12

Jessie lo sabía. Desde el mismo instante en que abrió la puerta de su apartamento, lo sabía.

—¿Quién anda ahí? —gritó.

La habitación estaba en la más absoluta oscuridad. Se quedó atenta a los sonidos por si oía algún movimiento al otro lado de la puerta, con los vellos de la nuca erizados. Entonces accionó el interruptor, inundando así el espacio de luz y obligando a las sombras a recluirse en los rincones. El corazón le latía con fuerza en el pecho.

—¿Quién anda ahí? —volvió a decir.

Como si el ladrón fuera a decir «Hola, no se moleste por mí, solo estoy rebuscando en sus armarios».

Algo le rozó el tobillo y dio un respingo.

—¡Jabez! —le susurró al gato, mientras este frotaba la mejilla contra su espinilla.

El animal parecía estar ajeno a lo que pasaba y ronroneó como bienvenida al intruso.

Aquella era una buena señal, no como los cajones abiertos del aparador y los papeles y libros esparcidos por el suelo.

Alguien había estado allí. Jessie buscó en cada habitación del apartamento y encontró que quien hubiera entrado lo había hecho por la ventana de la cocina, que habían dejado abierta dando vía libre al aire frío de la noche. Los aparadores de la cocina, el baño y la habitación de Tabitha estaban intactos, pero en la suya y en el salón estaban todos los cajones abiertos y el interior, revuelto.

Extrañamente, Jessie no estaba asustada. Debería estarlo, viéndose sola a las dos de la mañana en un apartamento vacío que había sido desvalijado; sabía que debería estar asustadísima, pero no lo estaba. Estaba furiosa, enfadada y triste. Fue hacia el teléfono con determinación y comenzó a marcar el número de emergencias de la Policía, pero se detuvo tras la segunda cifra. Se quedó de pie un instante con el auricular en la oreja, el cable colgando y los pensamientos arremolinándose en su mente y, entonces, colgó.

A él no podía hacerle eso.

En su lugar, se dirigió a la habitación de Tabitha, un lugar que no había sido profanado, y se sentó en la cama. Jabez se acomodó en su regazo en una milésima de segundo, con sus ojos verdes medio abiertos por el gusto y tratando de levantar el vestido de Jessie con las zarpas para llegar a la piel. Era una mezcla de placer y dolor, lo mismo que sentía cada vez que dejaba a Georgie entrar en su mente; placer y dolor en una combinación impredecible que no era capaz de controlar. Podría haber sido cualquier ladrón, claro que sí, seguramente así sería. Pero ¿y si no? ¿Podía arriesgarse a ello? En un lugar inmutable en el centro de su cerebro estaba convencida de que había sido Georgie quien la había seguido hasta allí y había entrado en su apartamento, examinado sus pertenencias, tirado las mismas por todos lados… Había sido él quien había traído el caos a su vida, de la misma manera que ella lo había llevado a la suya al no cuidar de él mejor cuando aún era un niño, al no abrazarlo con fuerza para que no pudiera marcharse. ¿Dónde estaba ella cuando la llamaba a gritos y entre llantos aquella noche veinte años atrás? Sollozando sobre la alfombra. ¿De qué servía eso a un niño pequeño asustado?

La respiración se volvió agitada y profunda. Se preguntaba cómo habría sido entrar mientras Georgie estuviera aún allí, contemplando uno de sus dibujos o incluso sosteniendo su almohada entre las manos. Habría querido abrazarlo, abrazarlo fuerte, presionar su cuerpo contra él para que volviera a entrar en aquel hueco sangrante con forma de Georgie que había en su interior, y a él no le gustaría eso en absoluto. Intentaba imaginarse su cara de adulto y sus manos de adulto, pero no podía. Serían las manos y el rostro de un extraño.

Se inclinó hacia abajo y acarició el pelo sedoso de su gato con la mejilla.

—¿Lo has visto? —le dijo a una oreja negra puntiaguda—. ¿Te ha tocado?

