¿Qué piensa un hombre mojado que viaja en el metro? ¿Forma juicios sobre los rostros en los que detiene su mirada? ¿Recompone el suyo al advertir que alguien le observa? ¿O permanece ajeno en su rincón musitando una melodía ahogada por los ruidos del tren? Jesús Villar piensa en los teléfonos. Primero se pone el abrigo porque le incomoda llevarlo bajo el brazo, y porque teme hacerle alguna arruga que en colaboración con la humedad deforme alguna zona de la prenda. El peso del abrigo sobre los hombros le hace sentir con más intensidad el agua embebida por la chaqueta que se ha infiltrado ya hasta la camisa. Después piensa en los teléfonos, en lo extraño de su mecanismo y en la inseguridad que prometen. ¿Qué le ha pasado a alguien cuyo teléfono comunica durante horas? ¿Por qué colgó antes de que lo cogieran quien sólo lo dejó sonar dos veces? ¿Habría colgado también en el caso de que le contestaran de manera inmediata? Y por último, ¿el pitido que oye quien llama coincide con el timbre de quien recibe la llamada?

Entre tanto las estaciones se suceden, y como tras el trasbordo aún debe permanecer en el vagón cuatro paradas antes de llegar a Pueblo Nuevo, intenta sacarle más partido al tema de los teléfonos. No lo consigue, y no por falta de capacidad seguramente, sino porque lo último que pensó en la cafetería acerca de golpear a su mujer en la boca con un cenicero de cristal comienza a volverse contra él en un movimiento de culpa que le hace sentirse un poco miserable. La ternura se le instala de nuevo en un punto que él localiza en la parte posterior de los ojos, justo en el lugar donde supone que ha de estar colocado el mecanismo que se encarga de proyectar imágenes sobre la pantalla de la realidad. (Influido probablemente por la experiencia del cine, piensa que los ojos, más que recibirlos, emiten los espectros que se ordenan en el espacio). Recuerda a su mujer embarazada y su pecho se contrae por la invención del hijo. Revive la tristeza en que se hundieron tras el aborto, del que también se sintió un poco culpable por permitir que Rosario trabajara en tales condiciones. Y poco a poco se convierte en el hombre manso que esconde su cobardía tras el disfraz de la bondad. Sin embargo, no deja de advertir la existencia de un impulso violento que, más que mitigado, permanece contenido por las últimas oleadas de ternura, y al que le bastará un ligero desplazamiento de ésta para emerger de nuevo con furia. Es más, en determinado momento se muerde el labio inferior con una rabia no fingida y cuya veracidad a él mismo le sorprende.

A él mismo le sorprende. Al salir del andén en Pueblo Nuevo alguien, a quien no conoce, le hace una seña que Jesús Villar elude con la habilidad propia de un especialista en gestos. A pesar de esto, el hombre se dirige a él de manera inequívoca y Jesús Villar, sacando la mano derecha del bolsillo, se detiene dispuesto a hacerle frente. El hombre, más bajo que él, tiene dificultades para comunicarse. Además sus primeras palabras se diluyen en el ruido del tren y Jesús Villar ha de inclinarse un poco, cortésmente, sin descuidar la guardia. La disimetría del rostro de quien habla se debe al parecer a una parálisis facial que alcanza a la parte derecha de su boca. Con esfuerzo le repite a Jesús Villar la propuesta de darle cobijo bajo el paraguas que muestra ostentosamente, como si el objeto pudiera completar o reforzar el sentido de sus frases. Dice que son vecinos, aunque no aclara el tipo de vecindad, y que por lo tanto han de seguir la misma ruta. Jesús Villar tarda en reaccionar unos segundos. El tipo le recuerda a uno de esos coleccionistas de sellos de los que nunca se sabe a ciencia cierta lo que en realidad coleccionan. Finalmente sonríe y le agradece la invitación, pero es que soy un despistado y tenía que haberme bajado en la siguiente, porque he de hacer unas compras en Ciudad Lineal; de modo que voy a esperar al otro tren. Gracias, gracias, de todas formas muchas gracias. El hombre se aleja decepcionado y Jesús Villar observa atentamente su manera de caminar. Tiene ademanes de animal prehistórico en plena mutación: se le han atrofiado las patas delanteras. Después espera unos minutos y tras quitarse el abrigo para protegerlo de la lluvia se dirige a la salida.

