CAPÍTULO PRIMERO

Días felices se acercaban para la familia Portolu, de Nuoro. A últimos de abril tenía que regresar el hijo Elías, que cumplía una condena en una penitenciaría del continente; luego tenía que casarse Pietro, el mayor de los tres jóvenes Portolu.

Se preparaba una especie de fiesta: la casa estaba recién enjalbegada, y el vino y el pan, preparados[1]; parecía como si Elías regresara de sus estudios, y los padres, acabada su desgracia, le esperaban con cierto orgullo.

Finalmente llegó el día tan esperado, especialmente por tía Annedda, la madre, una mujercita plácida, blanca, un poco sorda, que amaba a Elías más que a ningún otro de sus hijos. Pietro, que era labrador, Mattia y tío Berte[2], el padre, que eran pastores de ovejas, regresaron del campo.

Los dos jóvenes se parecían bastante: bajos, robustos, de barba cerrada, con la cara bronceada y con largos cabellos negros. También tío Berte Portolu, el viejo zorro, como le llamaban, era de pequeña estatura y tenía una cabellera negra y enmarañada que le caía hasta los ojos rojizos, enfermos, que iba a confundirse por encima de las orejas con la larga barba negra, no menos enmarañada. Llevaba una ropa bastante sucia, con una larga zamarra negra, sin mangas, sin piel de cordero, con la lana por dentro; y entre aquella pelambrera negra se destacaban sólo dos enormes manos de un color rojo bronceado, y en la cara, una nariz de la misma tonalidad.

Para aquella solemne ocasión, sin embargo, tío Portolu se lavó las manos y la cara, pidió un poco de aceite de oliva a tía Annedda y se untó bien los cabellos, luego los desenmarañó con un peine de madera, profiriendo exclamaciones por el dolor que esta operación le causaba.

—¡Que el diablo os peine! —decía a sus cabellos, torciendo la cabeza—. ¡Ni la lana de las ovejas está tan enmarañada!

Cuando la maraña estuvo suelta, tío Portolu empezó a hacerse una trencita sobre la sien derecha, otra sobre la izquierda, una tercera bajo la oreja derecha y una cuarta bajo la oreja izquierda. Luego se untó y peinó la barba.

—¡Hágase otras dos más, ahora! —dijo Pietro, riendo.

—¿No ves que parezco un novio? —gritó tío Portolu, y se echó también a reír.

Tenía una risa muy peculiar, forzada, que no le removía ni un pelo de la barba.

Tía Annedda farfulló algo, porque no le gustaba que sus hijos faltaran al respeto al padre, pero éste la miró y dijo:

—¿Qué dices tú? Deja que se rían los muchachos. Ya es tiempo de que se diviertan. Nosotros ya nos hemos divertido.

Mientras tanto llegó la hora en que tenía que venir Elías. Aparecieron algunos parientes y un hermano de la novia de Pietro, y todos salieron hacia la estación. Tía Annedda se quedó sola en casa, con el gatito y las gallinas.

La casita, con un patio interior, daba a una calleja mal empedrada que bajaba hacia la carretera. Detrás del seto de la calleja, se abrían varios huertos que miraban hacia el valle. Parecía como si se estuviera en el campo. Un árbol que extendía sus ramas por encima del seto daba a la calleja un aire pintoresco. El granítico Orthobene y las cerúleas montañas de Oliena, cerraban el horizonte.

Tía Annedda había nacido y envejecido allí, en aquel rincón, como una criatura de siete años. Por otra parte, todo el barrio estaba habitado por gente honrada, por muchachas que frecuentaban la iglesia y por familias de costumbres sencillas.

Tía Annedda se asomaba de vez en cuando al portal abierto, miraba a un lado y a otro, y luego volvía a entrar. También las vecinas esperaban al regreso del preso, en pie ante sus puertas o sentadas en toscos asientos de piedra adosados al muro. El gato de tía Annedda miraba desde la ventana.

Y he aquí, de improviso, un sonido de voces y de pasos en la lejanía. Una vecina atravesó corriendo la calleja y metió la cabeza por el portal de tía Annedda.

—¡Ya están aquí! —gritó.

