El aeropuerto de Croydon tenía estilo. La terminal era un edificio art déco que había sido construido cuatro años antes, en 1928. Irradiaba confianza y calmaba los nervios con su aroma distintivo a barniz de cedro. Monty estaba de pie bajo la cúpula central de cristal en su enorme recibidor de reservas, contemplando el cielo azul que los observaba desde arriba. Hacía un buen día para volar.
Vio a Jessie caminar hacia él por el suelo de parqué abriéndose camino elegantemente entre la multitud y pasando entre las columnas cuadradas, donde las motas de polvo resplandecían bajo la luz del sol alrededor de su cabeza como luciérnagas. Sintió aquella presión familiar en su pecho de cada vez que la veía, esa sensación no del todo molesta, como si algún extraño metiera la mano entre sus costillas y le sacara los pulmones; era una extraña mezcla de dolor y placer. En aquel preciso instante, se concentró en el placer. Le sonrió y ondeó su sombrero de jipijapa, y se acercó a ella para librarla de la pequeña maleta de piel. Le gustó especialmente el detalle de que viajara ligera de equipaje.
Jessie llevaba puesto un vistoso casquete y una chaqueta de color azul marino ajustada que le bajaba hasta la falda de color crema de tela suave y vaporosa que le ondeaba alrededor de las caderas mientras se acercaba a él con sus prácticos zapatos planos. La saludó con un beso en cada mejilla.
—A la francesa —le dijo riéndose—. Ya que vamos a Francia…
Ella asintió y miró a su alrededor, cautivada por las columnas de madera en las que los relojes mostraban la hora de los principales aeropuertos del mundo.
—Me gusta este sitio.
—Es el orgullo y la alegría de Purley Way. La gente se acerca hasta aquí solo para ver los aviones. Venga, vamos a registrarte en el mostrador de Imperial Airways y después déjame que te enseñe la terraza panorámica que hay escaleras arriba.
Le cogió la maleta y pasó la mano de Jessie por su brazo. Para su sorpresa, ella no se resistió.
Lo de estar en las alturas le altera a uno la percepción; que se lo digan a Amy Johnson en su Gipsy Moth. Te saca de corretear como un ratoncillo entre el polvo junto con los demás habitantes del suelo y hace que el viento penetre en ti para ordenar tus pensamientos. Monty se inclinó sobre la barandilla del mirador del tejado de la terminal, fumándose tranquilamente un cigarrillo, y se preguntó por primera vez en mucho tiempo por qué estaba tan empeñado en intentar mantener el patrimonio Chamford. Sería mucho más sencillo dejar que el doctor Septon Scott construyera su sucia fábrica y sus casas en él y que le dieran por saco.
—¿Qué has dicho? —Jessie seguía esperando una respuesta.
—No he dicho nada —contestó Monty, preocupado por haber pronunciado en voz alta alguna de las palabras que le rondaban la mente.
Ella estaba de pie junto a él e inusualmente calmada. Parecía completamente libre de la tensa sensación de actividad que rodeaba a los demás pasajeros que esperaban el vuelo de las 12:30 con destino París. Estaba concentrada en los aviones que aterrizaban sobre la pista de césped como pájaros gigantes que se posaban en ella para pasar la noche. Cada vez que aterrizaba uno y llegaba hasta la pista de estacionamiento que tenía asignada, Monty le hablaba del avión: un Imperial Airways de tres motores Argosy o un monoplano Fokker KLM, y allí aparcados un De Havilland 50 antiguo, un Nimbus y un par de LéO 21 franceses.
—Sabes mucho sobre aviones —comentó ella.
—Demasiadas horas perdidas leyendo la revista The Aeroplane bajo una manta, me temo, en lugar de estar informándome sobre Herodoto. —Rio—. Siempre he sido un tipo vago.
Ella lo miró de reojo.
—¿De verdad?
Monty señaló a la multitud de espectadores que había en el recinto y que habían pagado para conseguir unas buenas vistas. Costaba tres peniques acceder al tejado.
—¿Sabes que —dijo él en voz baja— ya han pagado este año más de setenta mil personas para ver los aviones?
—No me extraña. Es como estar sentado en el borde del mundo esperando lanzarte a… —Se detuvo cuando el viento le levantó el sombrero y se lo agarró con fuerza, dedicándole a Monty su perfil y su pálida piel de color crema bajo los rayos del sol.
—¿Lanzarte a dónde? —preguntó él.
—A un trozo del futuro.
Un Puss Moth pequeño viró bajo la luz del sol y se detuvo en el césped.
—¿Es eso lo que esperas encontrar en Egipto? ¿Un trozo de futuro?
Ella se giró para mirarlo, con los ojos colmados del amplio cielo azul.
—No, quiero encontrar mi pasado y soltarle la mano.
Se sentaron el uno junto al otro. Ella no habló mucho durante el trayecto; era una cualidad que Monty apreciaba especialmente, que no hubiera necesidad de rellenar los silencios con cháchara. Según su experiencia, eso era muy poco común en una mujer. Cuando creía que nadie la estaba observando, Jessie tocaba con la palma de la mano la ventanilla como si tratara de aferrarse a un trozo de cielo.
—Lujo en las alturas —comentó Monty—. Ciertamente Imperial Airways cumple con las expectativas de los pasajeros con su famoso servicio Silver Wing.
