—Buenos días, don Jorge ¿Está la señorita Julia?
—Ahora no puede salir. ¿Qué pasa?
El portero encaja bien la negativa. No le preocupa el tono apremiante, un poco grosero, de Jorge. Esconde algo que le hará dominar la situación.
—Verá Vd., es un poco delicado y aquí, en la escalera…
—Pase —dice Jorge asustado. Mientras cierra la puerta, el portero interpreta a su gusto la amplia invitación y entra hasta el salón. Jorge le sigue decididamente molesto y tras cerrar la puerta que conduce al resto de la casa se vuelve hacia él.
—¿Qué ocurre?
—Es por lo de don Luis. La policía está abajo porque le han visto esta mañana por el barrio, y, claro, piensan que lo más lógico es que venga a casa de su mujer —dice esto con un tono escondido y con un gesto de pudor que consigue evidenciar la situación de amancebamiento en la que vive Jorge—. Además, como yo les he dicho que ni Vd. ni la señorita Julia han ido hoy a trabajar, pues claro han sospechado en seguida, aunque también les he dicho que yo no he visto pasar a don Luis por el portal; y eso que no me he movido de él desde muy temprano. La policía, como yo soy guardia civil jubilado, ha preferido que subiera yo para evitar el escándalo.
—¿Qué escándalo? —dice Jorge que no comprende de qué le habla el ratón, pero que tampoco quiere preguntárselo para evitar el grado de dependencia en el que comienza a hundirse—. ¿Por qué va a haber un escándalo?
—Hombre, ya sabe Vd.; pueden entrar con una orden de registro y todo eso. Y como Vd. y la señorita no están…
—No estamos casados. ¿Y qué?
—Bueno, pues que todo se complica. En fin, yo se lo digo por su bien. A mí me da igual, que para estas cosas he sido siempre muy abierto.
—Mire —le dice Jorge derrotado y nervioso—, no hemos ido a trabajar porque esta noche se ha puesto mala la niña. Esta mañana, cuando Vd. me ha visto entrar, es porque venía de buscar una farmacia de guardia para comprar piramidón, porque tenía mucha fiebre —se da cuenta en seguida de que esta mentira estúpida le ha sometido definitivamente al portero, y sólo desea que Julia esté escuchando tras la puerta para que no haya contradicciones, porque inmediatamente se vuelve y grita: —Julia, ven un momento, por favor—. Y viene Julia, y como una mala actriz dice corriendo buenos días al portero y sin transición pone a Jorge al corriente del estado de la niña: —Parece que ahora no tiene fiebre. La he vestido y se entretiene con los juguetes en su cuarto—. El portero le mira con disimulo las piernas y el escote, el lugar de la bata que más promete. Dice:
—¿No será nada de cuidado?
—No, no; unas anginas —responde Julia.
—Verás —interviene Jorge—, Dionisio va a echarle un vistazo a la casa para decirle a la policía que no está aquí tu marido. Así nos evitamos que suban y todo eso.
—Ah, muy bien —dice Julia como si se tratara de algo habitual—. Pase y perdone que esté todo tan desarreglado, pero ya sabe Vd., a estas horas están todas las casas igual.
—No se preocupe Vd., señorita, que yo soy ciego para el polvo y la ropa sucia.
El ratón, con gestos aprendidos en las películas americanas y repetidos hasta el aburrimiento en su garita de portero, husmea la casa. Sabiamente adereza su actividad con un aire de rutina que hace menos ofensivo a los habitantes del piso el inoportuno registro. En la habitación de la niña se detiene y hace comentarios elogiosos acerca de su crecimiento o de sus grandes ojos. Asegura en definitiva el mantenimiento de su propina mensual al tiempo que sorprendentemente gana en autoridad y prestigio. Ya en la puerta de salida, pide disculpas; mas de inmediato, como compensación a ese gesto de humildad, expresa con cierta ironía sus deseos de que la niña mejore:
—Lo dicho; que no sea nada. Y Vds. no se preocupen que yo hablaré ahora mismo con el inspector. Está en el bar de enfrente esperando mis noticias.
—De acuerdo, Dionisio, muchas gracias —dice Jorge al tiempo que con gesto furtivo le pasa un billete.
Cuando el ratón se marcha, tal vez con una imagen de sí mismo que no consiguió levantar en treinta años de servicios al cuerpo, Julia y Jorge entran silenciosos en el salón. La niña, en su cuarto, no llora. Los objetos están desordenados y el teléfono es una amenaza negra. Gotas desmesuradas golpean el ventanal que se abre a una estrechísima terraza: apenas metro y medio cuya utilidad se reduce a la de almacenar todo aquello que se desecha, pero que no se tira.
—¿Por qué le has dado veinte duros? —dice Julia.
—No lo sé; ha sido una tontería.
—Deberíamos haberle preguntado por qué persiguen a Luis. —No lo he hecho para evitar que se creciera. Ya has visto que hablaba como si lo supiéramos todo. Seguramente viene en el periódico. Voy a ir a comprar uno ahora mismo.