El hotel Mena House era un lugar de lo más singular. Contaba con una mezcla sorpresiva de arquitectura árabe e inglesa que se expandía en todas direcciones y que hizo revivir a Jessie después de la completa oscuridad de la noche en el desierto. El taxi había dejado atrás la ciudad de El Cairo para adentrarse en la explanada de Guiza y recorría renqueando la avenida polvorienta del hotel, flanqueada por palmeras que se erguían sobre las farolas.
El coche emitió una especie de suspiro al detenerse frente al establecimiento.
—Jessie —murmuró Monty junto a ella, sujetándole la mano para que se detuviera un instante dentro del vehículo—, no esperes mucho.
Ella miró por la ventanilla los arcos árabes y la elaborada celosía, los balcones curvados y la multitud de luces titilantes que anulaban las estrellas.
—Lo que espero —dijo ella pausadamente— es encontrar algo. No sé qué, pero algo que me ponga en el camino correcto.
Monty balanceaba la mano de Jessie.
—¿Cómo puedes estar tan segura de que aquí es dónde vendría Tim?
Ella se volvió hacia él y, durante ese instante en que compartían el asiento trasero del coche, el espacio entre ambos pareció menguar. Ella sintió una conexión con aquel hombre, no porque hubiera recorrido medio mundo con él, sino porque podía sentir que una parte de su ser estaba unida al de él. Desde el principio había estado allí, esa sensación de que había algo más entre ambos, algo que no se había pronunciado y del que no comprendía su porqué o de dónde provenía. Jessie lo había apartado constantemente, había negado su presencia, pero ahora, en la oscuridad de la noche egipcia, de repente ese algo estaba allí entre ellos en aquel asiento trasero del taxi, tan incorpóreo como la luz de las estrellas en el cielo negro.
—Es mi hermano —dijo ella—. Es posible que no se haya alojado aquí, en este mismo hotel, pero sabe que es por donde empezaría a buscar yo.
—¿Por qué aquí? —preguntó Monty.
Pero en aquel preciso instante el portero del hotel abrió la puerta del lado de Jessie con una floritura y una brisa helada le rozó la mejilla. Intentó moverse, pero Monty la agarró con más fuerza.
—Ten cuidado. —Se inclinó y le besó la frente—. Ten mucho cuidado ahora que estás aquí. Yo siempre estaré velando por ti.
Le soltó la mano y salió del coche.
«Pero ¿quién cuidará de ti?».
¿Cómo se le da el valor a una palabra?
Sir.
Una palabra tan pequeña pero que vale su peso en oro, al parecer, en este mundo de sultanes y príncipes.
Sir Montague.
Abría puertas; Jessie comprendió entonces que Monty tenía razón. Los ojos masculinos la estudiaban de arriba a abajo y acababan por posarse con respeto en el esbelto señor inglés de traje pálido, en su desenfadado sombrero de jipijapa y en los hombros sobre los que reposaba el derecho nobiliario como una segunda piel. El valor de Jessie dependía completamente del de él, y este era elevado. Lo pudo comprobar gracias a las exageradas reverencias y zalemas que le dedicaban al pasar por el gran recibidor bajo la mirada emocionada del hombre que ocupaba el mostrador. Reconocían la casta de un hombre que había pisado por todo el Imperio británico y recorrido, disoluto, casi medio mundo.
—¿Ha tenido un buen viaje, señorita Kenton? —preguntó educadamente el recepcionista.
Tenía la piel suave y resplandeciente y las maneras atentas, pero Jessie no se dejó impresionar.
—Sí, gracias. Ha sido muy interesante.
No tenía sentido alguno que dejara que todo aquello le irritara. Allí en Egipto podía ser un ciudadano de tercera solo porque era mujer, pero eso también implicaba que nadie iba a centrar su atención en ella. No era más que un rayo de luna pálido junto al sol que suponía Sir Montague Chamford, y aquello le venía de perlas para sus propósitos. Le sonrió y miró a su alrededor con interés.
