Jessie estaba de pie en la oscuridad. Lo único que la hacía soportable era la rendija de luz que se veía por el borde de la puerta, pero no era suficiente como para que pudiera hacerse una idea de su prisión, aunque el resto de sus sentidos sí la ayudaban. Bajo sus pies, el suelo era frío y áspero y, desde algún lugar, oía el ruido de un generador. Olía a madera y a algo que se estaba cocinando. Lo ordinario de aquello último le dio esperanza. ¿Cómo iba a estar el mundo a su alrededor fuera de control mientras olía a cebolla frita?
Quería gritar y desgañitarse, y tirar la puerta abajo. Anippe la había encerrado allí. ¿Por qué? ¿Por qué querría encerrarla?
Pero sus pensamientos eran confusos y no conseguía ir más allá. ¿Qué esperaba Anippe ganar con aquello? No tenía sentido.
Aporreó la puerta, gritó. Primero lo hizo enfadada, pero después más calmada y, finalmente, sin esperanza. Al otro lado de la puerta el silencio hacía de guardián con órdenes de mantenerla encerrada en aquel reducido espacio gobernado por la oscuridad. Caminó, y comprobó que había cuatro pasos para un lado y tres para el otro, tocando con la punta de los dedos las paredes de ladrillo vacías y sintiendo el desamparo de la oquedad como lo más terrorífico que pudiera imaginar. Todo apuntaba a que alguien había preparado aquella prisión para ella, que alguien lo había planeado todo.
¿Por qué?
La barra de metal salió de su soporte. Jessie ya estaba de pie antes de que la rendija de luz se convirtiera en un rectángulo brillante que la cegó al instante. Consiguió distinguir a dos siluetas masculinas en el umbral de la puerta.
—¿Tim?
Pronunció su nombre sin ninguna esperanza. Si fuera Tim, habría entrado corriendo en la habitación y la habría abrazado con tal fuerza que la habría dejado sin respiración. Hermanita, diría, vaya si eres un Watson astuto; me has seguido la pista hasta aquí. ¿Estás herida? Yo estoy perfectamente, era Anippe, que te ha dicho esa tontería para…
Una voz gutural dijo algo en árabe, haciendo añicos la fantasía que Jessie acababa de construirse. Parpadeó con fuerza para conseguir una mejor visión en la penumbra y aclararse la mente al mismo tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaría allí tirada en el suelo, sola, en medio de aquella oscuridad? ¿Una hora? ¿Tres? No mucho más, seguro; le iban y venían las ideas como si fueran ratas por las cloacas.
La voz gutural volvió a hablar, con un tono impaciente esta vez.
—Quiero hablar con… —empezó a decir Jessie, pero una mano fornida la agarró por la muñeca y se la dobló por la espalda—. Con Anippe Kalim —añadió rápidamente— o con mi hermano, Timothy Kenton.
Le cayó un saco en la cabeza. Gritó y dio una patada, dando con la espinilla de alguien y provocando un quejido de dolor. Pero era como luchar contra un buey de tiro con los músculos endurecidos tras años de labranza y, antes de poder plantearse la posibilidad de escapar por la puerta abierta, le ataron las muñecas a la espalda, ajustaron el saco alrededor del cuello y se encontró de rodillas, de nuevo en la oscuridad. El pánico se le acumuló en la garganta, bloqueándole las vías respiratorias y provocándole un leve silbido agudo en algún lugar del interior de su cabeza. No podía respirar y era como tener un tambor en el pecho. Percibía la oscuridad tanto dentro como fuera de su cuerpo, expandiéndose como tinta en su cerebro.
De nuevo la voz, sin sentido para ella. La barbilla se le fue para adelante, pero una mano masculina se la levantó y abrió la parte inferior del saco. El aire entró por el hueco y Jessie lo impulsó dentro de sus pulmones hasta que el silbido desapareció. Dos manos la levantaron y la condujeron hasta la salida, manos que no eran bruscas, pero tampoco amables. Veía un poco de suelo por la abertura del saco y atisbó los bajos de las galabiyas que la rodeaban.
