Durante algunos días de aquel verano caluroso y seco Julia y Jorge se vieron con una frecuencia preparatoria y cómplice. Tardaron en tocarse el tiempo que tardaron en hablar de sí mismos. La progresión de sus conversaciones hasta llegar al punto de perder la vergüenza (no el pudor, que el pudor en ellos era como las manos o los ojos: algo con lo que había que morir a menos que la desgracia, tras haber demolido la conciencia, se cebara también en el disfraz) había estado determinada, sobre todo, por el límite de las vacaciones de Jorge.
Como tenía alguna práctica en el ejercicio de tomar por ajeno aquello que más le concernía, no le había sido difícil actuar ante Julia como un ser que careciera de referencias, o que, en todo caso, las suyas nada tuvieran que ver con las habituales. De este modo los días habían transcurrido sin que él mencionara su forma de ganarse la vida, no porque tuviera intención de ocultar su condición de oficinista, sino porque había llegado a creer que esto en nada se relacionaba con su forma de ser o con sus verdaderas aptitudes. No obstante, acabó imponiéndose el ritmo de los días, y una mañana, ante el calendario, Jorge advirtió con cierta angustia reflexiva la posibilidad de regresar al banco sin que en su relación con Julia se hubiera producido un cambio cualitativo. Entonces perdieron la vergüenza y, consiguientemente, hablaron de sí mismos.
Comenzó Jorge, que era de los dos el que más prisa tenía. Esa noche había subido a casa de Julia por primera vez. Habitualmente, tras ayudarla a superar con el cochecito de la niña el escalón con el que se iniciaba el portal, desaparecía sudando, se perdía en el metro y una vez en su casa, sin refrescarse siquiera,
imaginaba las variantes posibles que podían haberse producido aquella tarde de no ser por su falta de reflejos. Fumaba sin ningún control y se despertaba viejo y torpe a cualquier hora, pero con tal excitación que parecía estar jugándose en aquella historia, si no la vida entera, la juventud y —desde luego— la adolescencia, la adolescencia lastimada de cuyo daño aún no había tomado venganza. Ella le había dicho está la casa hecha un desastre, la cama sin hacer… Los cacharros sin fregar, añadió él y se introdujeron en el portal sonrientes y turbados tras el cochecito de la niña.
Mientras Julia se ocupaba de bañar a su hija, Jorge curioseó por el salón en busca de secretos. Vio algunos libros arrinconados en un mueble; todos estaban firmados por el Vitaminas y tenían escrita la fecha de la compra o del robo. Vio también sobre una mesita baja, que había ante el sofá, un gran cenicero de cristal que enviaba al techo los reflejos recogidos de una lámpara de pie. Luego se acercó al ventanal de la terraza y al separar un poco la cortina encontró el observatorio desde el que Julia había espiado sus movimientos. Anochecía ya y los escasos transeúntes que pasaban por el Estrecho de Gibraltar iban mirando al suelo, o a la pared, pero ninguno de ellos se aventuraba a levantar la vista por encima de su estatura. Alguien encendió un cigarro, aprovechando este movimiento para mirar a sus espaldas, como si le siguieran; después aceleró el paso y sus hombros se perdieron en el Estrecho como un cuerpo en el mar. Jorge se sentó y esperó pacientemente a que Julia terminara de darle la cena a su hija. Luego esperó aún a que la niña se durmiera y cuando al fin Julia se sentó junto a él, encendió un cigarro y comenzó el trabajo.
—¿Sabes que ya hace algunos días que rondo por aquí? He pasado cien veces por esa callejuela de ahí abajo.
—Me pareció verte un día, pero no estaba segura. La verdad es que tú y yo nos hemos visto muy pocas veces.
—Pero hemos sabido de nosotros a través de tu marido. —Bueno, Luis casi nunca me hablaba de ti.
—Ni a mí de ti, pero me bastaba con mirarle a la cara.
«Ahora», pensó Jorge, y tras interiorizar el tono dijo: —No es una casualidad.
—¿Cómo?
—No es una casualidad que nos hayamos visto. Llevo más de diez años persiguiéndote.
Julia enrojeció, pero le miró a los ojos y mantuvo allí la mirada unos instantes. Jorge hizo una mueca largamente ensayada, entre la amargura y el ensueño, y aflojó la tensión de sus músculos. Ya está y ha sido fácil. Ahora podría inclinarme y besarla, pero no es preciso. Apagó el cigarro, encendió otro y se puso cómodo.
—¿Te contó tu marido cómo nos encontramos en la academia de la calle Fuencarral?
—Sí. Recuerdo que, a los pocos días de haberte conocido en una fiesta, Luis me dijo que casualmente te habías matriculado allí.
—El curso había empezado hacía algunos meses.
—Sí, lo recuerdo.
—Pero no fue una casualidad.