Habían entrado en un magnífico palacio árabe rematado con ventanas de mashrabiya con una celosía espléndida y elegantes arcos de herradura. El lugar era luminoso y resplandecía gracias a la decoración dorada y el latón pulido y prodigaba la luz, reflejada de las puertas de latón repujado, las teselas azules y los mosaicos de mármol y nácar, a sus visitantes. Al igual que el Sir de Sir Montague, todo aquello estaba allí para impresionar y, efectivamente, Jessie estaba impresionada.
No le extrañaba que Sir Arthur Conan Doyle hubiera llevado a su esposa, Touie, al hotel Mena House el invierno de 1859 cuando esta estaba a punto de fallecer por tuberculosis. ¿La sentó en uno de aquellos sofás de vivos colores? ¿Entretejió para ella mil y una historias de Sherlock Holmes para mantenerla con vida, como hizo Sherezade con su rey persa? ¿Reposó allí Touie contemplando las pirámides e imaginándose su propia tumba?
Jessie sabía que era hora de actuar antes de apartarse del mostrador de recepción. Se volvió rápidamente hacia Monty, que estaba firmando el registro en el hotel.
—Creo que este lugar cumplirá nuestras expectativas, Sir Montague —dijo sonriendo.
Sin embargo, él no contestó con su risa habitual.
—Sí, yo también lo creo. —Se dirigió al señor de recepción—. Creemos que el hermano de la señorita Kenton se ha hospedado aquí hace poco; ¿podría comprobarlo y ver cuándo estuvo aquí?
El rostro del hombre tomó un carácter afligido mientras le devolvía sus pasaportes.
—Lo siento, Sir Montague, lo siento mucho, pero no estamos autorizados a revelar ninguna información sobre nuestros clientes.
—Por favor, haga una excepción en este caso —dijo Monty, poniendo todo su encanto aristocrático a disposición del recepcionista egipcio—. Le estaría muy agradecido.
Deslizó un billete inglés de cinco libras por el mostrador. Pasaron tres minutos antes de que el hombre tomara una decisión y sus ojos negros recorrieran el recibidor en busca de testigos mientras arrastraba la mano por la mesa. El billete desapareció y el hombre se ajustó la corbata.
—¿Qué nombre? —preguntó.
—Timothy Kenton. Debe de haber sido en el último mes.
El recepcionista se colocó un par de gafas sin montura sobre la nariz y, con aire despreocupado, comenzó a pasar hacia atrás las últimas páginas del registro, deslizando su dedo grueso por la lista de nombres.
—No hay ningún Timothy Kenton. —Se mostró apenado de ser el portador de malas noticias.
—Oh, vamos, mire de nuevo, sea un buen tipo.
Volvió a comprobarlo.
—Sigue sin haber ningún Timothy Kenton, señor.
—Puede haber venido con otras personas. —Del bolsillo de la camisa, Monty sacó la fotografía que Jessie le había dado. En ella aparecía Timothy con un mazo de críquet en el club All England—. Quizás lo reconozca. Tiene el cabello rubio y es un joven muy amable.
El recepcionista parecía abatido.
—No, señor, no lo reconozco —dijo negando con la cabeza torvamente.
—Oh, qué mala suerte.
—¿Puedo mirar el registro? —preguntó Jessie—. Quizás aparezca en la lista el nombre de alguno de sus amigos.
—¡Señora, no! —Apartó el registro hacia un lado de la mesa—. No está permitido.
Monty se tomó su tiempo para encenderse un cigarrillo y envió la bocanada de humo hacia el dichoso libro.
—¿Ni siquiera si me muestro extremadamente generoso?
El hombre pareció estremecerse y negó con la cabeza con pesar.
—No, señor, no puedo; perdería mi trabajo. El gerente está justo aquí detrás. —Miró hacia una puerta cerrada que tenía a la espalda.
—Ah, ¿sí?
Se les agotaba el tiempo. Tenían las llaves de su habitación y el mozo estaba cargando su equipaje. Jessie tuvo la tentación de coger el registro y echar a correr.
—El estimado Sir Montague Chamford, supongo.
Monty sonrió al joven extraño que se les acercaba en aquel momento, como si recibiera el mismo tipo de saludo allá donde fuera. El extraño vestía una levita oscura sobre una túnica blanca y llevaba puesto el tradicional fez rojo con una borla negra.