—¡Esperad! —gritó. Enterró los talones en la tierra—. ¡Parad esto! Me niego a seguir andando hasta que…
Ni siquiera se detuvieron. Entre los dos hombres la levantaron unos centímetros del suelo y siguieron caminando. Era como si hubiera dejado de existir como persona y se hubiera convertido en un simple paquete que entregar. La barbaridad la azotó por lo indefensa que se encontraba y lo inútil que era resistirse. Cuán vanos se habían vuelto, en aquella enorme tierra desconocida de faraones, todos sus arteros indicios y todas sus pistas secretas. Habían quedado reducidos a la nada al entrar en aquel lugar.
—Monty —susurró—, ten cuidado.
El olor a petróleo, el chirriar de los engranajes, los tumbos y las sacudidas de la camioneta al resbalar y derrapar las ruedas en su lucha por adherirse al terreno arenoso, los bordes duros de las cajas de embalaje que le golpeaban la espalda y la cabeza cuando se zarandeaba de un lado a otro en la parte trasera del vehículo… Jessie intentaba coger aire fresco dentro del saco, pero el miedo se había asentado en su garganta, impasible y categórico, implacable contra su mente racional. Luchó con él, razonó con él, lo intimidó y atormentó con todas las objeciones que su furibundo fluir de ideas le otorgaba.
Si su intención fuera matarla, ya lo habrían hecho.
Si pretendieran hacerle daño, no se habrían molestado en llevarla a kilómetros de distancia en medio del desierto en aquella camioneta.
Si querían que abandonara Egipto, aquella era la forma más lógica de conseguirlo a priori.
Si lo que iban a hacer era retenerla en algún lugar oculto, eso significaba que habría un rescate y vida después de aquello.
Eran buenas razones, argumentos válidos de una lógica aplastante, así que ¿por qué el miedo seguía asentado cómodamente en su garganta?
La sacaron de la camioneta y le quitaron el saco de la cabeza. El calor del desierto se irguió y, por un momento, se sintió paralizada, tanto sus pies como sus pensamientos. Uno de los hombres de las galabiyas negras, el que tenía un bigote denso y el rostro joven y serio, dijo algo que no comprendió hasta que se dio cuenta de que le estaba ofreciendo una bota hecha de pellejo de cabra con agua. Vertió el líquido caliente en su garganta seca y ese simple gesto de amabilidad por parte de su captor la tranquilizó.
—Shukran —dijo—. Gracias.
A su alrededor, el desierto se extendía sin límite aparente como una enorme masa de arena beige, salpicada de los marrones y amarillos de barrancos rocosos y de uadis secos. Intentó fijar la vista, ya que las cosas cambiaban de cualidades cuando las miraba fijamente. Las rocas estaban en un momento, y en el siguiente ya habían desaparecido. Las sombras de color púrpura parecían moverse incesantemente de un afloramiento a otro, el aire parecía brillar al calor del lugar y Jessie notaba cómo el sol caía implacable sobre su piel.
Aún tenía las manos atadas a la espalda, con lo que no podía levantar el brazo para hacerse sombra sobre los ojos al girarse para contemplar la pared rocosa de piedra amarilla que se elevaba junto a un resalto del terreno. Colocado sobre unos caminos pedregosos había una especie de panal de lo que parecían ser, en un principio, manchas grises pero que, cuando consiguió enfocar la vista, descubrió que eran pequeñas oquedades. Se dio cuenta con un escalofrío de que lo que estaba viendo podía tratarse de una red de grutas excavadas en la roca.
—Por favor, señorita Kenton, no se aflija. No queremos hacerle daño.
—Si no quieren hacerme daño, ¿por qué estoy atada y me llevan por el país como a una cabra inútil contra mi voluntad?
Jessie hizo la pregunta con brío, ya que no quería que percibieran su miedo ni olieran la sangre que tenía en la boca tras morderse demasiado fuerte la lengua para dejar de temblar.
