20

Jessie llamó al timbre. La puerta se abrió inmediatamente, como si su madre estuviera esperándola detrás. Vio a sus padres de pie en el recibidor con los abrigos puestos.

—¡Jessica! Deberías haber llamado para decir que venías; estamos a punto de salir.

Fue su padre quien habló. Su madre se quedó aferrada a la puerta, observando el rostro magullado de Jessie.

—Oh, Jessica —murmuró con tal delicadeza que apenas movió los labios.

—No pasa nada —les dijo—, solo son moretones. —No era de eso de lo que quería hablar—. ¿Tenéis unos minutos?

—¿Qué estabas haciendo en Trafalgar Square, Jessica? —le preguntó su padre con tono reprobatorio—. ¿Qué te llevó a ello? ¿No serás como el joven Dashington, espero, que estaba confabulado con esos malditos comunistas que organizaron la marcha? Fueron ellos quienes lo iniciaron todo, ese maldito joven es una desgracia para su padre.

—No, papá, no te preocupes; no soy una comunista. Pero no seas duro con el pobre Archie, solo intentaba ayudar a los trabajadores a conseguir su objetivo después de que su líder, Harrington, fuera arrestado.

—¡Ha llevado la vergüenza al distinguido nombre de su padre! Lord Trenchard hizo lo correcto al enviar a la Policía para que lidiara con ellos por la fuerza, para proteger la ley y el orden de esta nación.

Jessie suspiró; no quería tener esa discusión en aquel momento. Después de un largo día de trabajo, había ido a visitar a Archie al hospital y luego había conducido a toda prisa hasta Kent y, para colmo, la apisonadora había vuelto.

—Solo quería hablar un momento con vosotros —dijo.

Su padre asintió. Parecía inquieto e impaciente por irse. Tenía los pliegues de su cara perfectamente controlados y, como siempre, Jessie tuvo la impresión de que tenía cosas más importantes que hacer que hablar con ella. Se giró hacia su madre.

—Tengo noticias.

—¡Has encontrado a Timothy!

—No, no es nada definitivo, mamá, pero tengo una idea de dónde ha podido ir.

—¿Dónde? Dime, ¿dónde?

—A Egipto.

—¿Qué? No, no se iría tan lejos…, no sin decírnoslo. Cuando fue a esa excursión arqueológica a Egipto hace dos años nos lo dijo con antelación. ¿Por qué no lo iba a hacer esta vez?

—Debes de estar equivocada —le dijo su padre contundentemente, ajustándose el bombín y abrochándose el abrigo.

Era de lana gruesa de color gris oscuro, casi negro. Jessie nunca se había percatado de lo oscuro que era el recibidor de la casa con su revestimiento de roble y aquella noche la oscuridad parecía concentrarse en el abrigo, provocando un leve repiqueteo en su cabeza. ¿O era quizás la vibración del nerviosismo de su madre? Porque los ojos de Catherine Kenton estaban congelados por el miedo y su rostro lívido parecía más pequeño, como si lo hubieran cincelado hasta dejarlo en el hueso y hubieran pintado dos manchas de color pardo bajo los ojos. La energía que siempre la había distinguido se había desvanecido por completo y su lugar lo ocupaba una sonrisa boba que no conseguía convencer a nadie. Aun así, su pequeña figura estaba elegantemente definida por un abrigo de color beige, guantes de piel de color terroso y un sombrero marrón chocolate con una pluma negra a uno de los lados. Un discreto velo oscurecía las arrugas de tensión de su frente y Jessie sintió una fuerte sensación de preocupación repentina por ella.

Sin embargo, se volvió hacia su padre.

—Papá, me gustaría saber si el pasaporte de Timothy está en su habitación o no. Si ha ido a Egipto, le habrá hecho falta.

Ernest Kenton estudió la pregunta y a su hija. Se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa del recibidor de un modo calculado para que Jessie pensara que estaba mostrando paciencia con aquel pequeño gesto.

—Claro que está en su habitación. Iré a por él —dijo, y comenzó a subir las escaleras.

Llevaba la espalda muy recta y sus movimientos eran tensos.

—Papá.

El hombre se volvió expectante.

—Papá, gracias por mandar al doctor Easby a Putney para que me viera.

En el rostro de su padre se dibujó una leve sonrisa.

—Sabía que no irías a ningún médico en Londres. —Asintió casi imperceptiblemente y siguió subiendo las escaleras.