—Mi nombre es Mohammed Sawalha —dijo, mientras saludaba respetuosamente a Monty, pero sin siquiera mirar a Jessie—. Vengo de parte del príncipe Abdul al-Hakim. Mi príncipe le envía saludos a nuestro honroso visitante y le extiende una mano amiga.
Jessie observó a Monty realizar la zalema con elegancia y señalarla con la mano a ella.
—Me gustaría presentarle a mi acompañante, la señorita Kenton.
—Buenas noches, señorita Kenton. Es un honor conocerla.
No parecía en absoluto honrado, ni siquiera un poco, pero Jessie asintió con cierta sequedad.
—¿A qué debemos este honor? —preguntó Monty.
—El príncipe Abdul ha sabido de su llegada hoy a la ciudad. Va a dar una recepción en su palacio esta noche y desea hacerle llegar su invitación al evento. Sería todo un honor para él. El embajador británico y su esposa también asistirán, así como gran parte de los mandamases franceses e ingleses; así creo que los llaman, ¿no?
Le extendió una mano perfectamente cuidada con lo que parecía una invitación oficial en un sobre con los bordes dorados. Monty la cogió, la leyó y miró expectante a Jessie.
«No, Monty».
Sintió una repentina sensación de decepción al comprobar que su acompañante era tan fácil de distraer de su propósito original, y negó enérgicamente con la cabeza.
—Adelante —dijo tranquilamente.
Comenzó a darse la vuelta para marcharse, molesta por el inesperado giro que había tomado la situación. ¿Quiénes eran esas personas que sabían que estaban allí? ¿Cómo lo habían descubierto?
—Por favor, hágale llegar mi agradecimiento al príncipe Abdul —dijo Monty cortésmente a Mohammed Sawalha—. Será un honor asistir.
—Enviaremos un coche en una hora.
El mensajero inclinó educadamente la cabeza y, satisfecho con su trabajo, se dirigió con diligencia hacia la puerta del hotel. Monty se quedó mirando pensativo a la figura mientras se alejaba y apagó el cigarrillo en el cenicero de latón del mostrador.
—Interesante —murmuró—, ¿no crees?
—Creo que ha sido un día muy largo —dijo ella.
Monty frunció el ceño.
—Aún no ha acabado.
—Espero que disfrutes de la velada.
—¿Cómo dices?
—Te veré por la mañana —concluyó Jessie.
Oyó a Monty tomar aire profundamente. Tiró de ella para alejarla del mostrador y bajó la voz.
—¿Creías que iba a asistir sin ti?
—Eres un hombre libre, Monty. Puedes hacer lo que te plazca.
Jessie empezó a caminar para alejarse de él, pero este se volvió a colocar a su lado y le posó la mano sobre el hombro para retenerla.
—No hagas esto, Jessie, no me apartes de tu lado; ahora no.
Su tono de voz era diferente. La luminosidad del tono risueño y despreocupado se había desvanecido. Aquel era el Monty Chamford de Trafalgar Square, el mismo que había luchado por mantenerse a su lado cuando estaba en peligro. Durante un instante, el momento quedó suspendido en el aire, y entonces ella sonrió.
—No he hecho todo este camino para ir a fiestas lujosas en palacios —le dijo.
—Al contrario. Esto puede ser exactamente lo que necesitamos. —Agitó la invitación en el aire y le soltó el hombro—. Piénsalo. Habrá muchas personas del clan europeo de El Cairo allí, estoy seguro. Puede que se hayan cruzado con tu hermano o que hayan oído hablar de él. Alguien tiene que saber algo.
—Tienes razón, no lo había pensado así. Claro que debemos ir. —Jessie se sintió repentinamente entusiasmada con la idea—. Incluso puede que Tim esté allí.
—No pongas tantas esperanzas en eso.
Estaba agradecida. No la había llamado ingenua, aunque la idea de que Tim asistiera aquella noche a la recepción era más que absurda, y lo sabía. Sin embargo, también sabía que no había nada predecible en aquel viaje; todo era posible.
—Qué tonta —dijo, dándose con la mano en la frente, fingiendo desesperación—. He olvidado incluir en el equipaje mi vestido de noche.
—Estarás preciosa con cualquier cosa.