—Si no quieren hacerme daño, llévenme de vuelta a Lúxor y allí podremos discutir lo que sea que quieran con una taza de té de menta, como gente civilizada.
El hombre que estaba sentado en una alfombra frente a Jessie parecía decepcionado, como si esperara más de ella. Era esbelto y anguloso, con las facciones afiladas en las mejillas, la mandíbula, los hombros y los codos. No tendría más de treinta, treinta y cinco años como mucho, y desprendía una sensación de intensidad que incomodaba aún más a Jessie. Le parecía el tipo de hombre que andaría descalzo sobre el fuego sin parpadear si creyera que era lo correcto. La habían metido en una de las grutas, una cavidad estrecha de roca amarilla que se abría a una mayor con alfombras sobre el suelo de caliza y viejas cajas de embalaje apiladas contra una pared. No sabía qué contenían las cajas, pero podía imaginárselo. Dos lámparas de aceite aportaban una luz titilante al lugar.
—Por favor, siéntese, señorita Kenton.
Jessie se sentó con recelo con las piernas cruzadas en una alfombra frente al hombre. Llevaba puesto un pañuelo negro alrededor de la cabeza a modo de turbante y una túnica negra con una daga sencilla bien visible en la cintura. Junto a él, a plena vista, había un revólver Enfield y lo que en un principio le pareció un huevo gris junto a su rodilla, hasta que descubrió con terror que se trataba de una granada de mano.
—Soy Fareed —dijo con voz suave mientras se inclinaba con la daga en la mano y giraba el cuerpo alrededor de ella para cortarle las cuerdas.
—Supongo que no será su nombre verdadero.
El hombre sonrió vagamente.
—Es el nombre que mis seguidores decidieron ponerme. Significa «extraño».
Jessie miró al despliegue de hombres de ojos negros sentados detrás de él contra la pared; todos la miraban con sospecha y el corazón se le volvió a descontrolar, pero se recordó a sí misma que la habían llevado a aquel escondite viva, y eso debía de ser porque querían algo de ella.
—Hay un tema que me gustaría discutir con usted, señorita Kenton.
—Podría haber ido a Lúxor para hablar allí.
—Mis disculpas. —De nuevo la sonrisa difusa que no era realmente una sonrisa—. No soy bienvenido en Lúxor. Si la hubiera invitado a venir aquí, creo que no habría aceptado la oferta.
—¿Y Anippe? ¿Qué pinta ella en todo esto?
—Ah, Anippe es una guerrera entregada a la causa.
«¿Guerrera?». La palabra trajo el olor de la muerte y la matanza a la cueva.
—Ya estoy aquí —dijo Jessie, congregando toda la actitud prepotente de Monty que pudo—. Cuanto antes tengamos esa discusión, mejor.
—Exacto.
—Bien, pues ¿qué quiere?
Fareed frunció el ceño sobre los párpados caídos.
—Quiero hablarle de su hermano, Timothy Kenton.
A Jessie se le detuvo la respiración.
—Sabemos —continuó en voz baja— que está aquí.
—Eso no es ningún crimen.
—No, pero lo que está haciendo sí lo es.
Jessie no contestó a esto último.
—Tenemos información acerca de que… —dijo con misterio, e hizo una pausa mientras sus ojos negros la miraban con intriga— está colaborando con un equipo de traficantes de antigüedades egipcias para sacarlas ilegalmente del país. —Fareed no intentó ocultar la indignación—. Por eso enviamos a Anippe al Museo Británico para que trabajara junto a él.
—¿La enviaron ustedes?
—Sí.
—¿Ha estado espiando a mi hermano para ustedes?
Una ínfima señal de diversión suavizó las duras líneas de su boca.
