CAPÍTULO X

Pero ella no le tentó más. Elías recibió las primeras órdenes, siguió estudiando y en breve fue consagrado sacerdote y pudo decir la primera misa. En su casa hicieron fiesta como para una boda. Parientes y amigos le trajeron regalos, como si fuera un novio; se degollaron ovejas y corderos, se celebró un banquete y se cantó improvisando versos para el joven sacerdote. Tío Portolu estrenaba vestido, tenía los cabellos untados y llevaba las trenzas rehechas, y escuchaba la competición de los poetas improvisados teniendo sobre las rodillas al pequeño Berte, que reclinaba melancólicamente la cabecita sobre su pecho.

—¿Qué tienes, corderito mío? —preguntó tía Annedda, inclinándose hacia el pequeño—. ¿Tienes sueño?

El niño movió la cabeza. Sus ojos glaucos estaban tristes. Tía Annedda cogió con dos dedos un dulce de pasta y de miel en forma de pajarito, e inclinándose de nuevo hacia su nietecillo, se lo dio.

—Toma, mira, un pajarito. No te duermas, ¿sabes?

El niño cogió el dulce de mala gana, sin levantar la cabeza del pecho del abuelo, y acercó los labios al pico del pajarito, pero no se lo comió.

—¿Tienes sueño? —preguntó tío Portolu mirándole—. ¿No has dormido esta noche, pajarito mío? Vamos, despabílate, escucha qué canciones tan bonitas. Cuando seas grande, también tú cantarás así. Te llevaré a caballo a la tanca y cantaremos juntos.

Pero el pequeño, que siempre se entusiasmaba ante la idea de ir a la tanca, no se despabiló. A la hora de la comida no quiso comer, y no se separó del abuelo, sobre cuyo pecho seguía teniendo apoyada la cabeza.

—Me parece que tu hijo está enfermo —gritó Farre a Maddalena.

El padre Elías se sobresaltó, miró al niño e inmediatamente recordó el sueño que había tenido la noche en que velaba el cadáver de Pietro. Maddalena acarició al niño, le interrogó, le tomó en brazos y le llevó al camastro donde antes había dormido Elías.

—Tiene sueño y ahora duerme —dijo, entrando de nuevo.

Pero el padre Elías no se tranquilizó. Hubiera querido levantarse, ir junto al niño, examinarlo, y, en cambio, no pudo moverse y tuvo que ocultar su inquietud.

Escuchaba a los cantores, sonreía levemente ante ciertos versos bien logrados; pero no hablaba, no reía. Veía a Farre, a aquel rico y gordo pariente que hablaba jadeando, ir y venir por la casa, dando órdenes, entremetiéndose en todo como si fuera el dueño, hablando con frecuencia con Maddalena, y sentía celos, y dándose cuenta de estos celos se irritaba consigo mismo, pero callaba.

Después de comer, entró casi furtivamente a ver al niño, se inclinó y lo contempló durante largo rato, y al verle dormir suavemente, con la boquita entreabierta, con el pajarito de dulce entre sus manitas, experimentó un ímpetu de ternura y le besó religiosamente. Al levantarse recordó el día y la noche de las bodas de Maddalena, y la enfermedad y el dolor que él había sufrido en aquel camastro.

«¡Las cosas del mundo! —pensó—. ¿Quién hubiera nunca creído que tendrían que suceder estas cosas?».

Al volver a entrar en la cocina, oyó a Farre que hablaba del niño con Maddalena, que estaba preparando el café.

—Tú no te preocupes de él —le decía—. ¿No ves que no está bien? ¿Es una cara de niño sano aquélla? No. Yo haré venir el médico, y verás cómo tengo razón.

«Y ¿qué le importa a él? —se dijo Elías con amargura y con celos—. Me toca a mí preocuparme del niño, no a él».