—Pero en serio, necesito guantes blancos largos o no me dejarán entrar.
—No hace falta… —Se detuvo en medio de una idea con los ojos muy abiertos—. Ven —susurró.
Se dio la vuelta y fue hasta el mostrador de recepción. Le puso la invitación delante de la cara al recepcionista, quien se quitó las gafas y dio un paso atrás. Monty depositó una guinea en el mostrador.
—Mi compañera de viaje, la señorita Kenton, necesita un par de guantes blancos —declaró con su mejor tono de Sir Montague—. Estoy seguro de que tiene un montón de sobra por ahí; ustedes siempre tienen de eso. —Dio varios toquecitos en el mostrador con el pomo de marfil del bastón—. Corbatas, guantes, paraguas… Debe de tener armarios llenos. ¡Vaya! —Señaló la puerta que había tras el recepcionista—. Vaya e informe a su gerente. Guantes blancos.
—Pero señor, no puedo ausentarme de…
—¡Vaya, hombre, vaya! Guantes.
—Por favor, yo…
—¡Venga!
—Pero…
—¡Vaya!
El hombre, finalmente, fue. Jessie no dudó un instante y, antes de que acabara de cruzar la puerta, corrió hacia el libro de registros, se lo puso de frente y empezó a leer la lista de clientes.
En menos de un minuto apareció el recepcionista con una gran sonrisa y un paquete de papel delicado entre las manos como una especie de ofrenda.
—Guantes de fiesta blancos —anunció.
—Buen tipo —le reconoció Monty.
El registro estaba de nuevo en su sitio y el corazón de Jessie latía frenéticamente.
—¿Y bien? —preguntó Monty.
Jessie esperó a que la puerta de la habitación estuviera cerrada. El mozo, con su túnica blanca anudada, había insistido en enseñarles la ornamentada habitación, tocar la cama para comprobar que fuera mullida, abrir el armario para que vieran lo espacioso que era y mostrarles el bol de alabastro con melocotones y dátiles para su disfrute. Después cerró las pesadas cortinas de color vino.
—No abran la ventana —les dijo amistosamente—. En plena noche, mosquitos horribles. —Les enseñó su brazo color ocre para revelar los ataques de los insectos—. Mi nombre es Youssif. Cualquier cosa necesiten, pídala. Yo bueno.
—Gracias, Youssif. —Jessie depositó varias piastras egipcias de Monty en la mano extendida del hombre y lo acompañó hasta la puerta.
—¿Y bien? —repitió Monty.
—Lo tengo.
Monty puso los ojos en blanco con impaciencia.
—¿A quién?
—Reginald Musgrave.
Monty bajó las cejas con expresión escéptica.
—¿Pero quién demonios es Reginald Musgrave?
Jessie tiró su chaqueta y abrió la boca para hablar, para decir por qué el nombre le había saltado a la vista, pero de pronto todo lo que tenía en la cabeza colisionó y en lugar de palabras emitió un sonido ahogado. Inmediatamente, Monty se acercó a ella y la abrazó para acariciarle suavemente la espalda. Los temblores no duraron más de un minuto, pero tenía las mejillas sonrojadas por la vergüenza.
—Lo siento —murmuró e intentó apartarse, pero él no se lo permitió.
—Shhh —susurró—. Tranquilízate y respira despacio.
Ella cerró los ojos y sintió desatarse algo en su interior, algo que llevaba demasiado tiempo comprimido. Se dejó persuadir por el susurro de voz que la envolvía y sintió el peso de la mandíbula de Monty sobre su cabeza. Poco a poco, el nudo que tenía en la garganta fue deshaciéndose.
—Lo siento —dijo ella, y levantó la cabeza de su hombro, sorprendiéndose al ver una mancha húmeda en la tela. ¿Había estado llorando?
—No lo sientas.
La soltó y le apartó varios mechones de cabello dorado de la cara. El gesto fue tan inesperado y tan íntimo que cogió a Jessie completamente desprevenida.
—Gracias —dijo ella.
—Un placer. Una suave veta en la tersa superficie de nuestros planes.
Y, precisamente, eso era.
