardientes, fatales. Él recordaba su promesa. «Pietro, hermano mío, aunque ella viniera a arrojarse a mis brazos, yo la rechazaría…». Pero sentía una congoja, un delirio que le ahogaba y le cegaba. Hubiera querido huir y no podía moverse y ella estaba allí cerca, y sus ojos entornados, ardientes, bajo los grandes párpados, y sus labios y su sonrisa le hacían perder la conciencia.

—Maddalena, amor mío… —murmuró; pero pronto se arrepintió y se puso a gemir de pasión y de dolor—. ¡Pietro, hermano mío! Pietro, hermano mío…

Se despertó temblando; estaba solo y el agua murmuraba, y los pájaros gorjeaban, pero ya no se oían ni disparos ni voces. Se levantó. ¿Cuánto tiempo había dormido? Miró al sol, y el sol declinaba. Todos se habían ido, pero al cuidado del caballo de Elías quedaban los pastores, a los cuales la caravana, a cambio de los lacticinios recibidos, había dejado los restos del banquete. Elías les dio las gracias y partió. Su caballo volaba, y el impulso y el pensamiento de alcanzar pronto a sus compañeros alejaron la impresión ardiente y afanosa que el sueño le había dejado. Al cabo de casi una hora de carrera vio a tío Portolu y a tía Annedda, a Pietro y a Maddalena, inmóviles sobre sus caballos, en lo alto de una cresta. ¿Acaso le esperaban? Los demás estaban ya lejos.

—¿Qué pasa? —gritó desde abajo.

—¡Que el Diablo te lleve! —gritó tío Portolu—. ¿Dónde te has metido? Da el caballo a tu hermano, porque el suyo se ha atascado en la arena.

—No, no se lo doy.

—Elías, hijo mío, obedece a tu padre —dijo tía Annedda.

—No —contestó Elías, despechado—. Me habéis dejado allá abajo como a un asno; no se lo doy.

—Bueno, lleva tú a Maddalena durante un rato. Así no podemos seguir —dijo Pietro.

«¡Ah, Pietro, si supieras lo que dices!», gritó dentro de sí Elías, y se arrepintió de haber negado el caballo, pero ya nada podía hacer, ni tampoco pudo reprimir, en el fondo, una sensación de alegría.

Pero cuando notó, en la bajada, el mórbido busto de Maddalena, que se abandonaba excesivamente sobre su espalda, y su brazo demasiado apretado a su cintura, él, que creía en los sueños, recordó el suyo y se puso alerta.

Llevados por el fuerte caballo entre los recovecos, los salientes y los senderos trazados en al roca y cubiertos de matas floridas, a veces Elías y Maddalena se encontraban solos, silenciosos, apretados el uno al otro, envueltos en su triste amor. Hubo un momento en que Maddalena, de naturaleza apasionada y débil, no pudo contenerse.

—Elías —dijo con la voz un poco temblorosa—, ¡perdóname si te molesto!

—¡Oh! —dijo él meneando la cabeza.

—El año que viene llevarás en la grupa de tu caballo a tu mujer…

—¿A mi mujer?

—Sí, a Paska. Entonces estarás contento.

—Y tú, ¿no estarás contenta?

—¡Oh!, yo estaré muerta…

—¡Muerta…! ¡Maddalena…!

—Muerta… para la vida…, para el amor, quiero decir…

No sólo su voz temblaba, sino que temblaba también su mano, apoyada en la cintura de Elías, y toda su persona abandonada contra su espalda. También él vibró por entero como una cuerda rota, y una sombra le veló los ojos: era la misma angustia, la misma embriaguez del sueño.

—Maddalena… —murmuró estrechándole la mano, pero pronto se irguió y dijo en voz alta—: Me parecía que te ibas a caer. Ve derecha, mantén el equilibrio.

En el alma le resonaban fuertes, insistentes, las palabras del padre Porcheddu, y su promesa no se le apartaba del pensamiento.

«Está tranquilo, Pietro, hermano mío; aunque ella se arrojara a mis brazos, yo la rechazaría».

Nuoro estaba cerca, allá abajo, detrás del final del valle iluminado por el sol poniente. La caravana quieta, allí, en lo alto sobre los caballos cansados y sudorosos, brillantes contra el fondo dorado del cielo, esperaba a que todos se reunieran para entrar juntos en el pueblo, y dar tres veces la vuelta a caballo alrededor de la iglesuca del Rosario, cuya campana tañía ya, lejana, argentina, saludando el retorno del pequeño santo.