El cuarto de calderas estaba dividido en departamentos separados por frágiles tabiques que en ningún caso alcanzaban gran altura. La disposición era semejante a la de un establo, sólo que, en lugar de animales, en uno de los departamentos había carbón, en otro, leña; y los dos últimos, situados frente a los anteriores, estaban ocupados por dos calderas desiguales: la grande para la calefacción, y la pequeña para el agua caliente. En esta zona el espacio estaba atravesado por un sinfín de tuberías que se cruzaban o se unían a la altura de la cabeza de un hombre de estatura media. Repartidas a lo largo de este entramado había numerosas llaves o manómetros con los que presumiblemente podía controlarse el paso del agua. El mecanismo de alguna de estas llaves no funcionaba bien y por sus junturas se producían fugas que al mezclarse en el suelo con el polvillo de carbón formaban un barro negro muy líquido y algo resbaladizo. Las tuberías más cercanas a las calderas parecían nuevas y en su superficie había señales de tiza que seguramente indicaban el recorrido oculto de las mismas o su procedencia. El calor frente a una u otra caldera resultaba sofocante porque venía cargado de humedad y tufo. La habitación, por otra parte, tenía abundantes espacios muertos o excesivos para el uso al que estaban destinados. En uno de estos rincones había una pala, varias escobas considerablemente envejecidas, y un gran cepillo de cerdamen duro cuyo mástil estaba parcialmente cubierto por unos pantalones lamentables; encima, pendiente de un clavo, estaba la chaqueta que completaba el traje. En otro, ligeramente separada del suelo por unos botes de conserva, había una caja de madera poco profunda, semejante a las bandejas utilizadas para el cultivo del champiñón o de otras especies igualmente opacas. La escasa luz —que entraba con dificultad a través de una reja situada al nivel de la calle— apenas alcanzaba de lleno el centro de la habitación, y disminuía en dirección a los rincones de forma proporcional a la cantidad de objetos acumulados. Por la misma reja se renovaba también la atmósfera y las zonas menos respirables coincidían con las peor iluminadas.
El Vitaminas, al principio, había encendido la luz eléctrica —una sucia bombilla que, más que alumbrar, anunciaba la posibilidad de la luz—, pero temeroso de ser descubierto por este detalle la apagó una vez explorados todos los rincones. Después se había quitado el abrigo y lo había puesto a secar en un espacio oculto situado detrás de la caldera grande. En esa zona el calor era fuerte, pero más seco que en la parte delantera. Allí colocó también las dos barras de pan compradas en Hermanos de Pablo y que a pesar de haberlas protegido bajo la camisa estaban totalmente empapadas. Se quitó la chaqueta y la corbata y lo colgó todo en una viga de hierro desnuda que pasaba a pocos centímetros de la caldera. Después amontonó en ese mismo rincón unos sacos polvorientos y tras tragarse dos optalidones se tumbó de lado, de tal forma que permaneciendo con los ojos abiertos pudiese ver, a través de una rotura del tabique, la ventana enrejada por donde penetraba una luz equívoca, pero en cierto modo acogedora. Intentó varias veces escuchar el ruido de la lluvia mas inútilmente, porque las tuberías mantenían una actividad sonora casi continua. «La fiebre», dijo sin predicar nada de ella, como si esperara que al aceptar su presencia nombrándola se produjera un cambio en alguna dirección. Pensó en su hija; pero no se limitó a evocar su imagen, sino que en un esfuerzo por identificarse con ciertas situaciones tan respetables como falsas elaboró una frase («y mi hija desconociéndome crece sólo a tres pisos de distancia») que no le conmovió, aunque expresaba un sentimiento fácil y contradictorio. En realidad buscaba la manera de sentirse abandonado o solo, pero al encoger las piernas sintió en las ingles un alivio que se parecía mucho a la felicidad; por lo que abandonó las zonas del sentimentalismo establecido en busca de un discurso más compatible con sus esquemas emocionales. Recuerdo, dijo, y notó una ligera producción de sangre en sus labios cortados por la fiebre, recuerdo que en la medida en que mi nivel objetivo de integración crecía, aumentaba también a sus expensas la descomposición interior, el desajuste entre mi inteligencia y mi carácter. Nombro la inteligencia precisamente ahora, cuando sé que no soy inteligente, porque no tengo adonde ir y porque mis amigos simulan la acción de atarse un zapato para evitar el encuentro. Pero también porque he creído en antinomias tales como pensamiento y acción, particularidad y sufrimiento, ideología y estilo. Todo ha sido un equívoco. Verdaderamente, el volumen, como el olvido, no guarda relación con la distancia; los principios generales, como el olvido, no guardan relación con las cuestiones inmediatas; el olvido, como el fracaso, no marca una caída, ni siquiera un suceso, sino un cambio de planes; la consecuencia lógica de una torpeza basada en la estimación propia, en el orgullo.
