14

Monty Chamford no soportaba la incertidumbre. Lo sacaba de quicio. Le gustaban las cosas claras. Pero allí estaba él, girando hacia una calle sin salida de casas adosadas sin la más mínima idea de quién sería Nell aquel día. Ella y sus amigos los espíritus trataban con la incertidumbre a diario y disfrutaban de ella con un placer que ponía de los nervios a Monty. Y a Nell le gustaba, de eso estaba seguro, hacer que él siguiera intentando averiguar. Por teléfono, Monty le había advertido de las reglas para aquel encuentro: «Sé discreta». Pero con Nell y sus turbantes de satén nunca se podía estar seguro. A Madame Anastasia le gustaba jugar.

Monty aparcó el Rolls delante del diminuto jardín frontal, que estaba plagado de malas hierbas; se moría por poder arrancarlas con los dedos. Salió del coche y se percató de que en el interior de la casa se movían los visillos, pero antes de poder abrirle la puerta a su acompañante, la señorita Kenton había salido y se dirigía con resolución hacia la puerta principal. Le gustaba cómo iba vestida, un poco bohemia con una capa amplia y suelta y colores llamativos. Llevaba el sombrero hacia un lado; parecía algo masculino, como uno de esos de fieltro que usan los hombres, y ocultaba las suaves ondulaciones de su melena rubia. Iba en serio y quería que así lo pareciera, de eso no cabía duda.

—Mi querida joven, qué encantador es conocerla. —Una voz femenina salió flotando a modo de saludo.

Monty parpadeó y convirtió la risotada que estaba a punto de salirle de manera espontánea en tos. Nell se había ajustado perfectamente a lo que le había pedido: discreción. Aquella era una nueva Nell para él. Había salido a la puerta con una falda larga de tweed, una rebeca marrón tejida a mano que no ayudaba a su figura regordeta y unos pesados zapatos de cuero marrón. Únicamente las perlas que llevaba al cuello desprendían un resplandor lechoso, un atisbo de los secretos ocultos y los buenos tiempos. Llevaba el pelo con tirabuzones y gafas de carey. ¿Gafas? Monty sabía que tenía cuarenta y nueve años, pero aquel día podría haber pasado por sesenta. Parecía la típica tía solterona que todo el mundo tiene, fiable y honesta, un poco aburrida y ratón de biblioteca.

«Oh, Nell, mi pícara Nell, hoy te has superado. Va a creer cada palabra que le cuentes».

Monty dio un paso adelante.

—Señorita Kenton, déjeme presentarle a Madame Anastasia.

Ambas mujeres se miraron con recelo y se dieron la mano.

—Pase, querida, dentro se está caliente.

Nell los invitó a pasar y los guio, dando grandes zancadas con los zapatos, que parecían estarle varios números grandes.

Monty no pudo contener la sonrisa al entrar en el salón. Habían desaparecido las bandas de tela morada que normalmente cubrían el sofá y las sillas, así como las tiras de campanitas y cristales que pendían del techo. En lugar de estos objetos, había tapetes de encaje en cada superficie, una aspidistra, un triste canario en una jaula y, en un rincón, una horrible cabeza de ciervo disecado con las orejas comidas por el moho. ¿De dónde había salido todo aquello? En un breve instante en que Monty y ella cruzaron las miradas, este le articuló con los labios: «Perfecto», manteniéndose tras la señorita Kenton.

Las dos mujeres se sentaron una frente a la otra y los ojos juveniles de Jessie examinaron el rostro de Nell con la minuciosidad de un pintor de retratos. Monty se preguntaba a qué se dedicaría… Podía tener que ver con la medicina, o incluso podría estar relacionada con la Policía. Aquel último pensamiento lo hizo estremecerse. Era por la forma en que sus ojos azules diseccionaban las cosas con tanta precisión, como si pudiera ver bajo la piel el color de la sangre de una persona o la forma exacta de los pensamientos en su mente. Monty se apoyó en el piano, reacio a tomar asiento.

La señorita Kenton estaba sentada con actitud tranquila y atenta, y las manos posadas suavemente sobre el regazo. El sol de la tarde se filtraba por los finos visillos convirtiendo su cabello en hilos dorados mientras esperaba a que Nell dejara de ir de un lado para otro para poder hacerle la pregunta correcta.

