53

Monty estaba enfadado. Llevaba una mano sobre la pistola en su cintura mientras escudriñaba las rocosas crestas que tenían a lo lejos, frente a la camioneta. El calor y el polvo distorsionaban las formas, de modo que nada era nunca lo que creía que era y eso creaba ideas e imágenes raras en la mente.

Estaba enfadado con Jessie. No quería que viajara en la parte de atrás del vehículo y no le preocupaba solo su brazo. No le hacía gracia que estuviera encerrada allí con ese extraño hermano suyo, pero ella insistió. Monty estaba impaciente por ponerse en marcha, deseando llevársela de aquel lugar tan rápido como pudiera, pero el conductor estaba tardando una vida en llenar el agua del radiador y el sol iba quemando cada vez más. Junto a Monty iba Timothy Kenton, con sus ojos azules entrecerrados en una mirada profunda, alerta a cualquier señal de movimiento.

—Tim, ¿es seguro estar con Georgie?

—¿A qué te refieres?

—Es violento.

Tim le echó una rápida mirada considerando las palabras de Monty.

—No te preocupes. Jamás le haría daño a Jessie. La idolatra.

Monty no estaba seguro de creerlo, pero ahora no era el momento de discutir ese punto. La relación entre los tres hermanos era claramente poco convencional y compleja hasta un punto que no llegaba a entender del todo, pero su única meta era poner a Jessie a salvo.

—Nunca debiste traerlos aquí —dijo en voz baja—. No ha estado bien.

Tim saltó bruscamente, con los ojos muy abiertos.

—Son familia —dijo con fiereza—. No podía abandonar a Georgie. Claro que no estuvo bien traerlo aquí. ¿Crees que no soy consciente de eso? Ha sido duro para los dos, pero…

Hizo una larga pausa y bajó la mirada a la arena del desierto de sus botas.

—Está conmigo —continuó en voz muy baja—. Y está vivo. Fue lo mejor que pude darle, no tuve otra opción.

—¿Y Jessie? ¿Por qué arrastrarla hasta aquí? ¿Por qué todas las pistas?

Tim se alejó de él con paso rígido, como un perro preparándose para defender su territorio.

—Era un riesgo. Eso lo sé. Quiero a mi hermano y a mi hermana. Ponerlos en peligro es lo último que habría querido hacer, pero me quedé sin opciones. Tuve que dejarle las pistas de Sherlock. Necesitaba a Jessie y sabía que no me decepcionaría. Somos familia; es así de sencillo.

Pero debió de ver el ceño fruncido de Monty y notar su rabia porque siguió hablando rápidamente:

—Cuando Scott me pidió por primera vez que formara parte de su plan, lo rechacé. Pero cuando lo denuncié a los directores de museos, ellos fueron los que llamaron a la Policía. Fue la Policía la que me pidió que siguiera adelante con ello. Querían descubrir la red que Scott estaba utilizando en Egipto para el transporte y la exportación ilegal de tesoros antiguos, no solo arrestar a Fareed.

—Y tú aceptaste.

Asintió.

—No podía soportar lo que Scott estaba haciendo.

—Ahí te entiendo —respondió Monty en tono grave.

—Así que seguí adelante con ello, pero Scott no confió de primeras en mi cambio de opinión. Me drogó la bebida en la sesión de espiritismo para asegurarse de que cumplía e insistió en que saliera del país rápidamente sin ponerme en contacto con nadie en absoluto.

—Salvo Georgie.

—Georgie fue mi única condición.

—¿Cómo te las apañaste para traerlo aquí?

—Aquel viernes por la noche, después de la sesión de espiritismo, no estaba en condiciones de viajar, así que Scott me tuvo bajo vigilancia, pero al día siguiente ordenó a sus hombres que me llevaran a sacar a Georgie de la clínica. Después, partimos hacia Egipto. El viaje fue una pesadilla para el pobre Georgie.

Negó con la cabeza recordándolo y dijo de nuevo:

—No podía abandonarlo.

A Monty le conmovió la intensidad de su afirmación: Somos familia. Es así de sencillo. Una parte de él comenzó a comprenderlo todo y reconoció en la pasión por Egipto de aquel joven las mismas sensaciones que Chamford despertaba en él.

—Pero ¿por qué las pistas? —volvió a preguntar, más cordialmente esta vez.

—No confiaba en Scott y no sabía hasta qué punto podía confiar en la Policía egipcia, así que Jessie era mi salvavidas. No había nadie más que fuera a venir a sacarnos a Georgie y a mí de problemas si las cosas se ponían feas con Scott. Yo sabía que ella vendría a buscarnos.

Mi salvavidas.

Tim se volvió a mirar a Monty con expresión tensa.

—Por eso le hablé a Scott de McPherson, Hatherley, Hosmer y Phelps cuando me desperté y me encontré en su casa el sábado por la mañana. Fingí que tenía que informarles de que me iba. Le di mucho bombo para que no se le olvidaran los nombres enseguida.

