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Inglaterra, 1912

Los ruidos nocturnos son la peor parte. Son ellos quienes te asaltan por la noche y te agarran por el cuello; son ellos quienes se deslizan por debajo de la puerta de tu habitación.

«Para. No hagas eso».

Jessica se golpeó la frente con los nudillos.

«No. Eres demasiado mayor para tener miedo de nada. Demasiado mayorcita ya. Siete años y ocho meses».

No como el pequeño Georgie, su hermano menor, al que sus padres habían recluido en una habitación diminuta al final del pasillo como si fuera algo sucio.

Pero los ruidos seguían asaltándola. Voces susurrantes y enigmáticas. Un murmullo interrumpido. Los pasos apresurados de su madre en el rellano. Otros sonidos que no conseguía identificar y que se movían con sigilo, como ladrones entre las sombras. A Jessica no le gustaba la oscuridad y no conseguía explicarse cómo el aire podía hacerse tan sólido por la noche ni por qué le pesaba tantísimo sobre el pecho que incluso tenía que darse golpes sobre los pulmones para hacerlos funcionar correctamente. Subió las rodillas hasta el pecho y se rodeó las espinillas con los brazos, aferrándose a su camisón de bombasí —el que tenía lazos azules— hasta que este quedó pegado a su piel. Incluso bajo el edredón, tenía frío.

De repente volvió a oírlo, el sonido que la había despertado, un gimoteo que hizo que se le erizaran los cabellos rubios de la nuca. Echó el edredón hacia atrás y salió de la cama de un salto. El corazón le latía frenéticamente contra las costillas mientras avanzaba entre la oscuridad, apartándola con las manos como si fuera una cortina hasta que llegó a la puerta de su habitación. Agarró el pomo de latón y lo giró rápidamente, pero la puerta no se abrió. Volvió a intentarlo, pero no lo consiguió, estaba cerrada con llave. Se le puso la piel de gallina, como cuando le cayó una araña en el brazo.

¿Por qué la encerraría su padre?

¿Por qué estaría su madre de acuerdo?

El miedo, agudo y crispado, la golpeó en el pecho. Se agachó y se puso de costado para inspeccionar el haz de luz que entraba por debajo de la puerta, pero lo único que consiguió ver fue el borde de la alfombra al otro lado. De nuevo oyó el gimoteo desde el rellano, seguido de un grito agudo de pánico. La furia se apoderó de ella y se levantó y volvió a tirar del pomo, esta vez con violencia, sacudiendo las bisagras de la puerta.

De repente, la luz del rellano se apagó y se hizo el silencio, espeso y oleaginoso, en la casa.

—¡Georgie! —gritó.

Golpeó los paneles de madera de la puerta.

—¡Dejadme salir!

Pero solo había silencio.

—¡Mami!

Solo la oscuridad.

Aguantó la respiración y prestó tanta atención a los sonidos que le dolían los oídos. De pronto, oyó un clic en la lejanía; era la puerta principal cerrándose.

A Georgie le gustaba el parque. Le gustaba quedarse junto al gran estanque redondo, el que tenía la fuente con una estatua de un león en el centro. Alrededor de este había una verja de metal con florituras hasta la altura de la rodilla para evitar que los niños y los perros se cayeran en él. El manto de nenúfares se extendía como un verde camino de piedras y, si tenían suerte, podrían ver a una libélula posarse sobre ellos y levantar el vuelo de nuevo como un arcoíris resplandeciente.

Georgie podía pasar horas contemplando en silencio las enormes formas resbaladizas de los pececitos de colores que se movían como espectros en el agua. Su favorito era Watson, el de la raya plateada en la espalda, pero también estaban los amigos de Watson: Farintosh, Armitage y Hatherley. El más pequeño de todos, el que tenía una hendidura en su aleta dorsal, era la señora Hudson. Jessica había dejado que Georgie les pusiera nombre a todos.

Cuando los contemplaba, se calmaba, y eso mismo era lo que había ocurrido aquel día. Ella se había quedado junto a él de pie, no agarrándolo de la mano exactamente, sino manteniendo los dedos cerca de los suyos, y él había estado observando los peces mientras canturreaba. Entonces ella supo que su hermano era feliz, feliz de un modo que en casa, con gente demasiado cerca de él, no conseguía ser. Pero entonces mami lo había estropeado todo.

—Venga, niños, es hora de jugar a la pelota.

—Hoy no, mami, gracias —había dicho Jessica educadamente.

