Bajo un sol de media tarde, en julio, a una hora poco prudente para echarse a la calle, Julia camina tras el cochecito de su hija. Siente bajo la piel la presión ejercida por los músculos de su rostro, que aún no han tenido tiempo de adaptarse al nuevo gesto de la desolación. Evoca la figura de Luis, su marido; sufre al pensar que el destino logró separarlos, mientras desde la puerta de los frecuentes bares algunos hombres miran la luz sucia del sol antes de desvanecerse en el interior húmedo de los establecimientos. Ella camina despacio, con las dos manos extendidas hacia el asidero del coche, digiriendo la reliquia de un dolor que hasta la aparición de Jorge por el barrio le parecía insoportable. Pero al recuerdo del dolor, como a la memoria de ciertas sensaciones, no es difícil sacarle algún partido, sobre todo ahora que se sabe vigilada y abordable. Aunque tampoco se trata exactamente de renunciar al sufrimiento, ni aun de mitigarlo, sino de aprovechar la presencia del testigo —Jorge la sigue con la mirada— para colocar algunas cosas donde seguramente debieron estar siempre, de forma que tal especie de parálisis compense la naturaleza proteica de la realidad y le preserve a ella del dolor de lo indeterminado. Así, la seguridad de gustar en su tristeza y a pesar de su hija (al parecer Jorge ha cruzado la calle y, aunque desde lejos, la sigue) le devuelve la sensación de fortaleza adquirida años atrás, cuando tomó conciencia de su cuerpo; y ya hasta las canciones recobran su verdadera función, si bien ahora regresan con el argumento notablemente respaldado por el tono de la realidad inmediata. Guardo tan bellos recuerdos que no olvidaré. Y también las lágrimas, si alguna surge bajo el sol, vienen aligeradas por el tono literario y libresco de las lágrimas no sufridas. Rezo tu nombre pidiendo que vuelvas a mí.

En el amor no había libertad —le dijo su marido para justificar el abandono o para ocultar tras la frase los aspectos mediocres de la situación— sino acatamiento y, en todo caso equívoco. Julia reconocía esa falta (aunque sin comprender muy bien por qué aquello que en el trabajo o en la calle se manifestaba como presencia, aparecía como vacío en el territorio del amor), pero argumentaba en su descargo que tampoco en la separación se habían registrado señales de algo que no fuera el equívoco, o la tiranía. Entretanto llega a Hermanos de Pablo y da la vuelta a la esquina aprovechando el giro para comprobar que Jorge la sigue todavía. El deseo de ser abordada tras tan largo asedio la deprime casi casi en la misma medida que la enciende, pues viene a confirmarle una sospecha antigua: que todos se salvan, que el abismo de la condenación no existe ni siquiera para los que como ella del amor hicieron algo maravilloso. Es sin embargo en esta misma imposibilidad de condenarse donde aparece la inminencia de un cierto tipo de infierno vislumbrada también con la aparición de Jorge; entonces lo que no existía era la situación límite, ese consuelo que acompaña a un infortunio más allá del cual no se concibe sino la muerte, la locura, o la paz infernal, y hermosa de quien ya nunca podrá desear nada. Como la que tenía ella en el interior oscurecido de su casa antes de ocultarse tras los visillos del salón para sorprender a su hija, que desde la cuna asistía indiferente o extrañada a los movimientos sucesivos de descomposición y ajuste del mundo exterior. Julia había permanecido inmóvil y nerviosa observando a través de los calados del tejido los gestos de la niña. El sol, que a esa hora penetraba en el salón a través del ventanal de la pequeña terraza, le producía en la espalda unos picores de los que ella se defendía presionando esa parte del cuerpo contra el cristal caliente. El vuelo de una mosca, o la caricia de un hilo de araña en alguna zona de su cuello deshabitado, le habían obligado a girar escasamente el cuello, lo suficiente no obstante como para adivinar un movimiento en la solitaria y estrecha calle sobre la que colgaba la terraza: en la acera de enfrente alguien se encogía sobre su propio pecho con el gesto característico de quien trata de encender un cigarro en medio de una ventolera. En un primer instante la mirada de Julia se congeló sobre el solitario más por desafiar al sol que por el placer de vigilar sin ser vista a quien imaginaba vientos en tan absurda calle. Pero el desconocido, tras demorarse aún en un par de ademanes con los que tampoco consiguió dar naturalidad a su actitud, había levantado el rostro con expresión de miope —se defendía del reverbero del sol en las ventanas, recurría a un nuevo gesto para darse aplomo o, finalmente, era miope— para observar con cierta lentitud nerviosa cada ventana del edificio. Julia había reconocido entonces a Jorge, el amigo de su marido al que durante muchos años había visto en contadas ocasiones, aunque de manera fugaz e inquietante. No había olvidado sin embargo su primer encuentro en la lejana —y tan viva, no obstante— adolescencia. Se llama Jorge, le habían dicho en el cuarto de baño de una casa extraña, y aquella noche Julia había recordado sus ojos y sus labios con un conato de placer sofocado por un movimiento de culpa.

