El hidroavión Short Calcutta amerizó en las aguas centelleantes del puerto de Alejandría con un rugido y una sacudida que le puso a Jessie el corazón en la garganta. Se volvió hacia Monty, que estaba en el asiento de al lado.
—Mi querido Watson —declaró—, comienza el juego.
Monty rio.
—¿Alguna sabia palabra más para desearnos buen viaje, Sherlock?
Jessie se acercó más a la ventana del aeroplano con el corazón latiéndole con vehemencia mientras analizaba sus primeras visiones de una ciudad egipcia resplandeciente bajo la luz cegadora del sol. Alejandría, una de las perlas de la corona colonial, se había plegado posesivamente alrededor de la curva de su bahía azul iridiscente, como si la estuviera abrazando y sintiera celos de los intrusos. La ciudadela de Qaitbey se erigía desamparada en un extremo de la ciudad a la que custodiaba y la cornisa se extendía como una franja de seda pálida a lo largo del borde del agua.
—«La vida es infinitamente más extraña —citó ella de Un caso de identidad— que todo cuanto la mente del hombre podría inventar».
Monty se inclinó hacia adelante para mirar por encima del hombro de ella. Jessie sintió su respiración en la mejilla y cómo se le aceleraba, aunque no hizo ningún comentario. Juntos observaron los minaretes de Alejandría acercarse poco a poco.
«Tim, estoy aquí. Ayúdame».
Lo primero que le llamó la atención fueron los olores y, después, un instante después, el calor. ¿Qué será lo que tiene el calor del sol que altera no solo las partes componentes de la piel, sino también del cerebro? Al bajar del avión, la mente de Jessie parecía ir desprendiéndose de la niebla de Londres que había estado ocupándola, aferrándose fría y húmeda a sus pensamientos desde que había sabido de la desaparición de su hermano.
Allí ganó una claridad mental que iba incrementando con cada golpe de aire egipcio que le llegaba a los pulmones. En aquella época del año había un clima templado y agradable como el del invierno inglés, pero ahí era donde acababan, y de manera abrupta, las similitudes. El ambiente era brillante como si lo acabaran de pulir, brillante como si hubiera fuegos artificiales a su alrededor que la hacían parpadear, y, cada vez que inspiraba, el aire estaba impregnado del olor a mar y a marisco, denso y con partículas invisibles de arena y de extrañas especias.
Era desconcertante, pero le apetecía reír, gritar, enviar su voz retumbando por el valle del Nilo para que Tim supiera que había venido.
«Tim, estoy aquí. Ayúdame».
Fue mientras los pasajeros eran dirigidos al edificio de aduanas —una construcción achaparrada y de aspecto oficial que tenían de frente— cuando una señora alta se situó justo delante de Jessie.
—¡Dios bendito! —exclamó la mujer, despertando la risa en Jessie—. Mira este sitio. Juraría que me acabo de caer por una conejera directamente a la Biblia.
Era la señora Maisie Randall. Monty las había presentado en el tren y a Jessie le había caído especialmente en gracia desde el primer momento por su risa dispuesta y sus maneras naturales; contrastaba con las formas altaneras y las caras de póquer de los demás viajeros de origen inglés. Sin embargo, aquella mujer había sido bastante reservada la mayor parte del tiempo y se mostraba como una aventurera a la que le gusta vivir de aquel modo, al parecer. Su esbelta sombra se extendía por delante de Jessie, deseosa de llegar a donde fuera que se dirigiera al compás del movimiento del vestido floreado y el enorme sombrero de paja con peonías de seda de color escarlata.
Observaba con atención el ir y venir de los trabajadores del puerto con sus uniformes largos y sueltos, que les daban un movimiento distinguido que alegraba la vista. En el azul deslumbrante del mar, una mezcla de grandes barcos y embarcaciones de recreo tenían el ancla echada, y en el muelle estaban descargando una hilera de camellos polvorientos que acarreaban ladrillos, lo que convertía a los animales en una especie de pirámides de patas largas. Jessie estuvo tentada a acercarse con su cuaderno de bocetos, pero Monty le había dado aquella mañana dos instrucciones férreas con sus ojos marrones fijos en los suyos, como si fuera a perforar su cabeza con las palabras:
—Regla número uno: No te alejes de mí.
Jessie había contestado con un suspiro, pero él aún no había terminado.
—Regla número dos: No te alejes de mí bajo ningún concepto.
