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Georgie

Inglaterra, 1922

Llegas vestido con lo que llamas tu equipo blanco de críquet. A mí no me parece blanco. Es del color de las perlas que recuerdo ver colgando del cuello de mi madre, pero tu equipo blanco tiene manchas verdes de césped y parece que hay restos de pintalabios en la parte del muslo. Me dices que ahí es donde limpias la bola cuando vas a lanzar.

—¿Por qué limpias la bola?

—Para que bote mejor.

Lo dejo ahí, aunque no lo entiendo. Lo dejo pasar porque me trae el recuerdo de cuando sentía las manos de mi padre sobre las mías mientras intentaba ajustar mis pequeños dedos en el mango del bate de críquet. El calor de su piel abrasándome. Su fuerza. Todo en él es poderoso. Cuando pienso en aquel momento, algo en mi interior comienza a temblar y sacudirse, y tengo que agacharme para quitarme los zapatos y que así no me veas la cara. Mi padre esperaba algo de mí, esperaba un hijo correcto. Te miro de reojo, a tus ojos azules y tu equipo blanco de críquet que no es blanco, y me aborda abruptamente la idea de que deben de quererte mucho. Tú eres un hijo correcto. Un hermano correcto.

Cuando pienso en que Jessie te quiere, te despierta, ríe contigo, te lee… siento un frío en mi interior y las palabras se alborotan en mi boca antes de poder dirigirlas a la lengua.

—¿Sabe Jessie que vienes aquí? —pregunto.

—¿Quieres que lo sepa?

Tu pregunta se introduce en mi mente, desgarrando a su paso algo que estaba suelto.

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Después de esto nos sentamos en el suelo, el uno frente al otro, en lados opuestos de la habitación, y nos lanzamos la pelota de críquet. Es extrañamente satisfactorio. A veces se me cae, pero tú no paras de reír. Me enseñas cómo cerrar los dedos para agarrarla y el objeto hace un sonido sordo en la palma de mi mano. Estoy mejor, pero no me gusta tocar la pelota porque es roja.

—¿Por qué no quieres que Jessie sepa que te he encontrado?

—Es obvio —te digo—. Eres demasiado inteligente como para tener que preguntarlo.

—Dímelo de todos modos.

—No quiero que me vea. No así.

Te quedas en silencio, no me miras; bajas la mirada hacia la pelota, que está en tu mano. Aguardo unos instantes y, finalmente, hablas, y tus palabras suenan cansadas, como si hubieran realizado un largo viaje.

—Georgie, creo que le encantaría verte, estés como estés.

—No, no sabes cómo es. No se lo digas a Jessie. —Elevo la voz.

—No es justo para ella; estoy convencido de que aún te echa de menos.

El ardor que siento en el pecho es tan potente que espero ver de un momento a otro llamas derritiendo mi piel.

—No, Tim. Ella dejó que me fuera.

—No, eso no es cierto. Intentó encontrarte, pero…

—¡Shhh! Tira la pelota. No quiero que hablemos nunca más de ella.

—Pero Georgie, ella…

—¡Calla!

Me tiras la pelota, y yo te la devuelvo. Cuento mil noventa y dos veces antes de repetir la pregunta.

—¿Sabe Jessie que vienes aquí?

—No.

—Bien.

No quiero que hablemos nunca más de ella.

Esas ocho palabras me acosan toda la semana. Las vierto en papel y cubro los huecos con mi diminuta escritura, que llena las páginas como si fueran hormigas. Cientos de páginas que perforan mi mente para incluirse en ella. Cuando llamas a mi puerta el siguiente sábado, la abro y abro la boca al mismo tiempo para decirte de nuevo esas ocho palabras. Así sabrás que lo digo en serio, que lo pienso así de verdad.

—Hola, viejo —me dices con tu sonrisa cálida—. ¿Has tenido una semana decente? La mía ha sido un infierno. El viejo apestoso de Benton me tuvo retenido por…

—Tim —interrumpo. Cierro la puerta. Mi boca está abierta. Las ocho palabras están listas para salir de ella—. Tim, háblame de Jessie.

