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Georgie

Egipto, 1932

—¿Pretendes matarlo? —pregunta.

—Sí —responde él.

Vuelves la cabeza para mirarme. A mí. Tus ojos son inmensos mares azules de emoción y me ahogo en ellos porque por una vez comprendo tu expresión. Es pena. Lo sientes mucho.

Lo siento.

—¡Tim! —grito tu nombre y corro a toda velocidad hacia ti.

Muesca, estallido, chasquido.

Las balas me pasan silbando por el lado y golpean la arena, levantando diminutos tornados a mis pies, pero yo no me detengo. Mis extremidades se sacuden y saltan, tirando de mí en todas direcciones porque no las puedo controlar, igual que una mosca zumba en un parabrisas, pero consigo llegar hasta ti.

—No te mueras. No te mueras. No te mueras —grito.

Pero el rifle se eleva y su ojo, negro y fétido, te apunta a la cabeza, y sé que tengo que morir contigo.

Grito tu nombre.

El dedo se acerca al gatillo, pero entonces, el hombre de negro tose débilmente y, del centro del pecho, emerge la punta de un sable largo y fino, y yo grito de nuevo porque ¿cómo puede salirle metal a un hombre del pecho?

Vuelve a toser e impregna el aire de sangre. Se tambalea y cae al suelo dejando escapar el aliento con un silbido débil que sé bien que es la voz de la muerte. Detrás de él está la mujer alta de cara de galgo, que sostiene en la mano la empuñadura de un sable largo y fino. Está clavado en la espalda del hombre. Ella se aparta y vomita algo marrón y repugnante en la arena. Yo agarro el puño de la espada y tiro de él, pero está aferrado al cadáver, incapaz de soltarse, hasta que tiro fuerte y sale de golpe produciendo un sonido húmedo, como un borbotón. La paso por la túnica negra del hombre hasta que se limpia y se la ofrezco a la mujer. Entonces es cuando me doy cuenta de que todo el mundo está mirándome. Empiezo a temblar.

—Gracias, joven —dice la mujer introduciendo de nuevo el sable en el mango de su sombrilla.

El arma me tiene impresionado.

Solo entonces te miro.

Se van. Cogen a su difunto líder y se van. El revuelo de los hombres de las túnicas negras se va y el desierto parece vacío cuando se marchan, aunque aún está lleno de arena. No entiendo por qué se van. No nos tocan, ni tocan el tesoro de la camioneta.

Te pregunto.

Me dices que no han querido tocarnos porque creen que este lugar está maldito.

¿Por qué?

Me sonríes y dices que es por mí. Creen que yo soy la maldición.

¿Por qué yo?

Me tocas un hombro y dices que es porque soy diferente, porque soy especial. Me das las gracias. Hay cosas sobre las que quiero hablarte, sobre el dolor en mi corazón cuando te vi arrodillado en la arena, sobre cómo te parecías al dios Ra a la luz del sol, sobre el hecho de que si ibas a morir, yo quería morir contigo. Pero no me salen las palabras, solo un lamento horrible como el que emiten los bueyes en los pastos porque son demasiado estúpidos como para hacer nada mejor.

—Lo sé, Georgie —dices—. Lo sé.

Me das un beso en la mejilla. Luego te acercas y le das otro a Jessie. Auténticos hermanos.

Tengo familia.