Jessie había insistido en ceñirse a su plan y viajar sin la ayuda de nadie, así que Jack y su avión habían sido educadamente rechazados. Le sonrió.
—Es más elegante que mi apartamento.
—Y más acogedor que mi cocina. Con mejor comida también.
Jessie rio.
—Aunque algo más ruidoso, eso sí. —De fondo, los cuatro motores Bristol Jupiter zumbaban incesantemente.
Jessie no mostraba ningún signo de nervios por ser la primera vez que volaba, sino más bien lo contrario. Como mucho, de vez en cuando miraba la puerta del compartimento del piloto como deseosa de que acelerara.
El biplano Handley Page 42 era impresionante. Podía transportar hasta treinta y ocho pasajeros con unos niveles de comodidad que a Monty le recordaban más a los grandes transatlánticos que a un avión, con asientos acolchados de felpa y madera barnizada, mantelitos de damasco blancos y una porcelana preciosa. Tenía incluso un timbre eléctrico que había que pulsar para solicitar la atención de un auxiliar de vuelo. Por lo que no resaltaba era por la velocidad.
—Este avión es firme y seguro como la roca de Gibraltar —comentó Monty mientras un auxiliar les ponía delante una taza de café— y casi igual de rápido.
—Tardaremos tres días y medio en llegar —dijo Jessie en voz baja—. ¿Qué no podría ocurrirle en tres días y medio?
—Pasarán rápido.
—¿Sí?
Le caía un mechón de pelo por la frente, como un resplandor dorado, pero esto no le impidió a Monty percibir la tensión de los músculos de la nuca de Jessie y pensó en ponerle la mano sobre las suyas.
—Antes de que te des cuenta estaremos ya en El Cairo —le afirmó.
—Ochenta horas hasta El Cairo.
—Y después, ¿qué?
—Muy simple. Después encontraremos a Tim. —Ella no permitió que la mirara a los ojos.
Estaba lloviendo en París. Aterrizaron en el aeropuerto de Le Bourget y Monty llevó a Jessie a hacer un poco de turismo por la ciudad para matar el tiempo que tenían libre. El tren que les haría todo el recorrido completo por Francia hasta Brindisi, en el sur de Italia, no saldría de la Gare de Lyon hasta las 21:30, así que Monty llevó a Jessie a su lugar favorito de París, la basílica del Sacré Coeur. La mantuvo entretenida con historias sobre la insurrección de la Comuna de Montmartre en 1871, que condujo a la construcción de aquel gran templo blanco sobre la colina.
—La construyeron en este lugar para expiar el crimen de los rebeldes —explicó Monty.
Ella apartó la vista de la iglesia para mirarlo directamente a él.
—Expiar… Qué palabra tan apropiada.
Para sorpresa de Monty, Jessie sacó una libreta y esbozó el edificio con varios trazos ágiles del lápiz. Monty sostenía el paraguas sobre ella, pero estaba seguro de que ni era consciente de la lluvia; estaba perdida en su mundo, completamente absorbida por lo que hacía. Cuando terminó de dibujar las cúpulas bizantinas de la obra arquitectónica, cerró la libreta antes de que él pudiera echarle un vistazo al dibujo y la tiró dentro del bolso como si fuera algo inservible. Pasó el brazo húmedo por el de él y dijo:
—Vamos a comer algo.
Él la condujo hasta Fouquet’s, con su toldo rojo y dorado ofreciéndoles un refugio de la lluvia en los Campos Elíseos. En su elegante salón revestido de madera ella insistió en que no estaba hambrienta, pero Monty observó la palidez de sus mejillas y pidió para ambos: escargots y trucha a la meunière, seguido por pichón asado y sorbete de granada. Jessie paseó el tenedor por toda la comida, pero en realidad comió poco. Únicamente el café y el licor parecían producirle placer gastronómico.
—¿Cómo se mantiene el Sacré Coeur tan blanco e impoluto? —preguntó ella de repente—. ¿Por qué no está ennegrecido por la polución y el hollín de la ciudad, como le pasa al Parlamento de Londres?
—Porque se construyó con piedra Château-Landon. Cuando llueve, la piedra reacciona con el agua y segrega calcita, que actúa como blanqueador.
Jessie posó los codos sobre la mesa y le sonrió lentamente.
—Sabes un montón de cosas raras, ¿eh?
—Nada útil, al parecer. Nada como… —Se encendió un cigarrillo—. Como por qué está tu hermano en Egipto o dónde se esconde. ¿Has considerado la posibilidad de que no quiera que lo encuentren?
—¿Crees que no se me ha ocurrido? Claro que sí, es lo que me quita el sueño cada noche. Pero ¿por qué me dejaría pistas si no quisiera que lo encuentre? ¿Por qué haría eso?
—¿Estás segura de que son pistas y no algo que estás interpretando tú a partir de varios nombres casuales?
—Claro que son pistas. —Exhaló con impaciencia—. Pero son pistas que nadie más sabría reconocer, lo cual implica que quiere que mantenga en secreto que lo estoy buscando. Estoy preocupada por que pueda estar en peligro, así que tú también debes ser discreto. —Se quedó observando su reacción.