Salió al patio, donde los poetas recomenzaban a cantar, y se sentó junto a su padre, y parecía escuchar la improvisada competencia; pero seguía pensando en Farre, en Maddalena, en el niño, y se entristecía y se irritaba, y se daba cuenta de un nuevo deseo: que Maddalena permaneciera viuda. No había pensado que, si ella volvía a casarse, ya no tendría ninguna autoridad sobre el niño.

«Se casará con Farre —pensaba—, y yo ya no podré querer a mi hijo. Serán contados los besos y las caricias que podré hacerle».

Y su pensamiento se perdía en el porvenir, en cosas completamente extrañas al ministerio en que aquel día había entrado.

Terminada la fiesta, de regreso al Seminario, se dio cuenta de todos los vanos pensamientos, de los celos, de las tristezas experimentadas durante la jornada, y un fuerte descontento de sí mismo se apoderó de él.

«Es inútil, es inútil —pensaba, dando vueltas y más vueltas en la cama—. La carne está pegada al hueso, y yo no me separaré nunca de las cosas del mundo. Seré un mal sacerdote, como he sido un mal seglar, porque no soy un buen cristiano. Eso es todo».

Mientras tanto, sucedió lo que había previsto. Farre pidió la mano de Maddalena, y en seguida empezó a ocuparse del niño como de algo suyo. Hizo venir al médico y, habiendo éste declarado que el niño estaba anémico, compró las medicinas y todo lo que hacía falta para la salud del pequeño Berte. El pobre Elías veía y callaba, pero por dentro le corroían los celos. Muchas veces cuando estaba solo, y también estando en la iglesia, se sorprendía pensando en aquel gordo corpachón de hombre sano y colorado, de hablar lento, de palabra jadeante, y sentía que le odiaba.

Un día, Farre le invitó a su majada.

—Irá también tío Portolu —dijo—, y nos llevaremos al niño, que le sentará bien, y nos distraeremos.

Al principio Elías estuvo a punto de rechazar la invitación impetuosamente, pero luego se dominó y aceptó.

Pero sufrió mucho durante aquella excursión. Farre llevaba al niño en su caballo, delante de la silla, y Berteddu apoyaba su cabecita en su pecho, y le dirigía cien preguntas si veía a un cuervo volar graznando, a un gorrión elevarse de una breña, un matojo lleno de bayas escarlata, o una encina verdeante de bellotas. Farre se lo explicaba todo con paciencia, y de vez en cuando le daba un beso.

—¿Ves?, aquél es un peral silvestre. Mira, mira, tiene más frutos que hojas. Te gustan, ¿eh?, las peras silvestres, pequeño cerdito, ¿eh, eh? Y aquellas cosas grises, largas, que parecen candelabros, ¿sabes qué son? Son troncos de canna gurpina[17] buenos para hacer canutos de pita. Los pastores se hacen las pipas así. Los pastores no son como los señores, ¿sabes?, que van a casa del tendero y compran las cosas hechas. Los pastores se «arreglan». Y tú serás pastor, ¿eh?

—Yo seré pastor, sí —dijo el niño indolentemente—, y me haré pipas con aquellas cañas.

—¡No, no! ¿Lo oye, abuelo Portolu?, el niño quiere ser pastor. ¿No es verdad que, en cambio, le haremos doctor?

Eran tonterías, y, sin embargo, Elías, que cabalgaba junto a Farre, sufría infantilmente. ¿Qué tenía que ver aquel hombre extraño en el porvenir de su hijo? No, no, nunca permitiría que se mezclara en la vida y en el destino de su hijo. Pero también esto era un sueño. La realidad le daba alcance ya con las palabras de tío Portolu, el cual decía al pequeño Berte:

—¿Quieres ser pastor, pichoncito? Y ¿por qué quieres ser pastor? ¿No sabes que los pastores suelen dormir a la intemperie y pasan frío? ¿Ves a tío Elías? Se ha hecho cura, porque si hubiera seguido siendo pastor, se hubiese muerto de frío. No, te haremos doctor; no pastor. ¡No vas a mandar tú! Ahí está tío Farre, que te hará andar derecho, y si eres malo, tío Farre no bromeará.

