33

33

Georgie

Inglaterra, 1931

Me estás mirando fijamente la nariz. Me la toco de manera consciente.

—Georgie, venga, descubre ya el pastel. No me mientas, se te da fatal.

No te entiendo. ¿Qué tiene que ver un pastel con nuestra conversación? Pero al contrario de lo que piensas, estoy aprendiendo a fingir y no se me da mal. Ahora finjo que te entiendo.

—Caminamos en el jardín para hacer ejercicio —digo.

—Eso es verdad.

—Ayer hacía calor.

—Eso es verdad.

—Me quemé mientras estaba fuera.

—Eso no es verdad.

¿Cómo lo sabes? ¿Qué estoy haciendo mal? Me saca de quicio no saberlo.

—No te enfurruñes, Georgie; no es agradable. Sacas el labio inferior y cierras los ojos como un niño de dos años.

Reformulo mi cara.

—No es importante —digo.

El pie empieza a torcérseme. Ambos lo miramos. Está realizando su propio baile privado. Te levantas de la silla y caminas por la habitación en silencio un rato mientras yo solo espero que te hayas desviado a otra línea de pensamiento, pero sé que no.

—Vamos, mi querido Watson —empiezas diciendo—, examine los hechos. Porque los hechos no mienten. Solo las personas mienten.

Siento un escalofrío por la emoción de la búsqueda, aunque sea yo la presa.

—Hecho número uno: tu frente y tu nariz están quemadas. ¿Correcto?

—Correcto —digo.

—Lo suficientemente quemadas como para que la piel se esté despellejando.

Correcto.

—La piel no se despelleja tan rápido. Tan rápido después de quemarse, no.

—Lleva toda la semana haciendo mucho sol. Salimos al jardín cada día.

—Sí, pero solo una hora y nunca cuando el sol está arriba.

No hago ningún comentario al respecto. Te enciendes un cigarrillo, pero no me ofreces uno a mí.

—Hecho número dos.

Haces una pausa. Espero.

—Hecho número dos: la piel de tu cuello en la zona que deja libre el cuello de la camisa haciendo una V está morena. Más morena que tu cara. Eso solo puede significar una cosa, que has estado al sol con regularidad, pero te has cubierto la cara. Me pregunto por qué.

Sigues caminando, ahora de nuevo en silencio. Recuerdo respirar y hago presión en la rodilla para detener la torsión del pie. De repente, te paras en seco y me miras.

—Tienes el pelo más claro —comentas.

¿El pelo?

—Está decolorado por el sol —añades—. Esto me lleva a sospechar que si te has quitado la camisa, podré ver que también tienes el torso más moreno.

Me quedo mirándome el dorso de las manos y me doy cuenta por primera vez de que se han vuelto del color de la miel. Me avergüenzo y las escondo rápidamente bajo las piernas.

—Como las puertas trasera y delantera están siempre cerradas —continúas—, solo puedo concluir que sales de aquí de algún otro modo. Déjame pensar…

Das una larga calada al cigarrillo y exhalas dos círculos de humo perfectos.

Me miro el pie. Sigue torciéndose. Me traiciona. Me lo piso fuerte con el otro pie.

—La opción más obvia sería la ventana, pero abajo las ventanas están todas cerradas con clavos, como comprobé una vez que pedí que abrieran una para que entrara aire fresco; el ambiente era muy desagradable. Pero entiendo ahora por qué el doctor Churchward insiste en ello.

Después te pasas un buen rato andando como antes por la habitación, envuelto en tabaco y en tus pensamientos.

—Pero esta primera planta no —te dices a ti mismo en voz baja, más que a mí—. Podrías bajar usando sábanas y mantas, pero ¿cómo volverías a subir? No hay salida de incendios y eso solo te deja el tejado.

En mi garganta se acumula un lamento de desesperación y tengo que tragar saliva fuerte para conseguir devolverlo adentro. Miro tus dedos, posados con impaciencia sobre el cigarrillo como las antenas de un insecto. Me has arrinconado. Cuando, finalmente, acabas el cigarrillo, sé que ya estoy perdido.

Juntas las yemas de los dedos y dejas escapar un suspiro de resignación.

—El tejado.

—Holmes —digo—, eres un hombre de hierro.

El viento es fresco y tira de tu ropa.

—«Este —anuncias— es uno de los momentos dramáticos del destino, cuando oyes pasos por las escaleras que se acercan a tu vida y no sabes si es para bien o para mal».

Es una cita. Del principio de El perro de los Baskerville. No creo que sea apropiada porque no hay ningún paso ni ninguna escalera a la vista aquí arriba y sé sin duda alguna que es para mal, no para bien.

Hemos subido al tejado. Te he llevado por las escaleras en espiral que solían ser las del servicio de esta enorme casa, esos pobres despreciados. En la planta superior hay un baño bajo los aleros que ahora está lleno de maletas vacías. Las he ido examinando a lo largo de los años, en busca de alguna señal de mi nombre en alguna de ellas, pero no he encontrado nada parecido. Intento recordar algo que me trajera de casa, lo intento, pero no consigo acordarme. Simplemente hay un vacío. Quizás por eso no hay maleta, porque vine con lo puesto, o quizás en mi furia destruí todo lo que tenía que ver con casa. No lo sé, pero me niego a preguntarle al doctor Churchward.