Monty estaba impresionado por esa cualidad de ella, su franqueza y su forma de hablar sin tapujos; su honestidad. Si cualquier pobre idiota —y eso lo incluía a él mismo— resultara ser lo suficientemente estúpido como para interponerse en su camino para encontrar a su hermano, lo mínimo que obtendría de ella sería ser desmembrado con sus propias manos.
—Jessie —dijo con recelo, porque eso tenía que decírselo alguien—, esta aventura es espléndida, pero una completa locura. Lo sabes, ¿verdad? No tenemos ninguna opción de encontrar a Tim. Debes estar preparada para enfrentarte a la decepción en Egipto.
Ella abrió los ojos de par en par y Monty pudo ver con claridad una chispa de ira en la profundidad de ellos antes de que se volvieran repentinamente nubosos y acuosos, y se dio cuenta, horrorizado, de que estaba intentando reprimir las lágrimas.
«Dios, Monty, eres un estúpido».
Aquello no era una aventura para ella, sino que se trataba de una dura prueba y una experiencia mental agotadora. Apartó la mirada para recorrer el establecimiento inspeccionando a los demás clientes para darle tiempo a Jessie. Cogió su vaso de brandy y removió el líquido ámbar en el vaso.
—Bueno —dijo finalmente—, Jessie, no vamos a hablar de esa posibilidad nunca más.
Cuando levantó la mirada, ella seguía sentada allí, pero ahora le sonreía abiertamente.
—¡Ja! Un punto débil al fin: las lágrimas de una dama.
—¡Soy un Chamford! Los Chamford no tenemos puntos débiles.
Jessie rio despreocupadamente y él pidió la cuenta. Cuando llegó, Monty dejó varios billetes de francos en la bandejita plateada, ignorando el intento de ella de añadir su parte de la consumición, así que Jessie se volvió a recostar en la silla con los labios apretados.
—Gracias, pero creía que estabas sin blanca —murmuró—, que andabas corto de dinero en tu gran mausoleo.
—He empeñado otro cuadro. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo—. Ahora nado en dinero.
—Creía que era para arreglar el tejado.
—Esa condenada casa puede esperar.
Le puso el abrigo a Jessie y salieron juntos de nuevo a la calle reluciente. Era de noche y seguía lloviendo, así que Monty sacó el paraguas y ella volvió a introducir el brazo en el hueco del suyo mientras las gotas de agua se posaban en sus pestañas. El tráfico de París era denso y los faros de los coches diseccionaban los Campos Elíseos, pero Monty no tenía ninguna prisa por llegar a la Gare de Lyon, donde el tren y sus pasajeros seguirían exhalando vapor de agua. Aunque solo fuera por aquel instante, podía olvidarse de Egipto, de las sesiones de espiritismo y de los tejados derruidos y los espectros nebulosos. En lugar de todo eso, pasearon como cualquier otra pareja en París y pudo sentir la calidez de Jessie penetrando en sus costillas.
—¿Y tú? —preguntó él—. ¿También nadas en dinero como yo?
Ella se acercó al hombro de él para que pudiera oírla por encima del sonido del organillo que había en una esquina de la calle y que interpretaba Frère Jacques para los viandantes.
—Llevo toda mi vida ahorrando —confesó—. Desde que era pequeña y tenía mi cerdito. Tim siempre estaba intentando meter un cuchillo por la ranura para sacar algunas monedas porque nunca tenía dinero. Siempre sentí…
Monty aguardó, pero no hubo más palabras.
—¿Sentiste qué?
—Que tenía que estar preparada.
—¿Para qué?
—Para… —Su aliento flotaba en el aire húmedo que los separaba a ambos—. Para un desastre que sabía que me ocurriría.
Monty se detuvo en seco y se giró para mirarla bajo el paraguas.
—Por amor de Dios, Jessie, ¿qué tipo de persona eres?
Ella puso los ojos en blanco como enrabietada.
—Del tipo impredecible.
Ambos rieron bajo la lluvia.
En la estación todo fue diferente. Ella pareció cerrarse de nuevo a él, meterse en sí misma y desaparecer de su alcance. Aun así, Monty sintió cómo se le agitaba la sangre ante el ruido y el ajetreo, los gritos de los mozos, los silbidos, los pañuelos ondeando al aire y el resplandor de los abrigos de piel. Los limpiabotas iban a la caza del cliente y los puestos de periódicos resonaban con el viento, mientras el mostrador de café caliente hacía el agosto atrayendo a los clientes de última hora con su aroma. Hubo un violento enfrentamiento entre dos pasajeros que tuvo que ser subsanado con la ayuda de un oficial. Allí no había nada parecido al silencio, solo voces, voces y más voces.
Pero por encima de todas ellas, los enormes motores de las locomotoras respiraban como si fueran criaturas de otro mundo. Monty poseía la pasión de un niño por aquellos seres de hierro y acero, aceite y fuego, que aguardaban pacientemente a ser liberados. Las nubes de vapor recorrían los andenes, despojándose de motas de hollín que le entraban a Monty en los ojos y los orificios nasales y le dejaban marcas en la mejilla, y sintió cómo se le aceleraba el pulso ante la inminente partida y el viaje que tenían por delante. El aire que hinchaba sus pulmones era gris y espeso. Las palomas revoloteaban hasta el suelo en busca de migas de baguette por debajo de sus pies y un niño que llevaba una bandeja colgada al cuello iba vendiendo cordones de zapatos, anunciándolos y vociferando en algún dialecto desconocido.