—¿Cuáles son esos planes? —preguntó Jessie—. Aparte de curiosear el libro de registros del hotel, no sabía que tuviéramos ningún plan.
Él emitió una risa nerviosa y encendió un cigarrillo para cada uno.
—Suena mejor —dijo— hablar de planes. Como si supiéramos lo que hacemos, no solo dejarnos guiar por el instinto.
—¿Eso te asusta?
—No, más bien al contrario, pero me preocupa que salgas corriendo cuando me dé la vuelta. —Exhaló una densa bocanada de humo—. Eso sí me asusta.
—¿No confías en mí?
La miró detenidamente, como si estuviera contando cada cabello.
—No —contestó—, no, creo que no.
—Eso me ofende.
—No te ofendas. No soy más desconfiado que tú.
—¿Qué te hace pensar que no confío en las personas?
Él se acercó a ella y dio unos suaves toquecitos con los dedos índices en los párpados de Jessie, leves toquecitos de mariposa.
—Estos. El modo en que miran a la gente.
—Confío en ti —insistió ella.
—No, no lo haces. —Negó con la cabeza—. Pero no te culpo lo más mínimo. Yo tampoco me fiaría de un idiota como yo en la vida.
—¡Monty! —dijo ella duramente.
—¿Sí?
—Para.
Parecía pasmado, como si lo hubieran sorprendido con los dedos en el tarro de miel, pero entonces rio.
—Ahora —dijo ella mientras se sentaba en la mesa—, vamos a hablar de Sir Reginald Musgrave.
—¡Ah! El nombre misterioso del registro del hotel. Un barón, supongo.
—El duodécimo barón, ni más ni menos. La casa solariega está en Hurlstone.
—No he oído hablar de él en mi vida.
—Debería estar avergonzado de sí mismo, Sir Montague.
—Ilústreme. —Apagó el cigarrillo.
Jessie alargó la mano, cogió un melocotón —suave y cálido entre sus dedos— y lo lanzó al otro lado de la habitación. Él lo atrapó con facilidad, lo enjuagó con agua de la botella que había en la mesa y le dio un bocado con entusiasmo. Mientras, ella no apartaba la mirada de él.
—¿Y bien? —dijo Monty finalmente con el jugo en los labios.
—Sir Reginald Musgrave es un personaje de la historia de Sherlock Holmes La aventura del ritual de los Musgrave.
Monty se quedó boquiabierto.
—¿Cómo dices?
—Tim se registró como Musgrave porque sabía que yo lo reconocería.
—¿De verdad? ¿Estás segura de eso del tal Musgrave? Diría que el tema de Conan Doyle está yendo demasiado lejos, a mi parecer.
—En absoluto es ir demasiado lejos, no para Tim. —Se sonrojó y añadió—: No para mí.
Monty dejó el melocotón.
—Esto quiere decir —señaló— que Tim debe de estar viajando con un pasaporte falso. Si se ha registrado en este hotel como Reginald Musgrave, ese es el nombre que debe de aparecer en su pasaporte.
—Claro. —Se levantó y fue hasta donde estaba sentado Monty, colocándose fuera del alcance de sus largas piernas—. ¿Cómo sabe el príncipe Abdul al-Hakim que estás aquí?
Había algo extraño en su voz. No era su intención, pero se dio cuenta de que la pregunta sonó rara, y también él; algo no estaba bien.
Monty fijó la mirada en ella.
—¿Me estás acusando de…?
—¡No!
—Los sultanes y los príncipes de este país disponen de una red de hombres que espían a quienes entran o salen del país. El mismo rey Fuad no permite que ocurra nada en su territorio sin estar al tanto de ello. Es una tierra de fuertes rivalidades y gran poder.
Ella pensó en ello y asintió. Todo tenía sentido.
—Recuerdo que Tim me contó que el embajador británico había sido acusado de permitirle al rey Fuad tener demasiado control sobre el Gobierno, y esa es una política que no debió de sentar muy bien en Westminster. Tim opina que el señor Percy tiene los días contados.
—¿Eso era lo que hacíais juntos? ¿Hablar sobre Egipto?
—A veces, sí. Hablábamos sobre su trabajo o sobre el mío, ya sabes, como hacen los hermanos.
