Aunque Mattia insistió en que Elías fuera pronto con él a la majada, el repatriado, durante algunos días, se quedó en casa, recibiendo visitas de amigos y parientes, descansando.
Tío Berte y Mattia regresaron a la majada; Pietro, a sus trabajos; pero ya el uno, ya el otro, volvían al pueblo, por la noche, para ver a Elías y hacerle compañía. Entonces celebraban grandes conversaciones y se explicaban muchas cosas alrededor del fuego, o en el patio, en las tardes límpidas y primaverales. Elías no sufría la vigilancia especial que suele seguir ahora al cumplimiento de la condena como una prolongación; si bien durante los primeros tiempos, no le perdían de vista y, a veces, por la tarde, los carabineros recorrían con paso cansino la calleja, se detenían y asomaban la cabeza por el portal de tío Berte.
Si tío Berte estaba en la casa y sus ojillos enfermos de zorro distinguían a los carabineros, pronto se levantaba, entre respetuoso y burlón, iba hasta el portal y les invitaba a entrar.
—¡Bien venido el rey, bien venida la fuerza! —gritaba—. Entrad, jóvenes; pasad a beber un vaso de vino. Qué, ¿no queréis entrar? ¿Qué creéis, que estáis en una casa de asesinos o de ladrones? Nosotros somos unos caballeros y vosotros no tenéis que meter la nariz en nuestros asuntos.
Los carabineros, dos muchachos colorados y gordos se dignaban sonreír.
—¿Entráis o no entráis? —proseguía tío Portolu—. ¿Voy a tener que tirar de vosotros? ¿Queréis que os haga entrar por la fuerza?, pues daos cuenta de lo que tengo en la mano. Si no queréis entrar, idos al diablo. ¡Tío Portolu tiene buen vino!
Los carabineros acababan por entrar, y en seguida aparecía tía Annedda con la famosa garrafa.
—¡Viva el rey, viva la fuerza, viva el vino! Bebed, y que la justicia os ajuste las cuentas…
—¡Oh, oh! —observaba Mattia, si estaba—, ¿qué dice, padre? Entonces tendrían que ajustárselas a sí mismos.
—¡Ja, ja, ja!
—No es cosa de risa. Bebed, hijos míos, y bebe también tú, Mattia, que te va bien para la cabeza, y tú, Elías, que tienes en la cara el color de la ceniza. ¡Para ser hombres, colorados hay que estar! ¿Ves a estos jóvenes? Así de colorados hay que estar. Vaya, os ponéis todavía más colorados, ¡qué diablo! ¿Os avergonzáis tal vez de las palabras de tío Portolu? ¡Ah!, tío Portolu ha hecho subir los colores a la cara a mucha gente. Ha hecho enrojecer hasta a los dragones tío Portolu. ¿Vosotros no sabéis quién es tío Portolu? Pues bien, os lo diré: soy yo.
—¡Mucho gusto! —decían los dos jóvenes, inclinándose y riendo.
Se divertían, y el vino de tío Portolu era verdaderamente bueno, picante y aromático.
Tío Portolu se tomaba la libertad de poner las manos encima de los carabineros.
—¿Qué os creéis que sois vosotros? ¡La fuerza! ¡Un cuerno! Esperad que os quite este cuchillo largo, esta pistola, estos botones; ¿qué queda de vosotros?: un cuerno, ya os lo he dicho. Pongamos estas cosas a Elías, a Mattia, a mi Pietro: helos aquí, son mejores que vosotros. Tres flores; tres palomos. ¡Mis hijos…! A mis hijos, vosotros no tenéis nada que decirles. No tienen ninguna necesidad de ir a robar, porque nosotros tenemos bastante y nos sobra para echárselo a los perros y a los cuervos.
—¡Hala! —decía Elías que se sentaba silencioso en un rincón—. Eso es demasiado, padre mío.
—Déjale decir… —murmuraba Mattia, satisfecho de las baladronadas del padre.
—Tú cállate, hijo mío. Tú, de estas cosas, no entiendes. Tú has nacido ayer. Pero ¿qué estáis haciendo, jóvenes? Bebed, bebed, ¡qué diablo! El hombre ha nacido para beber, y nosotros somos hombres.