—Y ¿qué es aquello? —preguntó Berteddu, señalando un árbol, sin escuchar las palabras del abuelo.

Pero Elías sí había escuchado aquellas enérgicas palabras, que le habían herido el alma.

Desde aquel día, sus celos crecieron morbosamente. En vano procuraba dominarse, en vano pensaba:

«Jacu Farre tendrá otros hijos, y entonces olvidará, y tal vez aborrezca, al mío. Entonces Berte será todo mío. Me lo llevaré a casa, le haré ir por el buen camino y le haré feliz».

No. No. Todo eran sueños. El presente le apremiaba, la realidad era dura. Elías sufría, y era un dolor distinto a todos los demás hasta entonces experimentados, pero no menos profundo. Volvía a desesperarse y a repetir la acostumbrada queja:

«No encontraré nunca paz, estoy condenado. Cualquier cosa que haga es un error. Y tal vez me equivoqué al no escuchar a Maddalena, tal vez. Dios quería que reparara mi pecado, en lugar de dedicarme indignamente a Él. ¡Ah, el padre Porcheddu tenía razón!: el pecado es una piedra que nunca nos quitaremos de encima, y yo estoy condenado al peso eterno del dolor, porque he pecado gravemente».

Así sus días seguían transcurriendo melancólicos y atormentados. ¡Ah, no era ésta la vida quieta y santa que él había soñado! Mientras tanto, esperaban que un día a otro quedara vacante alguna parroquia de un poblado vecino para mandarle allí, y él lo sabía, y sufría ya pensando en su alejamiento. Una vez lejos, Farre se casaría con Maddalena y se apoderaría totalmente del niño. ¡Estaba acabado, estaba todo acabado! Pero no, no, no estaba todo acabado. No, sabía que desde lejos pensaría continuamente en su hijo, corroyéndose de ternura, de deseos, de celos, y que tal vez iba a empezar una nueva vida de pasión y de dolor bien distinta de aquella que era su deber llevar.

Cada día iba a su casa y trataba de atraerse al niño, llevándole dulces, jugando y mimándolo. Se daba cuenta de que ésta era una debilidad, mejor dicho, una pequeñez, ya que si obraba así no era empujado por su amor paterno, sino por la necesidad de impedir que Berte tomara afecto a Farre, pero no podía remediarlo.

Sin embargo, veía con dolor que Berte solía quedarse indiferente, indolente y taciturno. Casi nunca comía los dulces, se cansaba pronto de los juguetes y de los juegos, y se enfadaba en seguida por la más pequeña cosa. Por otra parte, era así con todos, y Elías se daba cuenta de que el niño estaba enfermo, y se desazonaba al verle así y no poderle sanar.

Llamó a un médico, no a aquel consultado por Farre, y experimentó una triste satisfacción cuando el nuevo doctor declaró que el niño tenía un mal oculto, que no era anemia, y ordenó una medicina distinta.

—¿Lo ves? —dijo Elías a Maddalena, con una maliciosa expresión de triunfo en los ojos.

—¡Lo veo! —contestó ella con tristeza, preocupada solamente por el estado del niño.

El nuevo médico y el nuevo medicamento no impidieron, sin embargo, que la inflamación latente en las delicadas vísceras del niño se manifestara pronto. Un día, el padre Elías encontró a Berte acostado en su camastro de la habitación de la planta baja. El niño tenía mucha fiebre y deliraba, con sus ojazos extraviados y la cara ardiente. Maddalena le velaba, consternada y desesperada, y tía Annedda había ya recurrido a sus medicamentos, tan santos como se quiera, pero perfectamente inútiles.

Tía Annedda tenía una reliquia especial para curar la fiebre. La pasó por el cuerpo ardiente del niño y recitó con fervor diversas plegarias: a Dios, al Espíritu Santo, a Nuestra Señora de la Misericordia, a Nuestra Señora de los Remedios, a la Virgen de Valverde, a santa María del Monto, a santa María del Milagro, a las almas benditas, a san Basilio, a santa Lucía, a la Santa Sangre, a los Santos Inocentes, pero la fiebre no hizo otra cosa sino aumentar.

