—Eh, Cojo, ponme una copa de coñac —dice el Ratón sin mirar al policía que espera sus noticias—. Vaya una manera de llover. Mire cómo me he puesto sólo de cruzar la calle.

—Bueno, y ahí arriba qué pasa —pregunta el policía con cierto desdén, un desdén que en su caso precede siempre al odio. Tal vez lamenta no poder atrapar con cualquier excusa a aquel Ratón estúpido que disfruta con las cosas que a él, a estas alturas, le producen cierto miedo.

—No pasa nada, señor inspector. Por cierto, ¿es usted inspector o policía a secas?

—Soy inspector. Siga.

—Es que nunca he entendido bien las diferencias de los de la Secreta. Como van todos de paisano no hay manera de aprender la jerarquía. En la Guardia Civil o en la Policía Armada es distinto.

—Luego le explico esas diferencias. Ahora cuénteme lo que ha visto. —Llevaba yo razón. El sujeto no ha venido por aquí. Ya se lo dije a usted antes; ¿cómo va a venir si su mujer vive desde hace tiempo con un tipo que para más inri me parece que era amigo suyo?

—Precisamente por eso —dice el policía con un tono de alguien cuyos conocimientos estuvieran por encima de los argumentos más sólidos—. ¿Le han dejado echar un vistazo a la casa?

—Naturalmente. Yo tengo mucha habilidad para estas cosas. Además se han quedado asustados.

—¿Y por qué no ha ido a trabajar ninguno de los dos?

El Ratón advierte su torpeza, no su falta de celo, su torpeza. Frente a la barra, tras una hilera de botellas, hay un espejo de mala calidad. El Ratón busca sus ojos entre el cuello de dos botellas; en seguida advierte la diferencia entre su mirada y la del policía, entre su expresión y la expresión del policía. Por un instante comprende que sólo traicionando a su celo podrá satisfacer de algún modo su escaso talento. Entonces decide utilizar la misma mentira utilizada por Jorge:

—Es que se ha puesto la niña mala; unas anginas o algo así, pero ya sabe usted lo escandalosa que es la fiebre de los niños.

—Ya —dice el policía—. De todos modos no hay que descartar la posibilidad de que vuelva.