18

Jessie se despertó sobresaltada. El corazón se le había desmadrado en el interior del pecho y sentía la piel caliente y tensa. Había sido un sueño. En el sueño estaba desnuda en medio de Piccadilly y la perseguían perros de caza aullando mientras frente a ella estaba el doctor Scott con una escopeta entre las manos. Sabía que su única salida era volar por encima de los tejados, pero no podía separar los pies del suelo.

Parpadeó y se dio cuenta de que estaba completamente vestida y echada sobre el sofá de su casa con una manta. Era muy extraño; no recordaba cómo había llegado allí. Respiró hondo con alivio y decidió dejar que su mente en calma desatara los nudos. Se incorporó, lo cual fue un gran error, ya que toda la habitación comenzó a darle vueltas y en el interior de su cráneo se puso manos a la obra una horda de ladrillos.

Entonces lo recordó.

La brutalidad que había vivido en Trafalgar Square, los caballos con aquellos enormes ojos desencajados, los gritos retumbándole en los oídos… ¡Archie! ¡Pobre Archie! ¿Dónde estaría? Apartó la manta y estaba a punto de intentar ponerse de pie cuando vio una figura sentada en un sillón junto a la ventana. La habitación estaba en penumbra. Afuera era de noche y solo había una lamparita encendida en un rincón que proyectaba sombras de color azul marino oscuro sobre la figura silenciosa.

—¿Archie? —dijo en voz baja.

Pero justo al pronunciar el nombre de su amigo se dio cuenta de que no era él. La figura tenía las piernas demasiado largas y los hombros demasiado anchos. Dudosa de su propio proceso mental, se quedó mirando fijamente a Sir Montague Chamford y, al hacerlo, sintió que algo se abría en su interior, algo dolorido e irritado, y en su lugar fluyó la gratitud hacia ese hombre al que apenas conocía. Había salvado a Archie y a ella misma, y se había llevado un buen golpe a cambio. Seguramente le habría roto la rótula a aquel agente. Al pensarlo ahora de nuevo, lo sorprendente era que no cogiera la porra del agente y le rompiera la otra rótula también.

Jessie se levantó lentamente, esperó a que las paredes dejaran de bailar un cancán y caminó en calcetines hasta el sillón para verlo desde más cerca. Estaba dormido. Tenía la cabeza ligeramente ladeada y le caía un mechón de pelo castaño sobre los ojos. Sus amplias manos estaban juntas en el regazo como si hubiera estado jugueteando con los pulgares, esperando pacientemente a que ella se despertara. Miró el reloj de la repisa de la chimenea: las dos y cuarto. ¿Las dos y cuarto? ¿Adónde había ido el día? ¿Por qué estaba él allí? Sorprendentemente, Jessie no se sentía intimidada por su presencia, por estar sola con aquel hombre en su apartamento, pero sabía que Tabitha llegaría en cualquier momento. ¿Percibía algo en aquel hombre, algo decente, algo que le recordaba a san Jorge? Al girarse para mirarlo de nuevo, visualizó un ir y venir de escenas inconexas y desordenadas: enfermeras en un hospital, Archie en un carro, un doctor apuntándola con una luz a los ojos, sangre en un taxi, vomitar en los pantalones de Monty… Las imágenes iban y venían sin control alguno.

¿Vomitar en los pantalones de Monty?

Ya lo olía, el hedor dulzón del vómito. Le ardían las mejillas solo con recordarlo. Tenía las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos, y lo que quería era quitarle los pantalones de su elegante traje y meterlos en la bañera, pero no era una idea muy factible sin despertarlo. Se había quitado la chaqueta y solo llevaba puestos la camisa, el chaleco y la corbata plateada, un símbolo de elegancia que se había visto empañado por unas motas oscuras: sangre seca, bastante cantidad de sangre seca.

Descruzó los tobillos y murmuró algo en sueños con el ceño fruncido, pero no se despertó. Entre sombras, Jessie estudió las firmes líneas de su rostro, la amplia curva de sus pestañas, el aspecto resuelto de su boca incluso estando dormido… ¿Qué tipo de hombre era aquel? ¿Qué mentiras se escapaban por su boca, disimuladas tras el encanto sedoso de su clase? ¿Hasta qué punto podía fiarse de aquel rostro calculado?

