Antes de ganar el dormitorio, agotaron todas las posibilidades que les ofrecía el sofá y que venían a ser las mismas que las de la cama, excepto por el espacio desprovisto de sábanas y de lugares adecuados donde depositar la ropa; aspectos que conferían al hecho determinados matices de urgencia y transgresión muy útiles para el desarrollo del primer encuentro físico. La cópula no fue ciertamente satisfactoria para ninguno de los dos, y esto no sólo por la posición irreductible de ambos, debida en gran parte a las inhibiciones creadas por la necesidad de dar al otro una imagen sabia y firme de sí mismo, sino también porque aquel encuentro no era gratuito ni espontáneo, ya que existía en función de dos programas diferentes, de dos búsquedas. Pero los programas, como las búsquedas parecían estar orientados a distintas materias, y ellos carecieron de la habilidad precisa para conciliarlos.

De todos modos suplieron esta falta con una descarga sentimental cuyas proporciones les sorprendió, aunque tal descarga se ajustara en todo momento a las normas reguladoras de los sucesos afectivos más comunes. Sin embargo, entre los estremecimientos de uno y de otro hubo diferencias notables que de algún modo contribuyeron a crear un ligero clima de desconfianza, o de reserva, que informaba subterráneamente a las efusiones, y contenía los arrebatos en el límite más allá del cual habría sido necesaria la intervención del futuro. Así, por ejemplo, Jorge no creía en sus impulsos emocionales o los contemplaba desde cierta distancia, sin decidirse a aceptarlos como suyos por más que le empujaran a acciones realmente sentidas. En cambio, Julia, alentada por la música que ella misma había elegido, no experimentaba, como Jorge, sus estremecimientos, sino que los vivía y se alteraba de verdad toda ella con la revisión contrastada de un pasado del que podía extraerse una cierta grandeza dolorosa y, al parecer, atractiva.

En determinado momento de la noche, cuando la iteración ya un poco forzada de ciertas emociones comenzó a resultarle repugnante, Jorge pidió permiso a Julia para ducharse, deseo perfectamente justificado por el calor del ambiente, al que se había sumado el producido por la lucha de los dos cuerpos en el sofá y sus cercanías. Permaneció bajo el agua mucho tiempo intentando, de una parte, disfrutar de aquella sensación casi marital que le proporcionaba el haber accedido a la bañera de Julia, y dominando, de otra, el asco producido por la utilización de unos aparatos sanitarios completamente ajenos. También —mientras se secaba superficialmente con una toalla sucia y todavía húmeda por un uso anterior— debió de meditar algo o de alcanzar algunas conclusiones, porque salió del cuarto de baño con el rostro endurecido y resuelto.

En el salón recogió su ropa desperdigada por el suelo, y bajó un poco el volumen del tocadiscos en consideración al sueño de los demás. Luego, tras ponerse la camisa y los pantalones, entró en el dormitorio. Julia estaba desnuda, aunque estratégicamente cubierta con las sábanas, y coreaba con bastante sentimiento la canción que sonaba en el tocadiscos, que, entre otras cosas, decía tengo el pelo completamente blanco, pero voy a sacar juventud de mi pasado; lo que a Jorge le pareció excesivo dada la evidente juventud de la chica. Entonces, para hacerla volver a la realidad, explicó que había bajado el volumen del aparato por miedo a que se despertara la niña. Julia le dio las gracias y encendió un cigarro apoyando el cenicero en su vientre al tiempo que reparaba en que Jorge se había vestido. Dijo quédate a dormir, por favor, a lo que éste accedió con gesto concesivo, aunque en ningún momento había pensado en marcharse.

Así pues, se desnudó y penetró en la cama junto a Julia, quien en seguida le ofreció de su propio cigarro, como suelen hacer en algunas películas quienes acaban de someterse a una intensa sesión amatoria. Permanecieron largo rato sin hablar, contemplando el techo y escuchando las canciones que sonaban en el salón, con las que Julia iba identificándose de nuevo progresivamente. Te lo juro que no volveré aunque me haga pedazos la vida. Entretanto Jorge trataba de compensar la actitud dolorosa de su compañera haciendo anillos con el humo del cigarro, o carraspeando de forma bastante grosera y si quieren saber de mi pasado es preciso decir una mentira.