Era un mundo completamente distinto de Chamford Court.
Monty estaba de pie en el andén con Jessie, esperando mientras los demás pasajeros iban subiendo al tren; abrigos húmedos y rostros entusiastas. Les quedaban mil quinientos kilómetros de trayecto en tren hasta Brindisi, en Italia, donde cogerían un aeroplano que los llevaría hasta Atenas, y entonces cruzarían el Mediterráneo hasta el puerto de Alejandría, en Egipto. Mil quinientos kilómetros. «Eso son muchísimos kilómetros, mucho tiempo…», pensó. Monty se imaginaba todos esos minutos sentado junto a ella. Era miércoles por la noche y no llegarían a Brindisi hasta el viernes por la mañana: treinta y seis horas.
Al ayudar a Jessie a subir los escalones del tren, sus manos enguantadas rodearon las suyas y, por un instante, pudo percibir el dulce olor a lluvia en su cabello. Ahora su expresión era tensa —no como cuando subió al avión por primera vez—, como si estando en tierra firme, sin alas con las que volar lejos, fuera más vulnerable. Y tenía razón; como los relucientes faisanes de sus tierras a los que acribillaba en el aire mientras intentaban escapar, no sabía lo que le esperaba. Y él tampoco. La idea le hizo apretar más la mano de Jessie, cuyos ojos se dirigieron a los de Monty con preguntas mudas.
—Fuera calzos —dijo él, y ella le sonrió.
La acompañó hasta su vagón cama. Las lámparas del pasillo emitían una luz tenue y creaban un ambiente somnoliento. En la puerta, Jessie se volvió hacia él para evitar que entrara en el compartimento y Monty dejó la maleta a sus pies.
—Creo que voy a descansar un rato —dijo ella—. Pero gracias por el día de hoy.
—¿No te tomas algo conmigo antes de ir a dormir?
Ella negó con la cabeza.
—Ve a pulir tu armadura. —Posó una mano en el pecho de Monty y la dejó reposar allí—. Puede que la necesites mañana.
Entonces la puerta se cerró y él se quedó mirando la elegante madera. Lentamente, se frotó la parte frontal del chaleco, sacándole el brillo digno de un caballero blanco, incluso de uno que solo montara un caballo de hierro. Acarició el lugar que su mano había ocupado segundos antes; ardía como si hubiera marcado sus dedos con hierro candente.
Estaba dispuesto a permanecer toda la noche de guardia ante la puerta de Jessie, con los brazos cruzados y ahuyentando a cualquier intruso, pero ella lo habría matado por ello. La razón por la que había sugerido viajar en primera clase no era tanto por la comodidad añadida a los viejos trenes europeos, como le había dicho a ella, sino por la propia seguridad de su damisela. Había menos pasajeros merodeando en los vagones de primera clase y, por supuesto, muchos menos extraños yendo de un lado para otro con otras cosas en la mente que viajar para ver el Partenón o las pirámides.
Se quedó delante de la puerta media hora según su reloj de bolsillo, hasta que todos se habían asentado en sus compartimentos o en sus asientos y el pasillo quedó vacío a excepción del persistente olor de los Gauloises. No había oído ningún ruido desde el otro lado de la puerta y se la imaginó tumbada sobre la manta de brocado de la cama con los zapatos quitados y leyendo un libro —seguramente otra de las ridículas historias de Conan Doyle que almacenaba— para mantenerse ocupada y no acabar vagando por aquellos pasillos lúgubres. No le gustaba imaginársela paseando por aquellos callejones oscuros, ya fueran reales o imaginarios.
Tras esa media hora se movió sigilosamente por el pasillo hasta llegar a su propio coche cama, y de ahí se dirigió al vagón restaurante. Bajo sus pies giraban sin cesar las ruedas del tren, haciéndolo tambalearse de un lado a otro mientras el paisaje llano del norte de Francia pasaba rápidamente ante sus ojos, envuelto en el sueño de la noche otoñal. La luz parpadeó un instante en medio de la oscuridad y recordó la mano de Jessie Kenton sobre su pecho.
Monty iba ya por su segundo whisky con soda, mientras ahuyentaba de su mente posibles lugares y situaciones en los que podría encontrarse Timothy Kenton. Jessie le había enseñado una fotografía antes de subir al avión en Croydon y se le había quedado atravesada en la garganta durante un instante en el que no pudo hablar. La fotografía estaba doblada por los bordes y caliente del bolsillo de Jessie. Salían ambos juntos, Timothy y Jessie, sentados en el suelo de su apartamento, jugando a algo y riendo. No lo hacían del modo que lo hace el resto de la gente, con un placer sencillo, sino que se miraban el uno al otro de un modo amoroso y con gran intensidad y júbilo, él con su mano posada en el hombro de ella y los dedos hundidos en su larga barba. Era como si no fueran capaces de dejarse ir el uno al otro si…
Si… ¿qué?
¿Si uno de los dos se desvanecía como ahora? ¿Si se enfrentaba a su peor pesadilla?
