En el invierno, algunos días comenzaba a anochecer a primera hora de la tarde, pero de tal manera que, bien fuera por lo endrino del cielo anubarrado, bien por el color enemigo de las fachadas, o por el gesto desesperado de los transeúntes, alguien que no guardara memoria de los hechos más próximos y de su orden —la dimensión temporal del hilo de Ariadna— a través del laberinto de las horas, podía confundirlo fácilmente con un amanecer húmedo y deshabitado. Aquellos días en la academia de la calle Fuencarral era preciso encender las luces a las cuatro y media, con la primera clase de la tarde; y entonces si algún alumno volvía imprudentemente la vista hacia una de las ventanas (por un gesto de rutina, por atribuir al desconsuelo un origen atmosférico o, en fin, por confirmar que la tristura y el quebranto no eran privativos del aula, sino que se extendían sobre los tejados por Divino Pastor y por Malasaña, hacia San Bernardo, hasta cubrir como una enorme hopa todos los barrios conocidos) se hacía cargo a su pesar de la turbiedad calinosa de la calle, que tras haber deformado y ennegrecido los marcos de las ventanas penetraba con el frío a través de las rendijas para mezclarse con la luz enfermiza del aula y con el ambiente enrarecido por las estufas.
Aquellas tardes tenían realmente el color mismo de la vida, y era su olor como una de esas manifestaciones laterales que al mismo tiempo que ocultan su objeto aseguran su existencia y prometen su repetición; porque no era un olor accidental provocado por la combustión deficiente de una estufa, sino la herencia de una forma de vida que empezaba entonces a manifestarse a través de los sentidos en su encuentro con todo aquello que los rodeaba: la calina húmeda, inhabitable, de la calle, la atmósfera siempre pobre en oxígeno del aula, el profesor eterno junto al encerado dilatando las horas con sus razonamientos, exposiciones, tesis, y, en fin, las cabezas, las espaldas, los hombros blanqueados por la caspa, que el Vitaminas veía desde su sitio junto a Jorge, en la posición más retrasada de la clase, una de aquellas tardes que tenían el color mismo de la vida.
Tras haber cedido a la tentación de volver la vista hacia una de las ventanas, el Vitaminas pidió permiso para ir al servicio; pensaba que tal vez en el pasillo oscuro desaparecería también la pesadumbre, o al menos ésta sería ajena al color del cielo y a la hora. Caminó lentamente, muy concentrado en el hecho mismo de andar, sin escuchar las voces que salían de las habitaciones convertidas en aulas. Pero también en el pasillo parecía haber niebla y humedad y tarde anochecida. El servicio era en realidad un enorme cuarto de baño en el que los aparatos sanitarios estaban adosados a las paredes sin otro cuidado que el de no dejar ninguna libre. La bañera se sujetaba sobre cuatro patas, que se hundían en las baldosas quebradas por el peso, y tenía muy deteriorado el esmalte, sobre todo en los bordes. Daba esta habitación a un patio por cuyas paredes bajaban al descubierto los desagües que sumían las aguas inmundas; y aquellos alumnos que, medio asomados a la ventana para no ser descubiertos por el olor, iban con frecuencia al servicio a fumar un cigarro, conocían bien el recorrido de los albañales, sus manchas marrones, los codos que salían de cada piso para unirse al sumidero principal, y sobre todo los dibujos siempre renovados que se producían en los alrededores de unas junturas que no cumplían su misión. Todos ellos se habían visto alguna vez descendiendo por el entramado de aquellos canales rezumantes para escapar a un imaginario incendio o, simplemente, por el placer de alcanzar un infierno que por familiar había llegado a resultar confortable. El Vitaminas, decidido a no volver al aula hasta que terminara la clase, había encendido un cigarro y a través del humo calculaba el tedio acumulado durante aquel día intentando equilibrar su peso con el de un futuro indeterminado y manipulable. Apenas había consumido medio cigarro cuando alguien llamó a la puerta. Está ocupado, dijo poniéndose en guardia y sacando la mano izquierda al patio con la lumbre hábilmente camuflada. Esperó unos segundos, y como volvieran a llamar la apagó por la parte de afuera, y tras guardarse la colilla en el bolsillo fue a abrir. Al otro lado de la puerta estaba una de las chicas de su clase; él dijo: es que estaba ocupado, y supo que algo había sucedido o estaba a punto de suceder, porque ella entró empujando la puerta