—¿Puede ayudarme? Madame Anastasia, mi hermano desapareció hace diez días tras asistir a una de sus sesiones de espiritismo.

—¡No me diga!

—¿Conoce a mi hermano, Timothy Kenton?

Nell ladeó la cabeza y sus ojos oscuros y taciturnos adoptaron una expresión más maternal. Se atusó un tirabuzón y dijo:

—No, no exactamente, querida. No conozco al joven, pero creo que nuestros caminos se cruzaron a este lado del velo mientras buscábamos…

—Así que ¿lo conoce? ¿Está segura de que era uno de sus clientes?

—Yo prefiero verlo como a uno de mis compañeros buscadores en vez de como a un cliente. Juntos intentamos penetrar en la oscuridad, darle voz a esos espíritus que han pasado al otro mundo pero que tienen un mensaje que darle a algún ser querido que sigue siendo frágil aquí, en el mundo terrenal.

Nell hablaba con la voz de una profesora de clases dominicales de catequesis, amable pero con un tono que traslucía convicción.

«Bien hecho, pequeña Nell».

—Por favor, cuénteme qué ocurrió aquella noche. ¿Estaba Timothy inquieto? ¿A qué hora se marchó? ¿Estaba solo o iba acompañado?

—Querida, siempre estamos acompañados; los espíritus rondan cerca, pero las personas están demasiado ajenas a ellos.

La señorita Kenton emitió un sonido áspero al resoplar.

—Quiero decir con otra persona.

«No la provoques, Nell. Dale algo».

Sin alterarse lo más mínimo, Nell pareció captar el pensamiento de Monty.

—Su hermano vino solo —le reveló a su visita—, pero parecía conocer a varios buscadores que estaban presentes en el círculo, otros dos jóvenes.

—¿Cómo se llamaban?

Nell emitió un gruñido muy poco femenino, una señal de desaprobación que le salía sin querer cuando la irritaban.

—Oh, jovencita, eso no puedo decírselo. —Nell consiguió sacar su mejor sonrisa beatífica—. Cualquier persona que se adentra en una de mis sesiones de espiritismo lo hace con la convicción de que encontrará total confidencialidad. No puedo romper eso. Les doy mi palabra a esas almas necesitadas que vienen a mí.

Madame Anastasia, mi hermano está desaparecido. Necesito saber dónde está. Le estoy pidiendo que me ayude.

Pronunció las palabras con tal desesperación que incluso Nell flaqueó y se sorprendió por la sonrisa amable que dibujó en su rostro. La pequeña habitación se volvió de repente aún más reducida y hubo una sensación de movimiento en aquel espacio concurrido.

«Maldita Nell y sus espíritus».

Monty movió la mano en el aire, por si uno de ellos había pasado demasiado cerca. Nell pensaba que sabía todo lo que había que saber sobre la muerte y nadie iba a poder convencerla de lo contrario, pero Monty creía en la vida y no le importaban aquel tipo de paparruchas. Este dio un paso adelante, ya casi molesto por la situación.

—Dígaselos.

Nell lo miró desafiante y concluyó malhumorada:

—Un solo nombre: el doctor Scott estaba presente.

—El doctor Scott —repitió la señorita Kenton, pero girando la cabeza hacia él, no hacia Nell—. ¿Quién es?

Monty ignoró la pregunta.

—Cuéntele qué ocurrió en la sesión.

Los ojos azules de la señorita Kenton se abrieron mucho más unos instantes, y después, se entrecerraron. Monty se dio cuenta de que no se fiaba de él. ¿Por qué debería hacerlo? Ella ya había cambiado su centro de atención de nuevo a Nell y Monty percibió con claridad que estaba dispuesta a sacarle toda la verdad a la médium. Sin embargo, la verdad siempre es un banquete variable y Nell era una experta en cocinar su propia versión de ella, aderezada con los susurros que la incordiaban todo el día.

—Cuénteme qué ocurrió en la sesión —dijo la señorita Kenton con las manos posadas sobre la mesa frente a las de Nell, lista para agarrar las palabras de la médium en cuanto salieran por su boca.

Nell cerró los ojos e inspiró profundamente. Entonces, se hizo el silencio. El reloj de la repisa de la chimenea dejó de marcar los segundos, la madera vieja ya no crujía y el viento no rozaba los cristales de las ventanas. Era un silencio tan vacío como su cuenta bancaria. Monty aguardó pacientemente, acostumbrado ya a las tretas de Nell, pero la joven le lanzó una mirada urgente, repleta de descontento. Estaba dispuesta a agarrar a Nell por el cuello y arrancarle las palabras una a una si antes no salían solas. Tosió como advertencia.

