Estaba allí. Cada vez que Jessie conseguía abrir los ojos, estaba allí, junto a su cama. El rostro de Monty. Era tan desconcertante que no sabía si estaba dentro o fuera de su cabeza. Había algo que quería preguntarle, pero su mandíbula no se movía y la neblina de su cerebro se interponía en su camino. Alguien le estaba cortando el brazo.
«Pare, por favor, pare».
El dolor le humedecía los ojos y la sangre atrapaba el fuego en sus venas, y en la lejanía oía la voz de Monty entre murmullos:
—No llores, mi amor.
Mi amor.
El tiempo parecía haberse quebrado. Iba muy rápido o lento, tan lento que podía oír los crujidos de los engranajes. Después, se detenía repentinamente. En un punto fue hacia atrás y Jessie se volvió a encontrar bajo el brillo cegador del desierto. Gritó pidiendo agua y, en aquella ocasión, el agua sí llegó, fresca y vivificadora en sus labios, pero siempre había algo que no iba bien, algo que la acosaba. Había algo que tenía que hacer, pero su cerebro reseco no conseguía traerlo a la memoria. Lo único que sí recordaba era que tenía que ver con la superficie brillante y acerada del Nilo. Sombras de color púrpura recorrían su mente y la enturbiaban, y ella no dejaba de luchar por apartarlas.
—Tranquila, mi vida, tranquila.
Oía su voz, sentía sus manos acunando su rostro y sosteniéndolo para evitar que se sacudiera de un lado a otro. Sentía la dulzura de sus labios en su frente.
—¿Cómo está? —Era la voz de una mujer.
—No muy bien.
—No va a morir, ¿verdad?
—No.
El no sonó tremendamente certero, como si Monty fuera a arrancársela de los brazos al mismísimo Anubis si era necesario. Aquello la complació. Durante una milésima de segundo, la persona que le estaba cortando el brazo se detuvo, permitiéndole dedicarle una sonrisa antes de volver a introducir los dientes de la sierra en su carne.
Él le contó cosas; cosas sobre su vida.
Era su voz lo que le estaba otorgando, incluso en su estado de profunda confusión lo comprendió. Lo que le contaba no era lo importante, sino el sonido constante de su voz. La mantenía en aquel lugar, en la habitación, en la cama, y no la dejaba marchar.
Se le cerraron los ojos y, por mucho que lo intentó, no pudo abrirlos, pero él siguió hablándole de Chamford House y de cuánto amaba aquel lugar. Le habló de su pasión por los ladrillos y el cemento, de su gusto por los enormes pináculos de piedra y de su deseo de ver cada casa del estado reformada y la gloria de sus propietarios restaurada. Jessie se enteró de que había construido una escuela en el pueblo y dado empleo a dos solteras locales como profesoras en una época en que las escuelas estaban cerrando ya que, tras el crac bursátil, no había trabajo. Si no había trabajo eso significaba que no había dinero en los hogares, así que los niños se veían obligados a trabajar. Monty les daba comida caliente para tentar a los niños a volver a las escuelas y, cuando acababan las clases, les daba tareas que hacer en el estado arreglando las verjas, sacando patatas o metiendo manzanas en cajas para venderlas en el mercado.
Con la caza hacía la vista gorda, pero no tenía piedad con los ladrones. Le reconfortaba tirar a los faisanes en un gélido día de invierno, pero odiaba con inquina el ejército de chimeneas de fábricas que cada vez se acercaba más a las frágiles fronteras de Chamford Estate.
Ella intentó decirle que vivía en el siglo equivocado, que era un patrón de la vida rural cuando en los tiempos que corrían la vida rural iba en retroceso. Sin embargo, las palabras le salían como murmullos ahogados mientras él le mojaba la mejilla abrasada, le ponía compresas frescas sobre la frente y acunaba los dedos de su mano herida entre los suyos.