¡No! Han salido las palabras equivocadas. Nos quedamos mirándonos el uno al otro en estado de shock. Jessie es un asunto por el que he conseguido pasar todo este tiempo de puntillas, temeroso de que si lo desenvolvíamos encontráramos dentro una cobra. Podría dispararnos veneno a los ojos, así que nunca más podríamos vernos el uno al otro con claridad, estaríamos ciegos. Lo sé. Pero aun así, te pido saberlo.

—Háblame de Jessie. ¿Ha pensado en mí? ¿No se ha preocupado por mí? ¿Qué te ha contado?

—Siéntate —me dices con una voz tan amable que me tapo los oídos con las manos para atrapar la amabilidad en el interior de mi cabeza—. Deja de llorar.

—¿Llorar? —Me toco la cara y está mojada. ¿Desde cuándo llevo llorando? ¿Horas? ¿Días?

Me siento en la cama y me tapas con el edredón azul para ayudarme a que deje de temblar. Coges la silla de mi escritorio, la giras para poner el respaldar mirando hacia mí y te sientas en ella cara a cara conmigo, a horcajadas. Nunca he visto a nadie sentarse en una silla así y me sorprende lo elegante y desenvuelto que pareces. Así se sentaría un príncipe o un pirata, justo así. Hasta que me doy cuenta de que las curvas del respaldar de la silla nos separan, cubren tu corazón y lo mantienen a salvo de mí.

Empiezas a hablar. Lo haces tranquilamente y durante bastante tiempo y tus ojos azules nunca se apartan de mi rostro. Yo escondo mi mirada, pero puedo sentir la calidez de la tuya, como los rayos de sol sobre mi piel. Escucho atentamente, memorizo cada palabra. Me hablas de lo enfadada y preocupada que estaba Jessie los primeros meses después de mi desaparición, cómo intentó en varias ocasiones encontrarme haciendo uso de toda su fuerza y su ingenio para sonsacarle la verdad a nuestros padres. A veces gritaba, otras lloraba e incluso rogaba de rodillas. Intentó dejar de comer, dejar de hablar, dejar de caminar. Intentó ser la hija perfecta, todo sonrisas y notas estupendas en el colegio, y justo cuando papá y mamá ya se habían olvidado, de pronto soltaba la pregunta: ¿Dónde está Georgie? Entonces todo se catapultaba instantáneamente a la casilla número uno y había que empezar de nuevo.

Porque sus respuestas siempre eran las mismas.

No vamos a hablar de él.

Se ha ido. Está enfermo de la mente.

Tienes un nuevo hermano; olvídate de George.

¡Silencio! George es una aberración y lo están cuidando con los que son como él.

¡No vuelvas a mencionar ese nombre nunca!

Haces una pausa, pero no para evitarme la verdad. Se avergüenzan de mí y temen que contagie a su hija si me ve. No soy humano. Me abrazo las rodillas contra el pecho y saboreo la palabra aberración.

—Cada Navidad y cada cumpleaños —tu voz relajada vibra ahora, como si alguien estuviera sacudiéndote—, ella les daba un regalo para que te lo enviaran, pero pasado un tiempo ya ni se molestaban en fingir. Rehusaban cogerlo y, cuando ella insistía dando zapatazos con sus jóvenes pies, ellos lo arrojaban a la basura ante sus ojos para que dejara de hacerlo.

Me describes cómo, cuando nuestros padres no estaban en casa, Jessie rebuscaba en los armarios, abría los cajones de los escritorios con las tijeras, las cartas, y soportaba que le dieran con la palmeta cuando regresaban y descubrían lo que había estado haciendo.

Yo me quedo mirándome las manos fijamente. ¿Tienen la misma forma que las de ella? Me las imagino con verdugones rojos como las huellas de neumáticos. Los dientes me castañetean y no puedo controlarlo, pero no estoy llorando; ya hace mucho que lo de llorar con esto pasó. Me obligo a mirarte a los ojos y compruebo que han cambiado de ser azules a un tono gris acuoso, el mismo no color de las pelusas que hay debajo de mi cama. Estoy asustado por la alteración que siento y quiero pedirte que dejes de hablar, de meter el pasado en mi habitación, de hundir esas palabras en mi cabeza. Pero no lo hago, no puedo, tengo la lengua paralizada.