—Un hombre mayor se acercó a mí por medio de mi guía espiritual —murmuró Nell de inmediato. Su voz sonaba distinta, más joven y amable—. Quería hablar con su hermano, Timothy Kenton, pero… —Abrió los ojos repentinamente y miró de frente a la joven que tenía delante—. Pero no lo consiguió. Su hermano rompió el contacto. Sentí el dolor del señor mayor, afilado como los dientes de una serpiente, y oí sus lágrimas caer.

La señorita Kenton no movió un solo músculo.

—Cuénteme, ¿qué ocurrió?

—Está todo muy borroso, querida.

«Sigue así, Nell».

—Su hermano se puso nervioso e inquieto, rompió el círculo, perdiendo así el contacto, y se dirigió hacia la puerta muy resuelto.

—¿Cree que se encontraba mal?

—No, creo que estaba asustado.

Se oyó un sonido ahogado de incredulidad.

—¿Asustado de qué?

—De lo que había en su cabeza, de lo que los espíritus le estaban contando.

El silencio volvió a abrirse paso en la estancia, esta vez crispado e implacable.

«Entonces, ¿qué pasó después, Nell?».

La señora se inclinó hacia adelante y posó sus manos sobre las de la señorita Kenton, atrapándolas bajo sus palmas.

—¿Quiere que busque a su hermano en el más allá?

—¡No! —Ira, rabia—. Timothy no está muerto.

—¿Tiene algo que le perteneciera? ¿Algo que pudiera sostener mientras…?

—¡No! —Apartó las manos con brusquedad.

Nell se encogió de hombros. Estaba penetrando bajo la piel de aquella joven, agitándola.

«¡Ya basta!».

Monty iba de un lado para otro delante del piano.

—Cuéntele a la señorita Kenton qué ocurrió después —dijo abruptamente—. ¿Volvió a verlo después de eso?

Las mejillas de Nell estaban sonrosadas y negó con la cabeza.

—Pero sí lo oí, estaba en el recibidor y se quejaba en voz alta de que aquello no era lo que esperaba, de que… —Dudó y, por un instante, Monty pensó que había olvidado su guion, pero continuó con una expresión de pesar muy convincente—. Gritó que se iba a casa.

—¿Oyó usted a Timothy, Sir Montague? ¿En el recibidor?

—No, no lo oí. Estaba muy a gusto en la calidez de la cocina. Pregunte a Coriolanus.

Los párpados de Nell titilaron unos segundos, revelando su inseguridad.

—Entonces oí el sonido del motor de un coche al arrancar en el camino —insistió Nell— y se marchó. Para ser honesta, me alegré de verlo marcharse, joven. Había arruinado mi sesión de espiritismo y eso no le hace ningún favor a mi reputación.

«Mejor, mucho mejor, Nell».

—¿No fue tras él —preguntó la señorita Kenton— para ver si estaba bien?

—No. Ya tenía bastante de que ocuparme con mantener la paz con mis otros buscadores. Los espíritus gemían por la casa, dirigiendo alaridos a mis oídos, hasta que ya no pude soportarlo más y tuve que dar la sesión por terminada. —Expresó la última idea con pesar, como si le provocara dolor físico.

—¿Se marcharon todos?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo después que mi hermano?

—Una media hora, supongo, sobre las diez y media.

—Y ese tal doctor Scott, ¿también se fue?

—Sí, claro.

—¿Dónde podría encontrarlo?

Nell cerró los ojos y se negó a contestar. Monty observó cómo la expresión de la señorita Kenton se volvía obstinada, aunque tranquila. No estaba yendo a ningún lado con aquello. Monty emitió un suspiro de irritación, pero fue hasta el sofá que había junto a Nell y se sentó en él.

—Señorita Kenton, yo conozco al doctor Scott. —Vio cómo la esperanza se encendía de nuevo en su rostro y cómo, por un instante, olvidaba que no debía fiarse de él—. Siempre va a Northumberland a pasar el fin de semana en esta época del año para cazar su habitual partida de urogallos, pero volverá para estar en su club el lunes por la noche.