Su madre frunció el ceño y se sentó en el banco a leer su revista, pero tenía los labios apretados y no paraba de cruzar y descruzar los tobillos. Cuando ya no pudo aguantar más, dijo:

—Se está haciendo tarde, es hora de volver a casa.

Georgie negó con la cabeza y sus rizos rubios rebeldes se movieron al ritmo.

—Por Dios, Georgie —dijo su madre bruscamente, exasperada—. Ya vale de ser un idiota todo el día mirando los peces. Ya tienes cinco años y deberías hacer otras cosas.

Jessica empezó a ponerse nerviosa. Le murmuró a Georgie que Watson quería estar solo un tiempo e intentó llevarse a su hermano con suavidad, dando pasitos muy despacio, pero, como siempre, su madre perdió la paciencia y lo agarró de la muñeca para apartarlo de la verja.

«No lo toques. No le gusta que lo t…».

Georgie había empezado a gritar. No era un grito infantil cualquiera, sino como si estuviera muriéndose, como si alguien lo hubiera cortado en dos con un hacha.

Jessica estaba pensando en aquel hecho mientras seguía pegada a la puerta retorciendo el lazo azul de su camisón. Parpadeó con fuerza para intentar apartar de su mente la visión de los labios blancos de su madre. Era el grito de Georgie en el parque lo que se había colado por debajo de su puerta y ahora se adentraba en su cabeza.

El sol de la mañana la despertó indolentemente. Levantó la cabeza del duro suelo y contempló la puerta con hostilidad. Se puso de pie con dificultad, temblando de frío, y percibió cierta cualidad grisácea en el interior de su cabeza, como si detrás de sus ojos hubiera polvo. No muy esperanzada, agarró el pomo y lo giró y, para su sorpresa, la puerta se abrió fácilmente justo cuando el reloj del abuelo del recibidor marcaba las ocho. Entró en pánico por un instante, ya que siempre se adelantaba para despertar a Georgie y convencerlo de que se duchara y vistiera antes de que llegara mami.

Corrió de puntillas por el pasillo hasta la puerta del fondo y aguantó la respiración mientras la abría con suavidad. No sabía qué esperaba encontrar, pero su joven mente estaba segura de que sería algo malo, algo caótico, algo que le provocaría un daño irreparable. Sin embargo, dibujó una enorme sonrisa de alivio en su rostro al ver que todo era completamente normal.

Sus ojos azules se abrieron más con placer al inspeccionar la pequeña habitación con sus cortinas de color verde oscuro, la cajonera llena de libros apilados y el bate de críquet que jamás habían usado apoyado contra la pared. Para ser honestos, Georgie odiaba todos los deportes sin excepción pero, para complacer a su padre, Jessica le había enseñado a atrapar y lanzar la pelota, lo cual había requerido una paciencia infinita por su parte.

Nada había cambiado. En la estrecha cama yacía el niño aún dormido con la cara enterrada en la almohada, los rizos rubios rebosantes de vida y una pierna por fuera del edredón. Jessica se fijó en que llevaba puesto su pijama de cuadros rojos y, de repente, sintió un escalofrío de alarma que se le arremolinó en la garganta. Sabía que la noche anterior le había puesto a Georgie su pijama azul favorito. A Georgie le encantaba el azul: siempre que llevara algo azul estaba mejor. Jessica había intentado explicarle esto a su madre, pero ella había respondido:

—¡Qué tontería!

Y le había comprado un abrigo rojo. El rojo era el color que peor le sentaba; cuando vestía de rojo, era imposible de tratar.

—Georgie —dijo suavemente—, soy yo.

Él murmuró algo hacia la almohada.

Ella se acercó a la cama y, entre risas, le quitó el edredón con mucho cuidado de no tocarlo.

—Despierta, dormilón.

Él se giró hacia ella y le sonrió.

No era Georgie.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Jessica.

—Soy Timothy.

—¡Tú no eres Georgie! ¡Sal de ahí! ¡Sal de su cama!

Lo agarró por el pijama, el pijama de Georgie, y sacó al impostor de un empujón de la cama. Lo sacudió mostrando en su rostro toda su ira; no le importaba en absoluto que aquel niño llorara o que le temblaran los hombros. Aún agarrándolo por el pijama, lo miró directamente a la cara.

—¿Dónde…?

Lo volvió a sacudir.

—¿… está…?

Lo levantó hasta casi ponerlo de pie.

—¿… Georgie? ¿Qué has hecho con mi hermano? ¿De dónde has salido?

Los ojos azules del niño estaban llenos de lágrimas, pero su mirada era desafiante.