Entonces llamaron al primer médico, éste declaró que el estado del niño era gravísimo, pero no desesperado, siempre y cuando no se declarara el tifus. Elías escuchaba, pálido, en pie, cerca del ventanuco. Entonces vio venir a Farre por la calleja y apretó instintivamente los puños.

«Ya viene, ¡helo aquí! —pensó—. Viene para aumentar mi dolor. Tal vez el niño se muere, y yo no puedo acercarme a su camastro, no puedo hacerle las últimas caricias, prestarle los últimos cuidados, mientras que todo eso le será permitido a él. ¡Ya viene, ya viene! Pues bien: yo me voy; si no, si entra aquí y se acerca al niño, a mi hijo que se muere, no respondo de mis actos».

En efecto, se fue con el médico. En el patio se encontraron con Farre, que se mostró contristado y se informó del estado del niño.

—El niño está mal. ¡Deja en paz a él y a su madre! —contestó Elías rudamente.

Farre lo miró un poco asombrado, pero no contestó.

El médico invitó a Elías a dar un paseo por la carretera. El joven cura le siguió gustoso; pero mientras el otro hablaba, él miraba a lo lejos, hacia el fondo del valle, con los ojos perdidos en un sueño doloroso. Veía a Farre sentado cerca de la cama del niño, y a Maddalena, triste y pálida, que se inclinaba sobre el enfermito para observar su creciente sufrimiento. Su gordo prometido la consolaba, luego extendía la mano para acariciar al pequeño y le hablaba amorosamente.

El médico, mientras tanto, hablaba de una muchacha gorda y sonrosada que habían encontrado cerca de la fuente.

—Dicen que esa muchacha es la amante de un tal… ¡Qué caderas! Pero no está bien hecha. Pero ¿será verdad que es su amante? ¿Ha oído hablar de eso, padre Elías?

Elías le miró con rabia. ¿Cómo podía dirigirle el médico estas preguntas cuando su niño se moría y Farre lo atendía como un padre?

—¿De qué me habla? —exclamó—. ¿Por qué me hace esas preguntas?

—¿No son preguntas que se puedan hacer a los hombres del mundo? ¿No es usted también un hombre del mundo?

¡Ah, sí!, ¡también él era un hombre del mundo! Por desgracia era todavía un hombre del mundo, y como tal se sentía mordido por el dolor, por el despecho, por los celos.

Al caer la tarde volvió a ver a Maddalena, y la encontró desesperada porque el estado del niño era cada vez más grave. Maddalena estaba en la cocina, preparando algo junto al hogar.

—¿Está madre allí? —preguntó Elías, yendo hacia la habitación donde yacía el niño.

—Sí.

Elías hubiera querido preguntar si también estaba Farre, pero no podía. Sentía que «él» estaba allí, sentado cerca del camastro. Veía distintamente su opulenta figura, sentía su respiración jadeante, y experimentaba una angustia casi enfermiza. Y, sin embargo, cuando abrió la puerta y vio a Farre inclinado al lado de la cama, con su corpachón un poco inclinado hacia delante, silencioso, jadeante, se sobresaltó como asustado por una inesperada aparición.

«El niño se muere, ¡y él está ahí, y no me deja acercarme, y no me deja verlo ni acariciarlo!», pensó amargamente.

En efecto, se acercó apenas a los pies de la cama y miró casi con timidez al enfermito.

—Está mal, está mal —dijo Farre, con dolor, como hablando consigo mismo.

Elías se detuvo un momento, luego se fue sin haber dicho una palabra. Pasó una noche terrible, y a la mañana siguiente estaba de nuevo allí. Mientras cruzaba la calleja, se decía que encontraría al niño mejorado, y su rostro se iluminaba de esperanza. Entró, atravesó con paso ágil el patio, la cocina; abrió la puerta, y pronto palideció: Farre estaba de nuevo allí, sentado cerca de la cama del niño, con su corpachón inclinado hacia delante, silencioso, jadeante.