—¿Me puede dar la dirección?

—Haré algo mejor. La llevaré a desayunar el martes por la mañana y así los presentaré yo mismo.

La sonrisa de gratitud que la señorita Kenton le dedicó no consiguió desatar los nudos que tenía en el estómago, sino que los ajustó aún más.

—Han montado un buen espectáculo para mí entre usted y su Madame Anastasia.

—¿Cómo dice? —Monty giró la cabeza para mirarla, y comprobó que observaba fijamente la carretera a través del parabrisas.

—Usted y Madame Anastasia.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cómo es normalmente? Supongo que más dramática e impredecible. ¿Fue idea de ella o suya que representara el papel de figura maternal? Para mantenerme tranquila, supongo.

Monty sintió algo punzante bajo la costilla: el reconocimiento de su fracaso, no una sensación que le preocupara.

—Escúcheme, señorita Kenton. Únicamente queríamos que supiera que su hermano salió de mi casa por su propio pie y que, probablemente, esté tomándose un café en un hotel de Londres con su encantadora acompañante femenina. Esa es la razón más común por la que los jóvenes desaparecen. —Hizo una pausa; volvió a contemplar su perfil, pero este no le revelaba nada—. ¿Cómo ha sabido que era un teatro? Ha estado realmente bien.

—Por los pequeños detalles —dijo, encogiéndose de hombros—. Los zapatos le quedaban grandes, la falda no era suya, ya que tenía pelos de perro, la tapicería del sofá era demasiado nueva, como si normalmente estuviera cubierta por otra tela… Me imagino algo más colorido… Y no paraba de tocarse el pelo, así que supongo que no es su peinado habitual. Y, por supuesto, las gafas.

—¿Qué le pasaba a las gafas?

—Eran de cristal normal, sin graduación.

Monty dejó escapar abiertamente una gran risotada.

—Sherlock Holmes no lo habría hecho mejor. Qué observadora es, señorita Kenton. Estoy realmente impresionado.

Por primera vez desde que habían salido de la casa, ella sonrió. No mucho, una sonrisa leve e interiorizada, pero al menos era una muestra de que era humana, no solo un perro de caza que va tras el rastro de la sangre.

Monty giró el volante y entró en el camino de Chamford Court. Como siempre, el corazón se le aceleró de placer. El día se había vuelto gris y una tanda de nubes hoscas amenazaba con descargar, pero aun así la visión de la vieja casa le provocó ese vuelco en el corazón.

«Maldito lugar, ¡al infierno!».

Lo tenía preso como un vicio inconfesable.

Apartó la vista de la casa mientras aceleraba para subir la colina y contemplar aquel rostro solemne que tenía junto a él. Apenas había hablado durante la mayor parte del viaje de vuelta y, mientras conducía, su mente divagaba sobre qué hacer con los campos del ala este; el señor Grainger, su capataz del estado, le había asegurado que se inundarían de nuevo aquel invierno si no metía las tuberías rápido. Pero salió de su ensimismamiento al darse cuenta de que las mejillas de la señorita Kenton estaban pálidas y de que llevaba las manos apretadas sobre el regazo.

—Debe de quererlo mucho —dijo Monty de repente— a ese hermano suyo.

Ella se giró hacia él con sus ojos azules colmados de una emoción oscura que no conseguía descifrar, pero su tono de voz fue comedido y tranquilo.

—Debe de quererla mucho —repitió— a esa casa suya, para hacer lo que hace.

Para hacer lo que hace. Tuvo un flash repentino de la visión del peso del cuerpo flácido de Timothy Kenton sobre su hombro mientras lo cargaba bajo la lluvia, con sus rizos dorados apelmazados formando manchas oscuras sobre su rostro.

—Sí —contestó Monty con tono pausado—, sí. Quiero muchísimo a este lugar.

La luz se apagaba; el día estaba llegando a su fin, ofreciendo sus últimos fragmentos antes de ser engullido por la noche. Jessie estaba sentada junto a la ventana dibujando, dejando que su lápiz hiciera las veces de su mente, pero con el peso muerto de la decepción sobre su pecho.

«¿Quién eres?».

El rostro medio formado de su papel le devolvía la mirada, pero no le daba respuestas. Con cada toque de lápiz se convertía más en una presencia en la habitación.