Jabez ronroneó y cerró los ojos para guardar su secreto.

«¿Tienes gato, Georgie? ¿Toleras ese tipo de contacto ahora?».

Jessie no se planteó ni por un momento que habría nubes rosas de felicidad si se reencontraban. Él debía de odiarla; lo había abandonado. Y en ocasiones ella lo odiaba a él porque… —las palabras trataban de formarse en su cabeza, pero no era fácil— porque si se hubiera comportado un poco más como un hermano normal y hubiera hecho las cosas que sus padres le decían, como dejar que mamá le tocara el pelo de vez en cuando o no decirle a papá que el aliento le olía a boñiga de vaca después de fumarse un cigarrillo, habrían dejado que se quedara. Nada de aquello tendría que haber pasado. Por eso, en ocasiones, odiaba a Georgie.

Le llevó más de una hora ordenar todo el desastre y no notó que faltara nada a simple vista. Cuando Tabitha llegó a casa con sus bostezos, el cabello moreno alborotado y la trenza suelta, el apartamento estaba de nuevo como siempre.

—¿Qué haces despierta a esta hora? —le preguntó Tabitha mientras se desplomaba en el sofá, se quitaba los zapatos dándoles pataditas y estiraba los pies sobre el cojín.

En el exterior, la noche se había vuelto muy cruda y el aire era oscuro y neblinoso. Las llamas del fuego de gas murmuraban pausadamente, como si estuvieran intentando quedarse dormidas.

—No tengo mucho sueño —dijo Jessie alegremente, y entró en la cocina.

Volvió a los pocos minutos con una taza de leche con cacao para cada una y una galleta de jengibre para Tabitha.

—Gracias —dijo Tabitha; hundió la galleta en la bebida sin apartar la vista de Jessie—. ¿Qué ocurre?

—Nada.

—¡Ja! —Tabitha dio un sorbo al cacao—. Dime, Jess, ¿qué hace que te brillen tanto los ojos de repente? Has conocido a alguien especial de camino a casa, ¿eh?

—No digas tonterías. —Jessie soltó una risa desenfadada que sonó casi convincente—. Es que estoy pensando en mañana. Cada día que pasa, Tim podría estar más metido en problemas y necesitado de mi ayuda.

Tabitha sonrió lánguidamente y puso los ojos en blanco al tiempo que señalaba a Jessie con la galleta.

—Estás loca, ¿lo sabes?

—Esas no son formas de hablarle a alguien que acaba de traerte una leche con cacao vigorizante.

El vapor salía de ambas tazas y se perdía entre las dos jóvenes, cálido y de dulce olor.

—Esa no es tu tarea, la de buscar a Timothy. Puede que sea tu hermano, pero tú no eres su cuidadora.

Tú no eres su cuidadora. ¿Cuán equivocada podía llegar a estar?

—Claro que es tarea mía.

—No lo es, es de tu padre y tu madre. O de la policía. Pero no tuya. —Tabitha puso repentinamente los pies en el suelo y se inclinó hacia adelante con los codos sobre las rodillas—. No quiero verte en apuros, cariño. De verdad que no. Mantente al margen.

La repentina brusquedad del tono de su amiga y la seriedad que implicaban sus ojos oscuros impactaron a Jessie.

—¿Tú sabes algo, Tabitha? ¿Algo que yo no sepa? ¿Te dijo Tim si estaba metido en algo?

Tabitha apartó la mirada y Jessie sintió que el corazón le daba un vuelco, pero aguardó pacientemente. Después de un largo silencio durante el que no apartó la vista del rostro de su amiga, Tabitha se volvió hacia ella y su expresión había cambiado por completo. A Jessie no le gustó nada, ya que era afectuosa y tierna.

—Mira, Jess —le dijo con suavidad—, te estás obsesionando demasiado con esto y odio verte así. Ni siquiera esta noche en el club te podías relajar.

