6

El Museo Británico se erige como una fortaleza imponente de la antigüedad en Bloomsbury, en pleno corazón de Londres. El edificio fue diseñado por Sir Robert Smirke en 1823 con el fin de albergar la mayor y más codiciada colección de antigüedades existente en el mundo. La colección original la compuso Sir Hans Sloane y fue adquiriendo añadidos de importantes coleccionistas como el séptimo conde de Elgin, que había trasladado las estatuas de mármol del Partenón y de la Acrópolis de Atenas.

Saqueado era la palabra que siempre se le venía a Jessie a la cabeza, no trasladado. Saqueado las estatuas.

Contempló el grandioso exterior neoclásico del museo, custodiado por cuarenta y cuatro colosales columnas jónicas de catorce metros cada una. La mente de Jessie estaba repleta de este tipo de datos. Robert Smirke. Hans Sloane. 1823. Cuarenta y cuatro columnas. Era culpa de Tim; no paraba de bombardearla con esos datos informativos.

Llegó por Great Russell Street, una calle bordeada por árboles, teniendo que esquivar a un carro cargado de barriles de cerveza al cruzar la carretera desde Bloomsbury Square. Un enorme frontón se erigía sobre la entrada principal del edificio e, inmediatamente, Jessie oyó la voz de Tim en su cabeza, lleno de entusiasmo y repleto de conocimientos.

—¿Ves las esculturas del frontón, hermana?

Jessie había mirado con el ceño fruncido las quince figuras alegóricas que decoraban la entrada.

—Son obra de Sir Richard Westmacott. Las instalaron en 1852 —le informó Tim—. Son geniales, ¿verdad? Es una pena que estén tan altas y que la gente…

—La gente estará pensando —lo cortó Jessie negando con la cabeza— que vaya monumento al orgullo desmedido y a la avaricia, británicos son.

—Bueno, Jess, no empieces con eso.

—¿Qué te parecería que vinieran los egipcios, los griegos o los italianos y se llevaran todos los restos de nuestra historia, como lo hemos hecho nosotros? Tú serías el primero en gritar: «¡Eh, aquí está fallando algo!».

Él la había mirado con sus solemnes ojos azules. Ojos reprobatorios. Ojos que la hicieron suspirar y querer tragarse las palabras. Tim era capaz de conseguir todo eso de ella.

—Jess. —Le puso las manos sobre los hombros para que no se moviera del sitio—. Si los exploradores y arqueólogos no hubieran dedicado sus vidas a rescatar estos exquisitos momentos de la historia de la arena y del mar, y de los sótanos fríos y húmedos en los que estaban pudriéndose, se habrían perdido para siempre. ¡Mira a Henry Salt! ¡Mira a Howard Carter!

Le soltó uno de los hombros e hizo un gesto con la mano hacia el edificio monolítico en el que trabajaba. Por mucha rabia que le diera, Jessie siempre se quedaba impresionada por su majestuosidad.

—Les debemos mucho —le recordó Tim.

—Ladrones —murmuró ella.

—Cuidadores del instinto creativo del mundo.

—Asaltadores.

—Tú espera a ver la cabeza de Amenhotep.

Los ojos de su hermano refulgían. El pelo, que llevaba más largo de lo que a su padre le habría complacido, brillaba bajo los rayos de sol con un tono dorado y meloso.

Jessie había deslizado la mano bajo la de su hermano con un suspiro de resignación.

—Guíame, mi íntimo amigo y socio.

Tim había echado la cabeza hacia atrás y soltado una risotada, y era imposible no reírse con él. ¿Cuántas veces aquellas mismas palabras que Sherlock Holmes le había dicho a su querido doctor Watson habían estrechado los lazos entre Jessie y su hermano cuando estos amenazaban con soltarse?

Subió la escalinata corriendo. Tim estaría allí, estaba segura de que lo estaría. De vuelta al trabajo, acariciando y enumerando los objetos de cerámica y los tiestos, hablándoles. No podía apartarse de ellos. Se le escapó una risa indulgente que el frío viento se llevó, el mismo viento que susurraba en las copas de los árboles de Great Russell Street.

«Ojalá estés aquí, Tim. Deja ya el enfado a un lado; ya les has dado un buen susto a papá y a mamá».

Cruzó la gran entrada tenebrosa con paso rápido, pero volvió a asaltarla el pasado, no con un suave toque y un murmullo adormecido, sino con las garras fuera. Los ojos lechosos y ciegos de las enormes estatuas de Roma y Grecia le crispaban los nervios y no era capaz de apreciar su belleza. Apresuró el paso; sus tacones retumbaban al pisar el suelo de piedra de York mientras sentía el aliento de la historia repentino y gélido en la nuca. Vio a otros visitantes caminando pausadamente de una sala a otra, tomándose su tiempo para admirar el pliegue de una capa de mármol o la dulce delicadeza del brazo de una doncella.

