—Es impresionante. —Monty estaba estudiando los objetos expuestos. Tenía delante un trono majestuoso, que resplandecía gracias al revestimiento de oro, ricamente adornado con cabezas de leones, serpientes aladas y las estelas del rey—. Realmente impresionante. No hay otra palabra.
Jessie estaba embelesada con la máscara de oro maciza del rey Tutankamón, decorada con lapislázuli. Pesaba unos doce kilos; no le extrañaba que pareciera tan pesada en su sueño, claro. Tenía una larga barba falsa ceremonial y los ojos negros de obsidiana y cuarzo, que le devolvían la mirada con una fría indiferencia.
«Háblame. Déjame oírte».
A su alrededor se congregaban muchos turistas deseosos de ver el exuberante equipamiento funerario del rey niño y se pegaban a Jessie con nerviosismo, pero ella no se inmutó. Ya había examinado el delicado canapé de Hathor con sus cuernos de oro y el disco solar, y admirado la belleza de las estatuillas y los anillos, sobre todo del elaborado collar pectoral con el escarabajo. Sin embargo, nada la había preparado para el templete canópico, casi tan alto como un hombre y completamente recubierto de oro macizo. La esmerada decoración y los grabados de las diosas y los dioses egipcios la sobrecogieron por la idea de que alguien se preocupara tanto por los muertos como para crear una obra de arte tan sublime que pudiera cautivar a los mismos dioses.
Pero era en los vasos canopes, que yacían en su baúl de alabastro, donde se contenían los objetos de vital importancia: las vísceras del rey. Había imágenes grabadas en ellos en las que se representaba a los hijos de Horus custodiando cada vaso: Amset guardaba el hígado real, Kebehsenuf protegía los intestinos, Duamutef, el estómago, y los tan importantes pulmones estaban bajo la custodia de Hapi, con su cabeza de mono. Eran obras de arte sobrecogedoras, perfectas para un rey; sus guardianes.
Jessie había sentido su poder, tan fresco y fuerte como cuando salieron de las manos de su artista. Sus pensamientos la llamaban y asediaban. En lugar de oír las voces del museo, oía el suspiro de la arena sobre la tumba al viento, el aullido de los chacales del desierto por la noche, el trinar del milano de cola roja en las alturas del cielo azul, custodiando la entrada oculta. Cerró los ojos y los murmullos se hicieron más presentes en su cabeza, envolviéndose como una espiral en los entresijos de su cerebro y estrechándose y cerrándose cada vez más. Se sintió aturdida… Extendió la mano y esta recibió el toque cálido de la piel humana.
—Jessie, ¿estás bien? —Era la voz de Monty, cercana y preocupada.
Había abierto los ojos con mucho esfuerzo y percibió la sala en penumbra y opresiva. Le llegó un olor extraño y desconocido a incienso que despertó sus orificios nasales.
—Estoy bien.
Sin embargo, tuvo que esperar unos instantes a que el corazón retomara su ritmo normal. Con suavidad, Monty la apartó de los objetos destinados al uso del faraón en la vida del más allá y el olor extraño se disipó, los ruidos de su cabeza se ensordecieron y, finalmente, desaparecieron.
—Creo que estás demasiado nerviosa —murmuró Monty— por lo de tu hermano y por la explosión de anoche. Necesitas sentarte un rato y descansar.
—No, pero gracias. —Mantenía el brazo estirado—. Tengo que examinar la máscara.
Y allí estaba Jessie, segundos más tarde, frente al rey Tutankamón, y Monty a su lado contemplando el trono dorado, digno de un dios.
—Es impresionante —concluyó Jessie, mostrando así su acuerdo con Monty—. No hay otra palabra.
«Háblame. Déjame oírte».