Le gustaría saber quién hizo la fotografía. Seguramente habría sido Tabitha, su compañera de piso. Se preguntaba si ella reaccionaría igual que él, con una envidia que le dejaba un regusto maligno en la boca. Envidia de que alguien lo quisiera de aquel modo, de poder querer de esa manera él mismo… Para ello hacía falta algo, y alguien, especial.
Había analizado detenidamente la imagen de Timothy, pero sin hacer ningún comentario. Una masa de rizos rubios, una cara interesante por estar tan bien definida y proporcionada: nariz recta, barbilla prominente… Habría sido anodino de no ser por los ojos, que estallaban en risas y rebosaban energía. Era una persona a la que resultaría fácil querer, excepto por la boca: era amplia y carnosa como la de su hermana, pero había algo alrededor de ella que indicaba debilidad, una especie de necesidad de los demás que se filtraba por la sonrisa como el whisky por las grietas de un vaso roto. Daba la impresión de que estuviera viviendo una vida que no le pertenecía, además de aferrarse a Jessie como a la vida misma.
—¿Podemos sentarnos aquí, joven? ¿Le importa?
Monty se apartó del whisky con soda y miró a la pareja que había junto a su mesa del vagón restaurante. Le parecieron un militar retirado con un generoso bigote y una esposa que parecía esculpida en tiza, con el cabello y la piel blanquísimos.
—¿Le importa? —repitió la señora—. Todos los sitios están ocupados.
Tenía razón, todas las mesas estaban ocupadas con los brandies y los cafés de antes de irse a dormir. Monty se levantó educadamente e hizo un gesto hacia los dos sitios libres que tenía enfrente, al otro lado del impoluto mantel blanco.
—Por favor, claro, será un placer.
No era verdad, quería estar a solas, pero tampoco lo era cuando daba los buenos días en un día de lluvia torrencial en el que la bolsa había caído; no eran más que palabras, el cemento que une a la sociedad.
La pareja se sentó en las sillas y le sonrió.
—Soy el teniente coronel Forester y ella es mi esposa, la señora Forester.
Monty le dio la mano.
—Montague Chamford.
Pidieron dos vodkas con martini y Monty, otro whisky para él cuando comenzaron a contarle que se dirigían a Alejandría —su hija se había casado allí con un diplomático— y a criticar la nación egipcia por reclamar la autonomía de la mano guía del gobierno de su majestad, sus caciques británicos.
—Les concedimos a los egipcios el derecho a tener su propio Parlamento el año pasado —declaró la mujer de tiza— y se podría decir que ya con eso bastaba, pero no, siempre quieren más, siempre más. Después de todo lo que hemos hecho por el pueblo egipcio; mire el canal de Suez, el comercio del algodón que hemos desarrollado para ellos por todo el Imperio… Cualquiera pensaría que deberían estar agradecidos a los británicos, pero no, no es así.
—¿Sí? —La única palabra de Monty fue cortante—. Me sorprende al contarme esto.
Ella lo miró fijamente, con la mirada dura.
—Señor Chamford, estuvimos igualmente en la India y le aseguro que no hubo nada parecido a la gratitud.
—¿Es eso cierto?
El esposo de la señora era quien más atento parecía estar al tono cortante de Monty.
—No es que queramos cortarlos a todos por el mismo patrón, querida —le dijo a su esposa—. Recuerda al viejo Rajat Singh. Era genial y adoraba a los británicos.
Se tocó el bigote en un intento por animar el humor de la conversación y rio.
La mujer cogió su martini en cuanto llegó y expandió los orificios nasales sobre él.
—No son capaces de gobernarse a sí mismos —insistió—. Hay que tratarlos como a niños, ¿sabe?
—Señora Forester. —Monty se inclinó sobre la mesa, acercándose a las capas de polvos blancos que intentaban ocultar las décadas de tomar el sol en las zonas subtropicales—. Si yo entrara en su casa y le dijera cómo llevarla, ¿le gustaría? ¿Me estaría agradecida? ¿Me daría las gracias por hacerle su vida miserable?
Durante diez segundos no habló nadie. En las mejillas de la mujer, un refulgir de color rosáceo se fundió con los polvos blancos. Monty permaneció inclinado y aguardando una respuesta.
—¡Caballero! —El teniente coronel fue quien encontró su lengua en primer lugar—. ¡Esperaba más de usted! Un hombre de su casta debería saber más sobre el mundo y, más importante, joven, debería saber cómo tratar a una dama. —Las venas de ambos lados de la nariz propulsaban sangre fresca.
Monty tuvo el impulso de golpear, de hacerle ver a la mujer cómo era que alguien asumiera que tenía el derecho de usar la violencia física para imponerse.
—¡Discúlpese! —vociferó Forester.
—¿Por qué?
—Por su grosería con mi esposa.
—No, señor, no lo haré.
—Insisto.
Estaba elevando la voz y las cabezas del vagón restaurante se giraban para mirarlos. Monty apuró su bebida y en algún lugar tenue de su mente supo que aquello tenía que ver con Jessie, no con Egipto o la India, ni tampoco con las chorradas que habían soltado aquellos dos colonos arrogantes. Aquello trataba sobre castigarse a sí mismo. Volvió a mirar al rostro no tan pálido de la señora Forester; si apartara los polvos con una palita, ¿qué tipo de ser humano encontraría debajo?