No dijo sin embargo nada que le comprometiera a la evocación de sucesos particulares, porque su escasa inteligencia le indicaba que estos debían relegarse no al olvido, sino a la zona más oculta de la memoria, donde el recuerdo los elaboraría convenientemente para despojarlos de cuanto en ellos hubiera de humillante o mezquino. Así, no recordó su desamor por Julia que culminó en el matrimonio y alcanzó un límite insoportable con el nacimiento de su hija. No recordó tampoco el inconfesable deseo, largamente alimentado, de que Julia compensara la frustración —disimulada de forma brillante, más que inteligente— originada por el abandono de sus estudios universitarios. Porque aquello que en su día había sido un argumento más para reforzar su imagen de ser excepcional poco dispuesto a soportar programas absurdos y lecciones mediocres, aquello mismo con el tiempo había hecho túneles en su seguridad de barro a medida que Julia, alternando disciplinadamente los estudios con un trabajo, aprobaba los cursos y se acercaba al final. Es cierto que él desechó, por cutre y mezquina, la idea de obtener un título que mejorase su posición social, pero también es cierto que su tajante negativa a desclasarse por los caminos de lo impuesto no tuvo nunca un soporte ideológico, a menos que le diera tal nombre al conjunto de ambigüedades y contradicciones que caracterizaban a su persona. Por eso mismo (porque dada la cercanía del último suceso, el atraco, sólo habría podido advertir en él la sordidez, la duda, el inconfesable móvil de su actuación) no recordó tampoco la lucha que durante años había mantenido por alejarse de Rosario o por convertir cada encuentro en un ajuste de cuentas que liquidara el malentendido creado por la imprudencia del primero. No recordó, pues, que cada nueva cita, lejos de destruir las anteriores, había desatado algunos cabos que de modo progresivo ensancharon los límites de la desazón debido a que él pensaba que el malentendido estaba montado sobre sus confusas relaciones con la chica, cuando lo cierto es que se nutría de su propia incapacidad para acomodar sus impulsos a sus intereses. Por una parte amaba a Rosario como prolongación del amor que sentía por él, pero la detestaba también en la medida en que detestaba algunos aspectos de sí mismo, que habiéndolos considerado siempre como transitorios revelaban su auténtica naturaleza al contacto con la chica.
Por todo esto, y porque las manifestaciones de la fiebre en las ingles y en las rodillas le producían instantes de enorme regocijo interno, se puso en guardia contra una ligera amenaza de concreción aparecida de improviso en uno de los múltiples rincones de su memoria. ¿Todo esto, se dijo, no fue acaso una búsqueda de la inteligencia? ¿No fue una lucha por evitar el abrazarme a una de esas filosofías basadas en el desconocimiento de los sucesos económicos? Dicho lo cual notó un ligero desplazamiento en la disposición de las sombras. Se asomó por el agujero del tabique y vio un rostro mojado tras las rejas de las ventanas. El rostro parecía pensar, pero sólo intentaba abrirle un camino a su mirada. Después se retiró y el Vitaminas sonrió largamente, identificado con esa tendencia a asomarse a todo cuanto prometiera oscuridad y confusión.
Se incorporó un poco, disfrutando al máximo de los escalofríos, y tras tragarse otro par de optalidones arrancó un trozo de corteza, ya seco, de una de las barras de pan y le dio un mordisco. La corteza estaba dura y le lastimó en los labios y en el paladar. Descolgó el abrigo, aún muy húmedo, y se lo echó por encima. Al tiempo de cerrar los ojos se tocó con la punta de la lengua la zona de la boca herida por la corteza de pan.