Cuando oyó el susurro, sintió como si el corazón se le hubiera subido hasta la garganta. Una cobra real se elevó de entre la oscuridad con la capucha acampanada, lista para atacar a una velocidad fuera del alcance del ojo mortal. Inclinó la cabeza, adormeciendo los pensamientos de Jessie que, aunque quería salir de allí corriendo y gritar para advertir a Monty, se dio cuenta de que no podía moverse, ni hablar, ni respirar.
—Ya has tenido bastante —dijo Monty en aquel mismo momento a su lado—. Si no encuentras nada fuera de lo normal —le dijo rodeándola por la cintura—, creo que deberíamos seguir adelante, ¿no?
Jessie parpadeó y reposó la mano en la de él. El susurro se hizo silencio y la cobra volvió a convertirse en el símbolo de la realeza que ocupaba la posición frontal de la máscara, el uraeus, el protector.
Timothy me contó que usted es su uraeus. Aquello era lo que Anippe Kalim le había dicho en el Museo Británico. Era su protectora, así que ¿por qué no lo estaba protegiendo?
Recorrieron rápidamente el resto de las salas. A Jessie no le apetecía demasiado merodear por aquel lugar.
—Es una colección sobrecogedora —comentó Monty mientras pasaban junto a una losa con jeroglíficos—. Realmente impactante. ¿Quién la ha creado, lo sabes?
—El Departamento de Antigüedades Egipcio. La colección la inició Auguste Mariette, el arqueólogo francés. Ismail Pachá estaba decidido a detener el saqueo de las obras de arte de su país, de valor incalculable, y tuvo una buena idea, de hecho. Retuvo a Mariette para que estableciera un hogar para alojarlas e introdujo leyes que penaban a los saqueadores de antigüedades.
—Así que este lugar se construyó específicamente para la colección, asumo. —Se dirigían a las escaleras de bajada para encontrarse con Maisie Randall en la entrada principal—. Hicieron un buen trabajo, ciertamente.
—Sí. —Volvía a tener el control sobre sí misma y había conseguido mostrar una sonrisa—. Aunque es un poco laberíntico, ¿no?
Había tantas estatuas enormes que habían sido cuidadosamente transportadas para su conservación lejos de las ruinas de los templos y las fortalezas del valle del Nilo que era como pasear por un bosque lúgubre de piedra. Todo estaba hecho a escala gigante, aunque el detalle de la ejecución era increíblemente cuidado e imaginativo. Jessie se detuvo un momento para inspeccionar más de cerca un relieve de la cabeza de Amón-Ra, representado con su esbelta corona de plumas grabada en la piedra y una serie de jeroglíficos desconcertantes tras él.
Por el rabillo del ojo Jessie vio un movimiento fuera de lo normal. No se trataba del ir y venir pausado de los turistas, ni del sacudir rítmico del plumero de las limpiadoras, que iban todas vestidas de negro desde la cabeza hasta los dedos de los pies, sino de un resplandor azul fugaz. Un segundo y al siguiente había desaparecido, rápido como un martín pescador. Había sido el resplandor de un pañuelo azul y dorado, y la última vez que había visto un pañuelo azul y dorado había sido en el Museo Británico, adornando el cuello de Anippe Kalim.
Jessie se dirigió rápidamente al lugar donde había percibido el movimiento, esquivando los objetos en exposición, mirando entre los turistas y comprobando cada rincón. Las salas se sucedían hasta el infinito y cuando, finalmente, se estaba maldiciendo a sí misma por haber sido demasiado lenta en reaccionar, estar demasiado poco alerta y descentrada como para creer que se iba a topar con la novia de Tim en el Museo de Antigüedades Egipcias, Jessie volvió a ver el azul fugaz, pero en aquella ocasión este se detuvo. Se encontraba en un rincón más allá de donde estaba Jessie, a punto de desaparecer por una puerta medio abierta. Esta vez el pañuelo se giró, como si su propietaria no pudiera evitar echar un último vistazo, y ahí fue cuando sus miradas se encontraron. Sí que era Anippe Kalim, el mismo rostro orgulloso y los mismos enormes ojos oscuros, pero ahora los rasgos exóticos se veían depreciados por un gesto de descontento.