—Señora —dijo con un tono lo suficientemente frío como para helarle el martini—, si yo fuera un nativo que trabajara para usted y me tratara como a un niño, lo que…
—Bueno, bueno, chicos, chicas, ¿qué sentido tiene andar a tortas por unos cuantos negros a los que no les importáis un bledo?
Los tres miraron alrededor sorprendidos. La voz poseía un acento del este de Londres que se podía cortar con un cuchillo y pertenecía a una señora de mediana edad que se había levantado de su asiento al otro lado del pasillo. Dio un golpe con la mano sobre la mesa donde estaban Monty y el matrimonio con tal fuerza que los vasos se tambalearon. Monty ya se había fijado en esa señora en el andén; no era el tipo de persona que pasa desapercibida entre la multitud, ya que era igual de alta que él y se erigía como un mástil. Llevaba las gafas colgadas al cuello por medio de un cordón azul brillante y reposaban sobre su escaso busto como un par de ojos atentos.
—Señora —dijo el teniente coronel cuando se recuperó—, esta es una conversación privada.
—¡Privada, ja! Si quiere que sea privada, no grite tanto.
—Le pido que nos deje solos, señora. —Forester se volvió hacia Monty, buscando apoyo en él por el agravio.
Sin embargo, Monty no le correspondió. En lugar de ello, hizo un gesto de deferencia con la cabeza indicándole a la mujer que se sentara en el asiento que tenía libre a su lado.
—Siento haberla molestado. ¿Querría unirse a nosotros? Puede ejercer de árbitro.
Sin dudar lo más mínimo, la esbelta figura se situó junto a él y le sonrió a Forester desde el otro lado de la mesa.
—Qué lugar tan acogedor, ¿verdad, tesoro?
—Ciertamente lo es —dijo Monty amablemente para provocar más aún al teniente coronel—. Deberíamos pedir champán para celebrar el comienzo del viaje. Señora Forester, ¿me aceptaría un champán?
La risa de la recién llegada inundó el vagón, pero el señor Forester se puso de pie instantáneamente y se dirigió a su esposa.
—Vamos, Amelia, retirémonos a dormir. —Miró a Monty con cara de pocos amigos—. Usted, señor, no es ningún caballero.
—Y usted, señor, es un intolerante.
Su esposa apuró el martini con manos expertas y fue junto a su marido. Tras muchos reajustes de guantes y adornos, miró a Monty con frialdad.
—Mi esposo luchó por su país y vio cómo morían sus amigos por la patria. ¿Qué ha hecho usted?
—Ah, pues ahí me ha cogido, señora. —Monty extendió las manos en señal de rendición.
Satisfechos, los Forester se marcharon a su coche cama y la recién llegada se deslizó hasta el otro lado de la mesa para tener a Monty de frente. Así él pudo estudiarla más detenidamente. Debía de tener unos cincuenta años al menos, a juzgar por sus ojos, pero no más de cuarenta por su piel, así que debía de estar en medio de estas cifras. No llevaba sombrero ni pañuelo en la cabeza de ningún tipo, como hacían la mayoría de las mujeres, pero su cabello castaño claro estaba recogido en un moño tan apretado que le tiraba hacia atrás de las cejas. Tenía el rostro fino y la barbilla afilada, y a Monty le recordaba en todo momento a una garza, sobre todo por su costumbre de encogerse de hombros bajo los pliegues de su largo abrigo gris, como hacen las aves con sus plumas antes de volver a sumergirse en el agua.
—Gracias —le dijo él con una sonrisa.
—¿Por qué?
—Por apartar a esos invitados no deseados.
—Lo que haga falta, joven.
—¿Champán?
—Si usted invita… —Reposó los codos sobre la mesa—. Le ha molestado, ¿verdad? Esa burra altanera con el comentario final.
—Sí, me ha llegado hondo —dijo en voz baja, y levantó el vaso hacia ella.
—Me atrevo a decir que se lo merece. Ustedes, los encopetados, no hacen mucho en realidad, ¿no es así?
—Me limpio el monóculo yo solo de vez en cuando. Mi mayordomo puede dar fe de ello.
Ella rió de un modo muy natural, moviendo los hombros por la diversión del momento.
—Mi nombre es Maisie Randall. Soy de Londres y me dirijo a Egipto. ¿Qué hay de usted?
—Soy Montague Chamford, de Chamford Court. Y me dirijo al infierno, al parecer.
—¿No es ningún lord de esto o lo otro? Da la impresión de ser una de esas personas que llevan chistera para dormir. —Rio ante su propia salida.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Habla como si tuviera bolas de naftalina en la boca, por eso. No pretendo ofenderlo con esto.
—No me ha ofendido, señora. —Monty le hablaba pausadamente y con complicidad, atrayéndola cada vez más a él.
Tras esa risa se percibía astucia y cierta sensación de estar siempre alerta en su mirada grisácea. Monty había visto la misma forma de mirar en un zorro una vez en sus prados, la mirada de una criatura que sabe cómo sobrevivir en tiempos difíciles. Bajó la voz y le confesó:
—Para ser honestos, es Sir Montague, pero no me gusta decirlo mucho porque…
Demasiado tarde.
—Sir Montague —vociferó—. ¡Sir Montague!
Las cabezas se giraron y dirigieron miradas curiosas en su dirección.
—¡Lo sabía! —Le extendió la mano—. Encantada de conocerlo, Sir Montague. Es un gran honor.