—A veces hacía que les preguntara yo —me dices, y puedo oír una sonrisa en tu voz—. Eso los ponía hechos unas furias y había palmeta para los dos, y esas eran las únicas veces que la oía sollozar. Decía: «Lo siento, lo siento».

—¿A ti? ¿O a nuestros padres? —susurró.

—A saber. Quizás era a ti.

Me duele. Me duele todo.

—¡Jessie! —grito con todas mis fuerzas—. ¡Jessie!

—Calla, Georgie. Parece que estés herido.

—Sí que lo estoy. —Rodeo mi cuerpo huesudo con los brazos—. Lo estoy, lo estoy.

Empiezo a balancearme hacia atrás y hacia adelante.

Tú te levantas de la silla y vienes hasta mí para abrazarme y presionarme contra tu pecho con tal fuerza que no puedo respirar.

Grito:

—¡No me toques!

Pero eres increíblemente fuerte. Quince años de edad y ya con la fuerza de un hombre. Me vas a matar. Grito y te golpeo en la cara con el puño, pero cuando las gotas de sangre que salen de tu nariz llegan a mi mano, pierdo completamente el control contigo. La oscuridad emerge en forma de manchas amargas en mi mente, luces y campanas refulgen y repican tras mis ojos, así que cuando los hombres de blanco te separan de mí por la fuerza y te reducen en el suelo, no sé si esto es real o está solo en mi mente. Grito tu nombre.

—¡Tim!

—Georgie, que te den, viejo idiota.

Les ruego que te dejen quedarte. Vienen con las agujas, pero tú los golpeas y, de algún modo, ya estamos sentados otra vez, yo en la cama y tú en la silla del escritorio, y estamos a solas. Estoy temblando muchísimo y temo que la erupción haya sido uno de mis episodios, otra zona de guerra que existe únicamente en mi mente, excepto porque puedo oler mi propio vómito y ver la sangre seca alrededor de tu nariz y por tu labio superior. Sin embargo, volvemos a estar tranquilos, bebiendo agua a sorbos como gente civilizada.

—Sigue —digo, lo cual me requiere un enorme esfuerzo de autocontrol.

—¿Seguro?

—Sí.

—Bueno, lo raro fue que cuando cumplió los diez años todo paró. Ya no hacía la misma pregunta. Desistió.

El corazón se me encoge y muere en mi pecho.

—Nunca más le he oído mencionar tu nombre, no desde entonces —continúas, y te tocas pensativo la herida que tienes en la nariz hinchada.

—¿Por qué? —digo, murmurando y con miedo.

—No lo sé, chico, quizás decidió pensar que estabas muerto en lugar de encerrado; quizás era más fácil de ese modo.

«¿Muerto?».

La ira arremolina el ácido en mi garganta.

—Claro que siguió teniendo peleas con papá y mamá de puertas para adentro en los años siguientes, pero yo no preguntaba mucho sobre el tema porque lo veía como algo normal de quien está creciendo.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Ahora tiene diecisiete años. —Te quitas un trozo de sangre coagulada—. Estoy seguro de que se irá de casa en breve y eso no me va a gustar nada. Estar allí sin Jessie…

No se me ha ocurrido antes visualizar el gran espacio que hay entre tu vida y la mía. La mía va en línea recta, como un trocito de cuerda. Únicamente los episodios la deshilachan y rompen por alguna parte. La tuya es como una madeja de lana entrelazada, complicada y confusa, que desaparece en varias direcciones. Solo con pensarlo se me corta la respiración.

—¿Cómo me has encontrado? —pregunto.

Quiero que me digas que mi padre te dio la dirección en un trozo de papel y que te dijo que ejercieras de hermano, pero sé que la respuesta no será esta.

Tú ríes; es tu risa alegre, no la triste. Se me dan mejor las voces que las caras. Te entiendo mejor cuando cierro los ojos y bloqueo las imágenes, porque las imágenes me confunden. Ahora te escucho con los ojos cerrados y percibo que estás contento contigo mismo.

—No fue tan difícil. —Te ríes—. Soy más artero que tu hermana. Esperé, año tras año, hasta que papá confió plenamente en mí.

Tu voz es cada vez más cercana. Debes de estar acercándote a mí, así que me echo hacia atrás en la cama.