—¡Anippe! —gritó Jessie—. Espera, tengo que…
El pañuelo se desvaneció, la puerta se cerró y Anippe Kalim desapareció de su vista.
Jessie corrió, como lo haría un perro tras la presa: sin sopesarlo, sin distracciones, ciega, sorda y muda a todo lo demás excepto al olor. Irrumpió a través de la puerta que rezaba PRIVADO. SOLO PERSONAL tras la que Anippe había desaparecido, y dio a un laberinto de pasillos. Ni siquiera veía a las personas que se acercaban a ella ni oía a los miembros del personal que cuestionaban su presencia allí; simplemente corría.
El pañuelo azul se mecía y serpenteaba con el viento, desapareciendo y reapareciendo, acercándose y alejándose. Cambió de dirección, primero hacia un lado, después hacia el otro, y ahí ganó terreno Jessie, pero finalmente se desvaneció.
Durante no más de medio segundo, Jessie sintió la impotencia de haber fallado antes de oler la cálida ráfaga de aire del exterior con su aroma a fruta madura y su hedor a estiércol de animales. Entonces vio una puerta trasera abrirse y fue corriendo hacia ella, quedando cegada por el potente resplandor del sol, y entrecerró los ojos. Al final de la calle, Anippe corría, envuelta en su largo vestido marrón y con su innata cortesía hacia los viandantes; Jessie no tuvo tal muestra de civilidad.
Corrió tras ella, pero Anippe conocía las calles y justo cuando Jessie volvía a ganar terreno, Anippe se adentró en un callejón apenas visible y Jessie lo sobrepasó, teniendo que volver sobre sus pasos para encontrar la entrada. Perdió a Anippe de vista una y otra vez, pero en un momento concreto estuvo tan cerca de ella que pudo ver la expresión de asombro en el rostro de la egipcia al mirar esta hacia atrás. Jessie no tenía ni idea de cuán rápido había corrido ni durante cuánto tiempo, pero poco a poco fue percatándose de que las calles se hacían cada vez más estrechas, los edificios más achaparrados y con los techos planos y el asfalto iba dando paso a caminos de tierra. Los rostros indoeuropeos desaparecieron también y ocuparon su lugar las mujeres con vestidos negros y jarros de agua sobre las cabezas y niños a la cadera, que se detenían a observarla con recelo cuando la veían pasar a esa velocidad.
—¡Anippe! —gritó, casi sin aliento.
En aquella ocasión, la joven se detuvo en una esquina. Miró hacia atrás a su persecutora y negó con la cabeza lentamente. Jessie no sabía si era a modo de reprimenda o porque estaba estupefacta, pero comprobó que el pecho de Anippe se agitaba frenéticamente y supo que ninguna de las dos podría seguir con aquello mucho más tiempo, así que dejó de correr. Se quedó donde estaba y le hizo señas a Anippe, que estaba a unos treinta metros de ella, para que se acercara. ¿Por qué iba a ir a su encuentro una mujer que se había pasado huyendo de ella tanto tiempo? Jessie no podía estar segura de nada, pero de repente le pareció una buena alternativa, como atraer a un caballo nervioso hacia uno mismo en lugar de correr tras él.
—Anippe —volvió a gritar desde el otro extremo de la calle—. ¿Está Tim en El Cairo?
¿La habría oído? ¿Era ese negar con la cabeza un rechazo a contestar? ¿O era la respuesta en sí?
Jessie supo que jamás lo sabría porque Anippe giró la esquina y, cuando Jessie llegó al lugar, la joven había desaparecido de la faz de la tierra. Fue entonces cuando Jessie se dejó caer contra la pared, exhausta y respirando hondo el aire con olor a leña para recuperar los sentidos.