«¿Por qué no puedo hacer yo eso mismo? Quedarme de pie y mirar».

Tim estaba embelesado por aquel lugar. ¿Por qué no podía pasarle lo mismo a ella? Se obligó a detenerse frente a la siguiente obra de arte y contempló la cabeza colosal de granito rojo de tres metros de altura. Sabía quién era sin necesidad de mirar la placa: Amenhotep III, una de las piezas favoritas de Tim, inmensa y majestuosa; el gran faraón egipcio cuyo puño sostuvo en su día el poder sobre la vida y la muerte y cuya cabeza estaba rematada por una enorme corona egipcia de granito, la Corona Doble del Alto y el Bajo Egipto. Parte de la cara había desaparecido, un signo de debilidad que agradaba a Jessie.

—La descubrió Giovanni Belzoni —le había contado Tim—. La trajo desde Lúxor en el año 1817 y les llevó ocho días transportar la cabeza de tres mil años de antigüedad junto con el brazo izquierdo, de cinco metros y medio, durante el kilómetro y medio que separaba el Templo de Mut en Karnak del río. Desde allí viajó por el Nilo hasta Alejandría y, de ahí, a Londres. ¡Imagínatelo!

Jessie no se molestó en imaginárselo. En lugar de ello, recorrió un pasillo lateral para alejarse del agarre hipnótico de aquel rostro descomunal de granito rojo. Sin embargo, cuando levantó la mano para llamar a una de las puertas, no pudo evitar plantearse qué pasaría por la cabeza de una persona que trabajaba cada día con objetos y personas que contaban miles de años de antigüedad. ¿Se convertía la muerte en más real que la propia vida?

Jessie no miró atrás; no podía soportar mirar atrás.

—¿El señor Kenton? —El hombre que ocupaba aquel pequeño despacho abarrotado de cosas movía el bigote de un modo simpático—. Debería preguntarle a Anippe Kalim. Trabaja escaleras abajo, en el sótano. Pero hoy él no está.

—¿Lo ha visto recientemente?

—Señorita Kenton —dijo riéndose entre dientes—, veo muchas cosas en este lugar; más de las que podría llegar a imaginar. —Se giró la gorra con visera hacia atrás—. Pero no, no he visto a su hermano en los últimos días. Cuando lo encuentre, dígale de mi parte, del viejo Charlie, que la última pista que me dio fue genial.

—¿Pista?

—Joven relámpago. Me gané un buen dinerillo, ¡digo! —La miró, interpretó la expresión perpleja de Jessie y añadió—: En White City.

De repente supo de qué le hablaba.

—¿Las carreras de Greyhound?

—Exacto.

¿Tim apostando? Jessie frunció el ceño; no tenía ni idea de aquello.

Intentó no sentirse como una intrusa al entrar en la sala en la que Timothy trabajaba. Era larga y de techos altos, y las paredes estaban tapadas con expositores de cristal que contenían antigüedades históricas. Los tarros de cerámica y los amuletos de plata compartían espacio con preciosos conjuntos de joyas delicadamente colocados sobre tapetes de algodón. Las estatuillas de alabastro y las esculturas de bronce miraban a Jessie con ojos ancestrales. Bajo las vitrinas había docenas de cajoneras de caoba, y se imaginó que contendrían objetos que harían a su hermano empezar a salivar como lo hacía frente a una caja de dátiles cuando era niño. La luz eléctrica era potente y rebotaba sobre las grandes mesas rectangulares que ocupaban el centro de la sala. El olor a yeso impregnaba el aire, así como un cierto regusto a productos químicos que se le hacía ceroso bajo la lengua.

Había una sola persona en la sala inclinada sobre una de las mesas. Era una mujer joven con el pelo negro recogido en un moño en la parte posterior de la cabeza y tenía la piel del tono de la cáscara de huevo moreno. Jessie la observó trabajar unos instantes antes de hablar.

—¿Señorita Anippe Kalim? —preguntó.

Fue entonces cuando la mujer levantó la mirada hacia Jessie, aunque ya debía de haber oído a alguien entrar en la sala de trabajo. Tenía los ojos negros, no el negro del carbón, sino el del cielo nocturno sin estrellas; negro sobre negro, una capa sobre otra, con un resplandor inquietante que brillaba desde el interior.

—Sí, soy Anippe Kalim.

Era el tipo de mujer que mira directamente a los ojos.

«Pero no quiere que esté aquí».

Jessie lo percibía en la habitación, aquella animosidad inesperada, como hormigas subiéndole por la piel.

—Siento interrumpirla cuando es obvio que está ocupada —dijo Jessie.