«Me gusta el modo en que ladeas caballerosamente la cabeza cuando me hablas; me gusta el modo en que tus largas manos sujetan el volante, como si fuerais viejos amigos».

Esbozó una oreja, delicadamente adherida a la cabeza, y un mechón de pelo cayendo sobre su elevada frente.

«No me gusta el modo en que me mientes; no me gusta el modo en que te confabulas para engañarme».

El lápiz dibujó una sombra bajo el hueco de la mejilla y los ojos, magullándolos. Era con sus ojos con lo que más problemas estaba teniendo. Eran inquisitivos, pero cautos al mismo tiempo. Reservados, pero amigables. Dos personas en una, ocultándole secretos.

«¿Quién eres? ¿Hasta qué punto estás involucrado?».

—¿Quién es ese?

La voz de su compañera la cogió por sorpresa y la devolvió al mundo real. Siempre le pasaba lo mismo cuando dibujaba; entraba en una vida distinta, una realidad alterada, y le costaba unos instantes y respirar bien hondo volver a su apartamento en Putney.

—Se supone que es Sir Montague Chamford.

—Ah, pues me gusta su sonrisa.

Tabitha se inclinó sobre el dibujo y recorrió la boca con el dedo, dibujando la curva de los labios que la invitaban a reírse del mundo junto a él.

—Es un hombre de muchas y muy distintas sonrisas —murmuró Jessie.

Tabitha la empujó suavemente con el codo, incordiándola a modo de broma en el brazo con el que Jessie pintaba.

—Estás leyendo demasiado en este rostro, Jess. No es más que una persona amable intentando serlo.

—¿Tú crees?

—Sí. Seguramente solo esté intentando ayudar. Es lo que le corresponde a los caballeros de su casta, socorrer a las damiselas en apuros. Los caballeros de brillante armadura y ese tipo de paparruchas… Generaciones de caballeros sobre blancos corceles.

«¿Es cierto? ¿Es eso lo que estás haciendo?».

Tabitha se apartó y se dejó caer en el sillón con un gruñido rotundo.

—Por lo menos eso es lo que pienso yo.

Jessie se subió al brazo del sillón.

—¿Qué pasa, ángel mío? ¿Qué te preocupa?

Tabitha se acarició la densa melena oscura con la mano que tenía libre, como si pudiera desenmarañar sus pensamientos, y Jessie se acercó más a ella.

—¿Algún problema con Nathan?

Nathan era un miembro de la banda con el que Tabitha solía tener algún enfrentamiento que otro de vez en cuando.

—No. —Se encogió de hombros desesperanzada—. Oh, Jess, es que a veces no me gusto a mí misma; no soporto estar en mi propia piel.

—Bueno, solo para que quede claro —dijo Jessie con firmeza—, a mí sí me gustas, Tabitha Mornay.

Pasó un minuto completo hasta que los ojos de su amiga se entreabrieron.

—¿Me dibujas? —le dijo en voz baja.

—Estaba deseando que me lo pidieras —dijo Jessie, mintiendo, pero con una sonrisa; había sido un día agotador.

Cogió el bloc de dibujo y desechó el boceto anterior mientras la joven música se colocaba artificiosamente en el sillón, con la bata resbalando por un hombro, la pierna sobre el brazo del asiento y la larga melena cayéndole por el costado como un río de tinta. Jessie comenzó a pintar. Bajo la cama de Tabitha ya había un montón de retratos de ella a lápiz y carboncillo que Jessie había realizado a lo largo de los años, y este sería uno más que añadir a la ya existente pila polvorienta. Era como si Tabitha temiera dejar de existir sin esos dibujos, que pudiera olvidarse de quién era.

¿Es eso lo que le pasó a Tim? ¿Realmente se marchó por su propio deseo, olvidándose de quién era e ignorando cuánto podrían preocuparse los demás por él?

«¿Estás liberado, Tim? ¿Liberado de nosotros? ¿Era eso lo que querías?».

Jessie echó un vistazo al boceto del hombre que había sido amable con ella aquel día y de repente tuvo una idea que la hizo estremecerse. Era una idea peligrosa.

«¿Y si… —dejó que el pensamiento se expandiera en su mente— y si cogiera el lápiz y tachara todo el retrato, lo cubriera con una capa de grafito gris hasta que no pudiera respirar ninguna de las partes del dibujo…? ¿Dejaría de existir como lo hizo Georgie?».