Se movió una sombra en la habitación. Era Jabez. Cuando acarició su suave pelo negro, sintió náuseas. Fue a tientas hasta el baño, encendió la luz, que la cegó instantáneamente, y se estremeció al ver el rostro en el espejo de encima del lavabo. Era feo; apenas lo reconocía como el de Jessica Kenton. El rostro del espejo estaba pálido como la tiza excepto por una hinchazón desagradable que tenía en la sien izquierda y que se extendía hasta la frente con vetas negras y moradas. Era como si alguien la hubiera pintado mientras estaba dormida. El pelo era una maraña en la que había mechones rubios en todas direcciones, como si estuvieran intentando escapar. No los culpaba, desde luego; ella misma intentaría escapar si pudiera. Los ojos eran lo que peor estaba: enormes, redondos y vigilantes, ojos que no sabían cómo confiar en las personas, ni aquel día ni ninguno a partir de entonces. Aquello la sobrecogió. Eran ojos culpables. Lo que recordamos de nuestra infancia nunca se olvida ni se perdona.

Abrió rápidamente el grifo del agua fría y se lavó la cara, haciendo hincapié en la boca y los ojos, como si pretendiera borrar aquel rostro del espejo y encontrar uno distinto bajo él. Se cepilló el pelo y se limpió los dientes; sus dientes eran la única parte de su cuerpo que le gustaba, blancos, rectos y de aspecto desenfadado.

Se despertó casi imperceptiblemente. Jessie lo estaba observando y, así como estaba dormido, al segundo siguiente estaba despierto.

—Hola —dijo en voz baja desde el sillón, sin moverse.

—Hola, Monty. ¿Está dolorido?

—No más que usted, me atrevería a decir.

Hubo una pausa durante la cual ambos se sonrieron el uno al otro, como una especie de intercambio de información compartida. Jessie percibió su sonrisa como algo ciertamente extraño en contraste con las crudas imágenes que seguían asolando su mente.

—¿Qué hora es? —preguntó él.

—Son las cuatro y media de la madrugada.

—Llevo mucho tiempo dormido.

—Porque lo necesitaba… y más incluso. Vuelva a dormir.

Monty se dio cuenta de que lo había arropado con una manta y asintió en señal de gratitud, pero no hizo ningún amago de volver a dormirse.

—¿Qué tal usted? —preguntó—. ¿Cómo se encuentra?

—Me duele la cabeza, pero sobreviviré. Lo más importante, ¿dónde está Archie?

—Está en el hospital de Saint George en Hyde Park Corner.

—¿Cómo está?

—La verdad es que no muy bien, pero sobrevivirá también. Llamó usted a sus padres.

—¿Eso hice?

—Sí, eso mismo.

—Fue muy valiente lo que hizo. —Recorrió con la mirada las facciones de Monty—. Y lo que hizo usted también. Gracias.

Él levantó una mano como colocando un muro entre la gratitud de ella y él mismo.

—Lo que ocurrió hoy en Trafalgar Square es una tragedia nacional. Deben investigarlo y tendrán que rodar cabezas, preferiblemente la de Gilmour. Fue… —Detuvo repentinamente el fluir de palabras—. Bueno, no hablemos más del tema; ahora no es el momento. —Le brillaban los ojos con dureza e ira—. Ya tenemos bastante horror en nuestras cabezas por hoy, no añadamos más.

El tono de voz era triste y conmovió a Jessie. Tenía razón; si hablaba de lo ocurrido de nuevo, ella también se pondría peor.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

Jessie estaba sentada a la mesa con la lámpara al lado. Se había cambiado el vestido destrozado de aquella mañana y llevaba puesta una bata de lana con cinturón.

—Estoy leyendo —contestó ella.

Monty se levantó con dificultad, apoyando todo su peso sobre el brazo del sillón e irguiéndose lentamente antes de cruzar la habitación y colocarse junto a ella. A tan corta distancia, la piel de su rostro parecía grisácea y exhausta, pero seguía teniendo la mirada vívida. Jessie sintió la urgencia de tapar la página con el brazo para que él no la viera.