—Yo soy Timothy. —Señaló con su pequeña mano la cama—. Esa es mi cama. Yo vivo aquí.

—No, tú no vives aquí —le gritó Jessica a la cara.

A ella también le temblaban las manos y sentía la boca tan seca que las palabras se le quedaban pegadas a la lengua. Sin embargo, el niño asintió apretando con fuerza los dientes en los labios, y siguió asintiendo una y otra vez.

—¿Quién eres tú? —le volvió a gritar Jessica.

—Soy tu nuevo hermano.

Aquellas palabras no tuvieron piedad; retumbaban en los oídos de Jessica mientras bajaba a toda velocidad las escaleras e irrumpía en la cocina. Su madre estaba sentada a la mesa con una taza de té delante de ella, añadiéndole azúcar con una cucharilla; nunca se echaba azúcar en el té. Su rostro era sombrío y estaba cabizbaja, y llevaba puesto el mismo vestido beige del día anterior. Normalmente, la apariencia de su madre era elegante y enérgica, y siempre estaba apremiando a su hija para que fuera más ordenada o se cepillara más el pelo, pero aquel día tenía el aspecto descuidado de la señora Rushton, la asistenta que iba a su casa los lunes, y Jessica pensó que quizás su madre no había dormido aquella noche.

Se acordó de los pasos en el rellano, de los susurros furtivos y, de repente, supo lo que habían hecho. La idea se hacía cada vez más grande y aterradora en su cabeza, y tomó aire.

—¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho? —preguntó.

Su madre la miró de un modo muy extraño. Se podía ver la ira alrededor de su boca y Jessica percibió el peso de su riguroso análisis.

—Jessica, no crees problemas.

—¿Dónde lo habéis mandado?

«No grites, no grites a mamá o…».

No quería ni pensar qué venía detrás del o…

—Se ha ido. Tienes un hermano nuevo que se llama Timothy. Quiero que lo quieras tanto como… —Hizo una pausa. Los delgados dedos de su madre abrazaron la taza en busca de calor—. Tanto como lo haremos tu padre y yo.

«No», quería gritar Jessica en medio de la cocina, pero ocultó las palabras tras los labios.

—¿Dónde lo habéis encontrado?

—No lo hemos encontrado en ningún sitio; lo hemos elegido de entre otros muchos niños en un orfanato.

—¿Dónde está mi Georgie?

—No es tu Georgie, y ya no existe. Nunca más volveremos a hablar de él.

—¡No! —En aquella ocasión se le escapó la palabra. Jessica se agarró al respaldar de madera de la silla que tenía delante, intentando evitar que sus manos se lanzaran contra el rostro de su madre—. No, mami, por favor, por favor, tráelo otra vez.

Le caían lágrimas por las mejillas y se avergonzó por ello, ya que sabía que su madre despreciaba lo que ella llamaba histrionismo.

—Cuidaré mejor de él, mami, lo enseñaré a comportarse, por favor, por favor… —siguió diciendo con voz implorante.

Entonces vio a su madre apartar la mirada.

—Mami, te prometo que puedo hacer que Georgie no te moleste tanto y…

—Déjalo ya, Jessica.

—Pero yo lo quiero, y él me quiere a mí. Me necesita para…

Los preciosos ojos de su madre se posaron sobre Jessica, rotundos y cansados, apagados por la tristeza.

—No seas tonta, Jessica —dijo sacudiendo la cabeza—. Ese chico es incapaz de amar.

—No, no; cuando le leo cuentos, me quiere, sé que me quiere.

—Está enfermo, enfermo de la mente.

—¡No!

—Sí, y ha ido a un lugar donde lo cuidarán debidamente personas que saben lo que es mejor para él. Será más feliz, te lo aseguro, y en una semana se habrá olvidado de nosotros.

—¡No!

—Sí, es así de egoísta. —Por un breve instante, se inclinó sobre la mesa y fijó la mirada en el rostro de su hija, y su tono se volvió inesperadamente amable—. En el fondo de tu corazón sabes que es verdad. Lo siento, lo siento mucho porque sé que lo cuidas incluso cuando sabemos que es imposible vivir con él, pero ahora debemos aceptar que ha desaparecido para siempre de nuestras vidas. —Se volvió a sentar debidamente en la silla, echó los hombros hacia atrás y dibujó una sonrisa en sus labios—. A partir de ahora, todos querremos a tu nuevo hermanito.

—¿Puedo visitarlo?

—¿A quién?

—A Georgie.

Su madre se puso de pie.

