—Me gustaría ser honesta —dice Julia.

—¿Y en qué crees que consiste ser honesto? —contesta Jorge, que está de pie en el centro del salón secándose aún el pelo con una toalla.

—No lo sé. Cámbiate de ropa que estás empapado —responde, y cogiendo el periódico busca de nuevo la noticia.

Pero Jorge permanece allí en la misma actitud, porque teme tal vez que la situación se objetive si inicia un movimiento ajustado a las reglas de la normalidad. Sin embargo mientras él siga incómodo por el agua, y Julia abatida por el deseo de ser honesta o de provocar una conversación íntima, las cuestiones prácticas más inmediatas permanecerán también en esa zona en la que su actividad se reduce a su presencia. Así, el miedo a ser sancionado por su falta al trabajo, o de verse complicado en el asunto del Vitaminas por sus relaciones con Julia (cuando iba a por el periódico protegiéndose bajo las cornisas, le ha seguido alguien que estaba con el portero en el bar del Cojo) no ha desaparecido, pero ahora consigue contemplarlo con la lucidez indiferente que produce un cansancio extremo.

—¿Han llamado por teléfono del banco? —pregunta inseguro, y va a sentarse en el sofá, junto a Julia, esforzándose en no confundir destino con memoria. Al pasar junto a la niña, que está sobre la alfombra desmontando un rompecabezas, la mira dulcemente ajeno, torpemente comprometido e inútil.

—No. Me han llamado a mí del Instituto. He dicho que mi hija está enferma —contesta Julia y deja el periódico en el suelo, a su izquierda—. ¿Cómo te explicas esto?

—No me lo explico, Julia. Comprendo que haya acabado atracando farmacias, pero lo inexplicable es que se haya metido en la del Lefa, en donde con toda seguridad tenían que reconocerle.

—¿Quién es el Lefa?

—Era un compañero de la academia. Seguramente tu marido te habló alguna vez de él. Su padre tenía una farmacia antiquísima en la calle de La Palma.

—¿No era uno que murió cuando hacíais preu?

—Sí, al curso siguiente de conocernos. Tú estuviste en su entierro. Se hizo muy amigo nuestro, y a veces al salir de clase, por la tarde, íbamos a la farmacia para ayudar a su padre. Teníamos que ordenar y relacionar las recetas del seguro, y casi siempre nos daba algún dinero. De todos modos, el Lefa se las arreglaba para robarlo de la caja registradora. También robaba centraminas que luego tomábamos con ginebra o coñac para excitarnos. Cuando murió, una compañera nuestra, Rosario, que tuvo algo que ver con tu marido, entró a trabajar en la farmacia. Tal vez aún siga allí; lo que hace más incomprensible la tontería de tu marido —dice Jorge al tiempo que arruga la toalla entre indiferente y nostálgico. Cae en la cuenta de que el recuerdo —aun cuando está tocado por una cierta sensación de gloria— se presenta siempre como una fantasía erótica que, no pudiendo superar ni alcanzar nunca su objeto, se descubre condenado a la repetición inútil o al remedo, en el mejor de los casos, de un modelo que con frecuencia se desvanece en la copia para hacerle creer al imitador que sus evoluciones y actitudes son un producto único y original.

Julia entretanto descubre los ojos de su hija, que alterna actividad y observación a un ritmo que en un adulto resultaría sospechoso. La seguridad de que en el Instituto ya no la esperan hasta el día siguiente y el hecho de que de manera más o menos cortés hayan aceptado su disculpa la colocan en una situación de privilegio con respecto a Jorge, a cuyo desaliento es tan ajena como Jorge a su alivio. Lee de nuevo la noticia y de algún modo se siente tocada por la grandeza que a pesar de todo emana de la figura de Luis, su marido, el atracador de farmacias, que tras haber traído en jaque a la policía durante una semana, se ha lanzado a atracar un establecimiento de este ramo, donde era conocido, en un gesto de arrogancia o de desesperación sin precedentes. Inmediatamente de conocerse los hechos se hicieron cargo de las gestiones funcionarios de los servicios de investigación afectos a esa jefatura superior de policía. Julia no sabría explicarlo, pero no deja de columbrar por eso que un proceso de destrucción tan minuciosamente llevado a cabo sólo tiene sentido dentro de un sistema moral, o al menos en el interior de una sensibilidad en la que las contradicciones entre pensamiento y acción o no existen o se superan a través del desastre. Lo que la lleva al principio de la conversación en un afán que viene ya menoscabado por el pudor de ser considerada partícipe de las ideas que atribuye a su marido.

—Te decía antes que me gustaría ser honesta —dice con el miedo de quien se sabe forzando un diálogo inseguro.

—Sí —responde Jorge dispuesto a no dar facilidades.

—Pues creo que en nuestra situación ser honestos consistiría en no aceptar la decadencia, o en aceptar al menos que a cambio de ella hay que saldar una factura.

