Jesús Villar ha abandonado la comisaría. En un portal cercano se ha quitado el abrigo y tras doblarlo cuidadosamente, de forma que sólo el forro quedara expuesto a la violencia de la lluvia, ha salido a la calle y protegiéndose bajo las cornisas ha alcanzado una cafetería sin gran daño para la prenda. Él tiene mojada la cabeza y los hombros. Por el cuello ancho de la camisa le han penetrado algunas gotas que en ningún caso han podido alcanzar el borde de la camiseta o sus tirantes.
Pide un café con leche. Antes había encendido un cigarro que aún consume con chupadas intensas pero espaciadas, procurando que el cilindro no se caliente demasiado.
Ahora está en una mesa. Ha rogado cortésmente que le lleven hasta allí la consumición para hojear con más tranquilidad un periódico que le han facilitado en la barra. Sucesos. Han identificado al atracador de farmacias que tras haber traído en jaque a la policía durante una semana, se ha lanzado a atracar un establecimiento de este ramo, sito en la calle de La Palma, donde era conocido, etc. Inmediatamente de conocerse los hechos se hicieron cargo de las gestiones funcionarios de los servicios de investigación afectos a esa jefatura superior de policía.
Vuelve a leer la noticia, ahora en diagonal. Al parecer se trata de Luis Álvarez, alias Vitaminas. Fue compañero de estudios del hijo del farmacéutico, fallecido hace ya tiempo, etc.
Pone a un lado el periódico. Enciende otro cigarro. La noticia justifica el exceso. Pide también una copa de anís. Del bolsillo interior de la chaqueta saca una cartera de plástico y manipula con lentitud en los papeles. Podría parecer que piensa, pero de momento su única actividad se reduce a doblar cuidadosamente la nota firmada por el comisario como justificante de su prolongada ausencia del puesto de trabajo.
En la cafetería hay más gente: estudiantes y guardias municipales. También algún administrativo de las oficinas cercanas. A Jesús Villar le gusta reconocer a los administrativos fuera de su puesto de trabajo, pero ahora no se entretiene en ese juego porque está a punto de tomar una decisión: no regresar a la oficina hasta el día siguiente; la nota del comisario no especifica la duración del interrogatorio.
Tras comprar una provisión exagerada de fichas telefónicas, ha entrado en la cabina y ha marcado el número de su casa. El corazón le late contra la cartera de plástico, y él hace con los labios algunas muecas para ejercitar los músculos de esa zona que en los últimos minutos se le han endurecido considerablemente.
Cuando su mujer descuelga el teléfono, Jesús Villar se identifica en tono neutro y a continuación, de manera también impersonal, le pregunta por la marcha de sus enfermedades sin agresividad ni cariño. Sólo al llegar a la pregunta relativa al embarazo titubea un poco, pero inmediatamente se repone y dirigiéndose a un ser imaginario del rincón de la cabina dice discretamente póngame otra copa, por favor. —Es que estoy en una cafetería— se disculpa. Al otro lado las respuestas se suceden breves y adversativas. Ella dice que hoy no tiene muy hinchadas las piernas. Tampoco le duele la cabeza y aún no ha vomitado el desayuno. Pero no dice todo esto de forma tranquilizante, sino amenazadora, porque el tono de la voz advierte a Jesús Villar que los síntomas no han desaparecido, sino que se han aplazado. Luego se produce un silencio afortunadamente amortiguado por el mecanismo del teléfono cuando se traga una ficha y empieza a consumir la siguiente. —No te preocupes —dice Jesús Villar—, tengo más fichas. Ella responde que menos mal porque le resulta difícil hablar con alguien que se encuentra en un teléfono público por la inseguridad que le produce el hecho de que la duración esté determinada de antemano. Añade además que esa clase de teléfonos suelen estar estropeados y una espera quedarse con la palabra en la boca en el momento más inoportuno. (No le pregunta sin embargo por qué no está en la oficina a esa hora, aunque sabe que no puede salir ni a desayunar). Luego se calla en seco, como si advirtiera que la mención de esas trivialidades pudiera descubrirla. Jesús Villar siente de nuevo el peso de una advertencia y tras callar también durante unos segundos de horror comienza a fingir: —Rosario, Rosario, no te oigo nada (esto se ha cortado), oye, oye…— Desde el otro lado, de forma pasiva o cruel, su mujer responde que es que estaba callada, pero que la comunicación no se ha interrumpido. Entonces Jesús Villar apoya la cabeza en la superficie metálica del aparato, y tras esperar la inminente desaparición de la segunda ficha, previamente anunciada con un pitido incorporado ya al ritmo de la conversación, dice: —Por cierto, ¿te has enterado de lo del Vitaminas? Ella dice que sí y añade con una pesadez, en la que su marido no consigue hallar ni sentido de culpa ni afín de disculpa, que han estado dos inspectores en casa, interrogándola. Dice que al principio trataron de asustarla porque seguramente pensaban que ella era cómplice, pero que después se limitaron a indagar cuestiones relativas al Vitaminas; los sitios que solía frecuentar, etcétera. A continuación —con la inconsciencia propia de una mujer que no ama a aquel a quien se dirige— interioriza el tono de su voz y dice el Vitaminas es aquel chico delgado con el que a veces me veía en el servicio de la academia; ya te he hablado de él. Jesús Villar enrojece y se encalla. Pide otra copa al camarero imaginario, y al conducir su mano izquierda a la altura del hombro para aliviar el dolor de una punzada nerviosa, siente la hombrera de su chaqueta totalmente empapada. Por un momento piensa en decir alguna frase de despedida y colgar, pero como en el túnel de cristal del aparato —semejante a esas urnas con las que en los museos pretenden mostrar la vida de los animales subterráneos— quedan aún tres fichas, decide entretener unos minutos la conversación para dar tiempo a que su mujer se interese por él, indague de qué manera se ha enterado de la búsqueda, y finalmente le admire, o le compadezca al menos, por su angustiosa estancia en la comisaría. Pero su mujer no sólo ignora estas cuestiones, sino que con una falta absoluta de respeto insiste quejumbrosamente en las relacionadas con sus recuerdos de la academia. Finalmente, Jesús Villar se despide de manera cobarde y cuando ensimismado cuelga el aparato, le sobresalta el ruido de la última ficha, no consumida, al caer en el interior metálico del cajetín de las devoluciones. Se guarda la ficha. Sale de la cabina. Regresa para recoger el abrigo olvidado sobre el cajón de las guías. Paga y se encamina hacia la puerta, donde se detiene contemplando la lluvia a través de los cristales. Parece que piensa en alguna cuestión relacionada con el fenómeno atmosférico, pero está hablándose a sí mismo de manera mecánica, con un ligero movimiento de labios que empaña a intervalos el cristal de la puerta: «Ahora voy a volver a casa, Rosario, y aunque no sé insultar ni enfurecerme hasta el punto de despertar la admiración ni el respeto de nadie, voy a volver a casa y en el momento mismo en que menciones al Lefa, o a Jorge, o a la maldita academia en la que conociste al Vitaminas, en ese momento, te lo juro, voy a coger el cenicero grande de cristal que hay sobre la mesa y te voy a dar con él en la boca. Después me sentaré a leer el periódico con la paz de quien acabara de hacer algo por sí mismo».