Jessie no le preguntó por qué no había ido él mismo en persona. Allí, a solas en el recibidor con su madre, el aire parecía estar menos viciado; era más tranquilo y mudo.

—Mamá, ¿estás bien?

—¿Cómo voy a estar bien, Jessica? —le dijo su madre en voz baja—. ¿Cómo? —Le mostró la mano envuelta en el guante; estaba temblando—. Mírame.

Jessie tomó la pequeña mano entre la suya y se acercó a su madre, envolviéndola con un brazo y manteniéndola bien cerca de sí. Se quedaron así, en silencio, en el lúgubre recibidor.

Cuando Jessie oyó los pasos de su padre en el rellano, le dijo al oído a su madre:

—Lo encontraré, mamá, lo haré.

—Estoy segura de que sí —le susurró su madre.

Ambas se separaron cuando Ernest Kenton bajaba las escaleras y Jessie tuvo que contener las lágrimas que se le acumulaban en la garganta. Le dio el pasaporte británico de color azul oscuro y ella no hizo ningún comentario sobre la elaborada firma de la portada ni cuando lo abrió y vio la fotografía de su atractivo rostro en el interior. Lo cerró rápidamente y dijo:

—Gracias, papá. —Respiró hondo—. Pretendo viajar a Egipto para ver si…

—¡No! —La voz de su padre retumbó por los confines del vestíbulo—. Te lo prohíbo.

Jessie no mostró ningún signo de molestia por el comentario.

—Pero papá, realmente creo que ha dejado un mensaje cifrado para indicarme que ha ido a Egipto.

—Eso es ridículo.

—Hoy, durante mi tiempo para el almuerzo, he vuelto a ir al Museo Británico. Siguen sin saber nada de él, pero hay algo aún peor… —Oyó cómo su madre inhalaba aire con dificultad—. Peor —continuó— es que su novia —dijo, aunque estuvo a punto de pronunciar las palabras su novia egipcia hasta que recordó que su padre seguía completamente ajeno a su existencia— ha presentado su dimisión y también ha desaparecido. Parece ser que están juntos en algún lugar.

—¿Quién es esa novia? —preguntó su padre.

—Una compañera de trabajo —dijo Catherine Kenton rápidamente.

—Nunca la has mencionado.

—No.

Hubo una pausa en la conversación repleta de palabras mudas.

Su madre señaló el pasaporte que Jessie tenía en la mano.

—Su pasaporte está aquí —dijo con una gran sonrisa—. No puede haber salido al extranjero sin él.

—Puede haber viajado con un pasaporte falso. —Jessie ya había pensado en ello—. Según me han dicho no es difícil conseguirlo. Aunque, claro, ¿por qué haría algo así…?

Su padre gruñó mostrando su impaciencia y enfado.

—Ahora, mi niña, estás viviendo en el mundo de la fantasía; deja ya esa idea infantil y afronta la realidad.

Tanto Catherine Kenton como Jessie fijaron la mirada en él y la única muestra de arrepentimiento de su salida fue una leve tensión en la comisura de la boca.

—¿Qué —preguntó Catherine Kenton— quieres decir con realidad, Ernest? ¿Qué crees que le ha pasado a Timothy que no me has contado?

Ernest Kenton miró a su hija.

—Creo —dijo— que mientras estaba contigo aquella noche antes de su desaparición le dijiste algo, Jessica, algo sin mala intención, me atrevo a pensar, pero algo que le molestó. Algo que le hizo decidir abandonar a su familia. —Su mirada gris era llana e inflexible como una pizarra. Se tocó con el dedo el bigote, como si estuviera sopesando las palabras—. Algo sobre Georgie, sospecho.

—¡No! Eso no es verdad.

Jessie se giró hacia su madre, pero Catherine Kenton ya se había apartado de ella como si se tratara de alguien sucio y deshonroso.

—No —dijo Jessie de nuevo—. Juro que no es verdad.

Su madre fue hacia la puerta principal y la abrió. Actividad, siempre actividad. Si te mantienes activo, la vida nunca podrá contigo. Mantente siempre un paso por delante.

—Tenemos que irnos —dijo con brusquedad—. Tenemos que asistir a una reunión.

El aire frío entraba por la abertura y se enroscaba en sus piernas.

—¿Qué reunión? —preguntó Jessie como ida.

El shock la había dejado atontada.