»Todos somos hombres —concluía filosóficamente, con acento persuasivo—; hombres, vosotros y nosotros, y tenemos que compadecernos mutuamente. Hoy vosotros tenéis las espadas y representáis al rey, que el diablo ponga en fuga; pero ¿y mañana? Mañana puede darse el caso de que representéis un cuerno, y puede darse el caso de que tío Portolu sea entonces útil. Porque yo tengo buen corazón, esto os lo puede decir todo el pueblo, como tío Berte hay pocos. Pero también mis hijos tienen un buen corazón, tienen el corazón de palomo. Si pasáis por nuestra majada en la Serra, os daremos leche, queso y hasta miel. ¡Nosotros tenemos hasta miel! Pero, vosotros, jóvenes, cerrad un ojo, o incluso los dos, y no contéis al rey todas las cosas que veáis, porque, al fin, todos somos hombres, todos nos podemos equivocar…
Los dos jóvenes reían, bebían y, si hacía falta, cerraban de verdad un ojo, e incluso los dos, ante las debilidades de los Portolu y de sus amigos.
A propósito de amigos, fueron a ver a Elías también aquellos de cuya mala compañía él y la familia hacían depender la «desgracia», y a pesar de sus propósitos de no recibirlos, es más, de darles con la puerta en las narices si se atrevían a ir, Elías los acogió cristianamente y tía Annedda les dio de beber.
—¿Qué remedio nos queda? —dijo ella cuando se hubieron ido—. Hay que ser cristianos y compasivos. ¡Que Dios nos perdone!
—Y es mejor estar en paz con todos. El señor ordena la paz —repuso Elías.
—Que Dios te bendiga, Elías; has dicho una gran verdad.
¡Ah, qué contenta se ponía tía Annedda cuando su hijo hablaba de Dios! ¡Y cuando le veía volver de misa, y cuando leía en aquel gran libro negro que había traído de «aquel sitio…»!
«¡Dios sea alabado! —pensaba conmovida—. Vuelve a ser bueno como lo era de niño».
Mientras tanto, la madre y el hijo se preparaban para cumplir la promesa hecha a san Francisco.
La iglesia de San Francisco se eleva en las montañas de Lula. La leyenda dice que fue edificada por un bandido que, cansado de su vida errabunda, prometió someterse a la justicia y levantar la iglesia si le absolvían. De todos modos, la leyenda, verdadera o no, los priores, es decir, los que dirigen la fiesta, se sortean cada año entre los descendientes del fundador o de los fundadores de la iglesia. Todos esos descendientes, que hasta se llaman parientes de san Francisco, forman, durante el tiempo de la fiesta y de la novena, una especie de comunidad y gozan de ciertos privilegios. Los Portolu se contaban entre ellos. Pocos días antes de la marcha, Pietro se trasladó a San Francisco con su carro y sus bueyes, y trabajó gratis, junto con otros campesinos y albañiles, algunos de los cuales trabajaban por «promesa». Arreglaron la iglesia y las pequeñas habitaciones construidas alrededor y trasladaron la leña que debía arder durante el tiempo que durara la novena. Tía Annedda, por su parte, envió una cierta cantidad de trigo a casa de la priora, y, junto con otras mujeres de la «tribu» de los descendientes de los fundadores de la iglesia, ayudó a limpiar la harina y a hacer el pan que tenían que llevarse a la novena. Una parte de este pan fue, por medio de un mensajero del prior, enviado como regalo a las majadas de la campiña de Nuoro. A cada majada, un pan. Los pastores lo recibían con devoción, y a cambio daban cuanto podían de sus productos: algunos dinero y corderos vivos; otros prometían dar vacas enteras, que aumentarían los bienes del santo, rico ya en tierras, dinero y rebaños. Cuando el mensajero llegó a la majada de los Portolu, tío Berte se descubrió, se persignó y besó el pan.
—Ahora no te doy nada —le dijo al mensajero—; pero el día de la fiesta yo estaré allí, con mi mujercita, y llevaré al santo una oveja no esquilada y toda la «entrada[6]» de un día de mis rebaños. Tío Portolu no es avaro y cree en san Francisco, y san Francisco le ha ayudado siempre. Ahora vete con Dios.
Tía Annedda, mientras tanto, proseguía sus preparativos: hizo pan especial, bizcochos y dulces de almendras y miel; compró café, rosoli y otras provisiones. Elías seguía con interés afectuoso el tráfago tranquilo de su madre y a veces la ayudaba. Casi nunca salía de casa, seguía sintiéndose débil y, a veces, sus ojos azul verdosos, un poco hundidos, tenían una fijeza vítrea y se perdían en el vacío, en la nada; parecían los ojos de un muerto.