—Es una buena mujer musulmana. Nunca elegiría estar con un infiel por voluntad propia, pero ustedes los occidentales creen que nadie puede resistirse a su dinero y sus encantos. Le pasa a usted también, ¿verdad? Creyó que la joven Anippe era afortunada por haber atraído el interés de su hermano rubio de ojos azules. ¿No es así? Ni se paró a preguntarse por qué se habría fijado ella en él.
Jessie sintió cómo se ruborizaba.
—Sí —admitió—, no me lo planteé. Pero hay una cosa que quiero saber. Ella me contó que Tim estaba herido. ¿Es cierto?
—No.
El hombre se quedó observándola un momento, evaluando el impacto que su respuesta había tenido, ya que Jessie fue incapaz de ocultar el alivio que la recorrió.
—Y ¿dónde está?
—Pues esa es la cuestión. No puedo decírselo —dijo, y extendió las manos en señal de disculpa—. No puedo decírselo porque si lo hago ya no tendrá razón para contarme lo que quiero saber.
Si lo hago. Esas tres palabras lo significaban todo.
Si lo hago. Significaban que Fareed sabía exactamente dónde estaba Tim. Jessie se dio cuenta de que estaba empezando a apretar la mano y se la guardó rápidamente debajo de la otra.
—¿Qué es eso que quiere saber?
«Pregúnteme lo que quiera. Cualquier cosa. Le contaré mis secretos más íntimos, si hace falta».
—Está claro que su hermano le ha revelado sus planes; de otro modo, no estaría aquí. Le diré dónde está escondido a cambio de información sobre el equipo con el que trabaja y lo que han descubierto en las colinas.
La garganta de Jessie estaba como si le hubieran echado un puñado de arena dentro. Estaba tan cerca, tan cerca que casi podía tocar a Tim, pero de repente estaba lejísimos de él, tan lejos como la luna. Estudió a su interrogador y se esforzó mucho por pensar cuidadosamente. En silencio, pensó en los hombres con túnicas negras que merodeaban por la cueva, en sus rostros adustos y concienzudos. Desde el exterior oía el viento levantándose, la arena haciendo remolinos y una camioneta forzando el motor para subir la ladera de pedregal.
—¿Quién es usted? —preguntó Jessie—. ¿Qué es lo que buscan usted y sus seguidores?
Fareed dio una orden, una ráfaga rápida en árabe, y la fila de hombres se levantó silenciosamente. Cada uno llevaba una daga curva en la mano, apuntándose al corazón. Jessie tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantenerse sentada y no salir corriendo. Empezó a oír un sonido ondulante de voces masculinas y no le cupo duda alguna de que se trataba de una especie de cántico de dedicación a la causa que le indicaba que aquellos hombres la aplastarían como a un mosquito si se interponía en su camino.
—¿Quiénes son? —volvió a preguntar.
A Fareed le había cambiado la expresión. Se había vuelto ansiosa. Las mejillas parecían oquedades y los ojos se le hundían más en el cráneo, como si tuviera algo dentro que lo consumiera.
Levantó la daga hasta la altura de su garganta y le tradujo:
—Alá es nuestro objetivo; el Profeta nuestro líder. El Corán es nuestra ley y la yihad nuestro camino. Morir en el sendero de Alá es nuestra máxima realización. —Fijó la mirada en ella—. Somos partidarios de Hassan al-Banna.
Hassan al-Banna. Jessie recordaba ese nombre; Monty lo había mencionado en El Cairo. El embajador americano le había contado que un profesor de escuela había creado una organización llamada los Hermanos Musulmanes con el objetivo de que la sociedad regresara a los preceptos del Corán. Uno de sus principales objetivos era expulsar a los británicos del país y retomar el control militar y político de Egipto. Esta última idea la puso ante su propia vulnerabilidad en aquel momento por ser uno de los odiados occidentales.
Querían información, pero Jessie no tenía nada con lo que negociar.
—¿Así que no saben dónde está su descubrimiento en la colina? —Actuó como si estuviera sorprendida, como si eso fuera lo mínimo que debieran saber.
El hombre frunció el ceño.
