35
Georgie
Inglaterra, 1932
Aquí estás. Pero no estás aquí. No oyes lo que digo. Apenas hablas. Te pasas las manos por el pelo con tal brusquedad que te caen hebras doradas hasta los hombros. Le das una patada a mi maza, haciéndola rodar por el suelo.
—Quiero que te vayas —digo.
—¿Que me vaya?
—Sí.
Cuando estás así, me pones de mal humor. Me hace sentir mal por dentro. Me pongo nervioso y me altero porque no quieres estar aquí.
—Tengo un problema —dices.
No te miro. Abro la puerta del armario una rendija y miro la oscuridad que hay en el interior. ¿Te darías cuenta si me metiera un rato ahí? Algunas personas son adictas al alcohol, otras al chocolate o a la cocaína. Yo, cuando estoy molesto, soy adicto a la oscuridad.
No sé qué decir. No sé qué hacer.
—Ve a mirar —me dices en voz baja.
—¿Cómo?
—En la lista, la lista de respuestas.
—Quiero que te vayas —vuelvo a decirte.
—Bueno, mala suerte.
Estás jugando con el mechero, abriéndolo y cerrándolo una y otra vez, y me estás volviendo loco.
—¡Mírala! —me gritas.
Dejo la puerta del armario medio abierta y saco la lista del mueble de al lado de mi cama. La leo lentamente, probando con cada posibilidad en mi cabeza. Rechazo el por favor y el gracias, y bajo hasta las dos últimas: Lo siento si te he ofendido y la nueva: Pareces preocupado. ¿Qué ha pasado? Las observo con recelo; no sé cómo he podido ofenderte, ya que has llegado así y no ha podido ser por nada que haya hecho yo. Pero eso no quiere decir que yo no tenga la culpa de alguna manera. Fausta ignorancia, lo llamas. Ignorancia, sí. Fausta, no.
La pregunta ¿Qué ha pasado?, es peor.
No quiero saber qué ha pasado, solo quiero que vuelvas a estar como antes, normal. He probado con varios temas de conversación, como los últimos hallazgos en Medinet Habu o si la nueva construcción de Broadcasting House —la nueva oficina central de la BBC en Portland Place, de estilo art déco— expandirá los horizontes de la BBC de un modo que te entusiasme, pero que a mí no me afectará en absoluto. Ese tipo de preguntas siempre te anima, pero hoy te quedas mirándome fijamente los pies y ni siquiera pareces oír nada de lo que te digo.
Sea lo que sea lo que ha pasado, es malo, así que no quiero saber nada sobre eso.
—Pareces preocupado —digo de manera lamentable—. ¿Qué ha pasado?
Por primera vez, me miras. Miro fugazmente tu rostro y me acerco a la puerta del armario. Noto cómo la inquietud me va pellizcando los globos oculares y necesito tenerlos a oscuras.
—Georgie, ven aquí.
Me acerco un paso a ti. Empiezas a hablar de nuestro padre, de las reuniones a las que estás asistiendo con él para oír a Sir Oswald Mosley hablar sobre el fascismo y lo que hará por nuestro país. Observo cómo mis dedos arrancan un botón de mi camisa porque estoy asustado. Nunca antes has hecho esto de contarme cosas sobre papá.
—Ya hemos hablado sobre Sir Francis Galton antes, ¿recuerdas? —me dices con cautela.
—Claro que lo recuerdo.
—Dime.
—Era primo de Charles Darwin e inventó la ciencia de la eugenesia. Defiende la idea de que es posible producir una raza perfeccionada de hombres gracias a la reproducción selectiva.
—¿Y?
—Y evitar la reproducción de los no deseables para la sociedad. —Me alejo de ti y cojo mi pesada maza—. Sé que soy un no deseable.
—Papá también lo sabe.
Balanceo la maza.
—No voy a reproducirme.
Observas la maza.
—Papá me habló anoche sobre las ideas de Adolf Hitler sobre mantener la pureza de la raza entre los arios y sobre la gran cantidad de seguidores de Galton que hay en América y aquí en Gran Bretaña también, en el Centro de Eugenesia de Lambeth.
Levanto la maza de madera y la balanceo para dejarla sobre la cama y los muelles gimen.
—Papá está completamente a favor de esta idea —me dices.
Vuelvo a balancear la maza.
—Georgie, escúchame. Estoy preocupado.
—Quiero que te vayas ahora. Vuelve cuando estés…
—Maldita sea, Georgie, no me voy a ir.
Estás gritando. Me tapo el oído con la mano izquierda para bloquear el sonido, pero no suelto la maza con la derecha.
—Estoy preocupado —me dices más calmado— porque esté planeando…
Dejas de hablar. Empiezas a emitir unos sonidos extraños que haces con la parte posterior de la garganta. Me echo más hacia atrás.