Finalmente llegó el día de la marcha. Era un domingo de primeros de mayo. Todo estaba dispuesto dentro de las alforjas de lana, y aquí y allá, en las calles, se veía algún carro cargado de utensilios y provisiones con los bueyes uncidos para la partida.
Tía Annedda y Elías, antes de partir, fueron a oír misa en la pequeña iglesia del Rosario. Poco antes que la misma empezara, llegó un hombre, un campesino, se dirigió a un altar, y cogió una pequeña caja de madera y cristal dentro de la cual había un pequeño san Francisco. Cuando iba a salir, algunas mujeres le hicieron señas para que se acercara y les dejara besar la hornacina; pero Elías le llamó con un gesto de la cabeza y besó el vidrio a los pies del santo.
Poco después todos estaban en camino. El prior, un campesino todavía joven, con la barba casi rubia, montaba un hermoso caballo gris y llevaba el estandarte y la hornacina; seguían otros campesinos, con mujeres en la grupa de sus caballos; mujeres que cabalgaban solas, mujeres a pie, niños, carros, perros. Cada uno, sin embargo, viajaba por su cuenta, quien a un lado del camino, quien a otro.
Elías, con la tía Annedda a la grupa de una mansa yegua torda, era de los últimos. Un potrillo, hijo de la yegua, poco mayor que un perro, los seguía de cerca.
Era una mañana bellísima. Las duras montañas hacia las que caminaban surgían azules sobre el cielo todavía incendiado por las llamas violadas de la aurora. El salvaje valle de Isalle estaba cubierto de hierbas y de flores. Sobre el sendero rocoso se desgranaban, como grandes lámparas encendidas, las retamas de oro amarillo. El fresco Orthobene, coloreado por el verde de los bosques, por el oro de la retama, por la roja flor del musgo, se alejaba a espaldas de los caminantes, sobre el fondo perlado del horizonte. De repente, el valle se abrió: aparecieron solitarias llanuras cubiertas de sembrados todavía tiernos, brillantes de rocío, que, bajo los rayos del sol, todavía bajo, tenían una luminosa oscilación plateada. Los prados, cubiertos de amapolas, de tomillo, de margaritas, exhalaban excitantes perfumes.
Pero los caminantes tenían que subir las montañas y dejaron a un lado las llanuras que conducían al mar. El sol comenzaba a caer con fuerza, y los toscos caballeros de Nuoro empezaron a beber para «refrescar la garganta», deteniendo de cuando en cuando a los caballos e inclinando la cabeza bajo las calabazas talladas donde guardaban el vino. Todos estaban muy alegres. Algunos espoleaban de cuando en cuando a los caballos y se entregaban a un ágil galope, luego a una carrera desenfrenada, inclinándose un poco hacia atrás, y emitiendo gritos salvajes de alegría.
Elías los seguía sin pestañear y su rostro se iluminaba: también él tenía ganas de gritar, sentía un estremecimiento por los riñones, un instintivo recuerdo de cosas lejanas, una necesidad de entregarse una vez más al ágil galope, a la carrera embriagada y libre; pero el brazo delgado de tía Annedda le oprimía la cintura, y él no sólo reprimía sus instintos de hombre primitivo, sino que permanecía bastante atrás de los demás caballeros, a fin de que el polvo que levantaban no ofendiese a la viejecilla.
Finalmente empezaron a subir la montaña. Densas manchas de lentiscos subían y bajaban entre el oscuro brillar del granito, consteladas de rosas silvestres en pleno florecimiento. El horizonte se extendía amplio y puro, el viento oloroso pasaba ondulando los verdísimos brezales. Inefable sueño de paz, de salvaje soledad, de silencio inmenso, apenas roto por el lejano canto del cuclillo y por las voces difuminadas de los caminantes. Y he aquí, de repente, el sublime paisaje profanado y desolado por las bocas negras y por las descargas de las minas. Luego, de nuevo, paz, sueño, esplendor de cielo, de piedras oscuras, de lejanías marinas; de nuevo, el reino ininterrumpido del lentisco, de la rosa silvestre, del viento, de la soledad.
