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Georgie

Inglaterra, 1930

—¿Cómo estás hoy? —me preguntas.

—Bien, gracias —contesto rápido como una bala.

¡Ajá! Ya nunca me coges fuera de juego. He aprendido demasiado bien. Pero estás de pie y en silencio, y me doy cuenta de que esperas algo, y siento el aleteo familiar en mi pecho de haber cometido un fallo.

—¿Qué tal tú? —digo rápido, aunque demasiado tarde.

—Estoy bien —dices.

No entiendo. Ambos estamos mintiendo, así que ¿por qué tenemos que decir esas palabras? Me has explicado cientos de veces que cuando alguien pregunta ¿Cómo estás?, no espera escuchar como respuesta que cada uno de los latidos de tu corazón provoca un ruido en tu cabeza como si fuera un globo explotando o que los dedos de los pies empiezan a olerte a bolas de naftalina, ni que crees que todo esto viene provocado por el doctor Churchward y sus numerosas nuevas drogas. Entonces, ¿de qué sirve mentir? Si no quieres saber cómo me siento, ¿por qué preguntas?

Me has dicho que estás bien, pero no lo parece. No sé decir por qué lo creo, pero así es. Sé que no soy muy bueno a la hora de comprender las expresiones faciales humanas, pero con los pies sí doy la talla. Hoy tus pies parecen pesados; quiero quitarte los zapatos y hacerlos más ligeros. Pisan fuerte en el suelo de mi habitación y dejan marcas en el zócalo mientras miras al jardín por la ventana. Por lo menos prefiero esto a cuando te quedas mirándome fijamente a mí, como si pudieras darme la vuelta y dejarme con la piel por dentro y las entrañas por fuera. ¿O es que me ves así, con todas las piezas y los órganos a la vista? No lo sé y me da demasiado miedo preguntar por si me dices que sí. Así que me quedo mirando tu espalda. Es un triángulo perfecto; amplio por los hombros, musculado gracias a los años de practicar deporte y a los ejercicios con las mazas que hacemos juntos. Ya voy poniéndome a tu altura. Desde atrás parecemos hermanos de verdad, me dices, y eso me gusta. Me gusta mucho.

—Georgie. —Le hablas al cristal de la ventana—. Tengo que ir a Egipto, a una excavación en Medinet Habu para trabajar con un equipo de la Universidad de Chicago.

Empiezo a temblar.

—Partiré en tres semanas.

Estoy gimoteando.

—Terminaré allí rápido y volveré para visitarte…

—¡No, no, no, no, no!

—Para, Georgie.

—¡No, no, no, no, no!

Te giras para mirarme y tu boca está apretada y tiene una cualidad extraña. Te oigo suspirar mientras me hago un ovillo en la cama y empiezo a gemir. Coges la silla, la acercas a la cama y empiezas a hablarme con un tono de voz firme y tranquilo que no quiero oír, pero que me golpea los tímpanos. Lloro. Me das un pañuelo, un perfecto cuadrado blanco que siempre llevas especialmente para mí. Me lo paso por la nariz y por la boca, pero algunas de tus palabras penetran en mi cabeza a través de los pasadizos de mis oídos.

—Es una gran oportunidad para mi carrera —me dices—. Imagínatelo, Georgie, ver el gran Templo de Ramsés III y la fortaleza con mis propios ojos, los grabados de sus cruentas guerras contra los Pueblos Líbicos y los Pueblos del Mar…

»La estatua colosal de Ramsés como el dios Osiris…

»En la orilla del Nilo, en Lúxor…

»Te traeré fotos de la columnata de figuras de Osiris rotas con…

Babeas como un perro frente a un banquete. Me pongo la almohada sobre la cabeza y grito. El tiempo se detiene. Mi mundo se detiene porque tú lo abandonas.

—Vale, ¿lo has entendido?

Asiento. ¿Qué otra cosa podría hacer?

—Volveré.

Vuelvo a asentir. Sigues diciéndomelo. Durante los últimos tres sábados hemos estado teniendo la misma conversación. Te vas, no importa cuántas veces te ruegue que no lo hagas. Es importante, dices. ¿Cómo puede uno llegar a ser egiptólogo sin haber estado en Egipto? Te digo que puedes estudiar arqueología anglosajona en su lugar para que nunca tengas que salir del país, pero tú niegas con la cabeza y aprietas la boca. Ambos somos víctimas del embrujo egipcio y ambos sabemos que no tienes elección.

—¿Tienes mi itinerario?

Asiento.

—Te he escrito un diario adelantando lo que espero hacer cada día en Lúxor.

Asiento.