—En otras palabras: hay que preferir la locura al deslustre. —Algo así. No sé. Pienso en Luis y me parece claro que si entre la extravagancia y el deterioro eligió siempre la extravagancia fue porque en él había una continua inclinación hacia lo auténtico.

—Lo que quieres decir es que entre el desmoronamiento oficial, aceptado y fomentado por nuestro sistema jurídico, y un cierto tipo de desmoronamiento personal, cuya superioridad estriba en su rareza, eligió el último. Pero, por favor, no digas lo de la autenticidad. ¿Por qué hemos de creer siempre que verdad y desastre han de ir inevitablemente juntos?

—No me has entendido.

—Sí, te he entendido perfectamente. Ser honesto, para ti, consiste en estar triste.

—No y no ironices. ¿Recuerdas el verano pasado, cuando nos encontramos frente a esa librería que hay en Hermanos de Pablo? Pues bien, apenas hacía unos días que Luis se había ido y yo estaba desesperada; no exactamente desesperada, sino hundida, hundida de tal manera que no creía posible volver a amar a alguien o volver a hablar con interés de ciertos asuntos.

—Es que no hay que creer en las canciones, Julia, y sobre todo no hay que creer en las canciones mejicanas. Porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme, dice una que está invitándote a romper con tu novia para poder cantarla.

—No, escucha; no seas sarcástico. Te quería decir que yo estaba muy mal, con la seguridad, ya que lo has dicho, de no poder superar ese golpe. Y sin embargo cuando entraste tú en escena…

—Como fiera herida, así era mi alma, pero tú llegaste…

—… cuando entraste tú en escena, comencé a revivir a pesar mío, porque me entristecía comprobar que todos nos salvamos.

—O que son mentira las canciones.

—Que no hay nada de lo que podamos afirmar que es importante hasta el extremo de que al perderlo nos perderíamos con ello.

Ne me quittes pas.

—Por eso cuando pienso en Luis y observo toda su trayectoria no puedo evitar un sentimiento de admiración o de envidia, porque creo que él ha pagado siempre su factura y que por lo tanto ha escapado también de algún modo a la mediocridad.

—No mitifiques su conducta. Antes decías que todos nos salvamos. Pues bien, él se ha salvado a su manera. Se ha creado una imagen con la que seguramente vive a gusto y tu mala conciencia forma parte de esa bella imagen. Húndete en la miseria, pero no esperes que yo te ayude. Yo vivo bien. Estoy en el mejor momento de mi vida, a excepción de que no me gusta mi trabajo ni mi ocio, ni este barrio, ni la intención oculta que yace bajo cada uno de mis movimientos, pero vivo a gusto y hasta te quiero si es posible y por tu hija siento una gran ternura, pero no me obligues a aceptar que es imposible vivir fuera del repertorio emocional de las canciones y películas de nuestra adolescencia.

Ahora callan, o parecen callar, ante la expectación de la niña que advierte los residuos sólidos que el primer momento del silencio produce en los rostros de quienes temen alcanzar un entendimiento mutuo, a cuyo abrigo podría incubarse peligrosamente la agrura de unos modelos comunes y vejatorios en la misma medida en que su presencia actual resulta todavía soportable. La solución, mañana, piensa Jorge resbalando ligeramente sobre el respaldo del sofá, pero lo piensa con la desconfianza de quien educado en las unidades de acción, tiempo y lugar teme que no se produzca el desenlace a menos que sea precedido por el nudo, el nudo, que no ve, de un argumento en el que las relaciones de causa ya han comenzado a sustituir arteramente a las relaciones de proximidad. Mas, por fortuna para una mente especulativa, encuentra en seguida algunas variantes de su temor principal con las que trata de engolfarse, de manera que permanezca surta e invisible la única posibilidad no barajada: que el nudo existe a pesar de la ausencia de curvas registrada en la línea del argumento, y que por lo tanto el desenlace se podría precipitar del mismo modo oculto y fraudulento sin que lo registrara la línea casi recta de su vida, y sin que se cierre, consiguientemente, el círculo. Pero ya Julia se ha dejado caer sobre su hombro y ya busca, a través de un llanto sumiso que contradice la actividad de sus manos, los resortes que parecen mover y conmover a Jorge; pero él sabe muy bien que, aunque sus manos buscan ya los temblores de Julia y aunque su lengua se esfuerza en aportar un conocimiento nunca alcanzado de algunas formas siempre en evolución y siempre idénticas por tanto, él permanece inmóvil en la medida en que también inmóvil se mantiene el espectador, aun por muy inmerso que se halle en el drama que tiene lugar en el escenario. La solución, mañana, mientras de manera furtiva Julia lanza una mirada al lugar de la alfombra donde está su hija para comprobar que la niña les observa. Con el movimiento de un pie —de paso hacia otro fin— empuja el periódico que inopinadamente destaca en uno de sus pliegues la noticia. Julia siente en la espalda y en los hombros los primeros golpes de los cascos. Su rostro da en el suelo y con la boca muerde la hierba húmeda. Su hija la mira.