—No. Borran habilidosamente su rastro y apostan centinelas en el desierto. Han matado a dos de nuestros hombres que intentaban seguirlos.
«¿Matado? ¿Tim trabaja con personas que matan?».
Jessie volvió a mirar a su alrededor para camuflar lo impactada que estaba, recorriendo con la mirada la cueva y a los hombres silenciosos.
—¿Qué es este lugar? —preguntó.
—Está haciendo preguntas —dijo el hombre con calma—, no contestándolas.
Ella asintió y volvió a preguntar.
—¿Qué es este lugar?
Fareed se tomó un minuto completo para pensar si contestar o no a la pregunta, pero finalmente hizo un gesto con la mano hacia la entrada de la cueva.
—Muchos hombres vienen aquí buscando divulgar la palabra del munificente Alá de nuevo entre las gentes de nuestro pueblo. Están furiosos con la situación que vivimos con los extranjeros. —Hizo una pausa y entrecerró sus ojos hundidos—. Especialmente con ustedes, los británicos, que nos han arrebatado el poder sobre nuestro país. Hassan al-Banna trabaja duro para educar a los analfabetos y construir hospitales para los pobres, pero esos hombres valientes de ahí —dijo, señalando a las figuras de negro— vienen aquí buscando algo más que palabras para luchar contra los británicos.
—¿Es esto un campamento de entrenamiento? ¿Un centro militar?
Fareed no dijo que sí, pero tampoco lo negó.
—Vienen aquí para intensificar su devoción personal, pero es la naturaleza del islam dominar, no ser dominado.
Jessie no podía mirarlo. Se quedó contemplando las marcas de la cuerda de sus muñecas porque si miraba a aquel hombre implacable un segundo más, abandonaría la esperanza, y eso no podía permitírselo.
—¿Té? —preguntó Fareed educadamente.
Jessie estuvo a punto de soltar una risotada. ¿Té? ¿En una cueva? ¿Con un hombre con una pistola, preparado y dispuesto a matarla —de esto último estaba más que segura— sin pensárselo más que si estuviera aplastando a una cucaracha? ¿Té?
—Sí, por favor —dijo.
Fareed dijo algo en árabe y uno de los hombres, que no era más que un niño en realidad, desapareció por un túnel que había en la parte trasera. Durante unos instantes nadie habló, concediéndole tiempo a Jessie para pensar su próxima respuesta, pero la cogió completamente desprevenida que Anippe Kalim entrara en la cueva portando una bandeja con dos vasos de té verde y un tarro pequeño de miel.
La joven no dio señal alguna de reconocerla. Miró fríamente a Jessie antes de dirigir la vista a Fareed. Le sirvió a este primero y bajó la mirada respetuosamente. El hombre asintió sin decir nada y Anippe se marchó sigilosamente.
—Bien —dijo Fareed disolviendo la miel en el té—, cuénteme lo que sabe sobre ese grupo de ladrones con el que su hermano trabaja.
Jessie tenía la opción de confesar la verdad y decir que no sabía nada, o también podía mentir. La elección era sencilla.
—No sé mucho. —Miró a Fareed y comprobó su desagrado y su cara de pocos amigos—. Pero —añadió rápidamente— estoy dispuesta a darle cualquier información que tenga a cambio de saber dónde se encuentra Tim ahora.
—Miente. —La rabia se sobrepuso a sus buenas maneras por primera vez en toda la conversación—. Le mintió a Anippe en Londres fingiendo que no sabía dónde había ido su hermano, pero supo perfectamente que debía seguirlo hasta Egipto. Hasta El Cairo, el hotel Mena House, después hasta Lúxor… Es obvio que sabe más de lo que dice.
Jessie no lo negó. Si aquel hombre descubría que no sabía nada, ¿qué utilidad tendría para él? Se desharía de ella como de la basura. Le atemorizó comprobar que habían vigilado sus pasos tan de cerca mientras estaba completamente ajena a ello. ¿Eran ellos quienes la habían seguido por las calles de Londres y entrado en su piso? Se terminó el té en silencio, un silencio que parecía hacer eco en la cueva, y solo cuando volvió a dejar el vasito en la bandeja de latón miró directamente a Fareed.