—Vamos a escuchar a Oswald Mosley hablar —anunció su padre—. Va a dar un discurso en Bromley. Ha habido una oleada de nuevos miembros en la Unión Británica de Fascistas después de las revueltas. La gente está furiosa. —Volvía a estar en territorio conocido y la tensión de su boca iba desapareciendo—. Jessica, quiero que abandones esa idea ridícula de ir a Egipto. ¿Por qué no vienes con nosotros al discurso? Te vendrá bien oír lo que Mosley tiene que decir.

A Jessie no se le ocurría una peor idea que aquella.

—No, gracias, estoy cansada.

—Claro.

Salió de la casa de sus padres con las manos apretadas dentro de los bolsillos.

—Disfrutad de la noche —dijo, mientras se dirigía hacia su coche.

—Lo haremos.

Su madre vaciló un instante en el umbral.

—Siento lo de tu cara —murmuró.

No era mucho, pero al menos era algo.

La noche era oscura como la turba cuando Jessie llegó a su calle. Las farolas de Londres lanzaban redes de ámbar, pero la oscuridad ganaba. La oscuridad siempre ganaba. Incluso allí arriba en Putney Hill, lejos de las fábricas de Bermondsey y Bethnal Green y sus emisiones, el río había propagado su niebla y esta se había mezclado con la mugre industrial que se suspendía en el aire.

Conocer tu propia oscuridad es la mejor forma de lidiar con la de los demás.

Jessie había leído esas palabras de Carl Jung y se habían almacenado en su mente como una espiral. En el camino a casa, concurrido incluso a esa hora, examinó los rincones oscuros de su interior antes de entregarse a pensar en la acusación que su padre le había hecho. Que era ella quien le había dicho algo a Tim que, intencionadamente o no, lo había alejado de su familia, una familia que se sostenía por hilos más finos que las delicadas y frágiles madejas de lana de bebé de su madre y que con un simple chasquido de dedos se romperían.

Juro que no es verdad, habían sido sus palabras hacia su padre.

Pero nadie desaparece sin ninguna razón. Durante todo el trayecto de vuelta a casa repasaba las conversaciones que había tenido con su hermano en las últimas semanas; las desgranó buscando una palabra o frase que pudiera…

Un coche hizo sonar el claxon tras ella, haciéndola salir de su ensoñación de un salto. Le lanzó ráfagas de luz y Jessie se dio cuenta de que había disminuido la velocidad e iba a paso de tortuga, como si pudiera decelerar el ritmo del mundo, desplazar el tiempo, darle marcha atrás al reloj y comenzar de nuevo la última quincena. Aparcó en el exterior de su bloque de apartamentos, bajó del Swallow y miró automáticamente hacia ambas direcciones, pero no vio ningún movimiento entre las sombras proyectadas por las farolas. Abrió la puerta y recorrió el pequeño caminito aprisa con la llave ya en la mano. La figura que emergió del rincón más oscuro justo junto a la puerta de entrada hizo que se le pusiera el corazón en la garganta. Levantó la mano como para protegerse de quien fuera y metió la llave en la cerradura al tiempo que abría la boca para emitir un grito felino y ahuyentar al acosador.

—Señorita Kenton. —Unos dedos se cerraron sobre su muñeca y la bajaron desde la altura de su cara—. Siento haberla asustado.

—¡Monty! ¿No le enseñó su madre que no debe esconderse en rincones oscuros? Va a conseguir que le abran la cabeza de un golpe.

Él, que seguía sujetándola por la muñeca, rio discretamente, y ella se dio cuenta de lo pequeños que eran sus huesos junto a los de él.

—¿Qué tal la cabeza? —preguntó el joven.

—Mucho mejor. —Jessie liberó su muñeca—. ¿Qué tal usted?

Monty movió los hombros como haciendo ejercicio e hizo un gesto de dolor exagerando un gruñido.

—Como diría el chófer de mi padre, me siento igual que dos caballos viejos juntos.

Ella rió y la sencillez del sonido la sorprendió.

—Venga, pase y le haré una taza de café para que entre en calor, pero le advierto que luego lo echaré.

Jessie abrió la puerta y accionó el interruptor, y el haz de luz resaltó el rostro pálido de Monty. Ella se percató de que la miraba de un modo extraño; su aspecto debía de reflejar lo mal que se sentía.

—Ha sido un día muy largo —explicó Jessie.