Nos metemos en el baño y aparto las cuatro maletas que tapan la ventana. Una es muy bonita, de mimbre, y en ella guardo cosas que no quiero que encuentre nadie, como mis anteriores diarios hechos por mí, los que no leo porque me hacen llorar. Y la pelota de ping-pong que encontré un día en el jardín. Sé que los batablanca me la quitarían por si decidiera asfixiarme tragándomela. No creas que no he pensado en ello.

La ventana está fija con clavos, pero te enseño los dos que están oxidados y la madera podrida. Los aflojé hace mucho tiempo y soy capaz de sacarlos y meterlos de su agujero con bastante facilidad, así abro la ventana. Ahora viene lo más peliagudo. Tenemos que subirnos al alféizar de la estrecha ventana de una vez. Te enseño cómo es y te quedas boquiabierto cuando me quedo pegado a la pared por fuera, a más de doce metros del patio de cemento, y me pongo de lado. Te oigo coger aire, sorprendido por mi hazaña, y eso me divierte.

Me agarro a una cañería de hierro resistente de la época de las buenas construcciones victorianas. Con varios movimientos ágiles de mis pies, subo hasta el borde del tejado, que tiene un pretil de piedra alrededor del edificio. Engancho la mano entre la obra decorativa y me impulso hacia arriba. Es fácil.

Ahora tú.

Me giro para mirarte en el alféizar de la ventana y el pecho se me endurece. Pareces tan pequeño… Y el descenso tan enorme… Morirás si no lo haces bien en la cañería. Vomito. El viento sopla fuerte sobre ti mientras saltas y entonces sé que te he matado. Me agacho tras el pretil y cierro los ojos. Empiezo a pensar en tragarme la bola de ping-pong y, entonces, ahí estás, a mi lado.

—¡Ha sido muy emocionante, Georgie! —Me das una palmada en la espalda—. Estoy impresionado. No creía que tuvieras todo eso dentro de ti.

¿Que tenía qué dentro? No sé a qué te refieres ni me importa. Estás vivo. Juro al cielo que nunca te volveré a subir al tejado…, eso suponiendo que consiga que llegues sano y salvo abajo. Bajar es más difícil. Me apoyo contra la pendiente de la pizarra del tejado e intento que el corazón deje de latirme frenéticamente como un caballo desbocado.

—Vamos, enséñame este sitio. —Me levantas—. Desde aquí se puede ver a kilómetros de distancia.

No quiero ver a kilómetros de distancia. Quiero sentarme tranquilamente como hago siempre en el centro con forma de V de las dos secciones paralelas del tejado. Allí no puede verme nadie y yo tampoco veo a nadie; solo el cielo y los pájaros. Pero tú vas dando saltos por el tejado y eso me asusta. En la parte interior del pretil hay un camino estrecho que se usa para el mantenimiento y tú te paseas por él como si fuera el sendero de un jardín en lugar de una cuerda floja en las alturas.

Te ruego que te sientes conmigo y lo haces a regañadientes.

—Esto es maravilloso —dices—. No me extraña que te quemaras. ¿Por qué me lo has mantenido en secreto?

—Porque pensaba que se lo dirías al doctor Churchward.

—¿Por qué haría eso?

—Para que no subiera más aquí; es peligroso.

—Georgie, chico, nunca te culparía por poner un poco de peligro en tu vida. ¿Con qué frecuencia subes aquí?

—Solo cuando me siento bien.

Asientes.

—Tiene sentido, claro. El aire fresco se lleva las telarañas.

—Yo no tengo telarañas.

—Es una forma de hablar, Georgie. —Te estiras en las losas cálidas y yo hago lo mismo.

Nos quedamos allí mucho tiempo, más del que normalmente me arriesgaría a ausentarme de mi habitación, pero los batablanca no suelen interrumpirme cuando saben que estoy contigo. Además, los sábados por la tarde hay menos personal. Nos quedamos allí incluso cuando el sol se oculta y las nubes se hacen más espesas sobre nosotros, nos quedamos porque es la primera vez que estamos así juntos, en el exterior y relajados.

Cuando empieza a llover, me vuelve el pánico. No me he dado cuenta de que las nubes se han vuelto de color violeta. Nunca he estado aquí arriba cuando llovía. En segundos, las losas del tejado están mojadas y resbaladizas y el viento intenta tirarnos al suelo.

—No te preocupes —dices.

Pero sí que lo hago.

—Tenemos que ir con mucho cuidado —dices.

La lluvia te golpea en la cara y te obliga a entrecerrar los ojos. Se te pega el pelo a la cabeza. Un sonido sale de mi interior y provoca que te sobresaltes.

—Calla, Georgie. Por amor de Dios, deja de armar jaleo.

