El comisario, tras disculparse con Jesús Villar por la interrupción, se ha levantado de la silla y ha abandonado el despacho. Al parecer el guardia que entró a darle las últimas novedades le hizo asimismo una seña, que Jesús Villar advirtió por el reflejo de la ventana, para que saliera al pasillo. La ausencia del inspector da al despacho una tristeza cuartelera cuya amenaza ya se venía presintiendo desde que comenzó el interrogatorio. Jesús Villar tiene frío a pesar de no haberse quitado el abrigo. Fija su atención en un punto de la pared, a su izquierda, y arrastra luego la mirada desde las fotos hasta el suelo deteniéndose con placer en las zonas aquellas de los archivadores en donde el deterioro del esmalte produce figuras con sentido. Por un momento le resulta extraña la familiaridad de sus relaciones con los muebles y con el aspecto desangelado de la estancia, pero escapa fácilmente a este movimiento de extrañeza con otro movimiento de alerta producido por el ruido de unos pasos que se acercan. Cuando el comisario se sienta de nuevo, él dulcifica su expresión y endereza su cuerpo en busca de una actitud entre sumisa y cómplice.

—Bien —comienza el comisario potenciando la gravedad de su rostro con un tono severo, que no por tópico es menos temible—, bien, amigo mío. Acaba de suceder algo que no entraba en mis cálculos y espero que tampoco en los suyos. Le ruego que no me ponga dificultades si quiere salir bien parado de este asunto. Contésteme de forma concisa y clara a cuanto voy a preguntarle. ¿De acuerdo?

—Sí, señor —responde Jesús Villar entre sumiso y aterrado.

—¿Cómo se llama su mujer?

—Jiménez Antella, Rosario.

—¿Qué ocupación tiene?

—Sus labores. Está totalmente dedicada a la casa.

—¿Ha trabajado antes?

—Sí, señor comisario, hasta el año pasado.

—¿En una farmacia situada en la calle de La Palma?

—Sí, señor.

—¿Durante cuánto tiempo?

—No lo sé; desde que terminó el bachillerato, me parece. —¿Y por qué lo dejó? ¿La echaron?

—No, señor, al contrario. Sintieron mucho que se fuera, pero es que ella está algo delicada y ya tuvo hace dos años un aborto. Entonces el médico nos dijo que si no dejaba ese trabajo no llevaría a buen término ningún embarazo, porque en la farmacia hay que estar todo el día de pie; ya se imagina. Se le hinchaban las piernas y le dolía mucho la cabeza; por eso el año pasado lo dejó y ahora ya está otra vez embarazada. De cuatro meses.

—¿Dice usted que la tenían mucha confianza?

—Ya lo creo. Ella tenía una llave de la farmacia y de la caja registradora. Y nunca faltó nada.

—Entonces hay que suponer que su mujer sabía, por ejemplo, que los billetes de mil pesetas se guardaban bajo el cajón de la caja y no en su interior.

—Supongo que sí.

—Y que esto se hacía precisamente con la idea de que si se producía un atraco el ladrón se conformase con lo que aparecía a la vista creyendo que era toda la recaudación.

—Sí.

—Pues bien, amigo mío, ayer atracaron esa farmacia, y da la coincidencia de que el ladrón conocía el truco.

—Vaya por Dios.

—Pero eso no sería grave. Supongo que muchos comerciantes utilizan la misma estratagema. Lo grave es la segunda coincidencia.

—¿Cuál, señor comisario?

—¿Reconoció usted al hombre que esta mañana vio huir hacia Quintana tras herir a un policía?

—No lo había visto nunca.

—Sin embargo ese hombre ha vivido durante algún tiempo muy cerca de su casa, porque usted me ha dicho que vive en Caudillo de España. ¿No es cierto?

—Así es, pero nunca he tenido nada que ver con ese hombre. —Al parecer, su mujer, sí.

—¿Cómo dice?

—Digo que el atracador de la farmacia fue en tiempos compañero de su mujer en una academia de la calle Fuencarral. Luis Álvarez. ¿Le suena este nombre?

—No, no mucho.

—Era conocido por Vitaminas. ¿Tampoco le suena este apodo?

—Sí, señor, el apodo sí —contesta Jesús Villar enrojeciendo súbitamente.

—¿Y no le parece que en este asunto hay demasiadas coincidencias?

—Sí, señor —contesta Jesús Villar mirando por primera vez directamente a los ojos del comisario, porque presiente que ahora va a lanzarse contra su corazón abierto con el recuerdo del apodo. Pero el comisario se limita a contemplar la sangre y, finalmente, dice:

—Espero, amigo mío, que todo esto no sean, en efecto, sino molestas coincidencias. No me parece usted un mentiroso, pero yo he de hacer mi trabajo y comprobar la verdad de sus afirmaciones. Ahora le tomarán en la oficina algunos datos y firmará una declaración que voy a preparar. Esté dispuesto por si le llamamos, pues posiblemente le necesitaremos más adelante. Y no haga tonterías. ¿Entendido?

—Sí, señor comisario.