Finalmente, el teléfono negro había sonado deshaciendo cualquier tentativa de incluir a aquella mañana en las apartadas zonas de lo irreal. Jorge, aparentemente solicitado por la niña, se retiró a tiempo de las proximidades del sonido, de manera que Julia no tuvo más remedio que hacer frente ella sola a la amenaza. Ahora responde con monosílabos sumisos a quien desde el otro lado le dice cosas que modifican su expresión, mientras Jorge, retirado a una zona intermedia desde la que puede oír y no oír las respuestas de Julia, entretiene a la niña insaciable de gestos y palabras. Quién será, quién no será. Mira una lengua, una mano, no llores, escucha una canción. Un compromiso inútil. Su familia, no sé, no la conozco. Pueden venir ahora. Yo sé que ahora vendrán, caras extrañas. Quién será, quién tendrá cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba. Tranquilidad, ante todo muchos lobitos detrás de la escoba. Habíamos conseguido atrapar un vaso entre una de las butacas y la pared, no llores, cinco criaba, luego ella presionó un poco y el vaso saltó manchando la pared. De La Habana ha venido un barco, pero la mayor parte del líquido se derramó simplemente hacia abajo por entre las grietas del cristal. Entonces Julia abandona el auricular sobre su asiento y, después de no mirar a ningún sitio, mira a Jorge, que no se atreve a preguntar no sea que su pregunta se interprete como la decisión de inmiscuirse activamente en un asunto ajeno. A través del tabique se oye la radio de una casa vecina; el concurso ha terminado y ahora dedican canciones con argumento a seres alejados de su hogar.

—Era la policía —dice Julia.

—Claro, es normal. Tenían que llamarte más tarde o más temprano. Al fin y al cabo eres su mujer.

Julia no responde de manera inmediata; es decir, que se niega a continuar un diálogo ajustado a los reflejos habituales, porque siente un terror seguro y libre de los disfraces con los que se dulcifica el miedo. Ha caminado con los ojos excesivamente abiertos hasta el sofá y está sentada buscando una salida. La niña, dice, la niña es un estorbo ahora. No tiene arreglo ya.

—¿Qué dices? —se atreve Jorge tras abandonar a la niña sobre una montaña de plástico.

—¿Cuántos años han pasado desde que me viste frente a la academia con el abrigo rojo?

—No sé, diez o doce.

—Lo recuerdo tan bien. Tenía cuatro grandes botones y el cuello era redondo —dice y siente que ha conseguido una vez más metamorfosear su angustia. Jorge la mira con cierta prevención y parece dispuesto a complacerla en todo—. Diez o doce años, sin embargo, y no he vuelto a tener ningún abrigo que signifique tantas cosas como aquél.

—Sí, te comprendo. Para mí los últimos tiempos han carecido también de referencias.

—Eso es, eso quiero decir. ¿Recuerdas qué largos eran los años de la infancia? Duraban siglos y pasaban infinidad de cosas dignas de ser recordadas. Ahora no pasa nada y cuando pasa es peor.

Pero ella se ha situado ya en esa zona, a medio camino entre la nostalgia y la impudicia, en donde no se le exige ningún compromiso con su situación personal, en donde nadie, en definitiva, puede obligarla a vivir. El mismo miedo, en esa zona, parece estar hecho de una materia distinta y hasta es posible, sabiendo utilizarlo, obtener de él algún provecho en esa dirección señalada por las inhibiciones. Pero aún han de pasar unos minutos antes de que Julia se decida a contar la otra parte de la conversación mantenida con la policía. Entretanto, Jorge calmará su impaciencia poniendo un poco de orden sobre los objetos situados a su alcance, y la niña ampliará su campo de acción arrojando lejos de sí los juguetes de plástico sobre los que estaba sentada. No es una tregua, sino la expresión de una metamorfosis, un cambio destinado a aplicar sobre la realidad determinadas cualidades dirigidas a hacerla más soportable, no más inteligible.

—¿Sabes lo que me han dicho?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Me han dicho que no me mueva de aquí porque tal vez necesiten mi ayuda. Era un inspector, se ha presentado muy correctamente, pero ya no me acuerdo de su nombre. Dice que Luis está escondido en el sótano de esta casa y que va armado.

—¿Y en qué les vas a ayudar tú?