—Tienes que imaginarme de rodillas con mis pinceles y mis palitas entre la arena y el polvo del suelo, yendo hacia atrás en el tiempo según excavo el contorno de una mano o la curva de un shabti en Medinet Habu.

—O la corona de un rey.

Me sonríes.

—Gracias.

—Mirar a un dios a la cara debe de ser un momento enorme.

Sobre todo a Osiris, el dios verde del más allá, con sus piernas envueltas en vendas y la gran corona inconfundible con las plumas de avestruz. Me gustaría tener una corona como esa; una que imponga respeto. Siempre se le representa con el cetro y el flagelo, como si su existencia dependiera de estos dos objetos. Igual que la mía depende de ti. Osiris también tenía un hermano, Set, el dios de las tormentas y del desierto, pero la rivalidad entre ambos era inmensa. Se dice que se trata del símbolo de la eterna lucha de las tierras fructíferas del valle del Nilo y los terrenos baldíos del desierto, pero yo creo que Set no soportaba que su esbelto hermano se paseara por todos lados pavoneándose. Tú no me haces eso. Sé que debo oír tus palabras y dejar que te vayas, pero no puedo.

—Aquí está el calendario —dices—. Ya sabes qué hacer.

Asiento.

—Tienes que ir tachando los días, Georgie.

Lo sé.

Dejas que el silencio invada la habitación. Estoy agazapado en el suelo, en mi rincón favorito, abrazándome las piernas y haciendo rebotar mi barbilla en ellas para que mis dientes hagan un sonido similar al de un reloj, restando segundos a mi vida. Tú estás apoyado contra el armario fumando un cigarrillo, como si hubieras venido aquí para descansar. Sin embargo sé, y tú también lo sabes, que lo que haces es impedir que me retire y me entregue a la oscuridad.

—Di algo, Georgie, lo que sea.

Quizás el silencio se ha alargado más de lo que soy consciente.

—Leerás jeroglíficos grabados en la piedra —digo— y verás las marcas de los cinceles de los mamposteros. Tocarás la estela de Ramsés, el signo del nombre real, de tres mil años de antigüedad. Es increíble.

—¿Estás celoso?

Entonces hago algo por ti. Algo importante.

Asiento.

—Sí.

Pero no es verdad. Lo digo por ti. Miento. Echo un vistazo rápido y furtivo a tu rostro y veo que aún tienes la boca apretada, pero te brillan los ojos. El sol de Egipto ya se aloja en tu interior.

—Te traeré alguna reliquia —me prometes.

Recuerdo mantener las formas.

—Gracias.

—Estarás bien.

—No, no estaré bien.

—Quizás no te guste, vale, pero sobrevivirás, Georgie. Son solo tres semanas; a lo mejor incluso te vienen bien.

—No, no me vendrán bien.

—Vamos a jugar una última partida de ajedrez.

—No.

Te acercas. Te agachas y puedo sentir la energía que emana de ti.

—Alégrate por mí, Georgie, por favor.

—Me alegro. —Otra mentira—. Pero estoy triste por mí.

—Yo también.

—¿Y si muero mientras tú no estás?

—No vas a morir.

—Podría pasar. —Otro pensamiento me golpea el cerebro como un martillo—. ¿Y si mueres tú en Egipto? Hay serpientes venenosas: cobras, víboras cornudas… Hay escorpiones, tormentas de arena, mosquitos portadores de malaria… ¿Y si el avión se estrella al aterrizar o te caes de un barco en el Nilo y te ahogas? ¿Y si…?

—¡Georgie, deja de gritar!

Por primera vez te agarro la mano y aprieto fuerte.

—No te vayas —te ruego—. No me dejes.

—Oh, Georgie, tengo que hacerlo.

Te odio en este momento. El pánico me asola y te odio.

No puedo hablar de ello. De esas tres semanas. Nada de lo que te imagines se acerca a lo malas que son.

Al final pongo la mano en el fuego del carbón para paliar el dolor, pero me la vendan y no me queda otra opción que romper la ventana y utilizar el cristal. Me hago cortes profundos en la barriga, el muslo, la garganta… No quiero morir, solo dejar que el dolor salga, es la única manera de conseguirlo. Hay tanta sangre, todo está cubierto de rojo, que lo que me queda en la mente se hace añicos. El doctor Churchward está gritando como un niño.

Vienes a verme al hospital. Estoy solo en una habitación privada que es toda blanca y me gusta, pero estoy al borde de la muerte. Te pones junto a mi cama y lloras. Me traes un anj, la cruz ansada, que es el jeroglífico egipcio para representar la vida. Lo atas al cabecero de mi cama.