Al acercarse, las manos de Anippe Kalim se sostuvieron en el aire de manera protectora sobre los trozos de hueso que tenía delante, como para evitar que los inspeccionaran. Llevaba puesto un vestido algo pasado de moda de color marrón que le llegaba casi a los tobillos bajo una bata de color blanco abotonada. Se metió las manos en los bolsillos y se giró para mirar de frente a Jessie.

—¿Qué es lo que desea? —preguntó.

—Mi nombre es…

—Sé quién es.

Jessie se quedó mirándola sorprendida. ¿Cómo podía saber aquella mujer quién era ella?

—Es Jessica Kenton.

Jessie percibió cierto titilar en el negro de sus grandes ojos, algo parecido a la diversión. El resto de sus facciones eran demasiado marcadas como para llamarlas hermosas, aunque su boca tenía una forma muy bonita y sus labios eran de un color rojo intenso; tenía el tipo de rostro que no pasaba desapercibido, con una intensidad difícil de obviar. Era alta y delgada, como uno de sus papiros egipcios, y sus movimientos eran precisos y medidos. Jessie se sentía en desventaja, inferior, pero no sabía exactamente por qué.

—Me ha hablado de usted —dijo Anippe—. La describió.

—¿Quién? ¿El viejo Charlie?

—No, Timothy. Me enseñó una fotografía.

—¿Una fotografía de mí?

—Sí. —De repente una sonrisa suavizó las facciones de Anippe y sus pobladas pestañas negras revolotearon—. Timothy… —pronunció su nombre con un énfasis marcado en la última sílaba, convirtiéndolo en algo exótico— me contó que usted es su uraeus.

—¿Su qué?

—Su uraeus.

—¿Qué es eso?

Jessie no estaba segura de si le agradaba la idea de que su hermano hablara de ella con su novia, que ahora se había girado hacia una fotografía que había en la pared que tenía a la espalda. Señaló la impresionante estatua que aparecía en ella.

—Ramsés II —le dijo a Jessie—. El faraón más importante del Antiguo Egipto. Hace tres mil años gobernó el Nuevo Reino durante sesenta y siete años, en la época de la Decimonovena Dinastía. Esta estatua está situada en el Templo de Karnak, un lugar tan magnificente e imponente que caí de rodillas en la arena, sobrecogida y apabullada, la primera vez que lo vi.

Jessie no era capaz de imaginarse a aquella orgullosa criatura postrada en la arena ante nada ni nadie.

—¿Dónde está Timothy?

Anippe ignoró la pregunta.

—¿Ve el tocado que lleva Ramsés?

—Sí.

Le caía con rectitud a ambos lados de la cabeza. Era parecido al de una monja y le llegaba por los hombros.

—A eso se le llama nemes —le dijo la joven—. ¿Ve lo que hay en la frente, en la parte frontal del nemes?

Jessie entrecerró los ojos para intentar discernir a lo que se refería Anippe. Era una cabeza de serpiente.

—Es una cobra. Únicamente se le estaba permitido al faraón lucir una cabeza de cobra en el nemes; era un símbolo de realeza y lo portaba para que lo protegiera de cualquier daño escupiéndole veneno a quien lo atacara. —Los carnosos labios de Anippe se estiraron para producir una amplia sonrisa que no consiguió que sus mejillas se movieran ni un milímetro—. Se llama uraeus.

—¿La cabeza de cobra?

—Sí. Timothy la veía como su uraeus. —Anippe estudió la expresión de Jessie unos instantes para añadir después con tono respetuoso—: Es un honor que lo vean a uno así.

—¡Pero eso también significa que el tipo se ve a sí mismo como un faraón! —resaltó Jessie molesta. ¿Cuánto sabía aquella persona sobre ella?

Anippe soltó una risa cristalina que recorrió las vitrinas de cristal y llegó a los oídos de Jessie. Quería sacarse el sonido de los oídos, pero no podía. Se percató de que la egipcia llevaba un pañuelo de chifón de color azul y dorado al cuello, el cual se estaba tocando en aquel momento. Tim le había contado en una ocasión que el azul y el dorado eran los colores de la vida eterna en el Antiguo Egipto, los colores de la máscara mortuoria del rey Tutankamón, la misma que descubrió Howard Carter, resplandeciente con el oro y el lapislázuli. Ahora Anippe llevaba esos mismos colores.

—Estoy buscando a Timothy. ¿Lo ha visto, señorita Kalim?

—No. No ha venido a trabajar esta semana.

—¿Sabe dónde está?

—No, ¿y usted?

—No estaría aquí si lo supiera.

Un silencio sólido como los huesos que había sobre la mesa se estableció entre ambas y Jessie empezó a notar cómo se le secaba la boca. Estaba segura de que Tim no estaba simplemente enfadado.