Estaba perdida en algún lugar profundo de El Cairo. Había perdido el sombrero y llevaba el pelo pegado al cuello por el sudor, con lo que atraía a las moscas pegajosas que revoloteaban por todos lados. Le caía sangre de la palma de la mano y recordó que se había cortado al parar junto a un puesto de fruta durante la persecución. Tenía la boca seca como la arena del desierto y la garganta, inflamada.
Pensó en Monty y supo que estaría furioso.
«Monty, lo siento, pero…».
Pero ¿qué? ¿Cómo le explicaría lo que había hecho y por qué? Sintió una fría oleada de vergüenza por cómo había actuado ante Monty. ¿Qué la había poseído? Se pasó la mano sana por la frente y sintió su calor. Era como si se hubiera vuelto loca, como si los objetos del museo la hubieran poseído y hubieran invadido su mente con sus carros de guerra y sus escarabajos, apartando cualquier señal de cordura de ella.
Estaba perdida. Como lo estaba Tim.
Cerró los ojos y fue como si allí afuera, ante el calor y el polvo y con los pilares de su vida hechos añicos, todo se desentramara. Todo estaba cambiando. Se recompuso apoyándose sobre un muro de ladrillos que tenía a la espalda y respiró hondo. Si todo estaba cambiando, entonces era hora de cambiar con el entorno. Inspiró, espiró y miró a su alrededor. La calle era estrecha y daba sombra; ya era algo. Las casas eran de dos plantas, estaban descuidadas y daban directamente al camino de tierra. Tenían postigos en las ventanas para mantener el calor a raya y las puertas principales estaban abiertas, con lo que se podía ver el interior en penumbra. Más allá, dos mujeres con vestidos negros estaban agachadas en el umbral desenvainando guisantes. Jessie pensó en preguntarles por Anippe, pero supo que iba a ser inútil. Era una extranjera, una infiel que no hablaba su lengua. Aunque Anippe estuviera respirando tras los postigos de una de las vecinas, ¿por qué iban a traicionar a uno de los suyos por Jessie?
Se vació los zapatos de piedrecillas y se recompuso el vestido y el pelo con los dedos mientras avanzaba por la calle. Las dos mujeres la observaron sin dejar sus labores, pero era como si supieran algo más. En la siguiente calle, más angosta aún, Jessie sintió las miradas tras los postigos y oyó voces de alguien llamando a otra persona desde una habitación a la otra, atravesando el sonido el pasillo lúgubre que las separaba. El olor a cebollas fritas y a leña penetraba en el ambiente; las cáscaras de maíz yacían secas y arrugadas en una pila que consiguió esquivar cuidadosamente, pero intentando no apresurarse, no inmiscuirse ni desequilibrar el ritmo pausado de la vida allí. Moría por un vaso de agua, pero no se detuvo a pedirlo, sino que siguió caminando en la misma dirección con la esperanza de llegar finalmente a una calle principal en la que pudiera parar a un carro de caballos.
Fueron los niños quienes la alertaron. Los pequeños pilluelos mugrientos, con sus vestidos harapientos y los pies descalzos, la seguían como una hilera de pollitos tras su madre, riendo y chillando, poniéndole ojitos y enseñándole sus dientes blancos. Les dio un puñado de piastras sobre las que se abalanzaron gritando, empujándose y pellizcándose unos a otros, pero en lugar de acercarse a ella, de modo que pudiera preguntarles el camino, se dieron la vuelta y salieron corriendo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había un grupo de cuatro jóvenes de tez morena delante de ella.
Jessie no se inquietó, simplemente asintió educadamente y siguió andando. «No corras, por favor. No hagas ninguna estupidez, Jessie».
Cuando pasó junto a ellos, sus miradas se volvieron más hostiles, y Jessie supo que la habían identificado como una extranjera, una intrusa en su calle, con la cabeza descubierta y la falda no más abajo de la rodilla.
«Sigue andando».
