A la derecha de Jesús Villar, tras la mesa portátil sobre la que está la máquina de escribir, hay un armario metálico de dos puertas parecido a las taquillas de los cuarteles o a los roperos que se utilizan en los vestuarios de algunos centros deportivos. El comisario ha encendido una lámpara colocada en el extremo de un brazo flexible que hay sobre la mesa, a su derecha. También está encendido el tubo del techo cuya luz, blanca y pegajosa, alcanza —con cierta calidad de niebla— cada rincón del despacho. El resultado de la combinación de estas dos luces, a las que se suma la claridad escasa, aunque determinante, que atraviesa la ventana, es un ambiente espeso dispuesto a condensarse sobre la superficie parda de la mesa o en las teclas de la máquina de escribir, o en el humo de un cigarro que el comisario acaba de encender. Jesús Villar modifica ligeramente su postura y se desabrocha el abrigo.
—Bueno, ahora ya puede contarme todo —dice por fin el comisario.
—¿Se lo cuento desde el principio o espero a que Vd. me vaya preguntando cosas?
—No; cuéntelo a su manera, como si yo no fuera un policía ni esto una comisaría.
—Bueno, yo lo vi todo; en parte porque esta mañana me dormí, y en parte porque soy un buen observador y con frecuencia advierto cosas que el resto de la gente, distraída con el periódico o con sus propios problemas, ni siquiera sospecha. Ya sabe Vd. a lo que me refiero; en el metro, por ejemplo, hay personas que se hacen señales casi imperceptibles desde un andén a otro. Con frecuencia son novios que acaban de despedirse porque llevan direcciones opuestas. Algunas veces, sin embargo, estas señales se producen entre gente cuya relación no está muy clara. Quiero decir que no son compañeros de trabajo, ni hermanos, ni siquiera los conocidos que no se ven desde las últimas navidades y que al encontrarse separados por las vías del metro se saludan a medias para no llamar la atención de los cazadores de gestos; no, a veces la comunicación secreta (gestos de inteligencia, movimientos absurdos con las manos, etc.) se da entre dos hombres cuya relación es impensable y terrible, si Vd. me lo permite. Son gente rara que hablan poco, y que al cruzarse en la calle levantan las cejas y murmuran al oído del otro dos o tres frases antes de seguir la dirección siempre contraria de su comunicante. Otras veces la señal se lanza desde la ventanilla trasera de un autobús, en el momento mismo en el que éste arranca, y va dirigida a alguien que ya estaba en la parada cuando llegó el autobús, pero que no se subió a pesar de haber guardado cola. Pues bien, esta mañana llegué a la boca del metro de Pueblo Nuevo (yo vivo en Caudillo de España, a dos minutos de Alcalá) y me encontré con un pequeño tumulto. En el momento mismo de alcanzar el grupo vi salir de él a un hombre de veintisiete a treinta años. Yo aún no sabía lo que pasaba, pero en ese instante adiviné que, fuera lo que fuera, aquel hombre estaba relacionado con el suceso. No me pregunte por qué. Su delgadez extrema, sus labios exangües, además de un pelo corto y de un abrigo arrugado, eran para mí señales de algo que estaba sucediendo y que nadie a mi alrededor advertía. Bajé entonces un par de escalones y me asomé al centro del grupo: había un hombre retorciéndose y la gente trataba de ayudarle de forma desordenada y autoritaria. Quiero decir que todos pretendían protagonizar el caso, ser tan importantes como el enfermo o el herido que se asfixiaba apresado por tantas manos, mientras que con las suyas intentaba inútilmente sujetar su dolor. Yo adiviné en seguida —tampoco me pregunte por qué— que se trataba de un policía y salí como un rayo hacia la superficie. El hombre delgado (entonces me pareció más bien un muchacho) continuaba allí. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo y miraba a lo lejos a alguien que estaba detenido, y que inmediatamente, tras una mirada insegura, levantó el pie izquierdo y apoyándolo en un saliente de la pared se puso a atar el cordón muy despacio, exageradamente despacio en mi opinión. Yo había advertido entre los dos hombres una señal cuya evidencia era tan escasa que no me atrevería a firmarla en un documento. Antes de que el hombre que se ataba el cordón del zapato izquierdo se incorporara, el que estaba junto a mí dio media vuelta y comenzó a andar distraído en dirección contraria, hacia Quintana. Entonces yo crucé a un bar que hay en la acera de enfrente, el del Cojo, y les telefoneé.
—¿Reconocería Vd. a ese hombre?
—Sí, sí, seguro —responde Jesús Villar en el momento mismo en el que se abre la puerta y alguien, a su espalda, se pone a las órdenes del comisario añadiendo: ya han retirado el Jeep; el inspector Núñez se ha quedado en un bar que hay frente a la casa. Tenemos el teléfono.