Lo único que quería era cerrar los ojos y anular su vida unas horas antes de lanzarse a dar el siguiente paso. La sola idea le entusiasmaba y aterraba a partes iguales, pero ahora lo que necesitaba era descansar.

No le fue nada fácil, estando ya en su apartamento, reprimir ponerse delante de su invitado con los brazos en jarra y preguntarle qué hacía allí y qué quería, pero consiguió no hacerlo, ya que eso lo ahuyentaría de allí y Jessie se dio cuenta, no sin sorpresa, de que no estaba preparada para ello, a pesar del cansancio y de los golpes que notaba en la cabeza. Aquel hombre había decidido ayudarla, fuera por la razón que fuese, y Jessie se veía entre la sospecha y la gratitud. Aquella noche, la gratitud fue la vencedora.

Se atareó en la cocina y preparó dos tazas de cacao en vez de café, y añadió a la bandeja dos chupitos de whisky. Con propósito medicinal, claro. Cuando entró en el salón sintió una oleada de irritación al ver que Monty había abandonado el lugar que ella le había asignado en el sofá y estaba junto a la librería inspeccionando los libros y con una copia de La buena tierra, de Pearl S. Buck, en la mano. La soltó rápidamente, como si se hubiera dado cuenta de que se había extralimitado en sus privilegios. Los libros de una persona son privados, nadie los debe sacar así como así. Dicen mucho de alguien. ¿Qué conclusiones estaría sacando Monty de ella?

Él asintió al ver el whisky.

—Buena idea —dijo, y volvió al sofá.

Jessie comprobó que, a pesar del dolor de hombros, el hombre se movía con la seguridad propia de los de su clase, con la convicción de que allá donde fuera era siempre bienvenido. Sus huesos se asentaron en los cojines de Jessie como si pertenecieran a ellos y sus ojos marrones la observaron por encima de la taza de cacao de un modo que la hizo sentirse como la invitada en lugar de la anfitriona. Jessie se dejó caer en el sillón y se bebió el whisky de un trago.

«Mejor, mucho mejor ahora».

Estuvieron sentados en silencio durante todo un minuto, tomando sus bebidas calientes a sorbos mientras Jessie examinaba el rostro de su acompañante entre el vapor. Poseía una cierta austeridad que chocaba con la inclinación de su boca y la aparente predisposición de sus ojos marrones a sonreír. Sin embargo, no era muy buen actor, de eso ya se había dado cuenta, y se preguntaba cuánto de lo que estaba viendo era una máscara y cuántas máscaras distintas tenía en su poder. Aun así, le gustaba esa paz que inspiraba y el hecho de que no sintiera siempre la necesidad de hablar. El silencio que se creó en la estancia era cordial y el siseo de la cocina de gas, relajante.

—Bueno. —Jessie soltó la taza y el platillo—. He ido a ver a Archie al hospital. Está muy irritado por no poder seguir en acción, por estar perdiéndoselo todo. Me ha dicho que usted también ha ido a verlo. Ha sido un gesto muy amable por su parte.

Frunció el ceño y se encogió de hombros quitándole importancia; típico de un hombre que no lleva bien los agradecimientos.

—El Movimiento Nacional de Trabajadores Desempleados está teniendo ahora su momento de gloria —comentó él—. Siguen enfrentándose a la Policía de Londres por toda la ciudad y no paran de ocupar las páginas principales de los periódicos.

—Mi padre opina que Sir Oswald Mosley es quien debe tomar el control ahora; lo ve como a un líder poderoso para los tiempos de crisis.

—Mosley es ese que dijo: «El arte de la vida es seguir el ritmo de tu época». No se le da mal percibir el humor de la gente en esta horrible depresión y saber lo que necesitan.

—Es un barón, ¿no? Está emparentado con la familia real. ¿Lo conoce?

Frunció más aún el ceño y bebió del whisky.

—Sí, nos hemos conocido. —Dejó el vaso sobre la mesa y se inclinó abruptamente hacia adelante—. Dígame, señorita Kenton…

—Llámeme Jessie.

Monty levantó un poco la comisura del labio.

—Un nombre encantador.

—Puedo vivir sin la galantería, gracias.

Se rió entre dientes y pareció revelar así otra mueca más de su cosecha.

—Bueno, Jessie, cuéntame qué crees que le ha ocurrido a tu hermano.

El cambio de tema, la cordialidad y lo directo de la pregunta cogieron a Jessie fuera de juego. ¿Cuánto estaba dispuesta a contarle?