Pero entonces lo vio. Entre los voluminosos pliegues de las galabiyas de los hombres había una cabecita oscura y unos ojos infantiles asustados. Era un niño con las mejillas sucias y la boca grande, y le caía un hilo de sangre desde la nariz.
Jessie se detuvo y los hombres le dijeron algo cortante y con mal tono que ella no comprendió. Sin embargo, no le cabía la menor duda de lo que le estaban queriendo decir: Vete. No eres bien recibida aquí. La calle, de repente, parecía estrecharse cada vez más.
—Buenos días —dijo educadamente a los hombres, que se habían cerrado más alrededor del niño, y sonrió—. ¿Hay algún problema?
—No. —El que respondió tenía la voz grave y una espesa barba, pero no contaba mucho más de veinte años—. Váyase. —Hizo un gesto con la mano dirigido a Jessie, como si intentara apartar de una patada a un perro sarnoso.
—El chico parece incómodo.
—¡Váyase!
Otro de los hombres dio dos pasos hacia Jessie. Le caían gotas de sudor por la espalda y tenía la boca seca, y podía oler el fuerte tabaco en el hombre por lo cerca que estaba de ella.
—Quiero hablar con el chico —dijo ella.
Se oyó una voz joven desde detrás del hombre, seguida por un tortazo y un quejido de dolor.
—Disculpe, por favor —dijo ella bruscamente; intentó rodear al hombre, pero este le obstruyó el camino con su cuerpo enjuto engrandecido por la túnica.
Durante unos instantes se mantuvieron la mirada, la de él furiosa, y Jessie estuvo a punto de apartarse, pero entonces, deliberadamente, hizo lo imperdonable: lo tocó. Posó su mano impía en el brazo del hombre y lo empujó. Este dio un paso atrás como si Jessie tuviera la peste y emitió una sarta de insultos guturales, pero Jessie consiguió tener una visión más clara del niño, que estaba petrificado por el miedo. Alargó la mano, lo cogió por la manga mugrienta de la túnica y tiró de él para arrebatárselo al hombre que le había contestado antes. El chico se lanzó hacia ella, mostrando alivio en su carita, y enredó sus dedos ennegrecidos en la falda de Jessie.
—Buenos días, amable mujer —le dijo, y le tiró de la falda—. La llevaré a casa ahora este momento. Venga, por favor, ahora venga, sí.
—Sí —contestó Jessie, sin apartar la mirada de los jóvenes.
Uno de los del grupo le gritó algo al niño, pero este ni siquiera miró en su dirección.
—Venga, venga, venga —dijo el niño—, amable mujer.
Se alejaron juntos; la pequeña mano del niño tiraba de la falda de Jessie para que apresurara el paso, pero ella no quería correr. Sabía lo que hacían los lobos cuando veían el miedo en su presa. Sin embargo, cuando llegaron a la esquina de la calle se atrevió a mirar atrás y vio que las cuatro figuras seguían apoyadas contra el muro.
—Rápido, rápido —la apremiaba el niño.
Ahora que estaba fuera de su vista, sí aceleró el ritmo, pero sin correr aún.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la criatura.
—Malak.
—¿Estás bien?
—Yo muy bien.
—Bien, Malak, necesito volver al Museo de Antigüedades Egipcias.
—Sí, sí, yo llevo. Yo buen dragomán. Venga ahora aquí, sí.
La condujo por un laberinto de callejuelas y callejones. El hedor a vegetación putrefacta y a suciedad humana era muy fuerte, pero al mismo tiempo había filas de ropa recién lavada colgando de un lado a otro de los callejones, lo que obligaba a Jessie a agachar la cabeza. Pasaron junto a una niña que estaba sentada en un taburete de tres patas lavando diligentemente los platos en un cubo de agua. La niña le sonrió tímidamente al niño, pero este la ignoró.
—Malak, ¿qué estaba pasando antes con esos hombres?