En un determinado punto, sobre una alta explanada, entre los lentiscos, se detuvieron todos: algunas mujeres bajaron del caballo; los hombres bebieron. La tradición dice que allí quiso detenerse la estatua del santo mientras la transportaban a la iglesuca, ¡y que quiso beber! Se columbraba la iglesia, con sus muros blancos y los tejados rojos, reclinada a media ladera entre el verdear de los brezales. Después de un breve descanso, reanudaron el camino. Y Elías Portolu y tía Annedda se quedaron los últimos. La meta se acercaba; el sol iba hacia su cenit; pero el viento agradable, oloroso de rosas silvestres, templaba su ardor.
He aquí el fondo de un pequeño valle, he aquí de nuevo la subida: las blancas paredes, los tejados rojos, se acercaban. Valor, la subida se hace áspera y árida, ¡agárrese bien a la cintura de Elías, tía Annedda! La yegua está cansada, brillante de sudor; el potrillo ya no puede más. Valor. El campamento está cerca; he aquí la bella iglesia, con sus casitas alrededor, con su patio, con el muro que la ciñe, con el portal abierto de par en par. Parece un castillo todo él blanco y rojo, destacándose sobre el azul intenso del cielo, sobre el verde selvático de los brezales ondulantes.
Desde abajo, Elías y tía Annedda veían a los caballos y a los caballeros empujarse, agruparse, entrar apretadamente por el portal abierto de par en par, entre una nube de polvo. Los hombres perdían las barretinas; las mujeres, los pañuelos; algunas llevaban los cabellos sueltos, despeinados por el movimiento afanoso de la cabalgada. Una campana estridente sonaba en lo alto, y sus pequeños tañidos de alegría se rompían, perdiéndose en aquella inmensidad del cielo azul y de paisaje verde.
Elías y tía Annedda entraron los últimos. En el patio invadido por las hierbas silvestres, lleno de sol hirviente, había una confusión de hombres y de mujeres, un barullo de bestias cansadas y sudorosas. Chillaba algún niño, ladraba algún perro. Las golondrinas pasaban gritando por encima del patio, como asustadas al ver aquella gran soledad de la montaña animada tan de improviso. Y en verdad parecía como si una tribu errante hubiese venido de lejos para asaltar aquel pequeño poblado deshabitado. Las portezuelas se abrían, los cobertizos resonaban de gritos y de risas.
Elías ayudó tranquilamente a su madre a bajar del caballo, luego bajó él, ató la yegua y se cargó sobre la espalda, una después de otra, las repletas alforjas que contenían las provisiones y las mantas. Y los Portolu, al igual que los demás pertenecientes a la tribu de los fundadores de la iglesia, ocuparon su puesto en la cumbissia maggiore. Esta cumbissia era una larguísima sala, medio oscura, toscamente enlosada, con el techo de cañas. A trechos, hundidos en el suelo, hay un hogar de piedra, y en las toscas paredes, una gran clavija de madera. Cada una de esas clavijas indica el puesto hereditario de las familias descendientes de los fundadores.
Los Portolu tomaron posesión de su clavo y de su hogar, al fondo de la cumbissia, que, en verdad, aquel año no estaba muy animada; sólo había seis familias, el resto de los que acudían a la novena era gente que no pertenecía a la tribu y que, por tanto, ocupaba las otras numerosas y pequeñas habitaciones.
El prior, con su familia, cuyo puesto de honor estaba señalado por una alacena excavada en el muro y cerrada, ocupó, sin embargo, el espacio de dos o tres familias. Era una familia numerosa la del prior, con una priora magnífica, gorda y blanca como una vaca, con dos hermosas hijas y una nidada de niños ya vestidos con el traje regional. El más pequeño, todavía en mantillas, tenía apenas un año: menos mal que entre los utensilios pertenecientes a la iglesia había también una cunita de madera blanca, donde colocaron en seguida al pequeño.
La instalación de los Portolu se llevó a cabo pronto. Tía Annedda colocó en un agujero de la pared su canasto de dulces, su pan y su café; sobre el hogar puso la cafetera y el puchero; a lo largo de las paredes dispuso el saco, la manta, el almohadón de tela roja, y colocó el cesto de caña con las tazas y los platos. Eso fue todo. Como vecinos más próximos, los Portolu tenían a una pequeña viuda encorvada, con dos nietecillos; con los que en seguida trabaron amistosas relaciones, cambiándose regalos y cumplidos. Luego Elías quitó la silla a la yegua, y ésta, con el potrillo, salió corriendo a pastar en el próximo brezal.