Pero Jessie no iba a ser tan fácil de despistar.

—¿Sabes algo?

Tabitha suspiró.

—En realidad no.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Quiero decir eso mismo, que en realidad no sé nada. Tim me dijo la última vez que vino al club que estaba… —Dudó un instante.

—¿Que estaba qué? —presionó Jessie.

—Que estaba metido en algo con tu padre.

—¿Metido en qué con mi padre?

—No me lo dijo.

—¿No te dijo nada más?

—No. Pero estoy segura de que no es nada o, por el contrario, tu padre te lo habría mencionado. —Tabitha hizo una pausa y se fue formando una arruga en su frente—. ¿No?

Jessie dejó con firmeza la taza sobre la mesita auxiliar y se puso de pie.

—Perdóname, tengo que ir a mi habitación y darle una patada a algo.

—Son las ocho de la mañana y es domingo. Más vale que merezca la pena, Jessica.

Caía una llovizna muy fina, pero suficiente como para mojar la bata de su padre y salpicarle las gafas mientras permanecía bajo el umbral de la puerta. La abrió más y volvió a pasar al recibidor. Olía mucho a flores, el mismo aroma de los funerales; Jessie vio un enorme ramo de crisantemos de tonos dorados en un jarrón sobre la mesa del recibidor y se preguntó quién los habría mandado.

—Papá, tengo que hablarte de algo.

Se quedaron allí, sin hacer el intento de pasar al salón, como si ella fuera una extraña que acababa de irrumpir en la casa. Cada vez que entraba allí, desde el primer momento en que ponía un pie sobre la alfombra afgana del vestíbulo, se sentía transportada inmediatamente a su infancia. Allí era donde habitaba el pasado, estaba atrapado en aquel lugar; rozaba el hombro contra él cada vez que cruzaba el umbral sabiendo que su presencia era sólida y que subía y bajaba las escaleras a sus anchas con el corazón bombeando con fuerza y el aliento oliéndole a ruibarbo y a natillas. Su voz murmuraba el nombre de Georgie.

Su padre permanecía recto y sombrío, y sus ojos grises inspeccionaban el rostro de su hija con poco más de dos pies de alfombra de lana extendiéndose entre las zapatillas de él y los zapatos mojados de ella.

—¿Qué pasa ahora, Jessica? —le preguntó con tono relajado—. ¿Qué es lo que te ha tenido tan molesta este tiempo?

Jessie ignoró la pulla y simplemente la añadió al resto de burlas que escondía a buen recaudo en su interior, donde nadie pudiera verlas. Mantuvo el tono neutral y dijo:

—He oído que Tim y tú estáis metidos en algo juntos. —Vio una reacción en su padre, así que era cierto—. ¿No crees que habría estado bien contármelo antes de mandarme directa al ruedo?

—Estás exagerando —dijo él.

—Ah, ¿sí?

El hombre se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo que sacó muy bien doblado del bolsillo de la bata. Lo que hacía era ganar tiempo para pensar qué contestar. ¿Qué era lo que tenía que pensar? ¿Qué tenían entre manos su padre y su chico de ojos azules que no debía llegar a oídos de ella? Jessie aguardó y mantuvo las palabras en su mente, conocedora de que su padre nunca había sido capaz de soportar un silencio largo. De niña, aquella había sido su única arma contra él; ahora, el recibidor comenzó a llenarse de ese mismo silencio hasta que ambos se ahogaron en él.

—No tiene nada que ver con su desaparición, Jessica, te lo aseguro.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Puedo. —Sus palabras implicaban convicción; habría sido un buen político.

—Bueno, dime, ¿en qué has metido a Tim?