Monty suspiró.
—Es suficiente —murmuró mientras le estrechaba la mano con un apretón firme—. Ya se ha divertido bastante. ¿O debería empezar a hablarle en cockney con comentarios sobre su barnet, en lugar de barrio, o preguntándole dónde se ha dejado su titfa, no su sombrero, y pidiendo para comer anguilas en gelatina?
—Ha estado genial, señor.
Monty se relajó en el asiento y sonrió. Lo más extraño de viajar era las personas con las que uno se topaba mientras el tren traqueteaba sin cesar, y aquella tal Maisie Randall era la última persona que esperaba encontrarse en el vagón restaurante de primera clase con destino a Egipto; aquel encuentro le alegró el día. Sacó su pitillera.
—¿Le importa que fume?
—Qué va. Maldito hábito.
Ella rebuscó en su bolso de mano de color azul aciano a juego con sus guantes, claramente nuevos, y sacó una cajita fina de baquelita. La abrió para revelar una fila de delgados puros negros sin punta.
—Esto es a lo que yo llamo fumar. —Le ofreció uno a Monty.
—Me quedo con los míos, gracias.
Encendió ambos y ese segundo de intimidad en que ella se inclinó sobre la llama le dio a Monty una inesperada sensación de bienestar. Había tanta calidez en aquella mujer que uno podía reconfortarse junto a ella.
—¿Viaja mucho?
—Es la primera vez que salgo al extranjero.
—¿Y lo hace sola?
—Exacto.
—¿Está nerviosa?
—Estoy muerta de miedo. —Exhaló una bocanada de humo maloliente—. Por no hablar de mi francés, señor.
—Tengo la sensación de que serán los egipcios quienes se asusten al verla llegar.
—¡Anda ya!
—¿Por qué Egipto?
—¿Por qué no? Está todo el mundo montando un alboroto tremendo en torno a ese tipo, Howard Carter, y pensé que sería buena idea alejarme una temporada y echarle un vistazo a ese tal Tutamón.
—Tutankamón.
—Eso mismo. —Entrecerró los ojos e hizo una pausa para inspeccionar a Monty—. ¿Y usted? ¿Por qué Egipto?
Monty miró por la ventana, a la noche que pasaba rápidamente, sólida e impenetrable. Lo que vio fue su propio rostro devolviéndole la mirada: agujeros negros en el lugar de los ojos y unas mejillas pronunciadas que amenazaban con salir desde debajo de la piel, y apartó la mirada.
—Me pareció una idea divertida —contestó él con una sonrisa.
—En eso estoy de acuerdo.
Él rio y avisó al camarero con la mano.
—Espléndido. Ahora, ¿dónde está ese maldito champán?
—Cuéntame más cosas sobre Tim, Jessie. ¿Qué tipo de persona es?
Estaban desayunando. O, para ser más exactos, Jessie estaba devorando el desayuno mientras Monty se servía otra taza más de café. Le dolía la cabeza como si un burro estuviera dando coces dentro y masticándole la parte trasera de los ojos. Frente a él, Jessie levantó la cabeza del plato, sorprendida.
Estaba fresca y juvenil aquella mañana y el cabello le brillaba y le caía en ondas del color del trigo por los hombros al mover la cabeza. Tenía un brillo matinal especial.
—¿Qué tipo de persona es? —repitió.
Jessie se quedó pensando unos instantes.
—Es el tipo de persona que te gustaría tener cuidándote las espaldas si te ves en peligro.
Vaya frase. Vaya declaración abierta de amor fraternal. Lo dejó boquiabierto. Para cubrir aquel momento, dio un sorbo a su café, aunque sabía a rayos.
—Sé que Tim está familiarizado con las antigüedades egipcias, pero…
—Él y los faraones son como esto. —Jessie entrelazó dos dedos, tomándole el pelo a Monty con la explicación.
—Pero ¿cuánto sabe sobre el Egipto actual?
—¿A qué te refieres exactamente?
Monty pulió cuidadosamente los filos puntiagudos de sus próximas palabras antes de pronunciarlas.
—Solo digo que hay cierta inestabilidad en esa zona ahora mismo.
Jessie tenía a medio camino entre el plato y sus labios el tenedor con huevos revueltos. Lo soltó en el plato y lo apartó.
—Cuéntame —dijo.
—Oh, ya sabes, están hechos una furia, y en breve todo eso estallará.
La sonrisa se desvaneció de los labios de Jessie.
—Pero en Egipto tienen su propio rey, el rey Fuad, y su propio Parlamento, al que han elegido democráticamente. Creía que todo estaba tranquilo ya en la zona.
—Lo está… Más o menos.
—¿Pero…?
—Pero ¿estarías tranquila si hubiera otro país zapateando con botas militares por tus calles?
—Pues no —dijo, encogiéndose de hombros ante la obviedad.
Monty saboreó de nuevo su café rancio y se calló; no quería que Jessie perdiera su brillo por lo que pudiera decirle él.
—Sé —dijo ella— que, como potencia colonial, estamos destinados a que se nos mire mal de vez en cuando, pero… —Movió los dedos hasta el centro de la mesa y esperó así.