—No lo sé, pero para mí hay dos posibilidades obvias. —Habló con cautela, como dándose a sí misma tiempo para pensar—. O bien ha dejado el país para huir de algo problemático en lo que se había visto involucrado… —Hizo una pausa porque el corazón le latía cada vez más rápido.

—¿O…?

—O ha dejado Inglaterra específicamente para tomar parte en alguna actividad en Egipto, de ahí el código del que te hablé. El hecho es que parece ser un secreto y que no pinta muy bien, y podría tener que ver con antigüedades egipcias.

No hizo mención alguna al pasaporte.

—¿No puede ser ninguna razón inocente? ¿Cómo escaparse unas semanas con su novia?

—¿Qué sabes de su novia? —La pregunta le salió demasiado brusca, como si le hubiera dado un bocado directo a Monty.

Él levantó las manos con las palmas hacia ella.

—Nada —dijo—. Nada de nada. Solo estaba resaltando lo obvio, eso es todo, y preguntándome por qué ignoras esa posibilidad.

Jessie no necesitaba que le resaltara lo obvio, ya lo habían hecho demasiadas veces. Incluso Archie.

—Le he preguntado a los amigos de Tim —le había dicho con la cabeza vendada en el hospital, el ojo hinchado y la mejilla amoratada—. Ya conoces a Tim, estará ganándose a alguna chica e invitándola a todo… Viejo pillín.

Esa era la cuestión, que Jessie, efectivamente, conocía a Tim. No se trataba de una chica, ni siquiera de la atractiva Anippe. Aquello iba mucho más lejos.

—¿Tienes hermana, Monty? ¿O hermano?

—No.

—Entonces quizás no lo entiendas por eso; lo obvio no es siempre el camino por el que decantarse cuando se trata de un hermano o una hermana.

Ni una palabra, ni una sonrisa, ningún gesto expresivo con la ceja… Aquella vez no hubo nada de eso, sino que se quedó mirándola y, sin apartar la vista, le dijo en voz baja:

—Veo mucha convicción y una lealtad ciega en ti. —Separó mucho las palabras, concediéndole a cada una su momento para respirar antes de pronunciarla, como si se tratara de una lengua extranjera para él.

Jabez dejó de lavarse las orejas frente al fuego y caminó hasta la alfombra que separaba a Jessie de Monty con la cola elevada como un pararrayos, como si percibiera un cambio en el aire de la habitación y previera la tormenta que se avecinaba.

—Pretendo partir hacia Egipto lo antes posible —anunció Jessie—. El viaje combina avión y tren, al parecer. Así que lo primero que tengo que hacer mañana por la mañana es comprar el billete para…

Monty se levantó repentinamente y le ofreció a Jessie un cigarrillo de su pitillera de plata. Ella negó con la cabeza, molesta por la inesperada interrupción.

—Un buen cigarrillo facilita el proceso mental —dijo él.

Después de dudar un instante, lo aceptó y él se lo encendió antes de volver a su asiento. Fue entonces cuando se le iluminaron más sus ojos grises y Jessie no tuvo la más mínima duda de que lo que estaba a punto de decir era la auténtica razón por la que había ido a su casa aquella noche. Dio una calada al cigarrillo y se quedó a la espera.

—Tengo un amigo —dijo él— que tiene una novia en París, una bailarina francesa remilgada, Giselle, todo plumas y ligas. En fin, Jack está tan embelesado con esta potra exótica que viaja cada fin de semana en su avión privado para verla, en cuanto puede librarse de las ataduras diarias del banco de su padre. Vuela cada sábado por la mañana, cruza el Canal y llega al aeropuerto de Le Bourget, y empieza entonces a ingerir grandes cantidades de absenta y de oh là là francés. —Soltó una risotada, pero el sonido no se correspondía con la expresión de sus ojos—. Estaría encantado de poder ayudar. Sería un saltito hasta París, después el tren a Brindisi y cruzar el Mediterráneo en hidroavión.

Jessie soltó el humo y estudió a su compañero a través de la neblinosa cortina.

—¿Por qué haría eso?

—Porque yo se lo pediría.

Así que estaba seguro de que Jessie iba a seguir con su plan de ir a Egipto.

—Gracias —dijo ella—, pero no, gracias.

Él se pasó la mano por el pelo para apartárselo de la cara y Jessie pudo sentir su frustración.