El niño giró su joven rostro hacia ella. Tenía los ojos enormes y redondos y las pestañas tupidas y largas, y le brillaban expectantes, no solo por Jessie, sino por la vida misma. Era como si supieran que la vida tenía una gran cantidad de cosas buenas que ofrecer que estaban esperando a ser desenterradas. Sus mejillas eran delgadas y del color del café claro, suaves como la seda y apetecibles al tacto como un albaricoque. Tenía el pelo moreno, denso y falto de un buen lavado. A Jessie le dio un vuelco el corazón con aquel niño y le cogió la mano instintivamente. Él no se la rechazó y el brillo de sus ojos se intensificó.
—Los hombres malos. Muy malos. —Pero se encogió de hombros y se limpió la sangre de la nariz animosamente—. Quieren venderme.
—¿Venderte?
—Oh, sí, sí. Yo buen precio. —Se dio varios golpes en el pecho.
—¿Venderte? —dijo Jessie como para sí misma—. No.
—Oh, sí, sí. Hombres vienen de tu país. Inglaterra buena.
—¿A por niños?
—Oh, sí, sí. Muchos niños.
—Malak, lo siento.
El chico ladeó la cabeza.
—No sienta. Tú buena. Gracias, mujer amable.
—¿Cuántos años tienes?
—Doce.
Ella le sonrió. ¿Doce? Estaba mintiendo. Parecía que tenía unos ocho o nueve como mucho.
—Hablas muy bien mi idioma, Malak. ¿Dónde aprendiste? ¿En el cole?
Estaban girando en una calle más deslucida aún, donde la suciedad se acumulaba todavía más y había un hombre desollando una cabra en un palo. Por primera vez se vio un rastro de congoja en el rostro del niño, breve como el batir de las alas de un cuervo.
—No, no cole. Tengo que trabajar. Pulir. Pulir mucho.
—¿Pulir qué?
—Ollas. Ollas de latón. Turistas quieren brillantes. Muchas ollas y serpientes, cuencos y mucho mucho pulir. —Hizo con mímica el gesto de pulir con la mano que le quedaba libre, mientras que la otra seguía agarrada a ella.
—¿Dónde aprendiste entonces mi idioma?
El chico dudó.
—De un hombre.
Jessie lo agarró con más fuerza, al tiempo que sentía rabia.
—Él bueno, muy bueno y amable. —Le sonrió a Jessie—. Amable, como tú. Dijo que yo listo. —Se dio un toquecito en la sien—. Aquí arriba. Yo seré abogado un día. Me quiere mucho, pero… —Suspiró con el hastío de un anciano—. Pero ir. Tuvo que ir. Muy mal.
Jessie tenía ganas de llorar.
—Y ¿dónde vives? —le preguntó ella.
Él le soltó la mano y saltó al interior de una casa aún más derruida que las demás.
—Aquí casa. Mi madre y muchas hermanas.
Lo dijo con un orgullo que a Jessie le enterneció. Saludó formalmente con una zalema y la invitó a pasar.
Una habitación. Seis personas vivían allí: Malak, sus padres y tres hermanas menores. Su padre trabajaba en un barco en el Nilo, cargando y descargando sacos de cereales o cajas con maquinaria, o cualquier otra cosa que hubiera que cargar aquel día. Largas horas de duro trabajo y seguían viviendo en aquellas condiciones.
Aquello no estaba bien.
—Hola. Salaam.
Jessie saludó a la madre, una mujer de complexión delgada y con la misma sonrisa que su hijo, que estaba sentada con las piernas cruzadas en un trozo de alfombra mientras enrollaba algodón en un huso que pendía de su mano. Frente a ella, tres niñas preciosas de menos de cinco años la observaban sentadas, embobadas con los dedos de su madre. Jessie estaba impaciente por volver al museo con Monty, pero se vio obligada a sentarse y comer varios bocados de pan de pita con sus nuevos amigos. Mientras hablaba con la madre y le hacía preguntas, tenía la sensación de que lo que Malak le traducía no tenía nada que ver con lo que quería transmitir su madre. Aquello los hizo reír a todos, pero en cuanto Jessie se terminó su té de menta, se levantó para marcharse. Dio las gracias inclinándose y le puso en la mano a cada una de las niñitas un billete de cinco libras egipcias. La madre besó el dobladillo de la falda de Jessie, algo que la abochornó terriblemente.