No podía evitar dejarse llevar a otros lugares y otras épocas; se despertaba pensando que estaba tirándose bolas de nieve con Tim en el bosque y, una vez, pensando que estaba dándole de comer a los peces de colores del parque con Georgie, lanzándole trocitos de pan a Farintosh, Armitage y Hatherley, todos bautizados por Georgie con nombres de los personajes de las historias de Conan Doyle. Intentó quedarse allí junto al estanque de lilas y empezó a explicarle a su hermano pequeño cómo había luchado para conseguir sacarle su dirección a sus padres porque lo echaba mucho de menos, pero…
Se despertó en la cama. Los párpados le pesaban mucho, pero sus oídos captaron la voz de Monty, suave y arrepentida.
—Lo siento —dijo él.
«¿Por qué?», quería preguntarle ella.
«¿Por qué me pides perdón?».
¿Qué había dicho antes? ¿Qué se había perdido?
Monty le levantó la mano vendada y le besó los dedos hinchados.
—No me odies —dijo.
—Insisto —dijo Monty imperiosamente— en que vuelvas a tu habitación ahora mismo.
Jessie estaba tomándose un café mañanero bajo un parasol en el jardín del hotel. Le sonrió a Monty y dijo:
—Ven conmigo.
—No deberías estar fuera de la cama, jovencita.
—Ya me he metido bastante en el papel de flor marchita; ahora tenemos que…
—Lo único que tienes que hacer es descansar. Ya oíste al doctor.
—No, Monty.
—Un día más, Jessie. Por favor, quédate en la cama un día más…
—Vamos a concentrarnos en encontrar a Tim. Ya he tenido bastante cama como para toda una vida.
Se había quedado sorprendida al despertarse a las cinco y media de la mañana y ver a Monty dormido en una silla junto a su cama. Tenía su rostro huesudo ensombrecido por el agotamiento y a falta de un buen afeitado, y junto a él estaba el periódico del día anterior, el Egyptian Gazette, y Jessie había conseguido leer la fecha. Se había perdido un día; un día completo. Veinticuatro horas habían volado. Echó para atrás la ropa de cama de un tirón y se sentó, pero no estaba preparada para el impacto que este movimiento tendría en su cabeza. Le llevó cierto tiempo, pero se vistió con el brazo en cabestrillo y allí estaba, tomándose un café, con la apariencia de un ser humano común.
—Suficiente cama, Monty.
Él la observó con detenimiento, estrechando los ojos como lo hacía cuando estaba disgustado, pero cogió aire profundamente y lo dejó salir con resignación.
—Está bien, Jessie. ¿Qué quieres hacer?
—Necesitamos un barco.
El río se movía bajo ellos, oscuro y reservado. El Nilo era amplio e, incluso a aquella hora temprana, estaba lleno de barcos de todas las formas y tamaños que se encargaban de sus respectivos negocios, de pescar o transportar mercancías y personas de una orilla a otra. Una pequeña barca a remo maniobró para salir de su camino y Monty tensó la prominente vela triangular de su barco cuando el viento cambió hacia el oeste. Era un buen navegante, algo que sorprendió a Jessie. Que se le diera bien montar a caballo y cazar, de acuerdo; seguramente también jugar al tenis y al polo, pero ¿navegar? Eso no se lo esperaba.
—Solía ir en barco cuando pasé aquel tiempo en Alejandría hace años —le dijo él mientras le echaba un vistazo a las jarcias—. Las falúas no son rápidas, pero sí muy estables.
Jessie quería rapidez, la máxima posible. Monty estaba agarrado al timón en la popa, con los pies descalzos contra el asiento, mientras que ella iba más cerca de la proa, a la sombra de la vela, recorriendo con la mirada las tierras que se extendían más allá de los bancos del río.
—Toma, usa esto. —Monty le ofreció unos prismáticos que parecieron salir de la nada.