—¿Por qué no, Jessie? Nos daría un comienzo mucho más ventajoso.

—¿Nos daría?

—Sí, a ti y a mí.

Jessie se levantó y miró desde arriba la cabeza girada de Monty.

—No hay tal nosotros. Viajaré sola.

Fue hasta la cocina y volvió con la botella de whisky para rellenar los vasos.

—Te veré a la vuelta y te contaré qué ha pasado.

Monty estiró las piernas, haciendo una buena imitación de estar relajándose, y se encogió de hombros con afectado descuido.

—No seas tonta, Jessie, está a más de tres mil kilómetros. No puedes hacer todo ese viaje tú sola. Además, la desaparición de tu hermano no se me va de la cabeza y me pesa en la conciencia… No quiero tenerte a ti también en mi pesar.

—Tu conciencia es problema tuyo, no mío. Soy perfectamente capaz de hacer el viaje hasta Egipto yo solita.

—Claro que lo eres, eso no lo he dudado ni un segundo, pero esa no es la cuestión. Es demasiado peligroso para una mujer ir sola por aquella parte del mundo.

—¿Has estado allí?

—Sí, una vez, cuando tenía dieciocho años. Fui a pasar el verano antes de empezar la universidad en Cambridge y navegué por el Mediterráneo. Donde más tiempo pasé fue en Marruecos. —Se le cambió la mirada y las líneas de expresión se le suavizaron, y Jessie no pudo evitar pensar qué recuerdo se le acababa de venir a la mente. El joven hizo un gesto con la mano para despertar de la ensoñación, como si la habitación fuera un cielo azul abierto—. Pero también viajé por Alejandría y subí hasta la costa norte de Egipto. Es una ciudad muy bonita e impactantemente británica y elegante, te encantará. Sin embargo, no llegué hasta El Cairo ni hasta Lúxor, en el sur, aunque me habría encantado ver algunas de las tumbas de los faraones y el Gran Templo de Karnak.

Sus palabras estaban formando una barrera, un muro que cruzaba la habitación.

—No —le dijo ella con firmeza. Pero la negativa no llegó a oídos de Monty—. No —repitió, y esta vez sí la escuchó—. Gracias por el ofrecimiento, pero viajaré sola.

Él la miró durante unos instantes y después se presionó las cuencas de los ojos con la parte inferior de las palmas de las manos. Lo que fuera que estaba pensado, estaba enmascarándolo.

—¿Estás cansado?

Él apartó las manos y su mirada ya no era la de un caballero ofreciendo ayuda a una damisela en apuros; la miraba con desolación, con una necesidad imperiosa, y a ella le dio un vuelco el corazón. De repente deseaba que no estuviera allí con ella, que no hubiera ido a visitarla. Estaba enredando su decisión, tan clara e irrefutable momentos antes.

—Jessie, escúchame —le dijo amablemente—. Egipto es una tierra de hombres, un país en el que las mujeres están relegadas a la cocina y la alcoba… Te irá mucho mejor al investigar sobre tu hermano y hacer preguntas si vas con un hombre al lado.

—Pero…

—Sí, lo sé, sé que esto va en contra de nuestra forma de pensar —le dijo él con una sonrisa atribulada—; sé que es difícil para una joven moderna como tú aceptar esto en 1932, pero es así. —Suspiró levemente—. Te prometo que es así, así que déjame ir contigo. Es verdad todo lo que he dicho sobre mi conciencia, me siento responsable porque la sesión de espiritismo que pareció desencadenar la desaparición de Tim tuvo lugar en mi casa. Lo siento, lo siento sinceramente, y no quiero verte en peligro a ti también.

—¿En peligro? ¿Qué quieres decir? ¿Está Tim en peligro?

—Solo digo que si estuviera bien habría contactado contigo ya, ¿no crees?

Jessie sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. ¿Y si tenía razón? ¿Y si necesitaba a aquel hombre tanto como él parecía necesitarla a ella?

Se bebió el whisky de un trago y agradeció el calor que le provocó.

—Muy bien, Monty, haremos este viaje juntos.

Él le sonrió; ya estaba todo hecho.

—¿Por dónde empezaremos a buscar?

—Por El Cairo.

Monty levantó el vaso.

—Por El Cairo —dijo, ofreciendo un brindis—. Y por Tim.

Tim. El nombre de su hermano retumbó en su cabeza. ¿Era ya demasiado tarde?