En una de las dependencias de la comisaría —la más alejada del despacho del comisario y la más cercana a la calle—, Jesús Villar era interrogado por una funcionaria que recogía sus datos sobre una antigua máquina de escribir.

—Apellidos.

—Villar López.

—Nombre.

—Jesús.

—Edad.

—Treinta y dos años.

—Estado civil.

—Casado.

—Profesión.

—Empleado.

A medida que aquellos datos aislados, cuya irracionalidad se ponía de manifiesto al aparecer fuera de su entorno habitual, cercaban como un muro su existencia, Jesús Villar asistía sorprendido al nacimiento de una sospecha ya en otras ocasiones presentida. No era que pensara, propiamente, puesto que no reflexionaba —de un modo activo al menos— ni formaba intenciones, sino que comenzaba a ver aquellos datos (su profesión, su edad, su estado civil) de manera distinta, a la vez más lúcida y confusa que en las revisiones rutinarias que periódicamente hacía de estos antecedentes, cuya función parecía más compleja y maligna que la de señalar su realidad. Del mismo modo que los signos convencionales —aquellos que prohíben el paso, la caza o el placer—, cuando se muestran fuera del lugar prohibido, revelan no ya su absurdo, que tras el absurdo late siempre una intención torcida, sino el sentido más profundo de una ordenación basada en la usura; del mismo modo en Jesús Villar despertaba la sospecha de que los hechos relativos a su estado civil, más que nombrar una realidad, la moldeaban y reducían sus límites de tal manera que cada dato representaba una imposición, una orden.

Mientras la funcionaría copiaba ahora las notas que el inspector había escrito sobre una cuartilla, Jesús Villar y López, según constaba en su libro de familia, esposo de Rosario Jiménez y Antella, miraba los archivadores que también en esta dependencia daban al inmueble todo el aspecto de un vientre extraño, en el que cada movimiento de sus poderosos músculos regulaban unas actividades y neutralizaban otras. Así, en estos lugares estratégicamente repartidos se expedían certificados de buena conducta, se presentaban denuncias, o se encerraba a quienes por necesidad o por orgullo hubieran pretendido rebasar los límites impuestos a su vida desde su inscripción en los índices del registro civil. Finalmente la funcionaría liberó la cuartilla del rodillo, que giró velozmente haciendo sonar a su engranaje, y tras separar el calco extendió a Jesús Villar el original y la copia.

—Firme aquí y aquí.

—¿Qué es esto?

—El texto de su declaración.

—Ya. ¿Puedo leerlo?

—Vd. verá; si desconfía del comisario.

—No, no. Da igual; era por curiosidad.

—Está bien. Ya le avisaremos.

—¿Para declarar en el juicio?

—Yo sólo cumplo con mi obligación. Pero es de suponer que si Vd. se ha presentado como testigo es por ayudar.

—Bueno, bueno. Perdone. Por cierto, ¿podrían firmarme un papelito para mi empresa diciendo que he estado aquí? Si no, me descontarán todo este tiempo.

—Eso se lo debía haber dicho Vd. al comisario. Yo no estoy autorizada para firmar nada. En fin, espere un momento.

Tras un archivador alto y estrecho, adosado a una de las paredes, Jesús Villar descubrió la parte superior de una ventana que intentaba asomarse a la oficina. Se desabrochó el abrigo mientras reparaba en la violencia de la lluvia y recordó al fugitivo que miraba febrilmente a lo lejos, como quien esperase una señal no convenida, pero posible y necesaria. Dijo: ya te conozco, Vitaminas. Luego desplazó el recuerdo hacia su mujer y se mordió con rabia la pared interior de los labios ayudándose desde afuera con ligeras presiones del dedo índice.