Cuando se acabó el disco, Jorge dio un respiro cuya evidencia no trató de disimular. Julia apagó el cigarro, y tras cubrirse parcialmente con la colcha se dirigió al salón para desconectar el tocadiscos. Pero tampoco en esto se comportó de una manera natural, porque entre el clic producido por el botón del aparato y su entrada en el dormitorio transcurrió un tiempo excesivo cuyo silencio inquietó a Jorge, hasta que la vio aparecer de nuevo y observó cómo la colcha la envolvía ahora de manera perfectamente artificiosa y calculada. Se la había cruzado en bandolera, desde el hombro izquierdo hasta la cadera contraria, en donde, tras superar un nudo, el tejido se deshacía en pliegues que ocultaban por el frente las piernas. En cuanto al pelo, éste se amontonaba sobre el hombro desnudo equilibrando el peso de su figura, y valorando al tiempo la textura de la piel en esa zona. Jorge la observó con avaricia hasta que Julia, tras arrancarse la improvisada túnica, se acostó junto a él y rompió el ya largo y rencoroso silencio:

—¿No te gusta este tipo de música?

—Querrás decir de canciones —respondió Jorge con malicia—. Bueno, da igual.

—No, no da lo mismo. La música carece siempre de argumento; sin embargo en las canciones lo importante es la historia.

—Bien, pero ¿te gusta o no?

—No.

—¿Por qué?

—Porque yo soy contrario al sufrimiento, incluso cuando se trata del sufrimiento moral. Ya sé que últimamente se valora bastante esta capacidad, y que quienes la desarrollan adecuadamente acaban por adquirir un gesto entre resignado y duro que da siempre buenos resultados. Pero yo no puedo con ello; huyo del sufrimiento como de la peste.

—Eres un cínico —dice Julia, herida en su propia estimación, y desprovista ya de la grandeza calamitosa que las canciones le habían transmitido.

—No lo tomes así, por favor. No pretendía ser agresivo, pero es que estas cuestiones me ponen nervioso. Es como si no fuéramos capaces de alimentarnos con nuestra propia experiencia. Ya sé que no es mucha, pero creo que deberíamos intentar sacar algún partido de ella. Durante los últimos años no hemos vivido nuestra vida, sino que hemos imitado la de los otros; o, mejor dicho, la que creíamos que vivían los otros. El cine y las canciones nos han proporcionado unos modelos de comportamiento que no guardaban ninguna relación con nuestras circunstancias. Y nosotros hemos ido por ahí, como idiotas, inventando un pasado intenso y doloroso, porque no sabemos disfrutar de nada, excepto del dolor, siempre y cuando nos llegue convenientemente aderezado.

—Eres muy amargo, Jorge —dice Julia en un tono triste que, sin embargo, denota admiración.

—Al contrario, intento no serlo. O en todo caso intento que en mi amargura no participen agentes extraños a ella. Por eso evito identificarme con las canciones que antes escuchábamos; porque no hablan de ti, ni de mí; porque no hablan de nadie seguramente.

Jorge iba a seguir razonando, pero se dio cuenta de que estaba cayendo en la trampa de la sinceridad, y sabía que de esa trampa sólo se sale a través de la estupidez, o de la destrucción. Y como no quería volver a las anteriores efusiones sentimentales, ni abandonar aquella cama a tales horas de la noche, decidió callarse en el momento justo en el que estaba por contar de nuevo la historia de Julia cuando, detenida frente al portal, fue vista por él. Llevaba un abrigo rojo con cuatro botones enormes. En la mano derecha sujetaba unos libros en esta posición.

Julia se acerca a él, se protege bajo su brazo y dice en un murmullo apenas perceptible: quédate a vivir conmigo. Jorge no dice nada, mira al techo de manera perfectamente sólida y sentimental. No necesita hablar, no necesita hacer un gesto con la mano; no está incómodo, en suma. Por qué no, se pregunta, por qué no trasladar aquí mis cosas y obligarme a vivir bajo la mirada de alguien a quien he deseado tanto. Después se vuelve un poco y mira a Julia artificialmente. Dice: —Pasan los años sin que nada, bueno o malo, madure en mí. No soy peor ni mejor que aquel adolescente insoportable. Ni siquiera soy distinto. Me parece que no tengo acceso a nada. Me parece que todo esto ya estaba previsto.

Y después, saboreando el hámago producido por esta última consideración, retira las sábanas («juro que un día te veré desnuda») y se arroja sobre el cuerpo de Julia violentamente.