Hasta el cuarto de calderas llegan también algunos residuos de la agitación nacida en la calle y empujada después hacia el portal en oleadas sucesivas y carentes de ritmo. Pero llegan desprovistos de identidad, como las sobras de una combustión. Así, desde la oscuridad húmeda y desolada no es posible distinguir los pasos de las voces, ni los movimientos de atención de los de miedo. Lo que en principio parece un murmullo se convierte, sin necesidad de pasar por un ruido intermedio, en el eco de una puerta al cerrarse reflejado en el sótano por el esqueleto metálico del edificio. Una crepitación producida en el interior de la caldera se convierte en un susurro, y de nuevo en una crepitación, antes incluso de que los sentidos se hayan hecho cargo de la primera señal. Los mismos dedos parecen huéspedes y dedos otra vez, herramientas capaces de acariciar el suelo y de transportar con cierta solidez desde allí hasta la boca, donde de nuevo se tornan huéspedes, migas de pan, arena, y otras reliquias de sabor confuso y de naturaleza indescifrable. Después, los pasos parecen pasos, y voces los susurros que precavidamente se descuelgan escalera abajo. La lluvia sigue siendo lluvia; y la humedad que el Vitaminas siente sobre sí, su prolongación.

Una vez establecida la identidad de los ruidos, y su cercanía por tanto, el Vitaminas cae de nuevo en un estado de abandono total. Ya no tose, o lo hace hacia adentro, en un afán por economizar movimientos, por economizar sensaciones. Tiene las piernas y los brazos pegados al tronco, la barbilla en el pecho, y la lengua guardada dentro de la boca, protegida por dos barreras desiguales: una interior, compuesta por una doble hilera de elementos pétreos dispuestos en forma de empalizada; y otra exterior, más blanda y carnosa, aunque recorrida por músculos que la dotan de una notable rigidez. Los ojos permanecen abiertos o cerrados, según sea la intensidad de los temblores que estremecen su cuerpo. Si la embestida es grande, los párpados se buscan y el superior se monta muy ligeramente sobre el de abajo, como dos valvas que no ajustaran bien y hubieran de suplir en crispación lo que en exactitud les falta. De cualquier modo, cada uno de los dos globos gira seguro dentro de su órbita, y, si se cierran, no ven, pero cuando permanecen abiertos tampoco, porque el Vitaminas se descuelga ahora por el estrecho patio interior de su fiebre hacia un infierno en el que la memoria es llama y cuerpo atormentado al mismo tiempo. Los sucesos, que a su pesar evoca, se repiten una y otra vez, flamean avivados por un viento abismal que nunca sopla en la misma dirección. La trastienda de la farmacia, el Lefa curándole las uñas destrozadas, un jadeo que precede a la aparición de la academia. Y también instantáneas del rostro de su hija, de su llanto feliz. Después, cenizas, oscuridad, un descanso interrumpido de nuevo por el viento, y él que asciende por las escaleras del metro de Pueblo Nuevo en busca de un refugio, si no seguro, acogedor al menos, como la mano que acaricia la frente del que se va a morir y lo sabe: una tregua. Alguien se acerca a él, le solicita, y el Vitaminas saca la navaja. No tiene práctica, ni la necesita; un movimiento del brazo hacia adelante, seguido de otro de retirada. Rosario ya no trabaja aquí. Atravesar un descampado para llegar al cine. Una de arriba. El descampado cuando la tarde duda, los gestos del principal actor. A lo lejos alguien se ata el cordón de un zapato con el pie apoyado en una irregularidad de la pared. Ya han abierto la puerta del cuarto de calderas. Los oídos oyen lo que no escuchan, los ojos miran algo que no ven. Los orificios nasales taponados con dos bolas de algodón bien comprimidas. Han comenzado ya las amenazas. Desde la puerta del cuarto de calderas profieren amenazas y promesas sabiamente alternadas. Pero ahora está tranquilo; el viento parece soplar en una sola dirección y el Vitaminas asiste a las escasas ocasiones en las que reconoció su propia voz en él, en las que el gesto de sus labios era su propio gesto, en las que sus olvidos no estaban destinados a alimentar la memoria de otro. Cesan las amenazas de los de la puerta y comienzan los ruegos de Julia. Han encendido la luz del techo. El Vitaminas escucha a su mujer y atrapa, con un movimiento rapidísimo de la lengua, un insecto que se había posado en la entrada de la cueva. Después está feliz; es pequeño y pisa la sombra de altos chopos, oye el murmullo de una acequia. Julia, desde la puerta, insiste y ruega, pero el Vitaminas responde sin despegar los labios: cállate, callate, ¿no ves que estoy sufriendo la visión del ahogado?

Junto a la puerta del bar explotado por el Cojo se agolpaban multitud de paraguas negros bajo los que se protegía un número mayor de espectadores. Casi todos presumían de tener la información más exacta sobre el suceso que acababa de desarrollarse en la acera de enfrente. Pero sólo uno de ellos se atrevía a facilitar detalles en cuya concreción, si no había verdad, había al menos verosimilitud; no proporción entre el suceso y la causa, sino armonía entre los hechos que narraba y el nivel de existencia de la realidad que los había cultivado. Su hocico de ratón daba nombres y fechas, reproducía frases escuchadas a la policía y ataba cabos ignorante de que tras él, bajo un paraguas ajeno, se encontraba uno de los personajes de la historia. Jorge escuchaba lo que para los demás era un suceso externo, un alto en el camino, y mientras escuchaba decidía —con la firmeza del que no se da ningún crédito— que volvería a su barrio y que de sus alrededores no saldría sino para ir a trabajar, nunca para buscar amor, ni saldar deudas. Entretanto, el Ratón explicaba a su público que el delincuente, según confesión propia, había ingerido un tubo de pastillas y que estaba en que se iba a morir, en que se ahogaba. Pero un médico ha dicho que se va a joder, que un lavado de estómago y listo.