La mujeruca salió, más blanca que de costumbre y temblando. Inmediatamente después, un grupo de campesinos irrumpió en la calleja, y Elías, muy conmovido, corrió hacia su madre, se inclinó y la abrazó.

—Dentro de cien años otra, dentro de cien años otra[3]… —murmuraba tía Annedda, llorando.

Elías era alto y esbelto, con la cara blanquísima, delicada, sin barba. Llevaba los cabellos negros cortados y tenía los ojos de un azul verdoso. El largo encierro le había blanqueado las manos y el rostro.

Todas las vecinas se agolparon a su alrededor, empujando a los otros campesinos, para abrirse paso, y le estrecharon la mano, deseándole:

—Otra desgracia parecida para dentro de cien años.

—¡Dios lo quiera! —contestaba él.

Luego entraron en casa. El gato, que al acercarse el grupo se había retirado de la ventana, a la escalerilla exterior, saltó fuera asustado, corrió sin dirección fija y fue a esconderse.

Mis, mis —empezó a gritar tío Portolu—, ¿qué diablos te pasa? ¿Nunca has visto cristianos? ¿Somos acaso unos asesinos, que hasta los gatos huyen? ¡Nosotros somos gente honrada, somos caballeros!

El viejo zorro tenía muchas ganas de gritar, de parlotear, y de decir cosas sin sentido.

Una vez sentados en la cocina, mientras tía Annedda servía de beber, tío Portolu acaparó a Jacu Farre, un pariente suyo, un hombre colorado y gordo que respiraba lentamente, y ya no le dejó en paz.

—Míralos —le gritaba, tirándole de la capa y señalando a sus hijos—. ¿Ves ahora a mis hijos? ¡Tres palomos! ¡Y fuertes, eh, y sanos, y hermosos! ¿Los ves en fila, los ves? Ahora que ha vuelto Elías seremos como cuatro leones; no nos tocará ni siquiera una mosca. También, yo, ¿sabes?, también yo soy fuerte. No me mires así, Jacu Farre, me río de ti, ¿entiendes? Mi hijo Mattia es mi mano derecha; ahora Elías será mi mano izquierda. Y luego Pietro, el pequeño Pietro, Prededdu mío. ¿No lo ves? ¡Es una flor! Ha sembrado diez fanegas de cebada, ocho de trigo y dos de habas. ¡Sí, quiere casarse, no se quejaría su mujer! No le faltará la cosecha. Es una flor, Prededdu mío. ¡Ah, mis hijos! Como mis hijos no hay otros en Nuoro.

—¡Eh!, ¡eh! —dijo el otro, casi gimiendo.

—¡Eh!, ¡eh! ¿Qué quieres decir con tú ¡eh!, Jacu Fà? ¿Miento, tal vez? Enséñame a otros jóvenes que sean como ellos, trabajadores, honrados y fuertes. ¡Estos hombres son hombres!

—¿Y quién te dice que sean mujeres?

—¡Mujeres, mujeres! ¡Mujer lo serás tú, barriga de arcón! —gritó tío Portolu oprimiendo con sus grandes manos la barriga del pariente—, tú, y no mis hijos. ¿No los ves? —prosiguió, volviéndose con adoración hacia los tres jóvenes—. ¿No los ves, o es que eres ciego? Tres palomos…

Tía Annedda se acercó con el vaso en una mano y la garrafa en la otra. Llenó el vaso y se lo ofreció a Farre, y Farre se lo dio cortésmente a tío Portolu. Y tío Portolu bebió.

—¡Bebamos! ¡A la salud de todos! Y tú, mujer mía, mujeruca, no tengas ya miedo de nada; seremos como leones, ya no nos tocará ni siquiera una mosca.

—¡Quita, quita! —contestó ella.

Dio de beber a Farre y se alejó. Tío Portolu la siguió con los ojos y luego dijo, tocándose la oreja con un dedo:

—Está un poco… No oye bien, en fin, ¡es mujer! ¡Una buena mujer! Mi mujer hace lo que tiene que hacer. ¡Y es mujer de conciencia! Ah, como ella…

—¡No hay otra en Nuoro!

—¡Y que lo digas! —gritó tío Portolu—. ¿La has oído nunca murmurar? ¡No temas que si Pietro trae a su mujer esté mal aquí la muchacha!