—¿Qué lee?

Ella no contestó nada mientras él cogía el libro abierto y sonreía irónicamente al ver el título.

—Historias de Sherlock Holmes, ya veo…

¿Ah, sí? Lo dudaba.

—¿Quiere una aspirina? —le preguntó Jessie para desviar la atención de la hoja de papel que había sobre la mesa.

—Me vendría mejor un whisky.

—Hay una botella en el armario de la cocina, junto al fregadero, y vasos encima del tarro del pan. —No lo iba a dejar solo en la mesa.

Él dudó un instante, pero al final fue tranquilamente.

—Entonces me serviré yo mismo —dijo.

—Claro, claro —dijo, añadiendo una tenue sonrisa.

—Explíquemelo otra vez. —Bebía el whisky a sorbos.

Jessie suspiró. En realidad no quería que le volviera a contar su teoría, lo que quería era que siguiera hablando en voz alta más tiempo para poder oír lo ridículo que sonaba.

Ella seguía jugueteando con las hojas que había en la mesa, cambiándolas de sitio, doblándoles las esquinas y haciéndoles marcas en la parte inferior. Ahora era obvio, lo veía con total claridad, pero le había llevado horas descubrirlo. Hizo un esfuerzo por aparentar estar calmada y miró a Monty serena y segura.

—Ya se lo he contado. Los cuatro nombres que el doctor Scott dijo que mi hermano había murmurado en la sesión de espiritismo, McPherson, Hatherley, Hosmer y Phelps… Los reconocí inmediatamente.

—A Scott le dijo que no le decían nada aquellos nombres.

—Exacto, le mentí. —Se encogió de hombros sin poder ocultar más la impaciencia—. Están sacados de las historias de Sherlock Holmes que solíamos leer de niños.

—Leer obsesivamente, por como lo dice.

Jessie ignoró el último comentario.

—Así que he estado aquí sentada dándole vueltas a esto mientras dormía, releyendo las cuatro historias en las que aparecen los nombres. Sin embargo, no era capaz de encontrar una relación entre ellos y Tim. McPherson es el profesor de ciencias en La aventura de la melena del león. Victor Hatherley es la desafortunada víctima en La aventura del dedo pulgar del ingeniero y Hosmer Angel es el prometido escurridizo en Un caso de identidad. Después, Phelps es…

—… en La aventura del tratado naval. Sí, sí, es verdad. Ciertamente conoce a su querido Conan Doyle. —No paraba de moverse en el asiento—. Pero eso no implica que haya ninguna lógica en el enorme salto de equilibrista que ha dado. —La estaba estudiando con preocupación.

A Jessie le dolía muchísimo la cabeza. ¿Estaba haciendo mal en confiar en él? ¿Qué la había llevado a soltárselo todo? Simplemente había ocurrido como un flash cegador cuando él le había dejado un vaso con una cantidad generosa de whisky junto al codo y le había ofrecido un paño con hielo del congelador.

—Para la cabeza. —Lo presionó contra la sien, enviando oleadas de frío curativas al corazón del dolor, y aquello le aclaró la mente.

En aquel momento, le llegó la respuesta. La conexión con Tim. Y la había dicho en voz alta sin pensarlo.

—Es el Nilo.

—¿Qué?

Movió la mano por las hojas de papel con las listas de cada personaje que aparecía en las cuatro historias, de cada línea argumental y cada posible referencia que coincidieran entre ellas.

—Este caso es un problema de tres pipas —murmuró con voz profunda.

Monty se quedó mirándola como si hubiera perdido los papeles, pero no hizo ningún comentario. Jessie se había dado cuenta ya de que Monty tenía la costumbre de dejar huecos para que las otras personas los rellenaran. Cogió el paño con el hielo y se bebió el whisky de un trago.

—Significa que era un caso problemático para Holmes —le explicó—. Necesitaba fumarse tres pipas de tabaco para solucionar un problema especialmente difícil.

—Puedo ofrecerle un cigarrillo en su defecto.

Ella negó con la cabeza y se arrepintió del gesto al instante.

—La solución no está en los nombres de los personajes, sino en los títulos de las historias.

A Monty le brillaron los ojos en la luz sombría de la estancia.