No suspiró una segunda vez ni negó con la cabeza; podía sentir la importancia de aquellas palabras y se sobrecogió ante la visión de su preocupación, que llevaba como incrustada en cada arruga de su cara. Al mirar a su alrededor y ver la multitud de egipcios, no vio a ninguna mujer, solo a hombres con galabiyas, turbantes o una gorra de tela redonda en la cabeza y sandalias. Muchos llevaban barba, lo que oscurecía más sus facciones. A simple vista no podría haber distinguido a uno de entre todos si se lo pidieran.
—Esto es solo el comienzo —comentó, más para ella que para Maisie Randall.
La mujer miró a Jessie con interés.
—Se quedan aquí en Alejandría, ¿no?
—No, vamos hasta El Cairo en tren.
—¿Para ver las pirámides?
—Claro, ¿no es eso lo que todo el mundo va a ver a Egipto?
—Yo también voy hasta El Cairo. Me pregunto cómo serán los trenes de aquí. Me apuesto lo que quiera a que van a ser como esos antiguos que te sacudían todos los huesos.
—A mi parecer, todo Egipto va a ser de ese estilo. Nos cambiará; lo que espero de este sitio…
Jessie dejó que la mirada se le perdiera en tierra firme, contemplando la parte superior de las palmeras y sus largas hojas sedosas balanceándose al ritmo de la brisa marina. Sentía cómo le llamaba la tierra, como si estuviera tirando de algo en su interior que le hacía querer salir corriendo hacia allí.
—¿Qué espera?
Jessie parpadeó y devolvió la mirada a Maisie Randall. Sus ojos grises estaban resplandecientes de curiosidad.
—Espero que las maravillas de Egipto me encandilen —concluyó Jessie.
Apresuró el paso y vio por el rabillo del ojo a uno de los camellos lanzar al aire una de sus patas traseras con tal fuerza que un par de mozos cayeron al suelo gritando de dolor. Justo en ese momento la inquietante y evocadora llamada del almuédano se elevó como las alas de los pájaros sobre los tejados.
Aquella tierra había dejado clara su posición. Debía andarse con cuidado.
El tren se detuvo. El humo gris salía de su máquina palpitante y los diez vagones que la seguían se sacudían y traqueteaban al detenerse en la concurrida Mehatta Misr, la estación principal de El Cairo. Ya había entrado la noche y la oscuridad era tan sólida que Jessie casi podía tocarla.
—Ya hemos llegado —anunció Monty cuando vio que Jessie no se levantaba de su asiento.
Sacó su pequeña maleta del compartimento para el equipaje que había sobre sus cabezas y después ayudó a Maisie Randall y a una pareja de alemanes mayores con los suyos; siempre cortés, por supuesto. Al volver a Jessie, esta comprobó la expresión de sorpresa en su rostro al verla aún sentada con las manos metidas entre las rodillas.
—¿Lista? —preguntó él.
Ella asintió. Estaba lista, más que lista, pero esperaba a que los demás pasajeros salieran al concurrido andén para quedarse con Monty en el interior del tren un momento antes de que entrara la nueva tanda de viajeros. Solo un breve instante. En su mente, Tim estaba allí, en aquel tren, llegando a El Cairo con el cuerpo dolorido por los doscientos kilómetros de traqueteo y zarandeos del viaje desde Alejandría, el pelo polvoriento como el de ella y la camisa pegada a la espalda por el sudor debido a la cantidad de pasajeros que ocupaban el compartimento.
Cerró los ojos y lo visualizó.
«¿Qué sentiste aquel día?».
¿Sintió la misma sequedad de garganta, los ojos como platos por la emoción y el corazón a punto de salírsele del pecho? ¿O había alguien junto a él en el vagón, alguien que dictaba sus movimientos? ¿Alguien por quién se preocupara o a quien detestara?
Notó una mano bajo su codo que la invitaba a levantarse del asiento y el brazo de Monty la rodeó por los hombros. En no más de lo que tardó en coger aire profundamente, se inclinó hacia él para sentir su firmeza y absorber la calma que su fuerza le proporcionaba. Monty se situó en la puerta de entrada al vagón para bloquear la oleada de humanidad que pretendía entrar, y ella le sonrió.
—Si no sales ahora —dijo, fingiendo preocupación—, me van a despiezar y echarme a los pollos.
Un hombre con barba estaba intentando meter un cajón lleno de aves de corral por una de las ventanillas y los animales batían las alas presa del pánico. Los gritos del exterior emergieron como una oleada de ruido mientras Jessie salía del vagón y saltaba al andén con su maletín en la mano.