—Están robando antigüedades, creo —le dijo con frialdad—. Es una organización que compra a los granjeros locales a cambio de información sobre dónde se encuentran los nuevos hallazgos en el desierto.
No hubo ninguna reacción por parte de Fareed.
Jessie aguantó la respiración unos instantes para recomponerse.
—Utilizan los conocimientos expertos de mi hermano para seleccionar qué llevarse y qué dejar atrás. Tim sabe datar objetos, elegir las piezas más valiosas… Cuanto más antiguo, mejor, claro.
—Todo eso ya lo sabemos nosotros.
Así que sus suposiciones eran ciertas.
—Excavan por la noche —añadió— en las cuevas.
—¿Y qué hay del nuevo descubrimiento que han hecho?
—No sé el nombre real, pero es una reina.
—¿Su tumba?
—Sí.
La mano de Fareed se cerró en un puño apretado y Jessie pudo percibir su rabia como una presencia añadida a la cueva.
—¿Quiénes son esas personas? ¿Cómo transportan los tesoros? —exigió saber—. ¿Qué rutas toman por el desierto?
Jessie abrió la boca como para responder, pero la volvió a cerrar y se volvió a hacer el silencio.
—Dígame dónde está viviendo mi hermano.
En esta ocasión, Fareed no dudó ni un instante.
—En una casa más allá de los campos, junto a la curva del río corriente abajo. Lo vigilamos con cuatro hombres apostados allí, y uno que va y viene.
—¿Cómo puedo reconocer la casa?
—Es vieja y está pintada de verde. Delante hay una fábrica de alabastro con una torre derruida en uno de los lados. Se puede ver desde el río.
—Si sabe que ese grupo está robando antigüedades egipcias, ¿por qué no informa a la Policía? ¿No es su trabajo…?
Fareed emitió un sonido cortante que la piedra caliza que los rodeaba absorbió rápidamente.
—El dinero pasa de unas manos a otras para que los ojos miren en otra dirección.
—¿Corrupción?
Él la miró con desagrado.
—¿Sabe lo poco que gana un policía en Lúxor?
Jessie se sintió avergonzada por su ignorancia y, por primera vez, apartó la mirada. Los hombres con las galabiyas negras estaban alerta y observaban atentamente a Fareed, como deseosos de ver una señal que les permitiera atacarla con sus dagas. Tenía que darle algo más, algo que mantuviera las armas en los cinturones.
—Fareed —dijo Jessie rápidamente a través de sus labios secos—, si consigo encontrar a mi hermano le podré decir más sobre esa actividad ilegal y…
Con un movimiento rápido, Fareed se levantó y su larga figura se posicionó delante de ella.
—¡Sabe más! —La ira parecía alimentarse de sus palabras.
Algo, tenía que darle algo más.
—Lo transportan todo en barco —mintió—. No es a través del desierto, sino en barco hasta El Cairo por la noche.
Sus ojos negros brillaron con más fulgor a la luz amarillenta de la lámpara de aceite, y entonces Jessie supo que lo había sorprendido, pero no estaba preparada para su respuesta.
—No puedo confiar en usted. Me miente.
—¡No!
—Sí. Conoce al líder de esos ladrones.
—No lo conozco.
—Sí, claro que sí. La han visto con él.
—¡No! ¡Eso es mentira!
Jessie no lo anticipó, pero dos de las galabiyas negras se acercaron a ella y el corazón se le puso en la garganta mientras se ponía de pie.
—¿Quién? —preguntó—. ¿Quién es?
Fareed apenas la podía mirar.
—Ya lo sabe.
—Dígame su nombre.
Mientras unas manos le retorcían las muñecas por la espalda, oyó la respuesta de Fareed.
—El hombre gordo —dijo—. Su líder es el hombre gordo.