No habría que olvidar que al salir el Vitaminas del servicio de la academia (en donde su flaqueza o un cierto gusto por probar el sabor del desamparo ajeno le habían llevado a verificar las dimensiones del propio) notó un movimiento en el fondo del pasillo, por el lugar por donde la academia comunicaba con la vivienda del director y de su hermana. De todos modos él lo olvidó, incluso mientras contaba la historia a Jorge y al Lefa en un intento por aligerar la sospecha de que la nueva relación superaba los límites del dato para filtrarse y empapar el argumento todo de su vida (sus dos amigos anotaron, no obstante, que el tono empleado para narrar los acontecimientos objetivables de la historia no pasó de ser despiadado sin alcanzar en ningún momento la condición de cínico, pero no dijeron nada, porque temían poner al descubierto la mentira de algo que parecía doler y deformar el gesto más allá de la atractiva imagen aprendida en las historias de amor y guerra de las películas americanas. En un descuido, Jorge recuperó la imagen de los ojos de Julia y acusó un pequeño dolor en el pecho, por donde la congoja. Luego siguió clasificando las recetas mientras el Lefa intentaba ajustar el fiel de una vieja balanza). Volvió a olvidarlo unos días después, tal vez una semana o dos más tarde, cuando el deseo largamente contenido de asegurar la independencia de su desamparo le llevó a arreglar una cita con Rosario en el cuarto de baño de la academia. Él había previsto que cuando ella llegase le daría un cigarro, y que tras ofrecerle fuego con un gesto a la vez distante y seguro ambos se sentarían sobre el borde de la bañera y cambiarían bajo su dirección unas palabras que liquidarían el malentendido levantado sobre el mutismo del primer encuentro. Él diría Rosario, tú no eres como las otras dos; eres más decidida. Ella diría lo dices por lo de la otra tarde, pero no creas que me doy con tanta facilidad; sólo cuando se tiene mucho que ganar se arriesga uno a perderlo todo. Él entonces, tras desenamorarse por este razonamiento que elevaba a niveles lógicos lo que hasta entonces había permanecido bajo el légamo de lo ambiguo, diría —al tiempo de descubrir el punto negro de una caries en la dentadura de Rosario— cualquier cosa que no le doliese demasiado, sólo lo justo para que advirtiera que su situación no era extraña —le había pasado ya a otras chicas— dadas las peculiaridades que componían su personalidad. Él le diría que el mundo no terminaba en la academia, ni tan siquiera en él, y le pasaría una mano por la cintura invitándola a reclinar la cabeza en su hombro. Las lágrimas de ella habrían de fortalecerle hasta un extremo dudoso, no calculado todavía, en donde alentaba el deseo de destrozar la vida de Rosario en beneficio del macho inseguro que en su interior buscaba afianzarse con la desgracia ajena. Pero cuando el Vitaminas sintió dos golpes en la puerta y escuchó a través de la madera la voz disminuida de la chica, que de forma secreta repetía abre que soy yo, Vitaminas, abre —le había llamado Vitaminas como si él fuera el mismo en el aula y en el servicio, con ella y con los otros; como si él fuera uno indivisible y condenado a ser ya siempre el Vitaminas— detuvo unos instantes la mano sobre el picaporte aturdido por este primer golpe que no supo encajar, bien porque estaba frío todavía, bien porque superaba los sistemas de protección largamente ensayados. Pero abrió al fin, y como si todo se hubiera confabulado para mantener su inquietud, en la sonrisa de Rosario no descubrió la caries deseada. Aún más: ella no aceptó el cigarro que se apresuró a ofrecerle, y él se sintió grotesco al encender el suyo, y definitivamente ridículo cuando, tras apagar la cerilla, vio que se trocaba en afectación lo que él había soñado como natural. Estaban de pie en el centro de la habitación desgastada y blanca. Al exhalar el humo, el Vitaminas dirigió la mirada a un punto indeterminado, unos centímetros por encima de la cabeza de la chica. En el extremo de su mirada, aunque él no lo vio, estaba el lavabo con la sonora grifería de cobre y, apoyado en su borde, un gran espejo