—Cuénteme.

Ella se lo contó todo.

—Si eliminamos La aventura de y El caso de del principio de cada título, nos quedamos con melena del león, dedo pulgar del ingeniero, identidad y tratado naval.

—¿Y bien?

—Ahora coja la primera letra de cada uno, en la lengua original en que se escribieron, claro: L de lion, lion’s mane, la melena del león; E de engineer’s thumb, el dedo pulgar del ingeniero; I de identity, y N de naval.

L, E, I, N. Eso no significa nada.

—Ordénelas de otra forma, busque una palabra con sentido.

N, I, L, E.

—¡Exacto! Nilo en inglés.

Él se había quedado en silencio y se había vuelto a dejar atrapar por el sillón con cierto aire de exasperación. Sin embargo, ninguno de sus resoplidos ni gruñidos consiguió sacarla de su convicción. Ahora, allí sentado y bebiendo a sorbos el whisky, las sombras lo asolaron y lo convirtieron en un extraño, una persona diferente a la que la había rodeado con el brazo en el paseo y la había arropado con una manta en el sofá. A aquella nueva persona no la conocía.

—Tiene sentido —dijo ansiosa—. Tim es arqueólogo y trabaja con antigüedades egipcias. Estoy convencida de que ha ido al Nilo.

Sus palabras cayeron en el silencio absoluto de la habitación y se hicieron pequeñas e insignificantes. Inertes e irrisorias. Pero él no estaba riéndose, sino furioso, y ella no comprendía por qué. Durante un largo lapso de tiempo ninguno de los dos habló y la sensación de desconexión que provocaron se vio rota únicamente cuando Jabez salió de entre las sombras y, haciendo uso de su persistencia felina, saltó al regazo de Monty para demandarle atención. La tensión que llenaba la habitación se deslizó por el desfiladero que marcó Monty al acariciarle la espalda oscura al gato.

—Las letras también dicen LINE, «línea».

—¿Y qué se supone que significa eso?

—No tengo ni idea, pero es igualmente plausible.

De nuevo el silencio se introdujo entre ambos, pero en aquella ocasión Jessie no tuvo paciencia con él.

—Creo que Tim me estaba enviando un mensaje.

—¡Pero si ni siquiera estaba allí!

—Debía de saber que iba a ocurrir algo y que yo lo buscaría.

—Querida señorita Kenton, con todos mis respetos, creo que el golpe en la cabeza le ha provocado algún daño en el cerebro. —Respiraba con nerviosismo—. Toda esta idea de Sherlock Holmes la ha confundido y llevado por un camino equivocado, y creo que no distingue bien entre la ficción y la realidad.

Su voz fue como cristalitos enterrados en jabón: perfumados en el exterior y cortantes e hirientes por dentro. Jessie se puso de pie y le pidió que se marchara, pero el movimiento repentino hizo que la cabeza le diera vueltas de nuevo, como si una apisonadora le hubiera pasado por encima. Se tambaleó y la habitación se convirtió en un diminuto círculo de luz en medio de una nube de oscuridad.

Se sostuvo con las manos mientras una voz le murmuraba palabras, pero eran como hojas otoñales que crujían bajo los pies al pisarlas. Se preguntó por qué había hojas tiradas por la alfombra.

«Jabez», se dijo a sí misma.

«Debe de haberlas traído él; gato estúpido».

Alargó la mano y lo acarició con cariño. A él podía contarle cualquier cosa sin recibir a cambio un gruñido escéptico. Lo acarició de nuevo y le rodeó la cálida cabeza con la mano, preguntándose vagamente dónde estaba el pelo del animal.

Jessie se despertó. De nuevo en el sofá, aún oscuro. Con los ojos medio abiertos y sin mover la cabeza apenas, inspeccionó la habitación. En aquella ocasión no había nadie en el sillón, y suspiró aliviada pero dándose cuenta al mismo tiempo de que se sentía desconcertantemente vacía, lo cual la enfureció, sobre todo al recordar la charla sobre la ficción y la realidad que aún retumbaba en su cabeza. Sintió cómo se le sonrojaban las mejillas y se alegró de que ya se hubiera ido; se alegró mucho.

