La soledad, que era una imposición, se mostraba como una alternativa, pero la orden venía hábilmente mediatizada en beneficio del engaño. No obstante, el Vitaminas, acometido ahora por la experiencia de lo inmediato, alcanza ésta y otras conclusiones en el curso de un ejercicio gratuito y eficaz. Está acostado frente a la pared, de espaldas a la caldera grande, y el objeto final de sus reflexiones emerge de manera espontánea y libre de la larga cadena de intermediarios que operan sobre la realidad para confundir su naturaleza. Siente sobre sí el peso del abrigo notablemente reforzado por el agua embebida, y dice noto la muerte en una cierta agudización de las sensaciones personales; esto que ahora me pasa me está pasando a mí y sólo desde donde miro —desde esta solidez mortuoria— puedo juzgar los atributos de cuanto me rodea. El solipsismo no es una forma de conocimiento, sino la última etapa de la angustia; después está la paz, la inútil paz del que no ha encontrado ninguna salida hacia el exterior, hacia una actitud que suponga un engrandecimiento moral. ¿Dónde, dónde está el camino de la perfección? Noto mi muerte separada de los intereses ajenos…

Sin embargo sabe que no se va a morir, que tal idea es un producto de la fiebre y de los optalidones que ha ingerido casi de manera continuada. Pero la utilización sistemática de la mentira le ayuda a soportar los instantes de lucidez, una lucidez confusa que, por otra parte, sólo le sirve para advertir la presencia del horror, no para superarlo. A la altura de la cadera, y debido a la sensibilización progresiva de todos sus sentidos, nota el peso insoportable de la navaja automática, pero no lo evita. Está un poco sorprendido todavía de su nueva aptitud para utilizar el engaño en pro de la verdad. Y recuerda, con la nostalgia del que hubiera leído muchos libros, la enorme sorpresa que le causó en su día el descubrimiento de que la duda cartesiana, como su mentira de hoy sobre la muerte, no era real, sino metódica.

Se va durmiendo vencido por un sopor compacto. Durante el trayecto de la vigilia al sueño mueve la mandíbula inferior y babea con ademanes de idiota o de borracho. Las palabras de los profetas, dice como quien escuchara una guitarra, están escritas en las paredes de los subterráneos y en los vestíbulos de las casas baratas. Durante treinta segundos permanece olvidado y se siente feliz en lo espeso del légamo que le conduce. Pero en seguida regresa al cuarto de calderas con un escalofrío que le abrasa los ojos. Tras levantarse busca el tubo de los optalidones y aplicándolo directamente a la boca traga aún tres o cuatro pastillas. Estudia de nuevo su posición y de nuevo concluye que aunque el portero entrase para alimentar la caldera no advertiría su presencia, a menos que hiciera algún ruido delator. Estima, pues, que no debe dormirse porque podría delirar o emitir algún otro sonido incontrolado. Mi vida parece irreal, mi delito una ilusión, una comedia mal escrita en la que he de actuar. Pero me buscan realmente y no escucho ninguna música que anule o magnifique el sentido de mis palabras. Sólo la lluvia al otro lado y las tuberías en éste, y yo, de pie, sosteniendo este abrigo húmedo. Aún podría salvarme. He de salvarme aún para buscar la salvación por los caminos de la ineptitud; sobre todo ahora, cuando sé que no soy inteligente. Los meses ya no serán febrero ni julio ni septiembre. Los años no serán etapas ni marcarán los vencimientos de las promesas no realizadas. Mi destino no está escrito en el horizonte, sino en los muros de los subterráneos y en los vestíbulos de las casas baratas. Tal vez haya un sitio donde no puedan encontrarme.

Se ha puesto el abrigo, se ha subido las solapas y pasea muy concentrado sin abandonar la zona oculta de la caldera grande. Con la yema de los dedos toca a intervalos la superficie pulida de la navaja automática, lo que le produce descargas de placer en las ingles y en el punto de los párpados donde parece concentrarse la fiebre. Está tranquilo y previsor. Calcula con ademán experto los progresos de la bronquitis y trata de encontrar una relación aproximada entre el dolor del pecho y la situación objetiva de su aparato respiratorio. Para lo cual enciende un cigarro y aspira con fuerza el humo intentando seguir el recorrido del mismo. El humo supera con dificultad la tráquea y penetra en los bronquios alcanzando un punto que el Vitaminas calcula muy cercano a los pulmones. Allí es frenado por la infección y expulsado inmediatamente por los órganos inflamados en un golpe de tos que le hace llorar. Piensa en los supositorios balsámicos, pero los imagina deshechos por el calor. Con la mirada fija en algún punto saca el tubo de los optalidones por ver si alguno de sus componentes tuviera propiedades antiinflamatorias: Ácido isobutilalil-barbitúrico, dimetil-aminofenazona, trimetil-xantina y mierda, dice al tiempo que abre el tubo y traga las últimas pastillas. Después se acerca a la parte frontal de la caldera y tras abrir su puerta arroja al fuego la navaja automática. Mientras las cachas arden y el acero enrojece, cree oír una canción infantil a sus espaldas, pero no se vuelve porque comprende que ha de dominar alguno de sus impulsos en pro del escaso equilibrio que aún le queda.