—Tienes que tener en cuenta la historia del país —señaló Monty—. Invadimos Egipto en el año 1886 y llevamos siendo los amos y dueños desde entonces. Es un territorio vital para nosotros por su situación geográfica, un punto estratégico entre Gran Bretaña y la joya de la corona colonial, la India. Por esto, claro, somos despiadados e inflexibles cuando se trata de mantener nuestro control sobre el canal de Suez y nuestra presencia militar en las calles.
—Lo sé. Tim siempre estaba contándome esas historias escabrosas sobre las grandes batallas que se han librado en Egipto. No sabría decirte cuántas veces he oído la historia de la batalla de lord Nelson en el Nilo y su victoria sobre los franceses.
Jessie intentó que le saliera una risa, aunque fuera un sonido insignificante, pero no lo consiguió. Con solo mencionar a Tim, su mundo se venía abajo. Monty sintió cómo la invadía la tristeza y comenzó a llenar su mente con historias de Egipto para distraerla.
—Los egipcios llevan sufriendo la ocupación extranjera desde hace dos mil años. Cuando no eran los persas, eran los orgullosos griegos y los romanos, y se fueron solo porque los ingeniosos turcos mamelucos se hicieron con el poder y lo mantuvieron durante siglos hasta que llegó Napoleón y, con él, los otomanos. Ya te digo, los británicos somos los recién llegados a este juego del Medio Oriente.
Poco a poco fue dándose cuenta de que Jessie estaba observándolo más que escuchándolo, y dejó de hablar.
—Sabes muchas cosas —dijo ella.
—Y todas son completamente inútiles cuando tengo que ponerme a cavar zanjas en mi propiedad.
Ella sonrió, el tipo de sonrisa que llega hasta los ojos y se mantiene viva.
—Quizás deberías abandonar las zanjas, dejar que las consuman las malas hierbas y probar con otra cosa, y no me refiero con esto a las sesiones de espiritismo.
Adelantó la mano un poco más, adentrándose en la otra mitad de la mesa, y él la recogió. No era una mano delicada, sino amplia y cuadrada, con las uñas cortas y sin ninguna alhaja. Cerró los dedos a su alrededor.
—Gracias por venir —dijo ella con tono pausado—. Estoy muy agradecida. Sin ti, sería más duro. —La sonrisa tomó un carácter más divertido—. Estás raro esta mañana —le dijo.
Él apartó la mirada de su rostro y la bajó hasta sus manos enjauladas entre las suyas.
—Me siento raro.
El corazón humano está envuelto en un manto de oscuridad. Así es como lo veía Monty, como que el ser humano posee la capacidad infinita de infligir daño a sus iguales. Ya lo había vivido antes y había desechado sus ilusiones por la ingenuidad del hombre en tal tarea como la del amor, pero aún así albergaba esperanzas de poder estar equivocado. Esperanzas ridículas y patéticas, como las de que Timothy Kenton estuviera entreteniéndose con algún tipo de juego, uno diseñado para incitar a su hermana por alguna razón absurda que solo él conocía.
Era posible. Poco probable, pero posible.
Monty se había sentado en la estrecha cama de su compartimento y permanecía atento al sonido de las ruedas que giraban bajo sus pies. Sería tan condenadamente simple que todo estuviera predicho, que la vida girara sobre dos hileras plateadas paralelas con alguna que otra ondulación en el camino… La imagen de las manos de Jessie entre las suyas seguía presente en su mente, le desconcertaba. No, no creía en el destino, o al menos no de aquella manera en la que se supone que todo está decidido de antemano de un modo inalterable. Eso le vendría bien a los políticos, claro, que todo estuviera perfecta e impecablemente ordenado, como cuando Adolf Hitler imponía su nuevo régimen en Alemania con su partido nazi o ese patán de Mussolini se pavoneaba por Italia con su partido fascista. Y no debemos olvidar al desgraciado de Mosly, que se veía a sí mismo como el sabio de Gran Bretaña y pretendía acercar el fascismo a las verdes costas británicas. ¡Dios nos guardara!
No. Cada uno crea su propio destino, toma sus decisiones, acertadas o no. Ellos preordinan el caos en el que cada uno se introduce más tarde. Sonrió con aspereza. Demonios, aquello era lo que hacía la vida emocionante, que cada uno pudiera tomar sus propias decisiones en cualquier momento, decisiones nuevas que lo ayudaran a salir de aquel pozo sin fondo al que estaba predestinado, y que en la sabiduría infinita residiera la decisión de saltar y salir de él. Aquel tren era la cuerda y él se impulsaba con las manos y los puños y se sujetaba a él, dirigiéndose al pequeño haz de luz de la superficie.
Casi estaba oscuro afuera; era ese preciso momento en el que el día aguanta la respiración antes de exhalar el último susurro y vestirse con las sombras de la noche. Las montañas de Suiza se veían azules y amoratadas a su alrededor, y a veces se inclinaban tanto hacia ellos que parecía que quisieran echar un vistazo al interior del vagón. Las montañas iban pasando una tras otra, luego un pueblecito de aspecto acogedor y casitas con tejados a dos aguas, el repicar de las campanas de la iglesia y un rebaño de cabras; todo a su paso dejaba lo que estaba haciendo para observar al tren, embelesado como si de un niño curioso se tratara.
Aquel era el momento de tomar nuevas decisiones, de alterar el destino antes de que fuera demasiado tarde.