—Scott nos dijo que los mencionaste en la sesión de espiritismo.

—Bueno, pues Scott mentía. No podía decirte la verdad, ¿cierto? Pero sabía que cuando Jessie lo localizara, él mismo estaría deseando saber a quiénes pertenecían aquellos cuatro nombres y le preguntaría. Entonces ella los relacionaría y descubriría la pista.

—Todo ficticio y calculado.

—Sí, pero él no estaba al tanto ni lo descubriría por sí mismo, y fue eso lo que a Jessie le dio la pista hasta el Nilo.

Eran listos estos dos.

Monty oyó el portazo del capó detrás y dijo rápidamente:

—El policía egipcio, Ahmed Rashid, se puso en contacto conmigo y me preguntó si tenía alguna idea sobre dónde podrías estar. Sin embargo, afirmó que no lo sabía.

Tim se encogió de hombros.

—No me sorprende. Ahora tengo el maletín de Scott con todos sus contactos. Solo espero que el capitán Rashid haya puesto a sus hombres en posición cuando lleve este lote río abajo a…

Una bala se estrelló en el parabrisas de la camioneta.

El ataque llegó como de ninguna parte. Las balas caían como escupidas sobre la arena y rebotaban en las piedras, que emitían quejidos agudos. Los obreros corrían a ponerse a cubierto, pero no había refugio alguno. Se agacharon detrás de los camellos. Monty arrastró a Tim detrás del vehículo, con el corazón golpeando con fuerza sus costillas cuando se echaron boca abajo refugiados tras los neumáticos. Pistola en mano, buscó a los atacantes.

Un fogonazo negro. Apuntó con precisión. Apretó el gatillo y escuchó un grito. Tras él, Tim disparaba aleatoriamente con la pistola de Scott, malgastando las balas. En ese momento, Monty supo que a Tim no le habían disparado nunca antes. Moviéndose rápidamente sobre los codos y el estómago, Monty se dio la vuelta sobre la espalda, dispuesto a pegarle un tiro a cualquiera que intentara abrir las puertas traseras.

—¡No malgastes las balas! —le gritó.

El salvaje tiroteo se calmó, pero el repentino silencio fue peor. Era como el silencio de las tumbas, un silencio que minaba las fuerzas y se filtraba en los ojos y en los oídos, entorpeciendo al cerebro. Escudriñó el horizonte gris, tanto como le alcanzaba la vista desde el suelo, y esperó.

Un ruido agudo y fantasmagórico se elevó rompiendo el silencio. Le paralizó el aliento y le puso la piel de gallina. Fue como si el desierto mismo se hubiera abierto en una grieta y estuviera gritando. Pero Tim, que se había mostrado aterrorizado por las balas, no manifestó sorpresa ante esto.

—¡Georgie! —bramó—. ¡Georgie, deja de hacer ese ruido!

«Georgie».

¿Aquel ruido venía de Georgie? Ni siquiera sonaba humano. Monty alzó la mirada hacia la camioneta y pensó en Jessie allí arriba a oscuras inmersa en el ruido infernal. Golpeó con el puño la parte de abajo para que ella supiera que estaba ahí.

—¡Timothy Kenton!

La voz retumbó sombríamente por la arena. Tim miró a Monty.

—Fareed.

—¿Eres tú, Fareed? —gritó.

—Sí.

Otra bala surcó el aire y Monty avistó a uno de los guardias barbudos. Se encontraba acurrucado tras un camello que estaba de rodillas y disparaba con su rifle a una cascada de rocas que había a la derecha del vehículo, pero al sonido del repentino disparo, los gemidos sobrenaturales se intensificaron, haciéndose aún más penetrantes.

—Timothy Kenton.

La voz de Fareed tenía que luchar contra la de Georgie.

—Scott y tú y los tesoros de Egipto sois lo único que quiero. El resto puede salir indemne. No quiero hacer daño a mi propia gente.

Monty oyó a Tim tomar aire bruscamente.

—No, Tim, espera.

Pero Tim ya estaba avanzando hacia adelante.

—¡Fareed! —gritó Monty—. Scott está muerto.

—¿Cómo?

—De un disparo. De uno de vosotros.

Durante un largo lapso de tiempo, no hubo ningún sonido salvo el de los gritos de Georgie y el del viento levantando aire caliente y una capa de polvo sobre ellos.

—Timothy Kenton, deja que te vea.

—Tim, no.

Antes de que pudiera terminar de hablar, Tim estaba rodando para salir de debajo de la camioneta. Se puso de pie bajo el sol abrasador, con el pelo brillante como el oro, y Monty apuntó hacia las rocas de donde parecía venir la voz de Fareed. Espiró despacio y sujetó el dedo sobre el gatillo, tenso. Esperó.

—Dile a tu amigo de debajo de la camioneta que tire el arma, y al tonto del rifle.

Tim se volvió pero no vio a Monty debajo.