Y seguidamente empezó a alabar también a la muchacha. ¡Una rosa, una joya, una palma! Cosía e hilaba, era una buena ama de casa, era honesta, bella, buena, acomodada.

—En fin —dijo Farre, irónico—, ¡no hay otra como ella en Nuoro!

Mientras tanto, el grupo de los jóvenes hablaba animadamente con Elías, bebiendo, riendo, escupiendo. Quien más reía era él, pero su risa era cansada y rota, y su voz, débil. Su cara y sus manos destacaban entre todas aquellas caras y aquellas manos bronceadas: parecía una mujer vestida de hombre. Además, su lenguaje había adquirido algo de particular, de exótico; hablaba con una cierta afectación, mitad en italiano y mitad en dialecto, con exclamaciones completamente continentales.

—Escucha a tu padre cómo os elogia —dijo el futuro cuñado de Pietro—. Dice que sois palomos, y en verdad que eres blanco como un palomo, Elías Portolu.

—Pero volverá a ponerse negro —dijo Mattia—. Desde mañana comenzaremos a trotar hacia el redil, ¿no es verdad, hermano mío?

—Que sea blanco o negro, poco importa —dijo Prieto—. Dejad esas tonterías, dejadle contar lo que estaba contando.

—Decía, pues —reanudó Elías con su débil voz—, que aquel gran señor, compañero mío de celda, era el jefe de los ladrones de aquella gran ciudad, ¿cómo se llama…? Ya no me acuerdo; bueno, es igual. Estaba conmigo y me lo contaba todo. Aquello sí que es robar; ¿qué son nuestros hurtos? Nosotros, por ejemplo, un día tenemos necesidad de una cosa, vamos y robamos un buey y lo vendemos. Nos cogen, nos condenan, y aquel buey no basta para pagar el abogado. ¡Pero aquellos de allí, aquellos grandes ladrones, sí, sí! Cogen millones, los esconden, y luego, cuando salen de la cárcel, son riquísimos, van en coche por todas partes y se divierten. ¿Qué somos nosotros, sardos estúpidos, comparados con ellos?

Los jóvenes escuchaban atentos, llenos de admiración por aquellos grandes ladrones del otro lado del mar.

—Luego también había un monseñor —reanudó Elías—, un ricacho que tenía en la libreta muchos miles de liras.

—¡Hasta un monseñor…! —exclamó Mattia, maravillado.

Pietro le miró, riendo, y quiso hacerse el desenvuelto, aunque también él estaba muy asombrado.

—¿Y qué, un monseñor? ¿Es que los monseñores no son hombres como todos los demás? La cárcel se ha hecho para todas las clases de hombres.

—¿Y por qué estaba ése allí?

—Pues…, parece que porque quería que echaran al rey y pusieran al Papa en lugar del rey. Otros, en cambio, decían que también él estaba en la cárcel por asuntos de dinero. Era un hombre alto, con los cabellos blancos como la nieve; siempre leía. Otro murió y dejó a los detenidos todo el dinero que tenía en su cuenta de peculio. Querían darme cinco liras, pero yo las rechacé. Un sardo no quiere limosnas.

—¡Tonto!, ¡yo las hubiera cogido! —gritó Mattia—. Hubiera agarrado una borrachera solemne a la salud del muerto.

—Está prohibido —dijo Elías, y se quedó un momento en silencio, absorto en vagos recuerdos; luego, exclamó—: ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Cuánta gente había, de toda clase! Conmigo estaba otro sardo, un sargento mayor. Le embarcaron en Cagliari la misma noche que me embarcaron a mí. Él creía que lo iban a soltar; en cambio, lo encarcelaron sin que se diera cuenta.

—¡Oh, yo creo que sí se habría dado cuenta!

—¡Y yo!

—Se jactaba de que pronto le perdonarían, de que era pariente del ministro y de que tenía otro pariente en la Corte del rey. En cambio, lo he dejado allá abajo. Nadie le escribía, nadie le mandaba un céntimo. Y en «aquel sitio», si no se tiene dinero, se muere uno de hambre. ¡Dios nos asista! ¡Y los carceleros…! —exclamó luego, haciendo una mueca—, ¡son todos unos esbirros! Casi todos son napolitanos, sinvergüenzas, que, si te ven morir, te escupen encima. Pero, antes de salir, yo le dije a uno de ellos: «Prueba a pasar por nuestra tierra, marrano, que ya te ajustaré las cuentas».