Mientras en el patio y en las habitaciones seguían los gritos, el barullo, la confusión, tía Annedda se fue a rezar a la iglesia; una iglesuca fresca, limpia, con el pavimento de mármol, y un gran santo barbudo, que, en verdad, inspiraba más miedo que afecto. Poco después entró Elías en la iglesia, se arrodilló en las gradas del altar, con la barretina sobre un hombro, y rezó.
Tía Annedda le miraba intensamente, rezando con fervor: parecía como si fuera él el santo al que dirigía sus maternales plegarias. ¡Ah!, aquel perfil delicado y cansado, aquel rostro blanco y sufrido, ¡cuánta ternura despertaban en ella! Y ver allí a su querido hijo, arrodillado a los pies del santo, cumpliendo la promesa hecha en tierras lejanas, en lugares ingratos. ¡Oh, era una cosa que oprimía el corazón de tía Annedda!
—Santu Franziscu bellu, pequeño san Francisco mío, no tengo palabras para darte las gracias. Toma mi vida, si quieres, todo lo que desees; pero que mis hijos sean felices, que anden por los rectos caminos del Señor, que no estén demasiado apegados a las cosas del mundo. ¡Santu Franzischeddu mío!
Poco a poco, el barullo, el ruido, la confusión, cesaron: cada uno había ocupado su sitio, hasta el ilustrísimo señor capellán, un sacerdote que no mediría más de un metro treinta, de cara encendida, muy alegre, que silbaba melodías de moda y canturreaba cancioncillas casi casi de café concierto.
Se llevaron los caballos a pacer, se encendieron los hogares y la magnífica priora y las demás mujeres de la tribu empezaron a guisar unas enormes calderas de menestra aderezada con queso tierno. ¡Qué alegre vida empezó entonces para aquella especie de clan pacífico y patriarcal! Se degollaban ovejas y corderos, se guisaban muchos macarrones, se bebía mucho café, mucho vino, mucho aguardiente. El capellán decía misa y novena, y silbaba y canturreaba.
La diversión mayor se producía, sin embargo, durante la noche, en la gran cumbissia, alrededor de los altos y crepitantes fuegos de lentisco. Fuera, la noche era fresca, a veces casi fría. La luna caía sobre el vasto horizonte dando a los brezales un encanto salvaje. ¡Oh pálidas noches de las soledades sardas! La llamada vibrante del búho, la selvática fragancia del tomillo, el áspero olor de lentisco, el lejano murmullo de los bosques solitarios, se funden en una armonía monótona y melancólica, que da al alma una sensación de tristeza solemne, una nostalgia de cosas antiguas y puras.
Reunidos alrededor del fuego, los campesinos de la cumbissia mayor contaban historias picantes, bebían y cantaban. El eco de sus voces sonoras se perdía fuera, en aquella gran soledad, en aquel silencio lunar, entre los grupos de árboles bajo los que dormían los caballos.
Elías Portolu tomaba parte en la diversión con placer intenso, casi infantil. Le parecía estar en un mundo nuevo: narraba sus vicisitudes y escuchaba las narraciones de los demás casi conmovido.
Además, había trabado relación con el señor capellán, y este nuevo amigo le hablaba con un lenguaje divertido, invitándole a gozar de la vida, a olvidar, a distraerse.
—Sirve a Dios en la alegría —le decía—. Bailemos, cantemos, silbemos, gocemos. Dios nos ha dado la vida para gozarla un poco. No digo pecar, ¡ah, no!, esto no. Además, el pecado deja el remordimiento, un tormento, amigo mío… Basta, tú lo debes de haber experimentado. Pero diviértete honestamente, ¡sí, sí, sí! Yo me llamo Jacu María Porcu, o bien padre Porcheddu, porque soy pequeño. Pues bien: Jacu María Porcu se ha divertido bastante durante su vida. ¡Bien hecho! Una noche vuelvo a casa después de medianoche. Mi hermana dice que estaba borracho; pero a mí me parece que no, amigo mío. «¿Qué me das de cenar, Anna?». «No te doy nada, pícaro Jacu María Porcu, es más de medianoche, no te doy nada». «Dame de cenar, Annesa; a un cura se le debe dar de cenar». «Bien, te doy pan y queso, aquí lo tienes; cómelo si quieres; si no, déjalo». «¿Pan y queso a Jacu María Porcu?, ¿al padre Porcheddu? Tè, tè, ziriu, ziriu[7], ¡tomad!», y el padre Porcheddu se lo echa a los perros, ¡el padre Porcheddu! ¡Así se debe hacer, jovencito de cara pálida! Y qué, ¿porque soy un cura no me he de divertir? ¡Divertirse, sí; pecar, no!