—Estoy preocupado —vuelves a decir— porque no vaya a…
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
—Para —me dices—. Vendrán los batablanca.
Levanto la maza con ambas manos y la tiro contra la puerta del armario, que se rompe en miles de pedazos, y el ruido me perfora los tímpanos.
Los batablanca vienen y te echan.
Tengo serpientes en la cabeza. No ha sido una buena semana para mí, no desde que viniste a hablarme sobre papá. Las serpientes están ahí, se deslizan por los huecos de mi cráneo. Las oigo todo el tiempo. Su silbido y su zigzag, el roce de sus escamas secas contra las curvas y volutas húmedas de mi cerebro.
Son tan escandalosas que a veces me meto un dedo en la oreja, bien adentro, para intentar sacarme una. Estoy tan desesperado que le pido al doctor Churchward que me examine los oídos con un otoscopio para comprobar qué están haciendo las serpientes ahí dentro, pero se ríe y me pincha con una aguja. Incluso le digo que debe utilizar sus horribles alambres eléctricos y ponérmelos en el cráneo porque es el único modo de matar a las serpientes, horrorizándolas hasta la muerte, pero se niega y me mete una pastilla en la boca. Pienso en lo que me contaste sobre que papá aprueba la eugenesia y vomito la pastilla dentro de mi armario sin puerta. Cuando vienes estoy sentado en la penumbra del armario mirando fijamente la pastilla sobre su charco de remolacha, más rojo e intenso que la sangre. Sé que es remolacha, pero aun así me asusta.
Caminas. Tus pasos son cortantes e inculpadores. Cojo una camisa de la percha y me la envuelvo alrededor de la cara.
—Georgie —dices—, sal de ahí.
Silbo al ritmo de las serpientes para no oírte. Esperas unos instantes y te sientas en mi cama. Nunca te sientas en mi cama a menos que esté yo también en ella. Silbo más alto.
Dices:
—Vamos a hacer un trato. Tú te vas de aquí y yo te doy esto.
No me dices lo que esto es.
Me veo obligado a quitarme la camisa de la cara. En la mano tienes un disco nuevo para mi gramófono. Salgo del armario a rastras y te lo quito de la mano para ver de quién es. Es Louis Armstrong. Grito de alegría y lo saco de su carátula de color marrón pardo y lo pongo sobre el plato. Giro la manivela y coloco la aguja sobre el surco y, cuando las notas de la trompeta inundan la habitación, las serpientes se callan. Doy zapatazos en el suelo triunfalmente, reduciéndolas a polvo bajo mis pies.
Me siento desprovisto de todo cuando la música se detiene. Empiezo a mover otra vez la manivela, pero me dices que no.
—Siéntate y escúchame, Georgie. Este era el trato.
—No había ningún trato.
—Siéntate. Ya.
Me siento. Estoy asustado, pero las serpientes no han vuelto, así que sonrío.
—No —dices.
—¿No qué?
—No me pongas caras.
Estoy desilusionado. Me encojo de hombros y quito la sonrisa.
—Hoy —dices— van a pasar cosas importantes.
Miro el armario.
—No —dices—, quédate dónde estás.
Me quedo.
—Vas a tener que confiar en mí, Georgie. ¿Confías en mí?
Asiento.
—Bien —dices.
Pero no lo hago. Vas a hacerme algo malo. Lo sé, pero no sé cómo lo sé.
—Escúchame bien, Georgie. Voy a sacarte de aquí hoy mismo.
El aire se escapa de mis pulmones cuando te miro a la cara y veo que hablas completamente en serio. Esta no es una de tus bromas. Me tiro al suelo de rodillas y me golpeo la frente contra el suelo para despertar a las serpientes. Quiero que su ruido ahogue el sonido sepulcral de tu voz.
—No me fío de ellos. —Tus palabras son tranquilas y me das un golpecito con el pie—. Levántate.
Me quedo abajo.
—Georgie, no lo pongas más difícil. Tenemos que irnos. No he tenido mucho tiempo. Anoche fui a una sesión de espiritismo y…
—¿Una sesión de espiritismo?
—Sí. Eso no es lo importante. Algunas personas quieren que vaya a Egipto inmediatamente.
Levanto la cabeza.
—¿A Egipto?
—Sí, pero en secreto.
—¿Por qué?
—El porqué no importa. —Tus palabras salen como una corriente y me golpean los oídos—. Esto es lo importante. Les he dicho que no puedo dejarte aquí porque no sé cuándo podré estar de vuelta. Recuerda lo que te pasó la última vez que fui a Egipto hace dos años…
No quiero recordarlo.