Pero no fue lo atractivo del recuerdo, ni la posibilidad apenas entrevista de escapar del apacible infierno en que se hallaba, lo que le movieron a construir un pequeño observatorio desde el que en los días sucesivos habría de medir el grado de madurez del asedio de Jorge, sino la esperanza de que Luis hubiera cometido finalmente un error que a ella le permitiera devaluar la imagen bajo cuyo ejemplo había forzado todas sus actuaciones. Así, mientras al día siguiente, oculta tras la sombra proyectada por una caja de cartón colocada a tal fin en la terraza, observa los movimientos inseguros y desconfiados de Jorge, Julia va desmontando pieza a pieza el pedestal desde el que su marido se derrumba en silencio, como un sueño, hasta alcanzar el nivel menesteroso y ruin desde el que ella observa la caída. Y al otro lado de la calle, en la acera menos castigada por el sol a esa hora, Jorge, inquieto, acusa un movimiento o un cambio, porque se pone en guardia con el cigarro, y tras mirar el hueco de sombra producido por la caja se va temblando, como un mal actor al que le flaquean las piernas cuando en el mutis se acuerda de su espalda vigilada por centenares de ojos. Era seguro, pues, que Luis había tenido un momento de debilidad en el que utilizó la confidencia, ese recurso antiguo y sórdido que en el mejor de los casos delata inmadurez.

A la altura de Elfo se da cuenta de que —de seguir paseando— no se coronará esa tarde el objetivo de la persecución. Entonces cruza de acera y se detiene en la esquina de enfrente ante el escaparate de una librería. La disposición de la luz en esos momentos no es la idónea para utilizar la luna como retrovisor; no obstante, fijándose en un punto determinado del interior acaba por ver la imagen débil y pobre en contrastes de una parcela de su espalda por la que ha de aparecer Jorge si no ha perdido el ritmo, y si se decide finalmente a cambiar de acera. Te vas porque yo quiero que te vayas, en la hora que quiera te detengo, susurra mientras de un modo mecánico balancea el cochecito de su hija. Desde el mostrador de la librería, a la derecha del escaparate, alguien que habla por teléfono la mira con la frecuencia de quien, sin resignarse a perder tal oportunidad, tratara de evitar un exceso impertinente y ordinario. Julia, invadida de súbito por mil sensaciones adolescentes, busca argumentos para entristecer su rostro que seas feliz, feliz, feliz, cuando ve aparecer a Jorge en una esquina del reflejo, y aunque (no pudo ser aun después de haberte amado tanto) está al borde de la desesperación o del error, se contiene acentuando los balanceos del cochecito de su hija hasta que Jorge, sospechando ya la utilidad del escaparate, hace un gesto de asombro en dirección a la nuca de Julia y se dirige a ella con una expresión que quiere parecerse a la de la sorpresa.

—Hola, Julia —dice, y ella vuelve hacia Jorge un rostro que como el cese del dolor a la promesa lejana de la muerte justifica de súbito la estolidez de cuanto ha precedido al artificio nuevo.

—Tú por aquí —contesta Julia y se le olvidan las canciones. Desde el interior de la librería, sin dejar el teléfono, alguien contempla la escena como quien asistiera al momento más brillante de una proyección; desde esa zona los movimientos de las manos, la conmoción evidente de los labios, y la inestabilidad de los dos cuerpos producen la envidia de quien olvidando la propia historia viene a caer en el engaño de que es posible ser rescatado de la larga tarde antes de que la larga tarde acabe. Luego Jorge se asoma al cochecito y, tras hacer un comentario acerca de la niña, comienzan torpemente a caminar el uno junto al otro. Aún no han recuperado la estabilidad que produce la rutina y tropiezan en las irregularidades del empedrado. Pero no me preguntes la historia de mi vida.