«¡Este hombre está loco!», pensaba Elías, riendo, pero se divertía, y las palabras del padre Porcheddu le impresionaban, le traían un soplo de vida, un deseo de cantar, de gozar, de divertirse.
Casi cada día, él, el padre Porcheddu, el prior y algún otro amigo se alejaban caminando bajo la sombra de los altos árboles. Todo callaba en la metálica quietud del mediodía. Ante ellos, los pintorescos montes de Lula se perfilaban nítidos y azules sobre el cielo puro, y en la lejanía, entre el verde de los brezales, los caballos corrían ágilmente, persiguiéndose en rápidos giros. Parecía un cuadro. Los amigos, agradablemente tendidos en la hierba, se contaban el uno al otro su pasado más o menos azaroso, las leyendas de la iglesia, historietas de mujeres, hechos épicos de los sardos antiguos. Con frecuencia, la conversación era interrumpida por un gorjeo, por un silbido del padre Porcheddu.
Un día, la antevíspera de la fiesta, estaban precisamente así, a la sombra de un grupo de enormes lentiscos, y Elías acababa de contar cómo una vez un detenido, compañero suyo, había pegado a un guardián porque éste había rechazado desdeñosamente la invitación de beber con unos reclusos, cuando se oyó un silbido trepidante, agudo, que, como una flecha, venía de la iglesia.
Elías, de un salto, se levantó y gritó:
—Éste es el silbido de Pietro, mi hermano.
—Ebbé —dijo el padre Porcheddu—, si es tu hermano, ya os veréis luego. ¿Por eso te emocionas?
—Debe de haber llegado también mi padre y tal vez la novia de Pietro. Vamos, vamos… —dijo Elías, y estaba realmente turbado.
—Si es así, vamos —dijo el prior—. Hay que honrarlos. Berte Portolu es un buen pariente de san Francisco. Además, María Maddalena Scada es una guapa muchacha.
—Si es así, vamos —exclamó el padre Porcheddu.
Elías le miró con desdén, pero el padre Porcheddu sostuvo la mirada, luego se rió y después canturreó su cancioncilla favorita:
L’amore si fa per ridere,
Solo per ridere,
Solo per ridere.
Mientras tanto, se encaminaban hacia la iglesia por un sendero apenas marcado entre las matas y el césped, entre el verde de la hierba olorosa. El silbido se repetía cada vez más próximo e insistente. Elías no se había engañado. Delante del pozo estaban Pietro y tío Portolu, y en medio de ellos, la luminosa figura de María Maddalena. Elías sintió un golpe en el corazón. Padre Porcheddu chasqueó la lengua y se quedó quieto, no encontrando palabras para expresar su admiración.
Maddalena no era muy alta ni verdaderamente bella; pero era muy agradable, esbelta, con una finísima tez morena, rosada, los ojos brillantes bajo las tupidas cejas y la boca sensual. El corpiño de color escarlata, abierto sobre la blanca blusa, y el pañuelo florecido de orquídeas y de rosas, la hacían deslumbrante. Entre las toscas figuras de Pietro y de tío Portolu, semejaba la gracia entre la fuerza salvaje. De cerca, sus ojos brillantes, de grandes párpados, de largas pestañas, un poco oblicuos y entornados, un poco voluptuosos, fascinaban en el verdadero significado de la palabra.
—Bien venidos —dijo Elías, adelantándose y estrechándoles la mano—. ¿Estáis aquí desde hace mucho tiempo? No os esperaba hasta mañana.
—Hoy o mañana, es lo mismo —repuso tío Portolu—. Salud a todos, salud al prior, salud al capellán. Dios le guarde. Se ve que es un cura, aunque lleve pantalones.
—¿Qué decir a eso, padre Porcheddu?
—Con pantalones o sin ellos, todos somos hombres —contestó el capellán un poco picado.
Luego se dirigió a Maddalena y le hizo cumplidos.
—¡Cuidado! —le dijo Elías, sonriendo—, el padre Porcheddu es tremendo.
—No más que tú —repuso rápido el cura.
—¡Ja, ja! —rió suavemente Maddalena—. Yo no temo a nadie.
Y tío Portolu:
—No temas a nadie, hija mía, paloma mía; no tengas miedo de nadie. Tío Portolu está aquí, y si no basta tío Portolu, está también su leppa.
