La niña, con su seriedad habitual, contempla los excesos bajo cuyo aparato Jorge y su madre se defienden del miedo. Ella no escucha aún el galope de los caballos ni conoce el sabor de la tierra masticada por Julia en el sofá, bajo la lluvia de golpes con la que Jorge le lastima la espalda. La niña sólo ve, entre la indiferencia y el cansancio, un montaje tan minucioso que no permite adivinar cosa alguna acerca de la calidad de los bastidores. La violencia delata la falta de substancia. O la sustituye. Hay un momento en el que la caricatura alcanza un límite más allá del cual sólo cabe el encuentro con uno mismo, el desamparo. Ese momento coincide con una acometida también hiperbólica de la realidad. La diferencia entre una y otra hipérbole estriba en que la primera es manipulable, tiene referencias concretas y límites conocidos; la segunda es tan foránea como aparenta, y no es hiperbólica puesto que es real.
La niña los ve ahora levantarse. Jorge, que no se desnudó completamente, tiene la camisa pegada al cuerpo, en parte por el sudor y en parte por el agua que le caló la ropa cuando fue a buscar el periódico. Ha mirado a la niña unos instantes y ella le ha sonreído. Julia busca sus prendas desperdigadas por los alrededores del sofá. Se visten lentamente porque saben que cuando acaben de vestirse tendrán que hablar o actuar, tendrán que tomar iniciativas. La niña hace un gesto muy parecido a los que en un adulto significarían postración o quebranto, y parte a gatas hacia otros rincones. De las casas vecinas no llega ninguna música; sólo los ruidos de las tareas domésticas o los gritos desaforados de un locutor de radio que ha perdido la razón en el momento más importante del concurso. También, aunque ya no lo escuchan de una forma consciente, el sonido de la lluvia. Ambos están aterrados; no es en ellos una sensación nueva, pero ahora viene respaldada por la página de sucesos. Sonríen, se sientan, miran con desconfianza el teléfono, y suspenden la actividad de sus pulmones cada vez que creen oír el ascensor. La niña recorre la habitación siguiendo la línea marcada por la pared y por los muebles.
Comienza a hablar Julia, de quien Jorge teme otro impulso repentino y urgente hacia la honestidad o hacia cualquiera otra de las generalidades más utilizadas para falsear la realidad inmediata. Pero de momento Julia se detiene en las cuestiones prácticas. Parece que al fin se ha dado cuenta de las contradicciones que hay en la historia que les vive. No comprende, por ejemplo, cómo la policía no la ha interrogado todavía. No comprende tampoco por qué no registraron la casa en el momento mismo en el que Luis fue identificado, y además ahora le parece grotesca e inverosímil la escena del portero. Jorge sabe que ha de responder a estas cuestiones, pero demora la réplica porque no quiere confundir su interioridad con su miedo, ni su actitud con su destino. Acepta su implicación, pero intenta evitar que ésta traspase ciertos límites. Su estancia en aquella casa es el resultado de un error y de una deuda: el error de creer que Julia estudiaba en la academia de la calle Fuencarral, y la deuda contraída con su adolescencia un domingo por la tarde («juro que un día te veré desnuda») en el que la ginebra suavizó el fracaso a costa de engrosar el rencor. La deuda está saldada y el error se cerrará definitivamente cuando llegue el momento de abandonar a Julia; entonces comenzará a vivir la existencia que le es propia y que en nada se relaciona con su actual temblor. Eso piensa mientras demora la respuesta y eso pensó siempre que su situación alcanzó un grado de realidad insoportable. A estas alturas ya es un auténtico profesional en el ejercicio de tomar por ajeno —o por propio, pero provisional— aquello que más le concierne. Por eso piensa, por ejemplo, que el error al que con frecuencia se refiere ya estaba en él mucho antes de ver a Julia, con su abrigo rojo de enormes botones, detenida ante el portal de la academia. Estaba en él mucho antes de conocer a Julia y, de no haberla conocido, se habría realizado en otra dirección. La dirección dependía del azar; la existencia del error, no, porque éste (que aunque hubiera llegado a alcanzar resultados brillantes habría sido siempre una variante del fracaso) hizo nido en su corazón en la manera prevista por las leyes, igual que aquella triste forma de ganarse la vida —su empleo en el banco—, a la que había llegado cuando más lejos creía encontrarse de ella; cuando se sentía más liberado de la influencia de su padre. En cuanto a la deuda, es cierto que se había saldado, pero a costa de contraer nuevos y más costosos débitos. Cada vez que se saldaba una cuenta, aparecía otra, u otras, que acabaron por crear una difícil contabilidad en la que cada saldo engendraba un nuevo asiento en los terrenos del debe.