—No sé. Supongo que querrán utilizarme para hacerle salir sin que sea necesario armar mucho lío —Julia se ha escuchado a sí misma y se sorprende de la naturalidad con la que ha logrado expresar una idea terrible—. Además, si no se entrega voluntariamente, pueden herirle.

—Claro.

Luego hay un silencio tras el que cada uno espera la decisión del otro para averiguar en qué dirección transcurrirán los acontecimientos. Julia está tranquilamente instalada en una especie de debilidad que la exime de intentar cualquier iniciativa. Aunque por otra parte no hay ninguna iniciativa que tomar. Se trata más bien de definir la actitud interior con la que hacer frente a las próximas horas, a los próximos días tal vez. Después vendrá el olvido o la repetición progresivamente idealizada de una historia de la que, sin grandes pérdidas, se obtuvo un bello rostro delator de un pasado intenso. Jorge, por el contrario, se encuentra sometido a una gran actividad interior. Comprende que en cierto modo se ha hecho cargo de la situación porque el guión exige de él una palabra, un gesto, algo que establezca por su parte lo que ya ha quedado establecido por la parte de Julia. El Vitaminas ni siquiera ha sabido quitarse de en medio con limpieza. Lo recuerda en sus más desastrosas actuaciones, sentado en el pupitre junto a él, en los billares, lo recuerda un lunes, su manera de andar, y de improviso advierte lo esquemático de sus vidas: Cuatro o cinco sucesos mal hilvanados incapaces de soportar un argumento mínimo. Donde debía haber carne, no hay más que un vacío atravesado por el viento. Alcanza, como mucho, a ver pequeños jirones, algunos trozos putrefactos pegados a la osamenta de su vida. Un esquema sin cuerpo. Y ahora el miedo a verme mezclado en este asunto. La oficina, sus padres. ¿Qué le debo a un hijoputa que de este modo viene a comprometernos?

—¿Pero te han dicho que iban a venir ahora?

—¿Quién?

—Quién va a ser, el inspector ese.

—Claro; acaban de descubrirlo, me parece. Entonces Jorge se levanta y lo dice sin gritar, sin llamar la atención de la niña, pero dice tengo miedo. Y además mi presencia aquí no tiene ningún sentido. Es mejor que me vaya hasta que pase todo. Julia le mira como si de un desconocido se tratara. Ahora es cuando más te necesito. Tendré que ir a declarar y sentiré pena por Luis. Quédate, aunque sólo sea para ocuparte un poco de la niña. A ti no van a comprometerte para nada. Es normal que en estos momentos esté alguien conmigo. Jorge empieza a odiarla o a manifestar un odio que ya latía en él antes de expresarlo con los ojos. Estoy harto de líos. Me he pasado la vida sufriendo por unas cosas o por otras. No puedo más, y no pienso estar aquí para recibir a la policía. Sabrán que hemos sido amigos y empezarán a sacar conclusiones. Yo me voy y, por favor, no intentes obligarme a nada. Quiero tranquilidad, quiero atender a mis propios problemas. Perdona, pero no puedo quedarme aquí como un imbécil para hacerle el juego al imbécil de tu marido. Coge el abrigo y se demora un poco abrochándose los botones con una torpeza fingida. Espera que sea la propia Julia quien le ayude a huir, pero ella se limita a mirarle entre el asombro y el desprecio de quien acabara de descubrir con retraso un fraude que sin embargo era evidente. Luego atiende a la niña, que se ha puesto a llorar con los últimos gritos. La levanta en sus brazos y persigue a Jorge, que ha aprovechado el momento de confusión para deslizarse. Espera a que alcance la puerta, según tiene visto en algún sitio, y entonces le llama, y cuando Jorge se vuelve dice con un rencor que en el fondo espera ser decepcionado: si te vas ahora, no vuelvas nunca, nunca. Jorge hace un movimiento de indecisión, se vuelve sin soltar el cerrojo, dice: Julia. Y a continuación un tópico cualquiera que no intenta evitar. Luego se marcha y Julia se endurece. Deja a la niña arrastrándose por el salón y se va al cuarto de baño. Ahora se está peinando frente al espejo, y, de reojo, mira la mancha en forma de cerradura en cuyo centro parpadea una pupila de azogue.