—Monty —dijo—, estarás bien, solo me quiere a mí. Por favor, tira la pistola. Es la única posibilidad que tienen los demás.

—¿Cuánto vale su palabra?

—Monty, no tenemos opción.

Monty sintió ácido quemándole la garganta. De cualquier forma, Jessie perdía, porque de cualquier forma Tim iba a morir. Arrastró el aire polvoriento hasta sus pulmones y, maldiciendo, lanzó afuera su pistola. Cayó a la arena a tres metros con un golpe suave e, inmediatamente, el guardia hizo lo mismo con su rifle. Solo entonces se levantó Fareed, seguido de diez figuras ataviadas con túnicas negras, todas portando rifles.

Tim avanzó con la espalda erguida y la cabeza ridículamente levantada, y solo Monty vio cómo le temblaban las manos a ambos lados del cuerpo. Monty cerró los ojos un buen rato, con el llanto fantasmagórico aún golpeando sus oídos. Entonces se deslizó para salir de debajo del vehículo y se colocó junto a las puertas traseras. Se cruzó de brazos y observó cómo Fareed se acercaba a Tim ataviado con su túnica negra. El egipcio escupió en el suelo delante de los pies de Tim.

—Te dedicas a saquear los tesoros de mi país —dijo.

La pasión con que le ardían sus ojos negros arrebató a Monty toda esperanza de poder razonar con él. O de sobornarlo. O de negociar con él. Aquel era un hombre que sabía lo que quería y solo un milagro del cielo lo haría desistir de conseguirlo. Y lo que quería era la cabeza de Tim en una bandeja.

—No estoy robando a tu país, Fareed —dijo Tim en tono solemne—. Trabajo con vuestra policía para atrapar a la gente como Scott y su organización de cómplices, así que…

Fareed aulló una orden en egipcio y luego la tradujo.

—¡De rodillas!

Tim se arrodilló en la arena empedrada.

—Mientes —dijo Fareed—. Tienes la boca llena de mentiras que esperas que me crea porque piensas que eres el educado caballero inglés y yo, el egipcio ignorante.

—No, Fareed —dijo Monty acercándose, hasta que Fareed subió el rifle—. Suficientemente cerca.

—El señor Kenton te está diciendo la verdad. Trabaja con la Policía. No pongas en peligro la investigación. Hay cientos de tumbas en aquellas colinas esperando a ser descubiertas, y necesitas la colaboración de…

Fareed disparó a la arena.

—No necesito ninguna colaboración de ningún inglés.

Su tono era amargo e irritado.

El disparo elevó los gritos de Georgie. Sin mirar siquiera a Fareed, Monty fue a abrir las puertas traseras de la camioneta. El ruido y el calor salieron de allí con tal fuerza que por un momento tuvo que retroceder, pero cuando observó la expresión de Jessie, sentada rígida en el suelo del vehículo con la cabeza de Georgie envuelta en una manta dando alaridos, agarró a Georgie y lo sacó de allí. Luego rodeó a Jessie con los brazos y la llevó a su lado. Olió su sudor y sintió la tensión en sus músculos.

—Tranquila —le dijo consolándola mientras ella pestañeaba, cegada por el repentino resplandor del sol.

Inmediatamente, vio a Tim de rodillas. Miró el rifle, pero no se movió. Solo un leve gemido se le escapó entre los labios. Georgie se había agachado en la arena, gimiendo más suave ahora y meciéndose adelante y atrás. Jessie le recolocó dulcemente la manta, cubriéndole la cabeza y la cara.

—¿Qué es eso? —exigió Fareed.

—Es mi hermano —respondió Tim; las lágrimas le caían ya por la cara.

—Es un monstruo.

Fareed alzó su rifle y, en ese mismo momento, una voz de tono alegre sonó detrás de él.

—Hola, caballeros. Supongo que no estarán pensando en disparar a ese pobre chico.

Fareed se dio la vuelta. Monty se quedó con la boca abierta y Georgie se quitó la manta.

Era Maisie. Venía de las colinas dando zancadas con su sombrilla en alto y la pequeña figura de Malak detrás, caminando torpemente mientras tiraba de un camello. Llevaba su pamela con la brillante peonía roja; cualquiera diría que estaba recreándose por el paseo de Corniche el-Nil, solo que a pasos largos y enérgicos, salvando la distancia entre la pendiente pedregosa y las figuras oscuras a una velocidad inusitada para todos.

—Bueno, ¿qué diablos está pasando aquí? —preguntó con sonrisa firme.

Al percatarse de la presencia del rifle cargado en manos de Fareed, bajó la sombrilla y modificó la dirección de la mirada de Tim de rodillas a Monty, a unos diez pasos de este.

—Maisie —la llamó Jessie con tono tenso—, no te metas en esto.

Maisie asintió, pero se quedó exactamente donde estaba.

—¿Pretendes matarlo? —preguntó fríamente.

—Sí.