—Sí —dijo Mattia—, que pruebe a pasar cerca de nuestro redil; ¡le daremos un poco de suero!

—¡No, no pasará!

—¿Quién no pasará? —preguntó tío Portolu, acercándose.

—Nada, un carcelero que escupía a Elías —dijo Mattia.

—No, diablo; a mí no me escupía. ¿Qué estás diciendo?

Todos se echaron a reír, y tío Portolu gritó:

—Y, además, Elías no se lo hubiera permitido, le habría roto los dientes de un puñetazo. Elías es un hombre. Nosotros somos hombres; no somos muñecos de queso fresco, como los continentales, aunque éstos sean guardianes de hombres…

—¡Vaya guardianes…! —dijo Elías, encogiéndose de hombros—. Los guardianes son unos sinvergüenzas; pero luego hay señores, ¡si los hubieseis visto…! Grandes señores que van en coche, que cuando entran en la cárcel ingresan miles y miles de liras en su cuenta de peculio.

Tío Portolu se enfadó, escupió y dijo:

—¿Qué son ésos? ¡Hombres de queso tierno! ¡Ve y ponles a tirar el lazo a un potro indómito, o atrapar un toro, o a disparar un arcabuz! Antes se mueren del susto. ¿Qué son los señores? Mis ovejas son más valientes, ¡Dios me asista!

—Y, sin embargo, sin embargo… —insistía Elías—, si hubieseis visto…

—¿Qué has visto tú? —replicaba tío Portolu, despreciativo—. Tú no has visto nada. A tu edad yo no había visto nada; pero después he visto lo que son los señores, y lo que son los continentales, y lo que son los sardos. Tú eres un pollito que acaba de salir del cascarón…

—¡Un pollito! —murmuró Elías, sonriendo amargamente.

—¡Un gallo, más bien! —dijo Mattia.

Y Farre, con finura:

—No, un pajarito…

—¡Salido de la jaula! —exclamaron los demás, riendo.

La conversación se hizo general. Elías siguió contando sus recuerdos, más o menos exactos, sobre el lugar y las personas que había dejado; los demás comentaban y reían. Tía Annedda escuchaba también, con una plácida sonrisa en su rostro tranquilo, y no conseguía atrapar bien todas las palabras de Elías; pero Farre, que estaba sentado a su lado, le acercaba la cara al cuello y le repetía en voz alta las narraciones del recién llegado.

Mientras tanto, venía más gente: amigos, vecinos, parientes. Los que llegaban se acercaban a Elías, muchos le besaban y todos le deseaban:

—Dentro de cien años, otra.

—¡Dios lo quiera! —contestaba él, echándose la barretina sobre la frente.

Y tía Annedda servía de beber. Pronto la cocina estuvo llena de gente. Tío Portolu gritaba sin parar, comunicando a todos que sus hijos eran tres palomos, y hubiese querido que toda aquella gente se quedara mucho tiempo en su casa; pero Pietro se perecía por presentar su novia a Elías e insistía en salir y llevárselo con él.

—Vamos a tomar un poco el aire —decía—. Este pobre diablo ha estado bastante tiempo encerrado para que ahora le queráis tener aquí toda la tarde.

—¡Le sentará bien el aire! —contestó un pariente—; esa cara de muchacha se volverá pronto negra como la pólvora.

—¡Así lo espero! —gritó Elías, pasándose las manos por la cara, avergonzado de su blancura.

Finalmente, Pietro consiguió que le hiciera caso, y estaba a punto de salir cuando llegó la futura suegra, una viuda delgada, alta y tiesa, con el rostro terroso envuelto en una toca negra. La acompañaban sus dos hijos más jóvenes: una muchacha y un jovencito lleno ya de orgullo.

—Hijo mío —dijo con énfasis la viuda, arrojándose con los brazos abiertos hacia Elías—. ¡Que el Señor te mande dentro de cien años otra de estas desgracias!

—¡Dios lo quiera!

Tía Annedda iba afanosamente detrás de la viuda, deseosa de cumplimentarla; pero tío Portolu se apoderó de la mujer, le cogió las manos y la zarandeó.