Finalmente, una vez bien establecidas las diferencias entre lo que piensa y lo que siente, Jorge responde a Julia que la policía actúa por lo general con una lógica distinta a la del delincuente o a la de los que se relacionan de algún modo con él. De ahí su éxito.
—Por otra parte —continúa—, no hemos sabido nada de tu marido desde que os separasteis. Cabe la posibilidad de que la policía lo tenga más controlado de lo que creemos. El periódico dice que llevaba una semana atracando farmacias. Pero antes de atracar farmacias se dedicaría a otra cosa, ¿no?
—¿Y lo del portero?
—Lo del portero no tiene ninguna importancia, Julia. Nos ha cogido desprevenidos y hemos cometido la torpeza de enseñarle la casa; nada más. Seguramente la policía le encargó que nos tuviera un poco vigilados, y él, para darse importancia, dijo que le habían encargado un registro. De todos modos, hemos hecho bien en no oponernos. Nos evitamos líos.
«Nos evitaremos líos», repite Julia en voz baja. Jorge no sabe qué hacer. Tiene miedo de que la conversación gire de nuevo hacia el terreno de lo íntimo, porque si ya su propia intimidad le resulta una carga dolorosa, la ajena le parece francamente insoportable. Mira a la niña, que en el otro extremo del salón intenta alcanzar un paquete de cigarrillos olvidado por alguien sobre una silla. La ve esforzarse, escucha el resbalar de la silla sobre el suelo, y por fin oye lo que desde hace un rato espera: Julia ha roto a llorar. Jorge se recuesta sobre el sofá y comienza a morderse las uñas rencorosamente. No dice nada, no pregunta nada. El llanto de Julia no es escandaloso, pero sí muy profundo y desgarrador. «Si quieres saber por qué llora una mujer, no se lo preguntes», se dice en un tono experto y concentrado. Pasan unos segundos, mira a la niña, que ha arrastrado la silla un par de metros, y se repite el consejo, sólo que esta vez se da cuenta de que él no quiere saber nada sobre los orígenes del llanto, por lo que finalmente se decide a preguntar.
—¿Por qué lloras?
—Por nada —dice Julia.
Comprueba con satisfacción los resultados de su maniobra, pero de todos modos continúa mordiéndose las uñas de forma rencorosa. Medita un momento sobre la conveniencia de marcharse al cuarto de baño con la fácil excusa de peinarse, pero se queda en el sofá porque no ignora que cuando esté en el baño más de dos minutos comenzará a tener miedo y a sentirse culpable. Piensa también en la oficina tratando de imaginar los comentarios de sus compañeros, lo que a su vez le recuerda la existencia del teléfono. Está angustiado. Quiere levantarse y telefonear al Banco para decir que está enfermo, pero ya mientras lo decide sabe que no va a moverse de su sitio porque, como un borracho, teme que, al incorporarse, la angustia cambie de lugar o crezca. Mira a la niña, se muerde el extremo de un dedo hasta hacerse sangre, y mientras la saborea reflexivamente el llanto de Julia comienza a exteriorizarse.
—¿Qué te pasa Julia? —pregunta, y se pone en guardia porque, tras analizar la situación, sólo le encuentra dos salidas posibles: o Julia continúa llorando, o se desahoga a través de una conversación íntima y reconfortante. Descarta en seguida la primera, puesto que para seguir llorando de manera eficaz deberá aumentar los hipidos y el resto de los signos exteriores del llanto. Pero Jorge sabe muy bien que hay factores ambientales (la niña, que aún no ha advertido el estado de su madre; los vecinos, que podrían oírlo todo a través de los frágiles tabiques: el teléfono, su trabajo, su familia y el propio Jorge, que seguramente tiene también un límite de resistencia), cuya función consiste en inhibir de raíz o en reprimir a tiempo las tentativas de enajenación u olvido. La influencia de estos factores se desprecia a veces en el cine, pero la vida dura más que una proyección. Por lo tanto, Julia comenzará a hablar de un momento a otro, y sin ningún pudor presumiblemente.