—Necesito encontrar a mi hermano —dijo con rotundidad—. Estoy preocupada por él.

Dio un paso atrás y bajó la mirada a una de las vitrinas, dándole a la mujer tiempo para pensar. Se inclinó sobre el expositor y descubrió el color turquesa intenso que había en su interior, pero su mente estaba en otro lugar, intentando pensar con claridad.

—Usted fue con Tim a casa de nuestros padres, creo, la mañana que desapareció.

—Sí, así es.

—¿Por qué fue con él?

—Quería que conociera a su madre.

—Lo siento. Pido disculpas por lo de mi madre…

—No es necesario. Estoy acostumbrada.

Jessie se giró para poder mirarla de frente. Una forastera; siempre a juicio por el color de su piel. La expresión de la joven manifestaba una tranquilidad que no daba muestra de lo que le pasaba por su cabeza. O por su corazón.

—¿Lo quiere? —murmuró Jessie.

Anippe Kalim bajó los párpados hasta que no se veía más que una rendija de la oscuridad de sus ojos. De repente dio un paso adelante y se situó tan cerca de Jessie que esta pudo sentir su respiración cálida y contemplar una pequeña cicatriz en aquella fachada perfectamente esculpida. Entonces sintió un fuerte agarre en la muñeca.

—Jessie, usted es su uraeus. —Las palabras fueron tan solo un susurro—. Proteja a su hermano.

—¿De qué? ¿De quién?

«¿De ti? ¿A eso te refieres?».

Anippe Kalim volvió a apartarse de Jessie hacia la mesa donde yacían los huesos rotos y empezó a moverlos con sus dedos en zigzag como si fueran piezas de un rompecabezas.

—¡De las mujeres! —dijo con desprecio, como si pertenecieran a una especie distinta a la suya.

No volvió a mirar a Jessie; la conversación había concluido.

Jessie se quedó de pie sin hablar durante dos minutos completos. Lo único que hacía surcos en el silencio polvoriento de la sala era el clic-clac de los huesos. Cuando consiguió ordenar las palabras en su mente, colocó una sonrisa en su rostro y se acercó a la mesa de nuevo. Cogió un trozo de hueso y lo sopesó sobre la palma de la mano.

—Bueno —dijo Jessie suavemente—, ya está bien. Haga el favor de contarme lo que sabe sobre lo que hacía Timothy y lo que piensa que ha podido ocurrirle.

La calma se desvaneció de los ojos oscuros de Anippe.

—¿Señorita Kalim?

Los dedos polvorientos se retorcían y enredaban en el pañuelo azul y dorado.

—Ni lo he visto ni he sabido nada de él desde aquel viernes.

—¿Qué ocurrió después de ir a casa de mis padres?

—Nada. —Encogió sus delgados hombros—. Vinimos a trabajar.

—¿Estaba Tim enfadado con mi madre?

—Sí.

—¿Y después del trabajo…?

Hubo un momento extraño, un breve instante, como si la mente inteligente de Anippe Kalim hubiera topado con un muro de ladrillo.

—Nos dimos las buenas noches.

—¿Discutieron aquel día? ¿Se fue caminando? Se enfadó por segunda vez en el mismo día… ¿Es eso lo que ocurrió?

Jessie vio caer la máscara de Anippe, igual de rígida que la de Tutankamón, cuando la egipcia contestó:

—Íbamos a ir a una conferencia que daba el profesor Bascombe sobre unos nuevos descubrimientos en la explanada de Guiza, cerca de El Cairo, pero… —Parpadeó, una sola vez—. Bueno, me dijo que tenía que ir a otro sitio.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—¿No le preguntó?

—No.

A Jessie no le extrañó; aquella joven parecía demasiado orgullosa como para preguntar y Tim vivía demasiado absorbido por su agitación como para darse cuenta. ¿Habría ido a Putney para buscar a su hermana mayor? Pero ella había salido aquella noche de viernes, había ido al club con Tabitha. Sintió como si una mula le hubiera dado una patada en el estómago, pero ni se incomodó; era la culpa, una vieja amiga.

—Si sabe de él o se entera de algo que pudiera darnos alguna pista de dónde está Tim, por favor, llámeme.

Jessie dejó su tarjeta de visita en la superficie de caoba de la mesa, junto a los huesos antiguos. Se veía como un objeto fuera de lugar, como si un segmento de 1932 se hubiera colado por accidente en el milenio equivocado. Anippe ni siquiera la miró.

—Adiós, señorita Kalim.

Un asentimiento difuso fue la única respuesta de la egipcia, nada más. Frustrada, Jessie salió de la sala pero, al hacerlo, sintió la extraña sensación de ir a tientas entre la oscuridad. Sus pasos retumbaban contra el suelo, como los pasos en el rellano que resonaban en su cabeza.