—¿Lo ves? —le gritó junto a la cara—. ¿Lo ves, Arrita Scada? El palomo ha vuelto al nido. ¿Quién nos toca ahora? ¿Quién se atreve? Dilo tú, Arrita Scada…

Ella no supo decirlo.

—Déjele que diga —exclamó Pietro, dirigiéndose a la viuda—. Hoy está alegre.

—¡Porque tiene que estar alegre!

—Claro que estoy alegre. ¿Qué dices tú a eso? ¿No he de estar alegre? ¿No ves al palomo? Ha vuelto al nido. Es tan blanco como un lirio. Y ahora sabe contar muy bien historias. Arrita Scada, ¿me has oído? Somos una familia, una casa de hombres; y dile a tu hija que se casará con una flor y no con una basura.

—Así lo creo.

—¿Lo crees? ¿O crees tal vez que tu hija vendrá aquí a hacer de criada? Vendrá a hacer la señora: encontrará pan y vino y encontrará trigo, cebada, habas, aceite; de todo. ¿Ves aquella puerta? —gritó luego, haciendo volverse a tía Arrita hacia una portezuela que había en el fondo de la cocina—, ¿la ves? ¿Sí? Pues bien: ¿sabes lo que hay detrás de ella? Cien escudos en queso. Y, además, otras cosas.

—Vamos, vamos —dijo Pietro, un poco mortificado—. A ella no le importan los tesoros de usted.

—Por otra parte —observó Elías—, María Maddalena Scada no se casará con Pietro por nuestro queso.

—¡Hijo de mi corazón!, ¡de todo hace falta en el mundo! —sentenció tía Arrita, sentándose entre sus dos hijos, de los cuales el varón no hablaba, pero sonreía burlón.

—¡Vamos, vamos, déjelo estar! —repetía Pietro.

Mientras tanto, tía Annedda, en vista de que no le dejaban decir una palabra, se había puesto a preparar el café para la socronza[4].

—Mi marido —le dijo apenas pudo tenerla consigo— está demasiado apegado a las cosas del mundo. No piensa que el Señor nos ha dado sus bienes sin que nosotros los mereciéramos y que el Señor nos los puede arrebatar de un momento a otro.

—Annedda mía, los hombres son todos así —dijo la otra para consolarla—. No piensan más que en las cosas del mundo. Dejémoslo estar. Pero ¿qué estás haciendo? No te tomes ninguna molestia. He venido sólo un momentito y me voy en seguida. Veo que Elías está bien y tiene la cara blanca como una muchacha, ¡Dios le bendiga!

—Sí, parece que está bien, gracias al Señor. ¡Ha sufrido tanto, pobre pajarito!

—¡Ah, esperemos que todo haya terminado! Seguro que no volverá con las malas compañías, porque han sido las malas compañías las que le han traído la desgracia.

—¡Que Dios te bendiga!, tus palabras son de oro, Arrita Scada mía. Pero ¿de qué hablábamos? Los hombres sólo piensan en las cosas del mundo; si pensaran un poquitín nada más en el mundo de más allá, irían más derechos en éste. Piensan que esta vida terrenal no se tiene que acabar nunca; en cambio, esta vida es una novena, una novena y además corta. Suframos en este mundo, hagamos que esta gallina de aquí —se tocó en el pecho— esté tranquila y no nos acuse de nada; el resto, que vaya como quiera. Ponte azúcar, Arrita, procura que el café no sea amargo.

—Está bien así; no me gusta dulce.

—Bien; estamos diciendo que basta con tener la conciencia tranquila. En cambio, los hombres no se preocupan de esto. A ellos les basta con que el año sea bueno, que se produzca mucho queso, mucho trigo y muchas aceitunas. ¡Ah, ellos no saben que la vida es tan breve, que todas las cosas del mundo pasan tan aprisa! Dame tu taza, no te molestes. ¡Ah!, no es nada, la cucharilla que se ha caído. ¡Las cosas del mundo! Ve, Arrita Scada, ve a la orilla del mar y cuenta y cuenta todos los granitos de arena: cuando los hayas contado, sabrás que no son nada en comparación con los años de la eternidad. En cambio, nuestros años, los años que hay que pasar en el mundo, caben dentro de un puño de un niño. Yo siempre digo estas cosas a Berte Portolu y a todos mis hijos, pero ellos están demasiado apegados al mundo.