—Ahora —le dijo a Monty elevando la voz para que la escuchara por encima del jaleo— lo que necesitamos es un taxi.
Los vendedores se arremolinaron alrededor de ella en cuanto puso un pie en tierra firme.
—Hermosa dama, ¿quiere comprar postales?
—Shai, beba shai, té, ¿quiere?
—¿Le llevo la maleta?
—Baksheesh?
—Collares, preciosos collares.
—¿Quiere bastet? ¡Buen precio! Buena calidad.
—Min fadlik? —Unas manos ahuecadas delante de ella—. ¿Por fivor? Baksheesh? ¿Me da? —El antiguo ruego de los mendigos.
Por un momento, Jessie se sintió abrumada. Se quedó de pie inmóvil mientras todos se movían a su alrededor, con los rostros marcados por los años de sol y pobreza y las manos hinchadas por el duro trabajo. Sin embargo, sus ojos oscuros desprendían buen humor y esperanza y el niño de las postales le sonreía con timidez.
Abrió el monedero a sabiendas de que no llevaba ninguna moneda, sino billetes grandes, pero antes de poder acabar con su dilema apareció Monty de entre la multitud con un bastón de ébano que acababa de comprar y los apartó de su lado con él. Les dio varias piastras y acercó a Jessie hacia sí entrelazando su brazo con el de ella.
—No permitas que vuelva a hacer eso —dijo ella.
—¿Hacer qué?
—No llevar monedas en el monedero.
Él rio.
—Mi querida Jessie, volverás a casa sin blanca si pretendes darle dinero a cada mendigo que te toque la fibra sensible. Los niños son especialmente proclives a ello.
Monty dio varios golpecitos con el bastón en la cabeza a un niño que andaba por delante de ellos con la mano extendida esperando más.
—Imshi! —gritó Monty, pero sin rencor—. ¡Vete!
—Señora Randall —Jessie llamó a su compañera de viaje, que estaba un poco más adelantada en el andén—, ¿quiere compartir un taxi con nosotros?
—No, gracias, querida. Así voy bien.
La esbelta dama se abría paso entre las filas de taxis y coches de caballos bajo el resplandor amarillento de las farolas. Tras ella iban dos mozos de sonrisa difusa con su maleta y aguantándole un gran paraguas negro sobre la cabeza, aunque ni estaba lloviendo ni era de día. El brillo plateado de la luna absorbía el color de la ciudad.
Jessie dudó un instante y, divertida por la actitud de la señora, volvió a gritarle:
—¡Señora Randall! ¿Dónde se aloja?
—En el Shepheard’s.
Jessie asintió; incluso ella había oído hablar del hotel Shepheard’s, el más exclusivo de El Cairo. Fue construido por un inglés en el siglo XIX y su elegante terraza, que daba a la calle Ibrahim Pachá, se había convertido en el lugar de moda para dejarse ver. Aun así, le sorprendió. El Shepheard’s era donde preferían hospedarse la élite y la alta sociedad, y también los poderosos que contaban con tiempo. La señora Maisie Randall no le encajaba a Jessie en ninguno de los dos primeros grupos, pero quizás en el tercero sí. Nunca se sabe.
—Buen sitio, si puedes permitírtelo —murmuró Monty a su lado, y se dirigió despreocupadamente hacia un viejo Chevrolet cuyo conductor los saludó con una zalema y le abrió la abollada puerta trasera a Jessie con una mezcla incomprensible de idiomas.
—¿Dónde ir?
Jessie se quedó contemplando al hombre. Llevaba una galabiya larga de color verde caqui, un pañuelo oscuro alrededor de la cabeza y le faltaban las paletas inferiores, y la unión de todo esto le proporcionaba un aspecto enjuto y nervudo y una sonrisa amplia y amable, justo como Tim le había descrito siempre a los trabajadores egipcios. En su primera excavación en Egipto dos años atrás, Tim había estado en Medinet Habu, en el templo funerario de Ramsés III, el personaje que lo tenía completamente embaucado. Dispuesto y obediente, había trabajado innumerables horas hasta que la piel se le había vuelto del color de la arena del desierto al anochecer y sus ojos parecían tan ancestrales como los de los mismos faraones. Ellos habían sido testigos de todo, de tanto ir y venir de amos y señores; cuando se vive en una tierra tan antigua como aquella, todo es efímero, incluso la propia vida.
—¿Dónde ir? —volvió a preguntar educadamente.
—Al hotel Mena House.