—Así que esta vez, Georgie, te vienes conmigo.
Se me abre la boca. Estoy demasiado impactado como para gritar. Lentamente, empiezo a arrastrarme por el suelo hasta el armario.
—¡No! —Tus piernas de franela gris se ponen delante de mí—. Es esto o…
—O morir —concluyo—. Prefiero morir.
A sabiendas de que no debes tocarme, me agarras por los hombros y me pones de pie. Me zarandeas hasta que me castañetean los dientes.
—Bueno, pues mala suerte, hermanito. Yo soy quien toma las decisiones aquí. —Levantas la pesada mochila de lona que hay junto a la puerta y sacas un antifaz negro—. ¿Con o sin?
—No iré.
Del bolsillo de la mochila sacas una caja y la abres hacia mí. Contiene una jeringuilla.
—¿Con o sin? —vuelves a preguntarme.
Te miro atónito y acongojado. Te has convertido en el doctor Churchward. Me tiemblan las piernas. De mi boca sale un aullido agudo.
Me coges del brazo y me levantas la manga. Yo no me muevo, como uno de los perros de Pavlov. Me clavas la aguja como si fuera un acerico.
Estamos en el tejado.
No recuerdo cómo hemos llegado aquí, cómo he subido por la cañería, cómo has conseguido detener mi aullido. Lo único que recuerdo es que me has cogido las mejillas entre las manos con tu nariz tan cerca de la mía que es como si el sol se hubiera caído del cielo y estuviera emitiendo todo su calor sobre mi cara. Tienes la boca torcida.
—No me dejes ahora, Georgie —dices.
Creo que te refieres a que no me vaya del tejado, así que niego con la cabeza. Ahora que ya estamos allí sacas de la mochila una escalera de soga. Me quedo mirándola sin saber para qué es y cuando me llevas hasta el otro extremo del tejado, donde nunca antes he estado, empiezo a tambalearme de un lado a otro, como si el viento me estuviera golpeando. Las serpientes siguen calladas, así que cierro los ojos con alivio y me doy cuenta de que me estoy quedando dormido de pie como un caballo.
—Por Dios, Georgie, ¡muévete!
Me esfuerzo por abrir los párpados y los mantengo así con los dedos. No recuerdo por qué estamos aquí, pero es agradable. La difusa luz del sol del otoño me acaricia la nuca. Intento sentarme.
—¡Aquí, Georgie!
Me coges las manos y las pones sobre una tubería de ventilación que sale hacia arriba desde detrás de la balaustrada. Has atado la escalera de soga a ella.
—¿Cómo sabías que estaba esto aquí? —te pregunto plácidamente.
—Lo he preparado para esta ocasión.
Estás cortante. Incluso grosero, diría, pero mi lengua se ha pegado a la parte trasera de mi boca y allí yace inerte. Lentamente voy cayendo en la cuenta de que has tenido que estar aquí arriba sin mí y me pongo celoso.
—Ahora baja por la escalera —me ordenas.
—No.
—Hazlo.
—No.
—Por favor, Georgie.
—No.
Antes de poder oponerme de nuevo me pones el antifaz negro en la cabeza, me subes al pretil y me colocas los pies sobre la escalera. Es poco firme. Grito. Me metes un caramelo marrón muy grande en la boca y es de sabores que nunca antes había probado. Le doy vueltas con la lengua.
—Baja —me susurras como las serpientes.
Bajo. No muy convencido, lentamente, una mano tras otra, un pie tras otro… El sabor dulce en mi lengua suelta… Me sigues desde arriba y, cuando llego al suelo, saltas la última parte, me quitas el antifaz y me haces correr por una parte del jardín que nunca antes había visto.
—Bien hecho, Georgie. Serías un muy buen ladrón.
—Pero el ladrón eres tú, Tim —digo. Mis palabras son densas e inertes—. Me estás robando.
—Es verdad. No te pares, sigue corriendo.
No puedo correr. Hay partes de mí que se paralizan.
—Ahora hay que saltar el muro.
Hay una escalera de madera delante de nosotros apoyada contra el alto muro del jardín junto a dos hombres que no he visto nunca. Es obvio que te conocen. Me dan miedo. Asustan a mis miembros, que se ponen rígidos. No puedo moverme.
Me miras desde muy cerca y te oigo maldecir muy bajito. Lentamente, como si yo fuera un gatito, me rodeas la cintura con tu brazo y me invitas a seguir hacia adelante, un paso tras otro. Tengo que mirarme los pies para conseguir que sigan moviéndose. Quiero apartar tu brazo de mí, quiero correr otra vez dentro de la casa y golpear la puerta principal para rogarles que me dejen volver.
—Sube —me dices bajito al oído.
Y yo subo.