—Es que —dice al fin algo menos crispada— no dejo de pensar en Luis. —Es normal. Yo tampoco puedo olvidarlo.
—Pero tu situación es distinta —responde en un tono casi natural. Aunque las lágrimas no han cesado, ahora surgen con más facilidad y son muy grandes, por lo que Jorge calcula que en seguida se le terminarán las reservas—. A ti te afecta todo esto, cómo lo diría, de manera un poco tangencial. ¿Me entiendes?
—No.
—Quiero decir que aunque también lo sientas porque habéis sido muy amigos.
—Yo no lo siento —interrumpe Jorge—. Si tuviera que explicar con palabras mi postura, digamos sentimental, ante todo esto, diría que me limito a observarlo y que tomo nota de aquellos aspectos que de algún modo confirman mis ideas acerca del tinglado en que nos movemos. Los aspectos afectivos y sentimentales forman parte también de este tinglado y yo soporto sus golpes mudamente, porque no creo que estos golpes tengan un equivalente exterior. No los compensa el llanto, ni la locura, ni el sufrimiento del que pretendemos rodearnos.
—No te entiendo muy bien —dice Julia metida ya de lleno en el terreno de la lógica, en el terreno de la trampa. Tiene los ojos enrojecidos, pero sus facciones no demuestran abatimiento, sino la animación característica del que encuentra la ocasión de teorizar sobre su propio desconsuelo. Esto se revela sobre todo en el hecho de que con gestos reflexivos enciende un cigarro antes de continuar el discurso—. No te entiendo muy bien, pero me parece que tu manera de expresarte (no me refiero a tu cinismo porque nunca me lo he creído) indica que juegas con ventaja. Es como si nada de lo que sucediera junto a ti tuviera que ver contigo. O, de otro modo, que no estás realmente comprometido con nada de lo que haces, y que por consiguiente el desastre o el fracaso, o lo que sea, nunca te duele demasiado. Pero piensa en mí. Luis es mi marido y es también el padre de la niña. Yo conozco a su familia y él conoce a la mía. Temo que de un momento a otro, cuando se enteren de la persecución, va a telefonear mi madre, o su hermana, o los amigos comunes, aquellos que ni siquiera saben que estamos separados. Y estoy segura de que me señalarán como la culpable. Todo esto en el mejor de los casos. Pero ahora imagínate que también sale mi nombre en los periódicos. No sería raro, ¿verdad? Está casado con doña fulanita, aunque hace tiempo que viven separados, etc. Se enterarían en el Instituto; no sé, es una cadena de hechos que se relacionan hasta donde quiera llegar la imaginación de una.
—Todo esto lo entiendo muy bien, Julia. Pero cuando te referías al compromiso aludiendo a mi incapacidad para comprometerme, creí que te referías a otra cosa. No se me ocurrió en ningún momento pensar que te referías a compromisos legales y familiares. ¿O es que crees que los vínculos impuestos (un acta matrimonial, un libro de familia, o una relación de parentesco) acaban por convertirse en compromisos sentimentales?
Hay un momento de silencio amenazante, como si de la respuesta de Julia dependiera la posibilidad de continuar el diálogo en el mismo tono teorizante y teatral o, por el contrario, de despeñarlo por lugares en los que —desaparecido el ergotismo— surgiera la conciencia desnuda, el puro infierno en el que la palabra de cada interlocutor significara una acusación de impotencia contra ambos. Ella aspira una bocanada de humo que traga hasta los talones. Mira a la niña que tras arrinconar la silla contra la pared está a punto de rodar con ella por el suelo. Pero no hace ningún gesto de alarma, ni se precipita para evitar la caída. Arroja el humo y con una tranquilidad terrible dice: —Sí.
La silla cae sobre la niña que tras el primer instante de sorpresa comienza a llorar hasta encanarse. Julia se levanta corriendo. Jorge despeja un movimiento mudo de terror y se defiende aún de la última respuesta con una interrogación silenciosa: «¿Qué sabe del dolor quién llora?».