Ella le sonrió como agradecimiento y los ajustó con la mano sana. Era muy extraño, pero hablar hacía que le doliera más el brazo, como si su lengua estuviera conectada con los tendones de la muñeca de algún modo ilógico. Monty parecía comprender perfectamente su necesidad de silencio, así que no la presionaba para que hablara, pero Jessie no dejaba de sentir su mirada fija en ella cuando debería estar en las casas que se veían desde el río. Iban buscando la torre en ruinas de una fábrica de alabastro y una casa pintada de verde. Ah, sí, y una curva en el río.
Incluso Jessie tenía que admitir que no era mucho.
Ella iba examinando la orilla oeste del río mientras navegaban a favor de la corriente, incapaz de ignorar las colinas del desierto. Aquel día resplandecían pardas como la piel de un león, inhóspitas y desnudas bajo el cielo azul vivo. Jessie estaba concentrada en las casas. Ya había tenido bastante desierto, con su habilidad nata para ganar. Los vívidos campos de caña de azúcar y pastos para los animales se extendían a lo largo del río, cruzados por canales de irrigación controlados por compuertas. Los fellahin, los labradores del campo, se quedaban mirándola, asombrados por los prismáticos; las mujeres, vestidas de negro, caminaban con dificultad por los caminos polvorientos con pesadas cajas de melones amarillos sobre las cabezas.
No había casas verdes ni torres en ruinas. Jessie parpadeaba, impaciente por invocar alguna de la nada.
—Jessie.
Ella asintió, pero no apartó la vista de los prismáticos, intentando ver a través de las hojas de las palmeras.
—Jessie, si ese Fareed está custodiando la casa donde afirma que está tu hermano, es muy probable que también nos esté vigilando a nosotros. Lo sabes, ¿verdad?
Ella volvió a asentir.
—A menos que piense que ya no tiene que preocuparse más por mí.
El brazo le daba punzadas.
—Pudo mentir sobre la casa verde.
Jessie bajó los prismáticos.
—Es lo único que tengo para seguir adelante, Monty.
Monty giró el timón y el viento le alborotó el pelo.
—Lo sé.
—¡Allí!
Monty lo vio primero. La curva en el curso del Nilo era tan leve que apenas podía llamarse curva; era poco más que una onda en el banco del río donde los árboles colgaban más cerca del agua.
—¡Allí! —dijo Monty de nuevo, con el brazo estirado.
—¿Dónde?
—Allí, detrás de esos campos. Donde la tierra empieza a elevarse entre esos pliegues. Mira ese edificio blanco con una torre achaparrada. ¿Lo ves? Se cae hacia un lado.
Ella lo vio. Un edificio bajo de aspecto destartalado. Esa debía de ser la fábrica de alabastro que Fareed mencionó. Rápidamente, Jessie miró tras la fábrica y lo que se veía era una porción de tierra baldía que se extendía hasta las elevaciones menores de las colinas tebanas, pero en medio de esta y como hundida en una especie de valle había una casa de color verde apagado rodeada por un muro bajo de piedra.
—Esa es —dijo Jessie—. Esa es la casa.
—No te hagas muchas ilusiones, Jessie. Puede que Tim no esté ahí.
—Ya, claro, lo sé.
Pero también era posible que estuviera.
Monty decidió navegar hasta más allá de la casa para poner cierta distancia entre el barco y la fábrica de alabastro antes de echar amarras y soltar la extensión de madera que le servía como plancha para llegar a la orilla. Estaba preocupado por Jessie, pero no quería que se le notara. Le alargó la mano para ayudarla a caminar por la plancha y bajar a la orilla rocosa, teniendo cuidado con el brazo en cabestrillo. Una bandada de ibises alzó el vuelo ante su intrusión y se dirigió tierra adentro como una nube lechosa.
—Espera aquí —dijo Monty— mientras yo voy a inspeccionar la casa.
Ella no le soltó los dedos; su agarre era firme, lo cual reconfortó a Monty, pero sus pasos eran imprecisos y no mantenía muy bien el equilibrio.
—¡Monty! No me mimes más ni me sobreprotejas. Estoy bien.