Y sacando de la vaina el gran cuchillo que llevaba en el cinturón, lo blandió en el aire.
El padre Porcheddu retrocedió, levantando las manos con un fingido gesto de cómico terror.
—¡Éste es Mahoma! ¡Eso es una cimitarra! Allargaribus.
—¿Qué quiere? —dijo tío Portolu, envainando la leppa—. Esta muchacha, esta paloma, ha sido puesta bajo mi cuidado por su madre, una paloma viuda. «Arrita Scada —le dije—, estáte tranquila, a la paloma no le sucederá nada estando conmigo. Yo la defenderé, incluso contra mi hijo Pietro de oro, y contra todos los demás milanos y buitres».
Tío Portolu hablaba en serio, y de cuando en cuando dirigía miradas de salvaje afecto a la muchacha.
—Si es así, andémonos con cuidado —advirtió el padre Porcheddu—. Y ahora vamos a beber.
—A beber, sí, buen padre Porcheddu. Quien no bebe no es hombre, y ni siquiera sacerdote.
Mientras tanto, caminaban. Tía Annedda los esperaba con sus cafeteras, sus garrafas y sus cestas de dulces. Maddalena y su séquito irrumpieron en la cumbissia riendo y charlando. Pronto hubo un gran barullo de voces, gritos y carcajadas; un tintineo de vasos y de tazas. Se oía a tío Portolu que contaba que había hecho todo el camino con la oveja, prometida a san Francisco, atada a la grupa del caballo.
—¡Era mi oveja más bonita! —decía al prior—. Tenía la lana así de larga. Tío Portolu no es un avaro.
—¡Vete al diablo! —le contestaba el prior—. ¿No ves que es una oveja canosa, vieja como tú?
—El canoso lo serás tú, Antoni Carta. Si me insultas una vez más, te atravieso con mi leppa.
El padre Porcheddu tenía el vaso en la mano, la cabeza un poco ladeada y los ojos lisonjeros puestos en Maddalena y en las graciosas hijas del prior.
Sulla poppa del mió brik,
Buoni sigari fumando,
Col bicchier facendo trik,
Bevo run di contrabbando[9].
—¡Ja, ja, ja! —reían las mujeres.
Sólo Elías callaba. Sentado en una de las muchas sillas esparcidas por la cumbissia, bebía a sorbos su vino, bajando y levantando de cuando en cuando la cabeza. Y cada vez que levantaba los ojos encontraba la mirada riente de Maddalena, sentada frente a él, a poca distancia, y aquellos ojos oblicuos, ardientes, le penetraban en el alma. Experimentaba una especie de embriaguez, un relajamiento de todos sus nervios, un placer casi físico, cada vez que la miraba.
Las voces, el parloteo, las carcajadas, las cancioncillas del padre Porcheddu, las exclamaciones de las mujeres, le llegaban como de lejos: le parecía que las estaba escuchando desde un lugar remoto, sin tomar parte en la diversión. Pero de repente alguien le dirigió la palabra, le hizo volver en sí, y Elías se despertó como de un sueño, se le oscureció el rostro, se levantó y salió rápidamente.
—¿Adónde vas, Elías? —gritó Pietro, alcanzándole.
—Voy a ver los caballos. ¡Déjame ir! —le respondió casi rudamente.
—Los caballos están acomodados. ¿Por qué estás de mal humor, Elías? ¿Te molesta que haya venido Maddalena?
—¡Qué va! ¿Por qué me dices esto? —preguntó Elías, mirándole.
—Me parecía que le ponías mala cara. Parece como si no te gustara. ¿Qué dices a eso, hermano mío?
—¡Tú estás loco!; ¡todos estáis locos!; hasta ella, con toda su elogiada sabiduría, ríe demasiado.
Pietro no se ofendió. Por otra parte, él y todos los de su casa trataban a Elías como a un niño, es más, como a un enfermo: temían desagradarle y le contentaban en todo. También entonces, viendo que deseaba que le dejaran en paz, Pietro volvió junto a su novia.
«Están locos —pensaba Elías, vagando sin dirección fija—. Pero ¿y yo? Ésta es la novia de mi hermano, ¿por qué me turba tanto mirarla?».
Se quedó fuera toda la tarde.
—¿Dónde está Elías? —preguntaba de cuando en cuando tía Annedda, mirando a su alrededor, inquieta—. ¿Dónde habrá ido ese bendito muchacho? Ve a buscarle, Pietro.