—Son jóvenes, Annedda mía; hay que tener en cuenta esto, que son jóvenes. Pero ya verás cómo Elías se ha vuelto más juicioso; es serio, muy serio. La lección no ha sido pequeña y le servirá para toda la vida.

—¡La Virgen de Valverde lo quiera! ¡Ah, Elías es un joven de corazón! Cuando era muchacho parecía una mujer, no decía una maldición, ni una mala palabra. ¿Quién lo hubiera creído que él, precisamente él, me tendría que hacer derramar tantas lágrimas?

—Basta, ahora ya está todo pasado: ahora tus hijos parecen de verdad unos palomos, como dice Berte, tu marido. Basta que entre ellos reine siempre la concordia, el amor…

—¡Ah!, en esto no hay peligro, ¡que Dios te bendiga! —dijo tía Annedda, sonriendo.

Después de cenar, tía Annedda pudo finalmente quedarse a solas con Elías, sentados ambos al fresco, en el patio. El portal estaba abierto, la calleja desierta. Parecía una noche de verano, silenciosa, en el cielo diáfano florecido de estrellas purísimas. Más allá de los huertos, más allá de la carretera, en la lejanía se oía el tintineo argentino de las ovejas que pacían; el aire traía un áspero perfume de hierba fresca. Ella respiraba ese perfume, ese aire puro, con las narices dilatadas, con un instinto de voluptuosidad salvaje. Sentía que la sangre le corría caliente por las venas y se notaba la cabeza oprimida con un agradable peso. Había venido y se sentía feliz.

—Hemos estado en casa de la novia de Pietro —dijo con voz baja—, es una muchacha bastante bonita.

—Sí, es morena, pero es bonita. Además, es bastante juiciosa.

—Su madre me parece un poco fanfarrona: si tiene un céntimo hace ver que tiene un escudo; pero la muchacha parece modesta.

—¿Qué quieres? Arrita Scada es de buena raza y lo tiene a gala; por otra parte —dijo tía Annedda, entrando en su tema favorito—, yo no sé qué se gana con la fanfarronería y la soberbia. Dios dijo: «Tres cosas solamente debe tener el hombre: amor, caridad, humildad». ¿Qué se saca de las demás pasiones? Tú ahora has experimentado la vida, hijo mío; ¿qué dices tú a eso?

Elías suspiró profundamente y levantó el rostro hacia el cielo.

—Usted tiene razón. Yo he experimentado la vida, no es que me mereciera la desgracia que he tenido, porque, como usted sabe, yo era inocente, sino porque el Señor no paga en sábado. He sido mal hijo y Dios me ha castigado, me ha hecho envejecer antes de tiempo. Las malas compañías me habían llevado por el mal camino, y por ir con malas compañías es por lo que me he encontrado envuelto en aquella desgracia.

—Y aquellos compañeros, mientras tú sufrías, ni siquiera preguntaban por ti. Antes, cuando estabas libre, no dejaban en paz esta puerta: «Elías, ¿dónde está?, ¿dónde está Elías?». Elías arriba y Elías abajo. ¿Y luego? Luego se alejaron, o si tenían que pasar por la calle, se encasquetaban la barretina para que nosotros no los reconociéramos.

—¡Basta, madre! Ahora todo ha terminado, empieza una vida nueva —dijo él, suspirando otra vez—. Ahora, para mí, no existe más que mi familia: usted, mi padre, mis hermanos. ¡Ah!, créame, les haré olvidar todo lo pasado. Seré como un criado, les obedeceré, y me parecerá que he vuelto a nacer.

Tía Annedda sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas de dulzura, y como le pareció que también Elías estaba demasiado conmovido, desvió la conversación.

—¿No has estado nunca enfermo? —preguntó—. Has adelgazado mucho.

—¿Qué quiere? En «aquel sitio» uno adelgaza, aunque no esté enfermo. El no trabajar mata más que cualquier fatiga.

—¿No trabajabais nunca?

—Sí, se hacen trabajitos manuales, composturas de zapatero o labores femeninas. Así parece que el tiempo no pasa nunca: un minuto parece un año. Es una cosa horrible, madre mía.