—No. —Expulsó la palabra de su boca como una corriente brusca de aire—. Olvida a ese chico; no te quiere. Ya no existe para nosotros.

El silencio se alargó hasta el infinito. La respiración de Jessica se hacía cada vez más violenta; quería gritar el nombre de Georgie, pero en lugar de eso se quedó rígida, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo, en completa soledad.

—Mami —dijo en voz baja y muy suave—, si soy buena y quiero a mi nuevo hermano, ¿dejarás que Georgie vuelva a casa?

Su madre suspiró.

—Oh, Jessica, qué tozuda eres. No me estás prestando atención.

Jessica se escondió detrás de la puerta. En cuanto su padre introdujo la llave en la cerradura, ella abrió y se puso delante de él.

—Papá, tengo que hablar contigo.

Él ni siquiera había cruzado el umbral. La miró un instante y su expresión pareció apartarse de ella, aunque no movió ni un centímetro de su cuerpo. Era un hombre de aspecto normal, complexión normal, con traje gris normal y el cabello castaño claro peinado cuidadosamente hacia un lado. Llevaba gafas, algo que odiaba por interpretarlo como una debilidad, y su padre no era el tipo de persona que tolera las debilidades. Únicamente sus ojos de color azul intenso desvelaban algo de la gran inteligencia que poseía y que lo llevaba a perseguir insaciablemente la perfección, en él mismo y en los demás. Jessica siempre lo encontraba sobrecogedor.

Se apartó, le cogió el sombrero a su padre y lo dejó suavemente sobre la mesa del rellano. Él cerró la puerta al entrar, pero no se dio prisa en quitarse el abrigo.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué hace tu madre?

—Está en el salón. Con mi nuevo hermano.

—¿Y cómo está Timothy?

—Está jugando con el trenecito de Georgie.

La mirada de su padre se iluminó.

—¿Ah, sí? ¿De verdad?

Georgie nunca jugaba con eso, solo arrancaba las piezas.

—Papá, he escrito una carta. —Sacó un sobre azul pequeño del bolsillo de la falda—. Para despedirme de Georgie.

Su padre se subió más las gafas sobre el puente de la nariz y colgó con presteza el abrigo en el perchero. Jessica sabía que lo que su padre deseaba era apartarse de ella, pero se colocó entre él y el salón y le sonrió.

—Me gusta mi nuevo hermano. —No era capaz de pronunciar su nombre.

—Estupendo.

—Pero necesito la dirección nueva de Georgie para escribirla en el sobre. —Siguió sonriendo—. Entonces podré olvidarme de Georgie.

Su padre suspiró emitiendo un sonido largo, con tono de decepción.

—Oh, Jessica, sé perfectamente lo inteligente que eres. —Extendió la mano para que le diera la carta—. Yo escribiré la dirección y la enviaré por ti.

Jessica no discutió, simplemente se la dio, sabiendo que acabaría ardiendo en la chimenea.

—Papá, Georgie también es listo. Sabe leer casi tan bien como yo. Pregúntale a la señorita Miller.

La señorita Miller era la más reciente de la larga lista de niñeras que habían pasado por la casa.

Su padre le sostuvo la barbilla en alto, echándole la cabeza hacia atrás, y la estudió minuciosamente, analizando las líneas y los contornos de su rostro. Jessica se sentía como uno de esos spaniel a los que su tío Gus juzgaba en los concursos de perros.

—Jessica, la cruda realidad es que Georgie es un ser humano increíblemente complicado, que no puede vivir con la gente normal. Shhh, no empieces a negarlo. Sabes que es verdad y tienes que aceptarlo.

—Papá, si soy mala, ¿me enviarás al mismo sitio?

Él la soltó al instante.

—No, así que no lo intentes.

—¿Me mandarás a otro sitio distinto?

Durante unos instantes, su padre no dijo nada, y Jessica apreció una especie de tic en la comisura de su boca. La niña se dio cuenta de que su padre intentaba contenerse para no gritarle, así que volvió a poner su sonrisa.

—No seas tonta, Jessica —dijo su padre, con tono cortante—. Lo pasado, pasado está. Ya se ha acabado; olvídalo. Este es un nuevo comienzo para nosotros y tenemos que ser valientes, incluido el pequeño Timothy.

La rodeó y abrió la puerta del salón con una gran sonrisa al mirar al interior de la estancia.

—¿Cómo está mi chico? —dijo, y se desvaneció en la calidez del ambiente.

Jessica permaneció inmóvil en el rellano, asolada por la tristeza.