—¿Qué hace mañana? —le preguntó Malak mientras la acompañaba hasta la calle principal. La madre le había lavado las manos a Jessie con hierbas y se las había envuelto en muselina—. Yo buen dragomán. Mucho barato. Yo enseño pirámide grande grande, sí, por favor.
—Lo siento, Malak. Viajo mañana al sur, a Lúxor, en tren.
—¡Sí! —vociferó el chico—. Yo conozco Lúxor mucho bien. Mi tío hombre rico en Lúxor. Casa grande grande. ¡Grifo con agua en la casa! Voy muchos días a Lúxor. Yo enseño bien Lúxor a ti, guía barato, sí, por favor, mujer amable.
Jessie rio. Le daba muchísima pena decepcionar a aquel niño.
—Tengo que trabajar allí, pero gracias por la oferta. La próxima vez, quizás.
Malak le sonrió con su enorme sonrisa embaucadora.
—Muchas próxima vez, sí, por favor.
—Sí, por favor.
Jessie le dio un billete de veinte libras egipcias y el chico bajó la cabeza un instante con las manos juntas para recibirlo.
—Allahu akbar —murmuró—. Dios es grande. —Y cuando volvió a levantar la mirada, le temblaba la barbilla y le caían lágrimas de los ojos—. Shukran, mujer amable. Gracias. Guardo para educación de mis hermanas. No quiero que ellas ignorante, inshallah.
Se quedaron juntos a ese lado de la calle bajo el ávido sol y Jessie se conmovió por el amor tan leal que aquel chico les profesaba a sus hermanas. Jamás permitiría que le arrebataran a una de ellas, antes moriría. ¿Por qué no se había cortado el cuello ella cuando se llevaron a Georgie?
Cuando pasó un carro junto a ellos, Jessie se agachó y le dio un beso al chico en su pelo mugriento.
—Eres un jovencito estupendo, Malak. Gracias por tu ayuda. Estoy segura de que nos volveremos a ver. —Le acarició la mejilla—. Que la paz y la bendición de Alá te acompañen, siempre.
Cuando se está esperando a alguien a quien se ama, parte de uno mismo deja de existir; no se es una persona completa. Jessie sentía el tumulto que le provocaba aquello con cada giro que daban las ruedas del carro.
«Monty, espérame».
En su interior había huecos y ahora era consciente de todos ellos. Huecos vacíos en los que la persona a la que esperaba, el amado, encajaba perfectamente. Llevaba casi toda su vida esperando a Georgie y el hueco se había extendido cuando Tim desapareció, dejando partes desconocidas de su ser al descubierto. Ahora esperaba ver a Monty, pero el tráfico asfixiante, las calles abarrotadas, los carros agónicamente lentos…, todo aquello bloqueaba las ruedas de su carro de alquiler.
«¿Estará allí? ¿Me habrá esperado?».
Lo vio en cuanto se acercó, dando grandes zancadas de un lado a otro en el escalón superior del museo. Tenía la expresión adusta, había perdido el sombrero y abandonado su chaqueta. Al girarse vio a Jessie con la espalda manchada de sudor y, antes de poder pagarle al conductor, antes incluso de haberse bajado del carro, su mirada felina la había reconocido entre la multitud y ya iba empujando y apartando a la gente para llegar a ella. Jessie se lanzó a sus brazos abiertos, sintiendo el calor de sus labios y el sonido sordo de su pecho, pero ninguno de los dos dijo nada.
Era suficiente con saber que se habían esperado el uno al otro.