Pero Pietro miraba a Maddalena —que, a decir verdad, no parecía muy enamorada de él o, por lo menos, no lo demostraba, tal vez para mantenerse dentro de la compostura aconsejada por su madre— y contestaba:
—Voy, voy —pero no se movía.
—¿Dónde estará Elías? —repitió tía Annedda al llegar la hora de la cena—. Portolu, ve a ver dónde está tu hijo.
Tío Berte, sentado en el suelo junto al hogar, asaba un cordero entero ensartado en un largo asador. Se jactaba de que nadie en el mundo asaba mejor que él un cordero o un cochinillo.
—Ya voy, ya voy —repuso a su mujer—. Déjame primero que ajuste las cuentas con este animalito.
—El cordero está asado, Berte. Ve a buscar a tu hijo.
—El cordero no está asado, mujercita mía, ¿qué entiendes tú de eso? ¿O es que vas a dar consejos también sobre esto a Berte Portolu? Además, deja a los chicos que se diviertan.
Pero ella insistía, y tío Berte estaba a punto de levantarse cuando Elías entró de nuevo. Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido: estaba guapísimo. Todos le miraron, tía Annedda suspiró y tío Berte se echó a reír de gozo al darse cuenta de que Elías estaba un poco borracho.
Pero Elías sólo vio los ojos oblicuos y ardientes de Maddalena, y le entraron ganas de llorar como un niño.
«¡Está loca! —pensó—. ¿Por qué me mira así? ¿Por qué no me deja en paz? Yo se lo diré a Pietro, se lo diré a todos. Si no le quiere, ¿por qué le engaña? Está loca, está loca; pero también yo estoy loco, yo no debo mirarla, yo no debo destrozarme el corazón. Ahora me voy allí, donde está Paska, la hija del prior, y le hago la corte…».
—Paska —dijo, en efecto, acercándose al hogar del prior—, tú eres la más hermosa parienta de san Francisco.
—Y tú el más hermoso —respondió rápida la muchacha, que se afanaba en torno a un caldero.
Elías se sentó junto a ella, mirándola con extraña intensidad: ella reía contenta, pero en el fondo de su corazón, él se sentía morir.
Al fondo de la cumbissia, Maddalena miraba, y de cuando en cuando bajaba sus grandes párpados, y sus grandes pestañas, pareciendo entonces una madonna melancólica y resignada. Cuando la cena estuvo dispuesta, tío Berte llamó a Elías.
—Yo me quedo aquí —gritó el joven—, la más hermosa parienta de san Francisco me ha invitado a su hogar.
—¡Tú vienes aquí! —gritó tío Portolu—. Nadie te ha invitado; pero, aunque te hubiesen invitado, yo no te permitiría… Si no vienes por las buenas, tío Portolu, tu padre, te hará venir por las malas.
Elías se levantó y obedeció, pero no quiso comer ni beber y contestaba con desagrado si le dirigían la palabra.
—¿Por qué estás de mal humor? —le preguntó Maddalena con buenas maneras mientras terminaba de cenar—. ¿Porque te hemos quitado del hogar del prior? Ve, ve, vuelve y alégrate.
—Y bien, ¿y si vuelvo? —respondió él rudamente—, ¿a ti qué te importa?
—¡Ah, nada! —dijo ella, afectando indiferencia.
Y luego Maddalena se dirigió a Pietro, le sonrió y se preocupó solamente de él.
Elías se levantó, se alejó; pero, en lugar de detenerse de nuevo en el hogar de Paska, salió fuera y se sentó en el patio. Sentía una gran angustia confusa, febril, un deseo de morderse los puños, de gritar, de arrojarse al suelo y llorar. Sin embargo, en la embriaguez del vino y de la pasión, conservaba todavía la conciencia de sí mismo, y pensaba:
«Me he enamorado de ella; ¿por qué me he enamorado de ella, san Francisco mío? Ayúdame, ayúdame tú. Soy un loco, san Francisco, ¡pero soy tan desgraciado!».
De las cumbissias salían, vibrantes en el silencio de la noche tibia y pura, confusos rumores de voces y de cantos, de gritos y de carcajadas. Elías distinguía la voz de su padre, los silbidos del padre Porcheddu, la risa de Maddalena, y, entre tanta fiesta, se sentía triste, desesperado como un niño al que hubiera dejado solo en la salvaje soledad nocturna de los brezales.