Se oyeron unos pasos suaves en las escaleras y ambos levantaron la vista para observar a la madre de Jessie descender. Estaba perfectamente vestida con una falda de tablas y una blusa blanca bordada, y el pelo recogido en un elegante moño en la parte posterior de la cabeza. Obviamente había estado arreglándose desde que había oído el timbre. Tenía el rostro maquillado y las pestañas también. Catherine Kenton jamás saldría a la palestra de la vida sin su armadura, pero al ver a su hija apareció una grieta en ella. Sus ojos azules se abrieron ampliamente mostrando preocupación y sus pies se apresuraron a bajar los últimos escalones.

—¿Alguna noticia? —preguntó con urgencia—. ¿Está Timothy…?

—No, nada. Aún no.

—Oh.

—Solo he venido a preguntarle a papá varias cosas.

—¿A esta hora?

—Tengo más cosas que hacer hoy, como buscar a Tim, por ejemplo.

Hubo una pausa breve en la que sus palabras sonaron melodramáticas en una mañana de domingo en un barrio residencial de Inglaterra, lo cual no era lo que pretendía. Se volvió hacia su padre y este se dio cuenta de que su hija no iba a irse de allí hasta que le contara lo que había estado haciendo con Tim. Se ajustó el cinturón de la bata y comenzó a hablar.

—Timothy estaba ayudándome a preparar mis reuniones y la publicidad para la UBF, eso es todo.

—¿La Unión Británica de Fascistas?

—Exacto.

—¿El partido nuevo de Oswald Mosley?

—Sí.

Jessie recordó entonces los panfletos que había visto en el taller de su padre en su última visita.

—No —dijo ella suavemente y negando con la cabeza—, por favor, no metas a Tim en…

—Timothy toma sus propias decisiones, jovencita. Es capaz de reconocer el valor del partido y la fuerza de sus ideales para devolver al país a su camino.

—Jessica —interrumpió su madre bruscamente—, ¿te quedarás a desayunar?

Jessie percibió la mirada que su padre le lanzó a su madre.

—No, gracias, mamá. Tengo que volver.

La acompañaron hasta la puerta con más urgencia de la que esperaba.

—¿Qué es lo que hace Tim para la UBF? —le preguntó a su padre.

—Oh, nada en realidad, solo echa una mano.

Eso era, nada más.

Jessie sonrió a su madre y, por una vez y ya que parecía tan preocupada, le dio un beso en su mejilla empolvada. Olía a fresas.

—En cuanto averigüe algo, os lo haré saber —les prometió. Echó un último vistazo al recibidor, recordando todos los años que había pasado esperando en aquel lugar a su padre con una carta en el bolsillo. Se le fue la vista a los crisantemos—. Bonitas flores —dijo.

Su madre asintió.

—Pues son de Sir Oswald, precisamente, y de su esposa, lady Cynthia, claro.

Qué correcta. Sin embargo, todo el mundo sabía que Mosley estaba teniendo una aventura descarada con Diana Mitford, que estaba casada con alguien de la familia Guinness. Mientras Jessie caminaba hacia el coche bajo la llovizna, se preguntaba qué habría sido lo que habría impulsado a Oswald Mosley a enviar flores a su madre.

Jessie entró en el camino para coches justo a las dos y aparcó junto al elegante automóvil color crema de Sir Montague Chamford. Su esbelta figura estaba de pie junto al coche, puliendo el gran arco del salpicadero frontal con un pañuelo hasta que brillara bajo el sol acuoso de la tarde. Reconoció que era un Rolls-Royce por el adorno del espíritu del Éxtasis que coronaba la punta del largo capó. Le contó a Jessie que era un Silver Ghost de 1922 y que había pertenecido a su padre.

El actual Sir Montague, vestido con un traje de tweed, pasó la primera parte del viaje a través de las amplias carreteras del país hablando con gran entusiasmo sobre el coche, ensalzándolo, comentando lo silencioso que era el motor, sus enormes reservas de energía, que suministraba con lo que él llamaba una calma asombrosa… Su entusiasmo era contagioso. Su rostro huesudo se suavizó como si estuviera hablando de una amante que le acelerara el pulso irremediablemente.