En el momento de deshacerse del billete usado oye una sirena de un coche de bomberos y comienza a correr para verlo pasar. Sube las escaleras como un loco riéndose interiormente de quienes entre el odio y la curiosidad observan su conducta. Al alcanzar la calle vuelve la vista y ve al camión-cisterna abriéndose paso entre la circulación entorpecida. Espera aún unos instantes bajo la lluvia hasta que el coche de bomberos se aleja lo suficiente como para presumir que el desastre no está cerca, y después, arrimándose a la pared, comienza a caminar hacia Caudillo de España. Antes de alcanzar la esquina recibe un aviso, mas como todavía ignora por dónde ha de completarse la sospecha, se detiene bruscamente apoyando la espalda contra la pared. Frente al bar del Cojo está detenido un autobús al que los coches tratan de sortear en vano. La lluvia cae ahora verticalmente y el suelo está limpio por la persistencia del agua. Jesús Villar gira el rostro hacia su derecha y ve otra vez el bulto que corre pegado a la fachada. No necesita recordar la mirada del hombre, ni su pelo corto, ni la palidez de sus labios al mirar a quien a lo lejos simulaba atarse el cordón de un zapato, para decirse eres tú de nuevo. El Vitaminas se acerca a él corriendo y Jesús Villar se aparta ligeramente para darle paso. Siente la tentación de musitar el apodo cuando llega a su altura, pero fascinado como está por aquella presencia física tantas veces imaginada con rencor se limita a observarle hasta que el portal se lo traga. Mientras le observa rememora —utilizando una técnica cinematográfica— algunos instantes de su vida amorosa envenenados por el espectro del Vitaminas. Después sigue sus pasos, alcanza el portal y se detiene frente a él. Parece que piensa, pero sólo trata de identificar una sombra que al final del pasillo, en el recodo, da la impresión de asomarse con la cautela del que huye. Después espera aún unos instantes y luego se introduce en el portal siguiendo un rastro excesivo de agua cuyos reflejos, por contraste, destacan la suciedad del suelo. Llega al recodo y descubre las escaleras por las que se desciende al vientre del edificio. No ha sentido nunca tanto miedo, excepto durante su infancia, pero al igual que aquél se trata de un miedo activo que conduce a la perdición a quienes lo padecen.

Inicia el descenso tanteando las sombras con las manos hasta alcanzar una especie de rellano en el que, a pesar de lo oscuro, se distinguen, una frente a otra, dos puertas. Bajo la de la izquierda hay una rendija de luz. Jesús Villar pega su oído a la madera y permanece así unos instantes. Mueve los labios, como si murmurase una letanía, mientras que con la punta de sus dedos, tratando de no perder la estabilidad, tantea el quicio para averiguar de qué lado se abre la puerta. Pero no la abre porque de súbito su miedo se transforma en asco. Entonces da la vuelta y ajustando el bulto del abrigo bajo el brazo derecho sube las escaleras, sale al portal, en donde un ratón uniformado le pregunta a quién busca (—lo siento, me he equivocado) y alcanza la calle entre la inseguridad y el alivio.

Un primer impulso le lleva hasta el bordillo de la acera. Cree que va a cruzar, pero el agua despedida por las ruedas de los coches le obliga a volverse. Entonces descubre el ventanuco enrejado que hay a ras del suelo por el que sin duda descargan el carbón destinado a alimentar las calderas. Torpemente reconstruye el itinerario que acaba de seguir tras el Vitaminas, y al fin deduce que debe de pertenecer al cuarto bajo cuya puerta vio una rendija de luz. Se acerca a él un poco olvidado de sí mismo, como envuelto en una acción que apasionadamente le solicitara. Ya no es el miedo lo que le fascina, ni tampoco la posibilidad de perderse, sino la rara precisión con la que se han imbricado los sucesos. Tanta coincidencia sólo puede darse en beneficio de un código cuya lectura podría ser aplazada o falseada, pero inevitable. Así pues, se agacha y mira fijamente al interior. Parece que piensa, pero sólo trata de abrirle un camino a su mirada.

Luego permanece unos instantes de pie, indiferente ya a los efectos de la lluvia. Después se pone en movimiento y penetra en una cabina telefónica situada a pocos metros. Busca la ficha que le sobró en el bar y cuando la encuentra descubre que el teléfono sólo funciona con monedas. Inicia otra expedición por los bolsillos y en seguida descuelga el auricular marcando un número de tres cifras. «Policía», dicen al otro lado tras dejarlo sonar un par de veces. Jesús Villar se toma unos segundos y al fin responde: —Escuche, soy un comunicante anónimo. No me pregunte nada; limítese a tomar nota de la información que, por lo demás, es segura: el atracador de farmacias conocido por Vitaminas se encuentra en estos momentos paseando por los alrededores de la estación de Atocha. Es fácil de reconocer, aunque se ha puesto una barba postiza.