Desde la cocina el llanto de la niña parecía menos violento y resultaba también menos crispante para Jorge, que con una bayeta recogía la leche derramada sobre la plancha. Olía a gas, de forma que Jorge decidió abrir la ventana a pesar del frío y de que entraban algunas gotas empujadas por el viento (mientras hacían el amor, la leche se había derramado apagando la llama de suerte que el gas estuvo escapándose sin arder durante algunos minutos: apenas una amenaza que Jorge advirtió sin recrearse en ella). Puso más leche en otro recipiente y después de colocarlo sobre un fuego salió al recibidor y del recibidor entró en el salón. La puerta de la cocina, que había quedado entreabierta, se cerró con estrépito a sus espaldas. Hay corriente, dijo. La niña había dejado de llorar en un momento impreciso.

Antes de llegar al sofá oyó la voz de Julia que desde la habitación le preguntaba: qué haces, Jorge. Nada, respondió, que se ha salido la leche. Ya he puesto más. Recogió la camisa del suelo y se la colocó despacio, deteniéndose más de lo preciso en cada botón. Intentaba hacer frente con esta actitud tranquila a los problemas que al ritmo de la mañana se instalaban en aquellos puntos de su existencia señalados por los menesteres habituales. Pero esta recuperación progresiva de los temores cotidianos no tenía en modo alguno el objeto de resolverlos, ni siquiera de asumirlos, sino más bien de asegurarse de que continuaban allí y en orden semejante al de todos los días. El ingrediente nuevo y no esperado de la lluvia complicaba el desajuste iniciado con la visión del Vitaminas; aunque tal vez ambos eran en el fondo un síntoma de evolución o de crisis de aquellas cosas —el trabajo absurdo, los compañeros irritantes, las relaciones con Julia y con la niña, etc.— que habían dejado con el tiempo de ser actos, sucesos, para convertirse en signos de una enfermedad consuntiva de trayectoria imprevisible. Mas a pesar de que Jorge intentaba dar a los aconteceres de su vida el tratamiento de fenómenos aislados, delatores únicamente de la existencia de algo que se moviera, no podía evitar de vez en cuando la sospecha de que tales sucesos eran indicios de un posible argumento que se removía ciego y desesperado en el fondo de una espesa mezcla de la que a veces parecía emerger, aunque hasta el momento no hubiera superado jamás el grado de existencia de un fantasma: algo que muestra el bulto pero no la forma. En seguida apareció Julia con la pequeña en sus brazos. La niña estaba ya arreglada y vestida, pero Julia continuaba con la bata. Parecía cansada y se sentó en el sofá después de dejar a su hija en el suelo. No para de llover, dijo. Después miró a Jorge que estaba distraído, con la corbata a medio anudar, junto a la mesita del teléfono.

—¿Qué te pasa?

—Nada, estoy pensando que de un momento a otro van a telefonear.

—¿Quién? —pregunta Julia al tiempo que eleva los brazos y junta por detrás de la cabeza las crenchas de su pelo. (En la mejilla izquierda y en la comisura de los labios aparecen algunos restos de la violencia descargada por Jorge).

—Los del banco. Ya han aguantado bastante.

—Si quieres, llamo yo y digo que estás enfermo —responde mientras vuelve hacia Jorge la parte izquierda de su rostro.

—No, déjalo, da igual —y sale hacia la cocina para vigilar la leche. Entretanto la niña explora a gatas los alrededores de su madre; la mira a veces con gestos de distancia o con expresiones de adulto que la casualidad dibuja en su rostro. El color del día y la humedad comienzan a invadir el piso con un tono determinante o preparatorio. Julia se descubre los pechos y con los dedos busca a través del dolor la memoria de los golpes. Al cabo encuentra las señales que de alguna manera le confirman la verdad de un instante dichoso, como los restos de alcohol en los vasos en un amanecer torpe o dolorido. Cuando Jorge regresa de la cocina con los desayunos, le dice yo tampoco voy a trabajar; llueve mucho. Además me has dejado muchas señales en la cara (Jorge sonríe) y en los pechos; mira. ¿Qué iban a decir mis alumnos? Jorge deja las tazas en la mesa. En mis tiempos, contesta, a las profesoras les veíamos a veces las bragas, y aun eso con gran riesgo, pero jamás tuve la oportunidad de asomarme a un escote. Tonto, dice Julia con un sabio ademán que, lejos de evitar las miradas de Jorge, las provoca.

Mientras toman la leche con café, revisan las cuestiones prácticas originadas por el día de libertad no previsto con tinta roja en los calendarios. Se divierten con la búsqueda minuciosa de pequeños detalles que se engarzan y desembocan con frecuencia en catástrofes derivadas de su falta de seriedad laboral. Mas por debajo de la conversación disparatada y de las risas, a un lado de las miradas de aprobación u hostilidad de la niña, y en el centro, en fin, de un desamparo imbele curtido por el grado de aceptación o de necesidad de una realidad fija, comienza a discurrir un texto no dicho pero escrito en el aire de la pequeña habitación con los movimientos de las manos, la dirección de las miradas, y la presencia incluso de la niña, a quien en seguida preparan un desayuno y encierran luego en su habitación repleta de cartulinas arrugadas y de animales de plástico. No quieren perder tiempo porque conocen cuanto de gratuito hay en esa indiferencia que ahora sienten por el trabajo, y saben que en cualquier momento puede trocarse en angustia o, por lo menos, en un agobio mortificante y esterilizador. Por eso, ya mientras Julia se lava en el cuarto de baño, jorge la persigue a través del reducido espacio y golpea con precisión los lugares más deseados de su cuerpo desnudo: toma venganza de una adolescencia determinada por aquellas caderas indiferentes a su dolor profundo; y crece su violencia al tiempo que también, de algún modo, el objeto sobre el que la descarga; y así el cuerpo de Julia pierde o recupera sus límites al ritmo de su identidad, que con la crecida de los golpes atraviesa en sucesión los posibles modelos de todo aquello con lo que Jorge no ha concebido nunca otras relaciones que las basadas en la violencia o la transgresión.

Para Julia, que con los mismos gestos con los que intenta defenderse procura asimismo provocar nuevos golpes, aquello no deja de ser también en cierto modo una reivindicación: el dolor reivindica sus pechos y los dos abanicos de sus nalgas, y su pelo, que se le cruza por delante del rostro y le ayuda a sentirse bella y codiciada por aquel cuya agresividad le devuelve a una no olvidada tarde de domingo, no al modo de una antigua canción que recupera los momentos antiguos pero que jamás los resuelve, sino a la manera de una guerra cuyos sucesos y cadáveres vengan definitivamente un pasado flébil o estólido. Pero por las ventanas de la casa no entra la luz del sol deshilachada por el calado de las cortinas o dividida por la carpintería de aluminio, sino la penumbra de una mañana tormentosa cuya pesada luz no alumbra nada; excepto los aspectos más negros de la propia tormenta; algo preparatorio que se resuelve al fin en el sonido del timbre de la puerta. Ambos lo oyen y parece como si el tiempo se hubiera congelado hasta que una segunda llamada confirma la existencia de unos dispositivos de vigilancia momentáneamente olvidados. Jorge se arregla la corbata y esconde en su sitio los faldones de la camisa mientras, temeroso, se dirige a la puerta: Es el portero —cara de ratón sonriente y amable siempre hasta la sospecha— que lanzando miradas por encima de los hombros de Jorge o por sus costados inspecciona la parte visible del salón.