Él no contestó nada y ella recordó que no tenía hermanos ni hermanas. Era el único heredero, con todo lo que eso suponía, y Jessie era consciente de que había cierta sensación de aislamiento en el interior de su compañero. Llevada por un impulso, Jessie se puso en cuclillas frente a él.
—Lo has hecho muy bien con ese recepcionista —le dijo sonriendo—, muy… autoritario. No sé si debo sentirme impresionada o asustada. —Le dio un golpecito en la rodilla—. Gracias.
Monty cogió un mechón de pelo de ella y se lo enrolló entre los dedos, mirándolo como si fuera la primera vez que veía el cabello de una mujer en su vida. Jessie no se movió, no quería que parara; habló en voz lo suficientemente alta como para rellenar el silencio, pero con la suavidad justa para no importunar el fluir de pensamientos.
—Este lugar, el hotel Mena House, es donde Sir Arthur Conan Doyle vino con su esposa, Louise, a la que llamaba Touie, que estaba enferma de tuberculosis. La trajo hasta aquí por el aire seco, que se supone que es bueno para los pulmones, aunque yo diría que la arena del desierto podría dañarlos.
Jessie tenía la mirada fija en el rizado rítmico del mechón rubio entre los dedos. Sentía leves tirones de pelo en el cuero cabelludo, como si Monty estuviera decidiendo hacia dónde tenía que ir el mechón.
—Tim sabía que yo estaba al tanto de esa visita de Sir Arthur. Sabía que si venía a Egipto tras su primera pista sobre el Nilo, me dirigiría aquí. Era el lugar obvio por el que empezar. —Hizo una pausa.
—Entiendo.
—Ahora esta segunda pista. Sir Reginald Musgrave.
Monty parpadeó repetidamente.
—¿De qué va la historia?
—No es de las mejores, la verdad. La escribió cuando tenía en torno a veinte años para The Strand, cuando aún ejercía de médico. —Sonrió—. Sin embargo, el gran Sherlock Holmes siempre sorprende. La historia es sobre Sir Reginald, que le cuenta que su mayordomo y su ama de llaves han desaparecido en su mansión ancestral…, así como la tuya más o menos. Él la llama laberinto.
Monty sonrió.
—Escúchame, Monty. Esto es importante.
Él le soltó el pelo, que volvió a su sitio y, por un segundo, Jessie se sintió desolada.
—En la historia —le dijo ella—, el mayordomo aparece muerto en un sótano junto a un arcón vacío. Lo habían encerrado dentro para que muriera allí, a modo de tumba.
Monty se inclinó hacia adelante.
—Sherlock descubre el pastel con su habitual y brillante forma de hacerlo, gracias a un acertijo —continuó Jessie—. En el arcón había una corona antigua de oro del rey Carlos I, pero la había robado el ama de llaves desaparecida. —Jessie volvió a golpearle la rodilla—. Así que ya ves… —Desplegó las manos—. Es increíblemente obvio.
Monty asintió lentamente, pero reticente a moverse mucho. No tenía precisamente una expresión de alegría y júbilo.
—Venga, Monty, es muy fácil —dijo ella rápidamente—. O es la corona del rey…
—Lo cual nos lleva al museo de El Cairo, el Museo de Antigüedades Egipcias. Allí es donde se encuentran los objetos de oro del rey Tutankamón.
—¿O…?
—O las tumbas, en Lúxor.
—Exacto. Encontraremos a Tim en uno de esos dos lugares, estoy segura. —Jessie respiraba agitadamente—. Estamos tan cerca…
Monty se levantó de repente.
—Deberíamos cambiarnos para la recepción de esta noche.
Jessie se quedó desconcertada por su repentino cambio de humor y no supo qué decir.
—¿No estás contento? —le preguntó mientras él se dirigía hacia la puerta—. ¿No puedes alegrarte? ¿Por mí? ¿Por Tim?
Monty se detuvo al llegar a la puerta y se volvió para mirarla.
—No, Jessie, parece que no lo estoy.
La brusquedad del comentario le dolió.
—¿Por qué? —dijo en voz baja.
—Porque… —dijo él— no quiero verte nunca junto a un arcón vacío, encerrada dentro hasta que mueras.