Movió la cabeza con cuidado a modo de experimento con la apisonadora, y estuvo a punto de caerse del sofá al ver una cara entre sombras justo a su lado. Parpadeó para ver si desaparecía, pero no fue a ningún lado.

Gruñó.

—Shhh —murmuró él—. Descanse.

Se sentía estúpida. Monty estaba sentado en el suelo junto al sofá, sonriéndole amablemente. ¿Cuánto tiempo llevaría allí observándola dormir? Y, para colmo, le estaba agarrando la mano; estaba aferrándose a ella como a la vida misma.

Volvió a gruñir y cerró los ojos.

Al despertarse de nuevo, oyó voces hablar en voz baja y reservada que provenían de la cocina. Reconoció el tono de fumadora de su compañera de piso, lo que quería decir que Tabitha ya había vuelto a casa del club.

¿Qué le estaba contando Monty? La estaría convenciendo de su teoría de que tenía algún daño en el cerebro. ¡Maldito hombre! Se lamentaba por haberle contado su descubrimiento de las palabras codificadas de Tim y no paraba de preguntarse por qué lo habría hecho. Quizás él tenía razón, quizás su pensamiento sí estaba dañado y no debía haber confiado en él.

Ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Lo único que podía hacer era intentar deshacerse de él. Músculo a músculo, hueso a hueso, consiguió levantarse del sofá. Algo era algo. Aún seguía siendo de noche y la oscuridad se filtraba por las cortinas descorridas, pero Jessie consiguió reprimir el impulso de ir a cerrarlas. En lugar de eso se acercó a la puerta de la cocina, que estaba cerrada. Seguía viendo destellos desconcertantes, como si hubiera luces de Navidad reflejadas en el agua, pero consiguió dejar esa visión a un lado y abrir la puerta.

La luz era brillante y se introdujo directamente en su sien. De pie en un extremo del estrecho suelo libre de la cocina estaban Monty y Tabitha con los ojos abiertos de par en par ante la visión de Jessie. Frente a ellos había otro hombre inclinado sobre el fregadero. Incluso en medio del jaleo que la apisonadora le seguía montando en la cabeza, pudo reconocer la voz y el rostro de aquel hombre. Era el doctor Easby, el médico de su padre en Kent. ¿Qué demonios estaba haciendo allí en Putney?

—Buenos días a todos —dijo con tono jovial—. Bueno, supongo que será ya temprano por la mañana.

Tabitha fue la primera en hablar.

—Jessie, cariño, ¡gracias a Dios! —Abrazó enérgicamente a Jessie, provocando que la habitación le volviera a dar vueltas.

Por encima del hombro de su amiga, Jessie vio a Monty observarla con interés. Se metió las manos en los bolsillos y se movió sobre un pie y sobre el otro. ¿Creería que iba a echarlo de allí? Algo había cambiado en él, como si se hubiera desprendido de una capa superficial de piel mientras ella dormía y se hubiera quedado en bruto. Parecía exhausto, pero hizo un sonido que ella reconoció a la perfección como una leve risa de bienvenida. Jessie, por su parte, estaba demasiado tensa como para reírse. Se soltó del abrazo de Tabitha y se giró hacia el otro ocupante de la estancia.

—Doctor Easby, ¿qué está haciendo aquí?

Le extendió la mano como saludo, pero el doctor aprovechó para cogerle la muñeca y tomarle el pulso al mismo tiempo que le examinaba los ojos de un modo muy profesional. Estaba llamativamente serio, algo inusual en su habitual forma de ser, desenfadada y alegre. Llevaba puesto el chaleco que su madre le había tejido antes de morir de meningitis el año anterior. Tenía las manos suaves y cálidas, a juego con la sonrisa con la que siempre dispensaba las medicinas. El padre de Jessie lo tenía en un pedestal.

—¿Qué le trae hasta Londres? —preguntó ella.

—Pues tú.

«Esto no es bueno, no es nada bueno».

—Le pedí a Tabitha que llamara a tus padres —le contó Monty.

—Creímos que era lo correcto —añadió Tabitha.

Jessie no se dio cuenta de que le cambió la expresión, pero Monty debió de percatarse, ya que reaccionó al instante.