Se guarda el tubo vacío de los optalidones y decide volver al rincón para echarse otra vez sobre los sacos. Continúa tranquilo y previsor. Primero orina sobre la bandeja de los hongos y dice mingitorio, palabra esta que le gusta mucho, pero que apenas ha podido utilizar a lo largo de su vida. Después medita y, en seguida, advierte que la envoltura de su meditación es tan convencional como su tono. Pero no se angustia, hace ya un rato que no le angustia nada; le extraña simplemente que su especial situación no haya tendido todavía a crear en él nuevas capacidades oratorias que justifiquen su locura ante un posible espectador. Dice al azar algunas cosas y calibra luego cuidadosamente el grado de rareza alcanzado por cada una de las frases. El resultado es desastroso: apenas ha conseguido musitar dos oraciones que se despegan muy ligeramente del lenguaje oficial y establecido. Además no significan nada. ¿Pero es que significa algo su modo de actuar? Tal vez resida ahí la clave del asunto, dice, e inmediatamente: qué clave, qué asunto, qué residencia. Las frases hechas le rodean y desprestigian su actitud, por lo que finalmente decide que uno debe limitarse a actuar, y que es preciso no volver nunca sobre los hechos con la intención de cuestionarlos o de compararlos para no advertir tampoco la falta de progresión (pero progresión hacia qué, hacia dónde) entre unos y otros. Nada de un hecho de hoy delata un avance con respecto a los perpetrados ayer o el anterior verano. Tal vez una memoria perezosa o poco dotada podría camuflar algunos atributos de las viejas actuaciones de forma que tales atributos se presentaran como novedad en las actuales. Pero la suya es una memoria competitiva y cristiana que fía a la voluntad lo que no puede alcanzar con la inteligencia. De ahí que continúe, a su pesar, buscando las pruebas de una superación que haga más llevadero su desastre.

Se acuesta por fin sobre los sacos sin quitarse el abrigo, y después de una pausa dedicada a imaginar figuras sobre las manchas de la caldera, vuelve al análisis de su situación que, además de poco inteligente, se le antoja inútil. No obstante, no trata de combatir una inquietud que no tiene, ni de cumplir ninguna penitencia, pues tampoco se siente culpable, sino de especular sobre su propio ser con la frialdad obtenida de las propiedades narcóticas de los optalidones y de la fiebre que le abrasa, como dos bolas de fuego, la mirada. Se siente torpe y objetivo y un poco separado ya de los azares de una huida que parece no concernirle. Gracias a esta lejanía, ha estado a punto de recurrir a algunos rudimentos del mecanicismo con los que habría negado fácilmente cualquier implicación, a título personal, en la historia que padece. Pero quien ha vivido para progresar, quien sólo ha concebido los hechos, las personas y los días como etapas de una ascensión que conducía al triunfo, no puede en un momento límite deshacerse de la voluntad, ni trocarse en una masa inerte a disposición de los vientos, las lluvias, o cualquier otra actividad siempre exterior a sí misma.

Por fortuna no fue triunfo la palabra de la que se sirvió para denominar el objeto último de sus actividades; y no lo fue porque el triunfo no tiene más alternativa que el fracaso. Salvación, sin embargo, significaba también victoria, pero parecía referirse a un tipo de conquista interior, ajena a los sucesos exteriores del sujeto que pretendía salvarse. De manera que aún en la situación más desastrosa cualquiera puede componer un epinicio en honor de la grandeza espiritual que todo desventurado tiene derecho a atribuirse.

Mas Luis, el apodado Vitaminas, conoce ya la mentira del espíritu y está en disposición de calcular el precio monetario de la felicidad y el orden. Pero no le sirve de nada, como a un ciego tampoco le devolvería la luz el reconocimiento de su rareza física. Con una mano alcanza a tocar la pared. Le duele el pecho y llora y sabe lo que en verdad quería violar cuando entró en la farmacia y tras un breve saludo esgrimió la navaja automática. Dijo ¿dónde está Rosario? Y el padre del Lefa contestó asombrado y pálido ya no trabaja aquí. Bueno, deme el dinero, no las monedas, los billetes que esconde bajo el cajón de la registradora. Luego había pasado la noche a la intemperie, deshaciéndose de un dinero con el que no pudo librarse de sí mismo, mientras el frío penetraba traicioneramente por las rendijas de su ropa hasta tocarle la garganta y los bronquios. Y el corazón.

Ahora se duerme empapado de agua y de sudor, y mientras se duerme, ve cosas.