Las palabras sonaron bruscas, pero sus ojos le sonreían, claros y azules como el amplio cielo egipcio, y Monty le mantuvo la mano agarrada mientras caminaban por los caminos polvorientos y cruzaban los campos de caña de azúcar. Allí, entre los tallos altos de las plantas, eran menos visibles y menos sospechosos en contraste con el paisaje, hasta que llegaron a un punto en que los canales de irrigación desaparecieron y lo que había por delante era únicamente desierto.
A Monty se le pasó por la cabeza usar el cabestrillo para atarla a un árbol.
La casa consistía en una mezcla extraña de estilos colonial y egipcio con una barandilla que recorría la parte frontal, el tejado plano y ventanas en forma de arco. La pintura verde se descascarillaba y el lugar parecía completamente desierto, con los postigos de las ventanas cerrados. Estaba ruinosa y aislada, y no parecía haber vida en ella. Monty permanecía escondido en las sombras de un conjunto de palmeras datileras a unos veinte metros de la casa y tenía a Jessie muy bien agarrada de la mano.
—¿Qué te parece? —le susurró Jessie.
—Parece que está vacía.
—Vamos a echar un vistazo.
—Espera.
La obligó a quedarse escondida diez minutos más con los ojos fijos en la casa hasta que hubieron asimilado cada grieta y postigo desvencijado, pero no oyeron nada ni vieron ningún movimiento.
—Haremos esto juntos —le dijo Jessie.
Él asintió. Sabía que no conseguiría que se quedara en las sombras bajo los árboles.
—Mantente cerca de mí —le dijo Monty en voz baja, y comenzó a caminar.
Se dirigió primero a la parte trasera de la casa, sorteando el pequeño muro por una esquina a la que no daba ninguna ventana desde la que pudieran verlos, y se acercaron sigilosamente a los postigos traseros.
—¿Lista? —dijo.
—Sí.
Podía ver la esperanza en ella y cómo tragaba saliva con dificultad porque tenía la boca seca y para evitar irrumpir en la casa y gritar el nombre de Tim. Quería decirle: «No, Jessie, no te hagas esto ahora», pero en su lugar probó a abrir uno de los postigos. Estaba podrido y dos de las bisagras se vencieron con facilidad, permitiéndole mirar por una rendija al interior del edificio.
—¿Qué ves? —le susurró Jessie.
—No mucho; está oscuro. Hay dos sacos de dormir en el suelo y una alfombra de oración polvorienta en una esquina. No es muy halagüeño.
Ella permanecía muy quieta a su lado mientras se movían juntos hasta el siguiente postigo. En aquella parte de la casa daba la sombra y un par de pollos famélicos aletearon y corretearon al verlos llegar, sobresaltándolos.
Entonces fue cuando Monty oyó el motor.
Ambos se percataron del rodaje de los engranajes de la camioneta mientras esta bajaba la colina que había delante de la casa. Monty agarró a Jessie por la muñeca sana y empezó a correr por la parte trasera de la casa. Saltaron el muro y se agacharon, y así fueron hasta un cauce estrecho que rodeaba la casa hasta la parte frontal, pero que acababa más abajo en la colina. Por el camino que tenían encima vieron una furgoneta mugrienta con el rótulo MERIOT FISHERY escrito en el lateral. Se detuvo en seco al cruzar el muro de piedra de la casa y se abrió la puerta del vehículo del lado de la furgoneta opuesto a ellos, con lo que Monty no consiguió ver a la persona que bajó de ella.
—¿Ves? —le preguntó a Jessie.
Ella negó con la cabeza.
—Vamos hasta esos árboles de allí.
El grupo de datileras en que se habían escondido al principio estaba a unos cinco metros de ellos, más cerca de la casa. No era una gran distancia, siempre y cuando el conductor no mirara en su dirección cuando echaran a correr. Monty sopesaba sus posibilidades.
—Siempre podemos ir caminando tranquilamente hasta la puerta y saludar como cualquier pareja de turistas —sugirió.
Ella se giró para mirarlo con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.