—Llevaba demasiado tiempo dormida. Nos tenía preocupados.

Jessie retiró la mano.

—Es por la mañana, ¿no? —Dirigió la mirada hacia el cuadrado oscuro de la ventana, por el que se apreciaba un leve destello de luz en el este.

—Sí, querida, es por la mañana —dijo Easby con dulzura—, pero es jueves por la mañana. Llevas dormida veinticuatro horas y tu padre pensaba que debía venir a verte y comprobar que estuvieras bien. ¿Recuerdas haber recibido un golpe en la cabeza?

Jessie empezó a retroceder hacia la puerta.

—Estoy bien. —La idea de que la hubieran estado manipulando mientras dormía era demasiado desagradable como para planteársela en aquel momento—. Solo quiero irme a mi habitación y…

—Sí, sí, querida —dijo el doctor Easby con su tono de voz dulce—, necesitas relajarte. Te he dado algo que te calmará y te sacará del impacto que…

—Estoy perfectamente calmada.

Se detuvo en seco y se limpió las palmas de las manos en la bata.

—Me alegro de oír eso. —El doctor le dedicó su mejor sonrisa e hizo una pausa. Todos sabían que entonces vendría lo demás. Alargó la mano con la palma hacia arriba, como ofreciéndole una manzana a un caballo nervioso—. Cógelo, por si acaso. —Era una caja blanca de pastillas—. Es para calmar los nervios.

Dio un paso hacia ella, quien cogió la caja rápidamente para evitar que el doctor se le acercara más.

—Tus padres están preocupados.

—No lo suficiente como para venir a verme ellos mismos, al parecer —dijo, y salió de la cocina sin dar opción a una respuesta.

Cuando llegó a su habitación tenía la mente nublada y sentía cómo le caía el sudor por la frente. Se apoyó contra la puerta cerrada y se dejó caer lentamente hasta el suelo, abrazándose las rodillas y rodeándolas con las manos para que todo estuviera bien junto. Sabía que estaba exagerando, lo sabía, pero no quería que ningún médico le diera un informe sobre ella a su padre, fuera cual fuese el motivo. El vacío entre ambos era demasiado grande y baldío como para que aquellas semillas insignificantes pudieran brotar. Quería que su padre creyera que estaba perfectamente.

«No me pasa nada, no soy Georgie. No puedes encerrarme en un sitio para los que están mal de la cabeza. No puedes».

Estaba temblando. El dolor se le extendía desde la sien hasta la mandíbula, provocando que le dolieran los dientes, pero esa preocupación estaba muy abajo en la lista de cosas por las que inquietarse. Después de pensar largo y tendido, se levantó las mangas de la bata y se inspeccionó los brazos; encontró lo que buscaba: dos marcas de pinchazos. El corazón le dio un vuelco. ¿Qué le habían inyectado? Tabitha y Monty habrían accedido dócilmente porque un médico era como un Dios terrenal y tenía el poder de la vida y la muerte en sus manos.

Sacó las pastillas del bolsillo y buscó un nombre, pero no encontró ninguno. Le temblaban las manos.

¿Se estaba comportando como una niña estúpida? ¿Estaba el doctor Easby en lo cierto y necesitaba ayuda?

Jessie tiró la caja de pastillas por la habitación y la oyó chocar contra el bloc de dibujo que estaba apoyado sobre la pared. En el bloc negro estaban sus dibujos, los que había hecho para ella misma, los que realmente le importaban, y sus imágenes le volvieron a la mente de forma inesperada. Se frotó los brazos enérgicamente al sentirse de repente congelada porque sabía que aquellas imágenes trataban su sentido de pertenencia al mundo: los dedos de un niño agarrando la mano de su padre, un gato sobre el regazo, dos enamorados durmiendo, una niña cepillándole el cabello sedoso a su madre, una perla colgando del lóbulo de una mujer… Podía seguir así mucho más. Era lo que su mano dibujaba, no podía evitarlo ni controlarlo. Pertenencias. No soledad ni desconexión, ni un niño llorando desconsoladamente en el suelo de su habitación.

Reposó la cabeza en las rodillas.

—Tim —susurró—, vuelve a casa.