Maddalena lloraba. En cuanto vio a Elías, salió a su encuentro, enjugándose las lágrimas con el delantal y, sollozando, le dijo que el niño se moría. Elías la miró de arriba abajo, lívido, sombrío: no dio un paso, no habló, y poco después salió. Tía Annedda le siguió a la cocina, luego al patio, y le preguntó, dudando:

—Elías, hijo mío, ¿qué tienes? ¿Estás tú también enfermo?

Elías se detuvo cerca del portal, se volvió, y a sus labios acudieron palabras amargas contra Farre y contra Maddalena, que permitía a su prometido que estuviera siempre allí, cerca del enfermo; pero vio la cara de su madre tan pálida, tan angustiada, que murmuró:

—No, no me encuentro mal —y se fue.

«¿Qué ha dicho? No lo he oído —dijo para sí tía Annedda—. ¿También él está enfermo? ¿Qué tiene? ¡Ayúdanos tú, san Francisco mío!».

Desde aquel momento empezó para Elías una verdadera obsesión. Apenas estaba libre, iba invariablemente, casi sin darse cuenta, a su casa. Incluso antes de llegar a la calleja sentía que Farre estaba allí en su sitio. Sin embargo, se obstinaba en esperar lo contrario, y entraba. Y la odiosa figura estaba allí, siempre allí.

Poco a poco se apoderó de él una especie de delirio. Iba con el deseo de inclinarse sobre el niño, de besarle, de cuidarle con sus manos, de decirle palabras afectuosas: le parecía que la fuerza de su amor bastaría para sanarlo, y, en cambio, iba, y bastaba que viera a Farre para sentirse paralizado; ni siquiera se atrevía a poner la mano sobre la frente del pequeño moribundo, mientra detrás de sí gritaba de dolor y de rabia.

Al atardecer del séptimo día de la enfermedad de Berte, tía Annedda salió a su encuentro llorando.

—No pasará de la noche —murmuró.

—Madre, ¿está Farre todavía ahí?

—No está.

Salió corriendo hacia la habitación, apartó a Maddalena, que lloraba silenciosamente cerca de la cama, y se inclinó ansioso sobre el niño. Y el niño se moría. Su pequeño rostro, antes gracioso y lleno, estaba lívido, descarnado, marcado por un sufrimiento desgarrador. Parecía el rostro de un viejecito moribundo.

Elías no se atrevió a tocarlo ni a besarlo, lleno de un imprevisto estupor. Igual que delante del cadáver de su hermano Pietro, tuvo la visión de la muerte, y se dio cuenta de que hasta aquel momento le había parecido imposible que Berte se muriera. En cambio, se moría. ¿Por qué se moría? ¿Qué era la muerte? ¿El fin de todo, de toda pasión? Entonces, ¿por qué odiaba a Farre? ¿Por qué sufría?

«Hijo mío, hijito mío —gimió para sí—, tú te mueres y yo no te he amado; yo, en lugar de amarte, de cuidarte, de arrebatarte a la muerte, me he perdido en un vano rencor, en unos vanos celos. Y ahora todo se termina, ya no hay tiempo, no hay tiempo de nada…».

Le asaltó un impetuoso deseo de tomar en brazos al niño, de llevárselo, de salvarle. ¿Salvarle? ¿Cómo? No sabía cómo, pero le parecía que bastaba tender los brazos, inclinar su cuerpo sobre el cuerpecito del niño para mantener alejada la muerte. En aquel momento entró Farre y se acercó lentamente a la cama. Elías oyó su paso grave, su respiración jadeante, e instintivamente se alejó.