y cerró el pestillo sin volverse, pero también sin mirarle. Se trataba de una de las dos chicas junto a las que el Vitaminas no se sentaba nunca por una especie de fidelidad no explicada hacia la tercera. Tras correr el pestillo le miró y dio la sensación por un momento de que iba a decir algo, pero se limitó a subirse el jersey y a sacar, después de una búsqueda laboriosa por la abundante ropa interior, dos pechos pequeñísimos y blancos como dos animales subterráneos y ciegos. Estaba celosa como un pupitre y su actitud directa delataba la postura de quien quisiera jugarlo todo a una sola carta, no porque el juego se hubiera dilatado en exceso o porque las pérdidas continuas y humillantes hubieran precipitado a su amor propio a la búsqueda de un fracaso total, sino porque no amaba el juego ni los equívocos del azar establecido, y prefería pues poner su engaño al descubierto apostándolo todo contra los dos extremos que subyacen en el artificio y la complejidad: la carta más alta o la más baja, el rojo o el negro, la cara o la cruz. El Vitaminas comprendió en seguida el tipo de resolución que se albergaba bajo aquella postura, pero lejos de destruir el disfraz del desamparo, de denunciar su estafa, cayó en la red y animó el juego con la distancia propia de un croupier que no trabaja para sí, sino para el banquero que en la oficina se divierte. Lo sorprendente fue que mientras manipulaba los pezones y exploraba la espalda de la chica olvidó su papel, y apostó un beso extraño; y luego, mientras el semen calentaba largamente sus ingles, dijo Rosario, Rosario, y en el momento mismo de nombrar lo innominable supo que había roto, no ya la barrera entre lo clasificable y lo informe, sino el muro grueso que hasta entonces había separado al mundo de la academia del mundo del afuera.
No pudo ver entonces en qué medida con aquel error había también trivializado sus relaciones con Julia, pero en adelante tuvo mucho cuidado de no contribuir con las insuficiencias del lenguaje a un proceso de deterioro que se desarrollaba sin embargo a sus expensas. Y con grandes cuidados consiguió aún durante cierto tiempo no sólo mantener la distancia anterior entre Julia y Rosario, sino acentuar las diferencias de su propia personalidad en su actuación con cada una de ellas. Retrasó la caída, pero vivió como el ectópago que sobre unas vísceras comunes pretendiera levantar dos individuos diferentes; porque no se trataba ya, como hasta entonces, del mantenimiento poco costoso de dos imágenes, cuyos atributos venían dados por circunstancias distintas o por la quimera largamente alimentada de sus diferencias, sino de la difícil vigilancia de ambas imágenes que en el futuro tenderían tal vez a aproximarse y confundirse poniendo al descubierto el espanto indivisible y único que las había levantado.
Al abandonar el servicio dejando en él a la chica, para no llegar juntos al aula, observó un movimiento en el fondo del pasillo, por la parte donde estaba la puerta que comunicaba con la vivienda del director y de su hermana, pero no le prestó mucha atención porque iba recuperando su primer encuentro con Julia y acentuando la particularidad de sus relaciones para magnificar su actitud inteligente junto a ella a lo largo de una calle sabiamente oscurecida y sola, cuando Luis hablaba sin parar apoyando cada argumento con un gesto total que reforzaba la perspectiva crítica desde la que se comunicaba con Julia. Ella admiraba la facilidad de su acompañante para detectar grietas y defectos en multitud de asuntos cuyo engaño le había pasado inadvertido hasta el momento, y buscaba la expresión adecuada para asentir a cada cosa como si se tratara de algo en lo que ya hubiera pensado anteriormente. Sentía al mismo tiempo la elevación de quien por vez primera experimenta el gusto de la vanidad halagada sin sentirse culpable por la experiencia del placer. También en esa calle, un poco más arriba, Luis se detiene indeciso y pálido y Julia sabe ya de qué se trata, y de nuevo por primera vez se siente dichosamente desarmada, porque no opone ninguna resistencia al abrazo ni al beso inexacto, aunque suficiente. Y en seguida Luis la acerca a la pared y se estremece contra ella y en un momento de delirio dice Julia, Julia, haciendo uso de una insuficiencia del lenguaje con la que traza un esquema al que no podrá ya escapar, sino que le servirá en el futuro de modelo. Pero los modelos, entonces no lo sabía, actúan más como limitación que como estímulo.