En los portales había gente que contemplaba la lluvia en actitud perfectamente estática. Algunas mujeres con enormes paraguas negros familiares cruzaban la calle o la recorrían con débiles carreras. Las gotas más gruesas, tras chocar en el suelo, rebotaban, y divididas por el golpe se iban a estrellar en las medias de estas mujeres, a la altura de los tobillos; si en el suelo habían recogido grasa o suciedad, la depositaban en el entramado de las medias donde dejaban pequeñísimas manchas redondas, que parecían pecas u otra manifestación de la piel.
El Vitaminas, protegiéndose bajo una cornisa, avanzaba por Hermanos de Pablo en dirección a Alcalá. Al salir de la farmacia había llorado un poco, no por compadecerse o relajarse, sino por dar respuesta al creciente dolor de la garganta y a la fiebre. Como llovía tanto, nadie había advertido que lloraba, y a él mismo le costó bastante trabajo distinguir las lágrimas de las gotas a pesar de que la diferencia de temperatura entre ambas era notable. Tenía que ponerse un supositorio y tomarse dos optalidones (ahora advertía que el optalidón no era antipirético, pero se había dejado llevar por la rima o por la costumbre) antes de decidir qué hacer o a dónde dirigirse. En los bares había también bastante gente, porteros ociosos o representantes que de esta suerte habían visto interrumpida su jornada de trabajo; todos miraban con cierta nostalgia a través de los cristales empañados. Desde la perspectiva de Luis —que a pesar de avanzar bajo la cornisa tenía empapado todo el hombro izquierdo e inundados los pies— aquellas gentes se movían como las de un sueño: hablaban y reían sin dejar de mirar a la calle (a él tal vez), pero ni sus palabras ni sus risas tenían voz ni ruido. Se movían y gesticulaban en sus puestos de observación con ritmo semejante al utilizado por los amigos y los familiares alrededor del túmulo. Es por la fiebre, dijo; pero esta observación sobre la realidad no le bastó para librarse de una certidumbre ya en otras ocasiones vislumbrada: que él iba en otro tren, o —mejor dicho— que él estaba parado en el desmonte frente al cual pasaba el tren de los otros, y que las veces en que creía haber estado con ellos visitando sus departamentos u ofreciéndoles cigarros en el pasillo habían sido sueños montados sobre la soledad, como el pastor que tras oír la locomotora y observar los vagones se tiende en la yerba y con las manos en la nuca fácilmente imagina estaciones y ciudades y gestos, que los otros aceptan y que él recibe en un intercambio de comunicación muy semejante al que produce la riqueza.
Desechó la idea de entrar en un bar porque también entre los porteros y los representantes había uniformes y sombreros bajo los cuales sólo podía camuflarse un policía. A la altura de Elfo se detuvo ante el escaparate de una librería de extraño nombre, el Garbanzo Negro, la Oveja Negra, o algo parecido, que hacía alusión sin duda a la vida de alguien que tras el mostrador hablaba por teléfono. Tal vez aquí, pensó el Vitaminas al observar al fondo del establecimiento una escalera que se hundía en una especie de sótano. Entró tras sacudirse torpemente los pies, y como viera que el Garbanzo Negro seguía en el teléfono sin prestarle ninguna atención, comenzó a observar los libros procurando desplazarse disimuladamente hacia el fondo para ver si el sótano tenía luz, y si le estaba permitido por lo tanto bajar. En el momento de asomarse oyó la voz del Garbanzo que se dirigía a él al tiempo que tapaba el micrófono: ¿le enciendo abajo? El Vitaminas le miró sorprendido y preguntó: ¿No tenéis un servicio? Sí, sí, está abajo, a mano derecha, dijo el Garbanzo Negro, y tras accionar un interruptor regresó a la conversación interrumpida.
En el servicio había un pequeño lavabo. El Vitaminas abrió el grifo y tragó con un poco de agua dos optalidones. A pesar de todo, algo harán. Seguramente tenía hambre, pero tener hambre, se dijo, no es más que la sensación de una necesidad que por fuerza ha de diluirse en necesidades de otro orden. Al escupir en el lavabo advirtió que tenía los bronquios llenos de telarañas. Aquí está la bronquitis; ¿a qué tipo de necesidad tiende una sensación como ésta? Sacó de la caja los supositorios, alineados en una funda de plástico herméticamente cerrada, y colocó esta funda bajo el chorro de agua porque los supositorios estaban un poco blandos.
Antes de salir de la librería, y como por justificarse, pidió un bolígrafo. ¿Punta fina o normal?, le preguntó el Garbanzo Negro que estaba excitado por la tormenta o por la conversación telefónica. Punta fina, respondió Luis con el tono de quien expresara su última voluntad. Tampoco es para ponerse así,
hombre, dijo con una sonrisa el Garbanzo Negro. Cuando alcanzó la calle le pareció evidente que de manera más o menos premeditada se había acercado demasiado a la casa de su mujer. En realidad, a medida que el agua había ido empapando su abrigo y penetrando en su calzado, él se había dejado invadir por una decisión que al modo de una cuña —con golpes secos diluidos en el ruido del agua o en el escándalo de los cierres metálicos— había levantado un poco su ánimo hundido por el deseo de entregarse; y en esta decisión se encerraba el acuerdo de llegar hasta la casa de su mujer y de su hija, pero no para subir a su piso (aún recordaba cómo había esquivado Jorge su mirada al inclinarse sobre el zapato izquierdo), sino para bajar al sótano donde, frente al de contadores, estaba el cuarto de calderas. Allí podría ocultarse con facilidad mientras dejaba de llover. Tal vez con el calor de aquel cuarto y con un supositorio cada cinco o seis horas consiguiera incluso detener el avance de la bronquitis. Entretanto, y como consecuencia de esta resolución que ventilaba en parte los problemas relacionados con el futuro más inmediato, comenzó a trabajarle otra vez la hipótesis que ya en la farmacia, mientras hablaba con el farmacéutico, le había amenazado tras la aceptación de que no tenía a dónde ir: que no era inteligente, que las señales aceptadas hasta entonces por él y por quienes le habían rodeado como muestras de un entendimiento superior no habían sido otra cosa que las marcas de una torpeza alimentada por un carácter singular, en cuyas raíces no había agudeza, ni talento, ni siquiera esa capacidad medio cristiana de juzgar rectamente que llamaban sindéresis, sino un hambre endémica, un fracaso habitual también, y un deseo profundo —henchido por el paso de varias generaciones— de cambiar de imagen, no a base de sustituir la antigua, sino de suplantarla; de manera que si también en el área del entendimiento hiciera su aparición el infortunio, quedara siempre la posibilidad de refugiarse en el fracaso (la antigua imagen) a la espera de otra generación o de otro invierno. Pero Luis, el Vitaminas, se había preparado desde siempre para afrontar su particularidad reconocida, su excesiva comprensión del mundo y de las cosas; por eso ahora ignoraba cómo combatir su vulgaridad manifiesta, mientras compraba dos barras de pan y subía por Hermanos de Pablo, sin evitar la lluvia, hacia Alcalá.