Del cuarto de la niña llegaron los gemidos de quien se debatía entre la vigilia y el sueño. Ya era de noche y la única lámpara encendida —al otro lado de la mesa— ofrecía una luz baja y contenida por la pantalla de pergamino. Pero Julia no hizo intención de encender más luces, lo que en cierta medida molestó a Jorge porque la oscuridad, si bien prometía, tipificaba la situación, la ajustaba a unos modelos y la obligaba por tanto a tomar una dirección determinada. Hacía calor y se oían algunos ruidos provenientes de las casas vecinas: televisores, cubiertos y, ocasionalmente, un grito o un golpe seco. Jorge sintió deseos de marcharse, pero vio las rodillas de Julia, su cintura, adivinó el resto hundido en la penumbra y dijo tienes los labios secos. Julia fortaleció con un gesto tal afirmación, pero ibas a decirme que no fue una casualidad lo de la academia. Y no lo fue. A los pocos días de haberos conocido en aquella fiesta, donde me mostré más agresivo de lo que soy, pasaba por Fuencarral —yo vivía en Malasaña y así me ha ido— cuando te vi parada ante el portal de la academia. Llevabas un abrigo rojo con cuatro botones enormes. En la mano derecha sujetabas unos libros, en esta posición, y parecías esperar a alguien. A los pocos minutos salió el Vitaminas —perdón, Luis—, salió Luis con sus libros también y os fuisteis juntos Fuencarral arriba. Yo deduje en seguida que estudiabais los dos en la misma academia. Podía haber deducido que allí sólo estudiaba Luis y que tú habías ido a esperarle. Pero el deseo, como diría tu marido, nos hace confundir la realidad. No sé por qué te cuento todo esto (para halagarte, se contestó a sí mismo, y para mirarme luego con orgullo en tu halago); no sé por qué te cuento todo esto Julia, si me parece tan dudosa la recuperación. Julia encendió un cigarro alumbrando su perfil de forma teatral, pero efectiva. Jorge se mandó una sonrisa y tras olerse disimuladamente los sobacos prosiguió el relato con la frialdad del que no espera nada de su interlocutor, si acaso una ligera agitación provocada por los aspectos más epidérmicos de la historia. Ya ni yo mismo aprecio el coraje que tuve, y que no he vuelto a tener nunca, para tomar aquella misma noche una decisión cuyos efectos, como en seguida verás, fueron desastrosos. Para no fatigarte —no me fatigas—, para no cansarte te diré que me hice expulsar del Instituto en el que recibía una enseñanza poco costosa y, desde el punto de vista de mis padres, tan segura como una oposición al cuerpo de correos (mi padre es funcionario). No te diré, porque eso forma parte de mi caudal secreto de humillaciones, no te diré cómo conseguí la expulsión ni el modo en que fue consumada. Tras la expulsión pasaron algunos días de angustia familiar, de silencios sin salida. Mi padre, entre el rencor y la pena, quería obligarme a entrar de interino en uno de los innumerables cuerpos subalternos frecuentados por él, hasta que yo rompí el silencio. Expresé mi pesar por lo sucedido apoyando mi actitud con algunas lágrimas sinceras, y por fin sugerí la posibilidad de continuar el curso en una academia que había en la calle Fuencarral, a dos pasos de casa, y que no tenía pinta de ser muy cara. Mi padre dijo que si costaba algo ya era muy cara, pero al fin cedió, supongo que rendido por la insistencia pasiva de mi madre. El resto te lo imaginas fácilmente: fui a la academia, pero tú nunca habías estudiado allí. Tu marido me dijo que vivías, como él, en el barrio de la Concepción, un barrio en el que las calles tienen nombre de Vírgenes. Para mí, que no me había aventurado nunca más allá de Manuel Becerra, aquello me pareció el extranjero. Cometí además el error de tomar por amigo al Vitaminas. Como verás, un naufragio perfectamente calculado. Pero me consolé, no creas; por eso te lo cuento.
Julia no dice nada. Apaga el cigarro y torciendo ligeramente el cuerpo mira a Jorge quien, por su parte, dirige la mano derecha a la mesita, en dirección al tabaco. Pero antes de darle alcance desvía la mano de su objetivo y la coloca sobre el cuello de Julia. Ella humedece sus labios y asiste, desconcertada, a un movimiento de terror en la mirada de él. Durante algunos segundos permanecen envarados. Por fin Jorge le desabrocha el primer botón de la blusa y le acaricia el pecho por encima del sostén. Ella se desabrocha el resto para no defraudarle; ignora que los caminos del fraude, como los del Señor, son numerosos y desconocidos. Durante algunos minutos evitan el abrazo y el beso, se tocan con la punta de la piel —como quien acariciara a una fiera dormida— intentando convertirse en amantes. Han comprendido al menos que a su edad no pueden ser enamorados.