—¿Por qué no? Podemos preguntar por el camino porque nos hemos perdido.
—Venga, vamos.
Monty salió del surco, ayudó cuidadosamente a Jessie y sacudió el polvo de la ropa de ambos antes de comenzar a andar en dirección a la furgoneta. El motor seguía haciendo ruido y provocando que el polvo del capó no dejara de vibrar sobre la superficie, y ambos pudieron ver entonces al conductor, un hombre egipcio que trataba de encenderse un cigarrillo. Justo cuando estaban llegando a las datileras, el otro hombre rodeó la furgoneta hasta las puertas traseras para abrirlas y, al hacerlo, se quedó paralizado por el brillo cegador del sol. Era un occidental y llevaba puesto un sombrero de jipijapa y unos pantalones de algodón del color de la arena con una chaqueta de lino crema. Incluso entre la nube de polvo se podía observar que parecía astuto. Del bolsillo de la chaqueta le asomaba la parte ancha de una pipa de fumar y una barba plateada brillaba en su barbilla.
Monty se adentró rápidamente en las sombras y tiró de Jessie. La agarró allí abajo en la penumbra, percibiendo su urgencia por salir corriendo hacia los hombres. Ella abrió la boca para gritarle algo al hombre de la chaqueta de lino, pero Monty consiguió impedírselo tapándole la boca con la mano y sintiendo el vaho de su respiración. Jessie sacudió la cabeza para intentar apartar la mano de Monty, pero él frunció el ceño y le murmuró:
—Shhh, Jessie. ¡Quieta!
Sus ojos azules lo cuestionaban con asombro y, finalmente, levantó la mano con más calma y se apartó los dedos de Monty de los labios.
—¿Qué pasa, Monty? Es tu amigo, el doctor Scott.
«¿Amigo?».
De buena gana le habría arrancado Monty a Jessie la palabra de la lengua.
—No sabemos qué estará haciendo aquí, Jessie. Es un sitio extraño para encontrárnoslo. Vamos a comprobarlo primero.
De nuevo, la expresión de asombro y desconcierto ocupó el rostro de Jessie.
—No creerás que está involucrado, ¿no?
—El doctor Septon Scott y los de su clase siempre acuden donde está el dinero.
—Si conoce esa casa, quizás pueda saber dónde está Tim.
Jessie empezó a caminar, pero Monty la agarró del brazo.
—Si descubre que estás aquí y que sabes de su conexión con esa casa, seguramente no le agrade la idea.
Ella miró la casa, la furgoneta y después a Monty de nuevo, ya sin estar convencida de si fiarse de Scott o no.
—Jessie —le dijo él en voz baja—, no es el tipo de hombre al que querrías ver enfadado.
—Creía que era tu amigo.
—Creíste mal. Lo siento si no te informé bien.
—¿Qué demonios podría hacerme? Esto no es una cueva en medio del desierto —susurró.
En aquel momento, el conductor se dirigía a la parte trasera del vehículo, donde después habló con el doctor Scott en un tono de voz demasiado bajo como para poder oírlo. No obstante, ni Monty ni Jessie pasaron por alto la pistola que llevaba en una funda en el pecho cuando tiró la chaqueta dentro de la furgoneta, y ambos se escondieron de nuevo tras los árboles.
Hombres que matan. Eso era lo que le había advertido Fareed. Scott podía ser un traficante astuto, pero ¿un asesino? Había una enorme diferencia. La idea despertó en Monty la ira que había sido su fiel compañera en las trincheras de Flandes. Había visto a hombres que disfrutaban matando, que poseían el gusto por la sangre que les hacía ser soldados aguerridos e intrépidos. Por supuesto que Monty había matado, pero solo cuando había sido estrictamente necesario. Su único objetivo ahora era sacar a Jessie de aquel lugar.
La llevó tras el amplio tronco de la datilera y se agachó allí con ella, pero el corazón le dio un vuelco cuando contempló su perfil, la actitud decidida con que se abría paso entre la maleza. Le recordó a sus perros de caza cuando sus hocicos captaban el olor a sangre. Le puso la mano sobre el hombro para retenerla junto a él y devolverla al mundo. Lo que fuera que se le estuviera pasando por la cabeza, no era seguro.