Farre ocupó su puesto, y una vez más Elías sintió que entre él y el alma de su hijo se alzaba un obstáculo insuperable. Se fue al fondo de la habitación, junto al ventanuco, y sus ojos relampaguearon con un hosco resplandor verde. Pensaba delirando:

«¿Por qué está ahí? ¿Por qué me ha quitado de ahí? Me ha echado, me ha empujado. ¿Con qué derecho? ¿Es suyo o es mío el niño? ¡Es mío, es mío, no suyo! Ahora voy y la emprendo a bofetones con ese gordo, le echo de ahí, porque he de estar yo y no él. Voy, voy, y le abofeteo, le mato. Quiero beber su sangre, porque le odio, porque me lo ha quitado todo, todo, todo, porque cuando está él, yo llego hasta desear la muerte de mi hijo».

Pero durante unos minutos no se movió de su sitio, luego entró en la cocina y dijo a su madre:

—Regresaré dentro de poco —y se fue rápidamente.

Al entrar en su celda le pareció despertarse de un sueño, y volvió a tener conciencia de su vida, de su estado y de su deber. Se arrodilló y se puso a rezar y a pedir perdón a Dios por su delirio.

«Perdóname, Señor; perdóname para la vida eterna, ya que en ésta no soy digno de perdón. Yo no descansaré nunca, estoy condenado a sufrir, pero todo castigo es pequeño por la falta que he cometido. Sí, sí, hazme sufrir, como merezco; pero dame fuerzas para cumplir con mis deberes, quítame del corazón toda vana pasión. Viva o no el niño, iré a verle lo menos que pueda. ¿Es acaso mío? No. Yo no debo tener nada en esta Tierra: ni hijos, ni parientes, ni bienes, ni pasiones. Debo estar solo, solo delante de Ti, Dios mío, Señor grande y misericordioso».

Pero una hora después le avisaron con prisa que fuera a su casa, y él corrió, pálido y con el corazón alterado. Era de noche, una noche de otoño, velada, silenciosa. La luna nadaba lentamente entre tenues vapores, rodeada de una inmensa aureola de olor descolorido. Había en el aire un silencio profundo, una paz antigua y triste, algo misterioso.

Elías sentía que el niño había muerto, y al entrar en la cocina vio, en efecto, sentada junto al hogar, a Maddalena, que lloraba trágicamente, oprimiéndose de vez en vez la cabeza entre las manos. Parecía una esclava a la que se lo hubieran arrebatado todo: libertad, patria, ídolos, familia… Elías sintió el inmenso dolor de la mujer, y pensó:

«En este momento acaso ella cree que la pérdida del niño es el castigo por su culpa, y no sabe que de este dolor, en cambio, ella saldrá purificada y encontrará el camino del bien. ¡Los caminos del Señor son grandes, son infinitos!».

Pero mientras pensaba eso, miraba a su alrededor en la cocina semioscura, y al no ver a Farre entre las pocas personas allí reunidas, pensaba con dolor que acaso estuviera todavía allí, junto al niño muerto.

Entró. Farre no estaba. Sólo tía Annedda, palidísima, pero tranquila, sin llorar, sin hacer ruido, lavaba y vestía el cadáver. Elías le ayudó un poco: cogió del arcón los calcetines y los zapatitos del niño, y al calzarlo, sus piececillos exangües, enflaquecidos por la enfermedad, estaban todavía blandos y tibios.

Hasta que el muerto no estuvo vestido y colocado entre los almohadones, y mientras tía Annedda permaneció allí, Elías se mantuvo tranquilo; pero apenas se encontró solo, sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo, sintió que la cara y las manos se le enfriaban, se arrodilló y escondió su rostro entre las sábanas.

Finalmente, finalmente estaba solo con su hijo. Nadie ya podía quitárselo, nadie ya podía interponerse entre ellos. Y en su infinita aflicción, sentía caer un tenue velo de paz y casi de alegría (parecido a la vaporosidad de aquella misteriosa noche otoñal), porque su alma se encontraba finalmente sola, purificada por el dolor, sola y libre de toda pasión humana, ante el Señor grande y misericordioso.