—Tiene un motor magnífico de siete litros y medio, y dos bujías fijadas a cada uno de los seis cilindros. —Deslizó los dedos por el volante acariciándolo intensamente. Aquel día tenía las uñas limpias—. Utilizan bronce fosforado y níquel para construir los engranajes de distribución —siguió informando a Jessie—, que están pulidos a mano. Son una belleza, se lo aseguro.

—Lo creo, lo creo.

El joven levantó la ceja oscura.

—¿La estoy aburriendo?

—No, en absoluto.

Estaba concentrado en maniobrar con la palanca de cambios mientras recorrían las calles de High Wycombe, una ciudad de fabricantes de muebles al noroeste de Londres en la que las cabezas de sus habitantes se giraban al ver el Rolls-Royce pasar.

—¿Oyes eso, Coriolanus? —gritó Sir Montague al perro ovejero que iba en el asiento trasero—. Tenemos aquí a una escéptica, al parecer.

El perro empujó con su hocico húmedo a su amo en la oreja desde la parte de atrás, como si le estuviera susurrando al oído algo privado. Sir Montague rio, pero cuando Jessie no se unió a él la miró, estudiando su expresión y la forma en que posaba las manos con firmeza sobre el regazo.

—¿Está bien? —le preguntó amablemente.

—Claro, estoy bien.

—¿No está asustada? ¿No le dan miedo las médiums?

—No.

Pero no era cierto. Jessie sí que estaba nerviosa, y no era por la médium en sí, sino por lo que podría decirle, las revelaciones que podría encontrar al abrir la caja de Pandora.

Tras unos momentos en los que la situación se enrareció, Sir Montague cambió de tema y empezó a contar historias sobre picnics en el coche con sus padres o viajes a Oxford para salir en batea.

—Nunca conseguía mantener el remo bien agarrado —dijo gesticulando— y siempre acababa en el condenado río.

Hizo una pausa para que Jessie se riera, pero esta no lo hizo. No quería que aquel hombre que iba a su lado la divirtiera, la entretuviera con historias inverosímiles sobre acabar empapado en el Isis, que pensara que era así de fácil de impresionar y encandilar. Para ella, él era el responsable. Completa e impunemente responsable. Lo culpaba de la desaparición de Tim. Podía ser injusto, podía ser muy injusto por su parte, pero de no haber sido por Sir Montague y aquella mansión suya calcinada, Tim estaría en ese momento paseando por Putney Heath con ella en aquella tarde de domingo, metiéndose con su hermanita y tirándole migas de pan a los patos. Aquella fría certeza había dormido sobre su almohada junto a ella toda la noche y ahora la llevaba como un puño en la garganta, bloqueándole las palabras.

Así que no, no iba a reírse con sus historietas ni a mostrar una sonrisa para complacerlo. Tampoco quería ir montada en aquel coche llamado Silver Ghost. Seguro que la ironía que aquello suponía no se le había escapado al caballero…, viajar para ver a una médium en un coche con nombre de espectro.

«Oh, Tim, ¿dónde demonios estás? Dame una pista, como en los viejos tiempos en los que nos escondíamos el uno del otro en el parque. No me dejes así».

Sir Montague tocó el claxon y adelantó a un vagón cargado de carbón con un giro repentino. Tenía las manos fuertes y expertas, al contrario que su figura larguirucha, que parecía que fuera a salir volando con el viento en cualquier momento. A ambos lados de la carretera A40 por la que conducía, los campos se extendían amplios, barrosos y baldíos, con multitud de caballones de haber sido arados.

—Vamos hacia Oxford, ¿cierto? —preguntó Jessie.

Era una pregunta sencilla, pero provocó que el hombre se quedara con la mirada perdida en el parabrisas unos instantes, como si hubiera significado más de lo que Jessie había pretendido al hacerla.

—Ya no queda mucho —dijo vagamente, y Jessie se alegró de que volviera a hacerse el silencio.