Jessie se giró hacia Monty entre las sombras.
—Creo que debería ir y hablar con Scott, pedirle que me lleve donde está Tim, si es que lo sabe.
—¿Y luego qué?
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—¿Y luego qué? —volvió a preguntar Monty—. Luego te encuentras con Tim y ¿crees que el doctor Scott te dejará marchar tranquilamente si están involucrados en algo ilegal? —Dirigió la mirada al cabestrillo para resaltar lo vulnerable que era Jessie—. Pues claro que no.
Ella sacudió la cabeza. Los dos hombres se dirigieron al interior de la casa, abrieron la puerta y entraron con movimientos apresurados.
—Ahora —dijo Monty—. Vámonos.
Debería haber sospechado cuando Jessie no opuso resistencia a marcharse. Ambos se levantaron en silencio y, justo cuando estaban a punto de salir de las sombras para volver al canal, Jessie fue directa hacia la furgoneta y se situó detrás de ella. Estuvo allí unos segundos, lo suficiente como para poder inspeccionar el interior del vehículo y garabatear algo en el guardabarros trasero. En cuanto regresó, corrieron a la hondonada, ocultándose en ella justo a tiempo. Las voces de los dos hombres volvieron a rodear el coche y Monty levantó la cabeza lo justo para verlos soltar la ropa de cama y una caja de cartón en la parte trasera de la furgoneta.
—Día de mudanza —murmuró Monty.
Jessie se inclinó hacia él.
—En la furgoneta no había nada; estaba vacía.
—Probablemente no quieran arriesgarse a transportar sus ganancias ilegales por ahí a plena luz del día. —La abrazó para sostenerla y ella le besó la mejilla, pero Monty no se distrajo ni un instante—. ¿Qué has escrito en el coche?
—Era un dibujo.
—¿Crees que era momento de ejercer de artista?
—No te enfades.
El sonido de las puertas al cerrarse interrumpió el silencio y el motor impulsó a la chatarra por el camino de bajada de la colina. Esperaron allí hasta que los cuervos volvieron a posarse en las palmeras para poder respirar con tranquilidad.
—Ahora —dijo Monty.
La casa estaba vacía y ni siquiera habían cerrado la puerta con llave. El interior estaba oscuro y polvoriento, y los postigos cerrados mantenían alejado el calor del sol, pero hacían que el aire fuera denso y estuviera viciado. Monty miró a su alrededor. Ciertamente, Scott había hecho un buen trabajo limpiando aquel lugar de cualquier rastro, excepto alguna que otra huella de zapatos en el polvo y varias velas consumidas en el alféizar de una de las ventanas. No había rastro de los sacos de dormir que había visto por la rendija ni de la alfombra para rezar pero, curiosamente, una de las habitaciones parecía estar impoluta y recién pintada de blanco.
—Jessie, mira eso.
Estaba apoyada contra el marco de la puerta con los ojos medio cerrados y apenas fuerzas para mantenerse en pie.
—¿Qué pasa?
Monty se dio cuenta por primera vez de que tenía la falda sucia y la blusa de color verde pálido rota por el codo, pero aún así parecía… —buscaba en su mente la palabra exacta— parecía irrompible, como si nada ni nadie pudiera detenerla. Ni el brazo, ni las quemaduras del sol, ni las pastillas del médico… y, por supuesto, tampoco el doctor Scott.
Monty fue hasta ella y le besó suavemente los labios; sabía salada.
—He encontrado esto estrujado tras los postigos.
Sacó un paquete de cigarrillos aplastado. Ella lo abrió y desplegó sus colores azul y blanco.
—Senior Service —dijo pausadamente, y miró a Monty—. Tim fuma Senior Service. Tim ha estado aquí.
—Estamos cerca —dijo Monty—. Muy cerca.