lleno de puntos negros y de irisaciones producidas por el deterioro del azogue. Ella simultaneó un gesto de coquetería —la mano derecha retirando el pelo hacia la nuca— con una mirada de orfandad que conmovió al Vitaminas hasta la ternura o hasta la identificación. Con el cigarro aún entre los dedos la abrazó fuerte, mas sin cerrar los ojos. Luego, poco a poco, obligándola a caminar de espaldas, la arrimó al lavabo y allí empezó los besos. Ella dejaba hacer a las manos del Vitaminas como si intentara con su pasividad equilibrar la iniciativa del primer encuentro. Cayó, sin gracia alguna, con una cierta calidad de escama, la falda, y tras ella, del mismo modo orgánico, el jersey y la blusa. En ese momento el Vitaminas, asomándose por encima del hombro repleto de tirantes de la chica, arrojó el cigarro sin lumbre al centro del lavabo olvidando de nuevo que al salir del servicio la vez anterior había notado un movimiento en el fondo del pasillo. Y lo olvidó a pesar de que entre los murmullos de Rosario creyó oír una respiración lejana y sorda, como al otro lado de un tabique. Buscó en el espejo el ángulo de la puerta, y a pesar de que entre los puntos negros de la luna localizó el agujero de la antigua cerradura, no se entretuvo en el recelo ni alimentó la sospecha de una pupila ansiosa, porque le urgía más abandonar la empresa de desnudar a Rosario. Ella permanecía quieta y encogida como un animal en trance de ser acariciado. Al achicarse un poco más para caber mejor en el escaso pecho del Vitaminas se le deslizó un tirante de la enagua, y el Vitaminas lo colocó en su sitio con un cuidado extraño, como si hubiera ya advertido que no estaba desnudando a Rosario, sino a sí mismo; y que tras la amarillenta enagua que ocultaba una ropa interior espesa y lamentable no se encontraba el cuerpo de Rosario, sino el suyo, su propio cuerpo sucio y descuidado de cuyos rincones salía el mismo olor a bacina y a encierro que tanto detestaba. Y sin embargo aquél era el olor de los suyos, el que sólo olvidaba junto a Julia, su novia, la única chica que parecía no ir encarcelada en su vestido ni sumergida en sus olores. Durante unos segundos contempló en el espejo el trozo de espalda de la chica enmarcado por los bordes amarillentos de la enagua. Volvió también a ver el ojo de la antigua cerradura, y se sorprendió cuando tras acariciar con desconfianza los pechos ocultos de Rosario sintió cómo su miembro se abría paso con dificultad entre la ropa grande y arrugada que llevaba por dentro. Cerró los ojos y apretándose contra el vientre de Rosario contó hasta diez. Cuando de nuevo los abrió, la chica tiritaba y él la empujó contra el lavabo al tiempo que con voz sorda decía Rosario, Rosario. El lavabo se movió y cayeron al suelo unos restos de cal. Luego, al salir del cuarto maldiciéndose, oyó un ruido a su derecha.
En las horas siguientes al acontecimiento Jorge vio la mirada del Vitaminas deambulando por los alrededores de la nuca de Rosario. También el Lefa, que había observado todos sus movimientos y los de la chica, se volvía de vez en cuando y desde su pupitre consideraba de manera objetiva el destrozo que su amigo se estaba ocasionando con los dientes en las uñas y en sus alrededores. Pero el Vitaminas no apreció estas miradas ni ninguno de los falsos gestos de solidaridad practicados por Jorge —que en los últimos días había recordado a Julia más de lo soportable— porque estaba absorto; no con el ensimismamiento que precede a una decisión definitiva, sino con el de quien se encontrara en trance de asumir que con el último episodio —el reciente encuentro con Rosario— habían muerto definitivamente las anécdotas para dar paso de forma irreversible al argumento: había muerto lo circunstancial, lo transitorio, y se había puesto en marcha el destino. Durante la clase de latín, entre las justificaciones del piadoso Eneas (¿quién podrá engañar a una mujer enamorada?), sintió en su corazón la mordedura del fracaso. Sin embargo sabía que aún le quedaba imagen para soportarse unos años y confió incluso en rescatarla a base de añadir atributos a su ya reconocida particularidad.