—Nunca mostré interés alguno en ti, Georgie, ni en dónde te encontrabas. ¿Qué Georgie? Era mi actitud. Tu nombre nunca cruzó mis labios delante de nuestros padres, ni siquiera cuando era pequeño y dormía en tu cama, llevaba tu ropa y leía tus libros.

Mis libros. Eso me duele. ¿Por qué me duele tanto?

—Entonces —digo—, ¿cómo me encontraste?

—¿Estás seguro de que quieres saberlo?

Asiento.

—Bueno —continúas—, papá estaba hablando por teléfono en el recibidor. Me llamó y me dio, por primera vez en la vida, el manojo de llaves que siempre lleva en el bolsillo. Quería que fuera a buscar un documento a su estudio, y en lugar de eso yo fui directamente a la caja fuerte que sabía que había oculta tras el espejo. Encontré la llave adecuada y la abrí y… —Te ríes—. Voilà! Aquí estoy.

—Voilà! Aquí estás… ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que encontré una carta de un tal doctor Churchward. Pero no te pongas triste, Georgie.

Me dejo caer en la cama y me quedo mirando fijamente al techo gris. Hay una araña atareada en una esquina y sé, por experiencia, que estar ocupado es bueno. Empiezo a contar hasta mil en voz alta. Los números son estables; nunca cambian.

—¡Oh, Georgie, hermano! No los culpes. Era imposible convivir contigo; sinceramente, lo era. He oído de boca de Jessie tus berrinches y tus gritos, tu desobediencia y tus ataques violentos a la gente.

Cierro los ojos, pero tú te echas sobre mí y te pones tan cerca que incluso puedo oler tu aliento a chocolate.

—Fue duro para nuestros padres, y también para ti y para Jessie —dices.

Te aparto de mí y bajo rodando de la cama. Me quedo mirando a la ventana, contemplando los barrotes y dándote la espalda, y me toco el pecho con fuerza porque el dolor que siento en el interior es punzante.

—Georgie —dices con suavidad—, ¿qué puedo hacer para ayudarte?

Pienso en ello un buen lapso de tiempo.

—Nada. No hay nada que pueda ayudarme. El doctor Churchward cree que las agujas sirven, pero los números son más útiles.

—¿Los números?

—Cuento.

—¿Qué cuentas?

—Cuento los latidos del corazón de Jessie.

—Por Dios, Georgie, a veces me asustas de verdad.

—A veces yo también me asusto de mí mismo.

Como ahora. El dolor me asfixia, se aferra a mi garganta y me estrangula. A mis pulmones les falta el aire, me araña respirar y la visión se me nubla, y sé que hay un episodio en camino. Va bajando desde mi cabeza, es negro y sofocante. Estoy asustado. Me tiemblan las manos e intento gritar, pero no consigo emitir ningún sonido. La muerte danza con pies pesados en mis oídos. Siento el pánico. Pánico. Pánico…

Mi mano coge uno de los pesados volúmenes de la Enciclopedia Británica que tengo apilados en el suelo y lo lanza contra el cristal de la ventana. Esta se hace añicos y estalla frente a mi cara. El aire fresco y limpio me golpea la piel, pero sigo sin poder respirar. Mis pulmones están a punto del colapso, ennegrecidos e inertes; una mina de carbón dentro de mí. Las luces refulgen y se atenúan. El silencio ruge dentro de mi cabeza.

Me estoy muriendo.

Me desplomo sobre las rodillas y siento una punzada tenue de dolor. Aturdido, me doy cuenta de los cristales, que crujen como huesos frágiles, y busco a tientas un trozo que me incomoda al clavárseme en los dedos y en la rótula. Levanto un carámbano de cristal y empiezo a hacerme cortes con él en el pecho. Es para que el aire pueda entrar, para hacer un hueco por el que la vida pueda volver a entrar en mí.

Me pones las manos encima y yo intento apartarlas, pero mis miembros son pesados y lentos. Levanto los párpados y te veo al final de un túnel muy largo. Me sobrecoge la imagen tuya con el equipo blanco de críquet manchado de sangre y moviendo la boca, aunque no consigo oír nada de lo que dices.

Nada.

Únicamente los latidos del corazón de Jessie.