Callaron. La voz de Elías había adquirido un tono profundo al pronunciar estas últimas palabras. Durante la tarde, en la primera embriaguez de la libertad, había hablado fácilmente de su cárcel y de sus compañeros de desventura, pareciéndole todo ello una cosa ya lejana, casi agradable de recordar. Pero ahora, de repente, en aquella oscuridad silenciosa, al percibir el olor fresco del campo que le recordaba los primeros días felices de su juventud transcurrida en la majada, en la ilimitada libertad de la tanca[5] paterna, delante de su madre, de aquella viejecita buena y pura, el recuerdo de los años perdidos en vano en la angustia de la cárcel le producía horror.

—Me siento bastante débil —dijo al cabo de un rato—, no tengo fuerzas para nada: es como si me hubieran roto la espalda. Y, sin embargo, nunca he estado enfermo. Sólo una vez he tenido un cólico tremendo y me parecía que me iba a morir. «Santu Franziscu mío —dije entonces—, sacadme de este horror, y la primera cosa que haga, al volver a la libertad, será ir a vuestra iglesia a llevaros un cirio».

Santu Franziscu bellu! —exclamó tía Annedda, juntando las manos—. ¡Iremos, iremos, hijo mío! ¡Que Dios te bendiga! Volverás a tener fuerzas, no lo dudes. Iremos a hacer la novena a san Francisco, y Pietro vendrá a la fiesta y llevará a la grupa de su caballo a su novia.

—¿Cuándo se casa Pietro?

—Se casará después de la cosecha, hijo mío.

—¿Y traerá aquí a su mujer?

—Sí, la traerá aquí, al menos durante los primeros tiempos. Yo empiezo ya a ser vieja, hijo mío, y tengo necesidad de ayuda. Mientras viva, quiero que estemos todos unidos; luego, cuando vuelva al seno del Señor, que cada uno de vosotros se vaya por su camino. También tú te casarás…

—Y ¿quién va a quererme? —dijo él, con amargura.

—¿Por qué hablas así, Elías? ¿Quién va a quererte? Una hija de Dios. Si te enmiendas, si llevas una vida honrada, con temor de Dios, trabajando, fortuna no te faltará. Yo no digo que tengas que buscar una mujer rica, pero una mujer honrada no te faltará. El señor ha instituido el matrimonio para que se unan santamente un hombre y una mujer, y no un rico y una rica, un pobre y una pobre.

—¡Vaya! —dijo él riendo—. ¡No hablemos de esto! Acabo de volver y ya hablamos de matrimonio. Hablaremos otro día: tengo sólo veintitrés años y aún hay tiempo. Pero usted está cansada, madre mía. Vaya, vaya a descansar. Vaya.

—Voy; pero retírate también tú, Elías. El aire te podría hacer daño.

—¿Daño? —dijo él, abriendo la boca y respirando con fuerza—. ¿Cómo puede hacerme daño? ¿No ve que me devuelve la vida? Váyase. Entraré en seguida.

Al cabo de un momento se encontró solo, medio tumbado en el suelo, con el codo apoyado en el escalón de la puerta. Oyó a su madre que subía por la escalerilla de madera, que cerraba el ventanuco y se quitaba los zapatos. Luego todo quedó en silencio. El aire se iba volviendo fresco, casi húmedo, aromático. Pensó en las cosas que su madre le había dicho. Luego se dijo: «Mi padre y mis hermanos duermen tranquilos en sus esteras: los oigo desde aquí. Mi padre ronca: Mattia dice de cuando en cuando alguna palabra: sueña, sin duda, y hasta en sueños es un poco simple. Pero ¡qué bien duermen! Se han emborrachado, pero mañana no sentirán ninguna molestia. También yo me he emborrachado un poco, pero lo notaré. ¡Qué débil soy! Ya no soy un hombre, y nunca más haré nada bueno. ¡Y mi madre quiere casarme! Pero ¿qué mujer me quiere? Ninguna. Basta, el aire se hace húmedo; retirémonos».