Me tapo la boca con la mano, pero así no puedo trepar, así que la dejo caer de nuevo. Salimos de la sección en V del tejado.

—Yo iré primero —dices.

—¡No!

Si vamos a caernos, quiero ser el primero en hacerlo.

Me deslizo hasta el pretil oyendo tus pasos detrás de mí. No te espero, por si te pones delante de mí. Me inclino para colocarme en la parte exterior del pretil y empiezo a bajar hasta la cañería, pero oigo un borboteo extraño que sale de ella y no quiero tocarla.

—Georgie, déjame…

Te ignoro y me agarro a la cañería. Está tan mojada y escurridiza que bajo más de dos metros de golpe. Desde arriba, gritas mi nombre. Me aseguro poniendo los pies en la pared y voy subiendo poco a poco hasta ponerme al nivel de la ventana, que está a algo más de un metro de mí hacia la izquierda. Aquí viene lo peligroso. Normalmente me agarro con las manos y balanceo el cuerpo hacia el lado para que los pies lleguen al borde. Tengo que soltar las manos en ese preciso momento si no quiero quedarme con los pies por un lado, las manos aún en la cañería y el cuerpo suspendido en el vacío. Lo he hecho muchas veces y el corazón normalmente ni se me acelera, pero nunca lloviendo, nunca contigo mirándome desde arriba con miedo en tus atónitos ojos.

El miedo mata; el miedo conlleva errores.

Estoy temblando, pero tengo la boca bien cerrada y los dientes apretados contra el labio y no hago ningún sonido mientras me impulso hacia el lado. Los pies entran en contacto; suelto las manos, suave como la seda. Ya estoy en el alféizar de la ventana, sano y salvo, vivo y lleno de júbilo. Incluso abro la boca para llenarla de lluvia.

—¡Mi turno! —gritas.

Todo se evacua de mi ser excepto el miedo. Las rodillas me fallan y acabo agachándome, así que tengo las piernas en el baño y el trasero en el alféizar. Miro hacia arriba y la lluvia me golpea con fuerza en la cara. En medio de la confusión, veo cómo bajas por la cañería y te colocas al nivel de la ventana. Alargo la mano, pero no llego.

—¡No mueras! —grito—. Puedes morir.

—Gracias, Georgie, por esa idea tan reconfortante.

—Quédate ahí. Iré a por el doctor Churchward.

—No seas ridículo —dices salpicando gotas de lluvia—. Es un salto pequeño; lo haré bien.

Te abrazas a ti mismo con la cañería de por medio y los pies contra la pared, sacando el trasero hacia afuera, como me has visto hacer a mí. No puedo respirar. Me doy cuenta de que me he orinado en los pantalones.

—Te quiero —grito contra el viento.

—Ahora no, Georgie.

Saltas. Tus pies llegan con facilidad a la ventana. Primero los dedos, después el talón. Pero sueltas las manos una fracción de segundo más tarde. Durante un desgarrador instante, parece que lo consigues, pero la mitad superior de tu cuerpo pierde el equilibrio y empieza a caer hacia atrás, agitando los brazos en el aire.

Grito y te agarro las piernas. Te abrazo las rodillas con la fuerza de un pulpo y sé que nunca te soltaré, aunque eso signifique que me arrastres a la muerte contigo. Entierro la cara en tus muslos y agarro tus pantalones con los dientes para tirar de ti, sintiendo cómo mis pies se van despegando del suelo del baño.

Nos quedamos así lo que me parece toda una vida. Siento una extraña oleada de paz recorrerme y, de nuevo, puedo respirar y oler el tabaco impregnado en tus pantalones. Porque vamos a morir juntos. Abrazados el uno al otro. Unidos en nuestro último aliento. Tu mano me agarra el pelo y tira tan fuerte que grito, pero con esa sujeción y conmigo pegado a tus piernas te impulsas hacia arriba y consigues agarrarte al marco de la ventana. Sin prisa ninguna te sientas y vuelves adentro con las maletas.

—Bueno —me dices, sonriendo burlonamente—, ha sido toda una aventura, ¿eh?

Estamos empapados. Tienes los nudillos pelados y me tiembla tanto la piel que me temo que se abra en cualquier momento y que manche el viejo suelo de linóleo con mis despojos. Mi respiración se emite en grandes chillidos y tengo los pantalones pegados a las piernas de un modo vergonzoso.

—¡Qué divertido, Georgie!

—Divertido —repito mientras me castañetean los dientes.

—Vamos a tu habitación para ponernos ropa seca.

Mientras vuelves a colocar los clavos en la madera del marco de la ventana, ríes como para ti mismo y dices:

—La próxima vez creo que traeré un trozo de cuerda para atarla de la cañería a la ventana. No queremos tener ningún accidente, ¿verdad, Georgie?

—No, no queremos accidentes.

—Me voy a estar preocupando por ti hasta que traiga la cuerda.

Después de irte pienso en lo que has dicho. Esa noche me quedo despierto en la cama sonriendo. Contento. Porque sé que te estás preocupando por mí.