Pero no se movió. Seguía oyéndose el tintineo de los rebaños que pacían, y a veces parecía próximo o lejano, transportado por la brisa húmeda y fragante. Elías se sentía cansado, con la cabeza pesada, y no podía moverse, o le parecía así. Confusas visiones vacilantes empezaron a ondular su fantasía: seguía recordando la majada, la tanca cubierta de heno altísimo, y veía a las ovejas, abultadas por su largo pelo, diseminadas entre el verde de los pastos, pero esas ovejas tenían caras humanas; las caras de sus compañeros de desventura. Y experimentaba una angustia indefinible. Tal vez era el vino que, al fermentarle en la sangre, le producía un poco de fiebre. Recordaba todos los acontecimientos de la jornada, pero le parecía que había soñado, que se encontraba todavía en «aquel sitio» y que sentía un sombrío dolor.

Las imágenes fantásticas de su sueño ondulaban, se alejaban, se desvanecían. Ahora le parecía que aquellas extrañas ovejas de cara humana saltaban el muro que cerraba la tanca, y él iba detrás de ellas, afanosamente, saltando también el muro y adentrándose en la tanca vecina, poblada de alcornoques altos, verdísimos. Un hombre alto, rígido, gordo, con una barba entre gris y rojiza, una especie de gigante, caminaba lentamente, casi majestuosamente, por el bosque. Elías le reconoció en seguida: era un hombre de Orune, un salvaje sabio, que vigilaba la inmensa tanca de un terrateniente de Nuoro para que no extrajeran fraudulentamente el corcho de los alcornoques. Elías conocía desde niño a aquel hombre gigantesco que nunca reía, y acaso por eso gozaba de una cierta fama de sabio. Se llamaba Martinu Monne, pero todos le llamaban el Padre de la selva (ssu babu è ssu padente), porque él contaba que, desde su infancia, no había dormido ni una sola noche en el pueblo.

—¿Adónde vas? —preguntó Elías.

—Voy siguiendo a estas ovejas locas. Pero ¡estoy tan cansado, padre mío de la selva…! No puedo más, estoy débil y deshecho; ya no sirvo para nada.

—Si no quieres tener líos, métete a cura —dijo tío Martinu con voz poderosa.

—¡Ya se me ha ocurrido esta idea varias veces en «aquel sitio»! —gritó Elías.

Se estremeció, se despertó y sintió un escalofrío.

«Me he dormido aquí —pensó, levantándose—. Cogeré un mal aire…».

Entró en la cocina en paso inseguro. El padre y los hermanos dormían pesadamente en sus esteras, y una luz ardía colocada sobre la piedra del hogar. Para Elías, ¡pobrecito!, tan debilucho, habían preparado una cama en una pequeña habitación de la planta baja. Cogió la luz, atravesó una habitación en la que, sobre grandes tablones, había gran cantidad de queso oleoso que exhalaba un olor desagradable, y entró en la habitación.

Se desnudó, se metió en la cama y apagó la luz. Se sentía la espalda rota, la cabeza pesada, y, sin embargo, no conseguía dormirse, oprimido de nuevo por un duermevela casi angustioso, lleno de sueños confusos. Veía de nuevo la tanca, el heno, las ovejas gordas de lana amarilla enmarañada, la raya verde del bosque vecino. Tío Martinu estaba todavía allí, pero ahora se encontraba cerca del muro, alto, sucio, rígido, majestuoso.

En pie también, junto al muro, por el lado de su tanca, Elías le contaba muchas cosas de «aquel sitio». Entre otras, le decía:

—Nos llevaban siempre a misa, nos hacían confesar y comulgar con frecuencia. ¡Ah, allá abajo se es buen cristiano! El capellán era un santo varón. Yo le dije una vez, en confesión, que había estudiado y que luego me había hecho pastor, pero que muchas veces me había arrepentido de no haber continuado estudiando. Entonces él me regaló un libro de la Semana Santa. Yo lo he leído más de cien…, ¿qué digo?, más de mil veces, y me lo he traído aquí. Lo sé leer tanto en latín como en italiano.

—Entonces, ¡eres un sabio!

—¡No tanto como usted! Pero tengo temor de Dios.

—Pues bien: cuando se teme a Dios, se es más sabio que los reyes —decía tío Martinu.

Aquí el sueño de Elías se confundía, se entremezclaba con otros sueños más o menos extravagantes.